Barcelona, 18 de julio de 1936
LOS TRES
«¿Has escuchado cómo rugen las calles?»
—Dar muerte es el arte más elevado.
Destellos metálicos surcan la pistola.
Él empapa la gamuza en un tampón de aceite, frota el cañón labrado y abre el tambor de seis balas. Lo gira una vuelta completa. Introduce cada proyectil en su recámara y vuelve a girarlo. La rueda suena diferente a la carga de argumentos definitivos. Es un viejo Colt Walker con empuñadura de marfil, vestigio de otra época y la misma sangre.
—Que te maten, en cambio, una necedad.
Su sonrisa centellea en el cromado.
Para disparar un arma así de pesada se ha de sujetar con las dos manos. Él siempre utiliza una. La coloca en la funda derecha de su cinturón de cuero, que muestra trazos verticales en la parte posterior, descolorida y sin agujeros por los que insertar la púa. En una mirada atenta se comprueba la equidistancia de aquellas muescas.
Rayó la primera el 2 de junio de 1929.
—¿Lo has consultado con ellos? —le pregunta el hombre al que llaman «Pep el Rata»—. Un aviso de cortesía... ¿algo? Ya nunca les damos noticia de los golpes.
Él no contesta.
Volutas de humo rompen encima de sus cabezas y empañan los siete metros cuadrados. No es un ataúd; es una vivienda en la que muchos creían ciudad prodigiosa, expositora de ingenios, cuna del modernismo y urbanidad a cartabón. Barcelona puede hablar con voz frívola, pero ya nadie vive en la barraca, ahora refugio de intrigas tras la puerta laminada de acero. Sus paredes enseñan dibujos a cuchillo de animales y tomos sin título se apilan junto a un catre. Excepto el que versa en su cubierta Non omnis moriar.
—Un día acabarás con su paciencia —advierte el hombre al que llaman «Bucanero»—. Cobrarán caro actuar por nuestra cuenta. Tan caro como que me rellenen el estómago de piedras y me tiren al mar.
Él rebota la lengua contra el paladar mientras se mira a un espejo. Cuenta y riesgo, deduce, activo y pasivo compensados no permiten reclamación en esas esquinas donde siempre inventan números pendientes. La idea de que alguna de las otras bandas les ponga un dedo encima le proyecta una sonrisa sardónica. Estallado por el lateral, el cristal devuelve la imagen de su cara en tres planos. Así fuera una aberración hecha carne, mentón, nariz y frente semejan de personas distintas.
Un retrato de aquellos que esconden multitudes.
—¿Has escuchado cómo rugen las calles? —pregunta Pep el Rata a Bucanero, acariciando la rata que duerme sobre su pecho—. Amic meu, en unos días seremos los últimos de los que se preocuparán para cobrar deudas. Y si parlotean tanto es porque ahora somos los mejores. Les guste —pasa a rascarle el lomo— o no les guste.
Hablan los dos a los que él ignora.
—¿De repente crees eso del Golpe en Barcelona? —Bucanero ajusta el parche negro sobre su cuenca orbital hueca—. Los republicanos ven golpistas en cada esquina desde hace meses, y, al final, paseíllos de ambos lados y poco más. Por mi parte solo soy leal a nosotros mismos. —Se tapa la nariz para afinar voz aguda—. Alerta antifascista: ¿el frutero ha hecho el saludo romano o ha llamado a un taxi?
—Parece que ahora únicamente hay estas formas de saludarse. —Pep el Rata alterna mano extendida y puño cerrado—. ¿Dónde ha quedado el resto?
Bucanero oculta su mano con el antebrazo contrario y la asoma, poco a poco, al plano polvoriento de luz.
—Yo intentaría hacer obligatoria una tercera.
Desliza la peineta con el dedo.
Pep el Rata carcajea hasta que sale el rictus serio de esas entrañas.
—Que los militares vuelvan de Marruecos es algo nuevo, sin duda.
—Tendrán tratos con los moros, Pep.
—También se han amotinado en Sevilla.
Mientras fuma un puro sobre el catre, Pep el Rata desliza la petaca desde el pantalón e inclina el coñac. Rasca aquella garganta purulenta, aunque borracho no muestra el tic que lo hace parpadear como un desquiciado. Igual que muchos, bebe para plegar un trastorno sobre otro. Aquí no hay diagnóstico, no hay medicación, la consecuencia es que a efectos prácticos tampoco hay trastorno.
—Feixistes fills de puta.
El alcohol desciende por el esófago hasta las úlceras. Purificadas de nuevo, ya queman como rejones. A continuación, apaga el puro contra su palma y ofrece la petaca a Bucanero, que es un tipo de tragos largos. El humo envuelve a los dialoguistas en una estola tétrica. Vuelven a cruzar el pensamiento del golpe de Estado y la reflexión demanda la pregunta definitiva para el tercero, para el gánster de las cien mil palabras.
—Tú, ¿qué opinas sobre todo esto?
Cien mil palabras calladas hasta el momento.
Él frunce el ceño mientras estira unos guantes de piel rojos en las manos. Retuerce la membrana sin cuartear y abandona la imagen en el espejo. Los tres planos desaparecen succionados, aunque la frente resiste un instante más, tal que albergase densidad diferente. Entonces sus botas pisan una madera carcomida de esa barraca de La Torrasa, suburbio en Hospitalet. Las puntas de los pies describen un giro con el crepitar y se queda observando de medio perfil, cual demiurgo demente, a los que quiere moderar tras un cabeceo. Hasta les escruta la mirada como si hubiera mucho de indescifrable detrás de ella.
—Opino que es suficiente —contesta al fin—. Incluso en un momento parecía que estabais conmigo por política.
Los dos ríen con su extraña parquedad y el hombre al que llaman «Lobo» recoge, muy serio, unas gafitas doradas de ver y un sombrero negro de la mesa. También la otra pistola gemela para la funda izquierda de su cinto.
Fidel Lobo.
Lobo es su apellido.
A esa pistola le había sacado brillo antes.
—Vámonos —ordena—. Por el callejón trasero.
—Llegaremos antes de la hora prevista.
Lobo eleva una mano, sugiriendo el magisterio menos parco.
—Cuando nos adelantamos, el ánimo de los demás ya no es el contemplativo de una agenda, sino que se ve afectado por la alternativa. ¿Hace cuánto que están donde yo acabo de llegar?, ¿qué ventaja habrán obtenido durante mi falta de reacción? y ¿cómo puedo recuperarla desde la nostalgia de lo nunca ocurrido? Mientras alguien se plantee esas preguntas no encontrará su propio lugar en el suceso. —Chasquea dedos—. En definitiva, el éxito de un atraco o de un golpe de Estado está en aparecer antes de la hora prevista.