El turno del escriba (Premio Alfaguara de novela 2005)

Graciela Montes
Ema Wolf

Fragmento

 toc.xhtml

Índice

Portadilla

Índice

Y en el año de Nuestro Señor de 1298

Los vencedores de Curzola

Las gallinas de Fugiú

El huésped

Hombres con fauces de perro

La hurí del Paraíso

Quiero decir la verdad acerca de los pigmeos

El oficio y las piedras

Una barca inestable

La cuestión del método

Los sacrificios de la fe

El tabernáculo

La composición del mundo

Ciento doce pliegos

Toda la historia humana

La partida

Agradecimientos

Sobre Graciela Montes

Sobre Ema Wolf

VIII Premio Alfaguara de Novela 2005

Premio Alfaguara de Novela

Premios Alfaguara

Créditos

TXTurno.xhtml

Y en el año de Nuestro Señor de 1298, estando él, Marco Polo, en prisión en Génova, messer Rustichello, ciudadano de Pisa, que estaba con él en la misma prisión, pensando en los beneficios de hacer públicas las grandes maravillas que Marco Polo había visto, escribió este libro verídico y sin engaño, y lo dividió en tres partes.

TXTurno-1.xhtml

Los vencedores de Curzola

 

 

 

 

El día en que el pisano se cruzó con el veneciano estuvo marcado por la suerte. Hubo señales. Al menos una, que se presentó bajo la forma de una bella pieza de mierda, sin duda humana, en la que el pisano, trepado al techo del Palazzo del Mare por determinación propia y gracias al descuido de sus guardianes, hundió generosamente el zapato. Y aunque la señal no era de su gusto por pertenecer a una especie innoble, sin tradición ni prestigio, muy distinta de las que se le aparecían, por caso, a un Tristán de Leonnoys en el cielo de Cornualles o las que precedían las cabalgatas de Lancelote por el bosque de Broceliande, que servían de ingrediente en las novelas que había copiado y ensamblado en sus años de residencia en las cortes, no pudo menos que tomarla en cuenta. Tal vez en un primer momento haya atribuido el accidente al gato que brincó a su lado, rozándolo, cuando buscaba hacer pie en el techo de pizarra, empinado y resbaladizo, o quizás al temblor de las rodillas y a la agitación general del ánimo que le provocaba una escapada que a su edad y en su estado de cuerpo tenía rasgos de hazaña, pero enseguida desechó esas razones por toscas y prefirió pensar en un viraje de la Fortuna: haber pisado mierda de cristiano en una ocasión como ésta y en un lugar donde era improbable que la hubiera, no podía menos que ser un indicio extraordinario.

El acontecimiento lo complace. Está claro para él que la suerte acaba de tocarlo, le ha tendido una celada auspiciosa para enredarlo, con algún propósito todavía desconocido, en los sucesos que se desarrollan ante su vista. Y sentirse un predestinado le parece mejor que sentirse un pobre diablo, que es como se siente hace demasiado tiempo. Había llegado a pensar que nada más le depararía esa ciudad.

Hace catorce años que messer Rustichello, o Rusticien, como le gusta decir a él, ya que prefiere que su nombre vaya montado en los cornetes de la nariz y no en la punta de la lengua, está preso en Génova, la Superba. Los primeros cinco repartidos entre un campamento lúgubre junto al mar, que preferiría suprimir de la memoria, un rincón en el atrio de la iglesia de San Matteo —los Doria, campeones de la batalla, habían concentrado allí su botín de prisioneros—, una jaula atestada en la cárcel de Malapaga, otra, peor aún, en la mazmorra de la Porta di Santa Fede donde había estado a punto de morir de hambre y una celda bastante confortable en el Palazzetto del Molo donde había quedado mezclado con el contingente de los pisanos importantes. Los últimos nueve, en el Palatium Comunis Ianue Ripa, más llamado Palazzo del Mare, cuyo techo y prodigios acaba de conocer.

No es al sentido de justicia de los genoveses que debe sus traslados, sino a los avatares del hacinamiento, y, en alguna medida, piensa, a su labia y a su poder de persuasión. Desde un principio se había negado a hablar de sí mismo como de un prisionero común e insistía en proclamarse rehén, obses liberandus, y aludía a menudo, aunque de manera general, al rescate que su ciudad, Pisa, la blanca, la bella, habría estado dispuesta a pagar por un ciudadano de su valía, que si bien había pasado casi toda la vida lejos de ella no por eso había dejado de pertenecerle. A la hora de enumerar sus merecimientos, Rustichello comenzaba por su posición de bibliotecario, lector y calígrafo excepcional en la corte del rey Manfredo en Palermo, y seguía por la de traductor, adaptador, novelista, y hasta consejero real si lo apuraban, que, tras las batallas de Benevento y Tagliacozzo, había ocupado en la de Charles d’Anjou, tanto en Palermo como en Nápoles. De esa manera, asido a la cuerda de su relato, Rustichello había logrado dejar atrás las prisiones más lóbregas, de donde muchos habían salido sólo para ser enterrados o, peor, canjeados a sus parientes por un saco de cebollas, y se había abierto paso hasta la celda del Palazzetto, donde pareció normal que se codeara con compatriotas ilustres como el Donoràtico y el Bondi Testario. Cuando las negociaciones se estancaron y la esperanza de un armisticio o de un pronto rescate patrio comenzó a debilitarse, no sólo para él sino también para aquellos cuya influencia en los asuntos de Pisa era innegable, se le había hecho difícil sostener el prestigio. En Pisa nadie respondía por él ni le enviaba unos míseros florines para una camisa

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos