Basilio Galipienso, traje impecable de lino blanco cortado a medida, atraviesa junto a su amada Esmeralda Sarasola, infinitas pestañas postizas y rojo pasión realzando sus carnosos labios, los amplios jardines en plena efervescencia de trópico cimarrón que circunvalan sus dominios neocoloniales de Puerto Rico.
Se detienen bajo una pérgola frondosa de hiedra. Se miran a los ojos como dos quinceañeros.
Se besan.
Basilio le masajea el trasero y Esmeralda le devuelve la caricia manoseando su entrepierna.
Basilio y Esmeralda están tan enamorados como el primer día y la calentura entre diabólica y húmeda les relampaguea justo en la crisma.
No hay testigos.
Basilio, con sólo una mano, desabrocha los botones de la blusa de Esmeralda acusando espléndido entrenamiento.
Entonces suena en el aire un cocoricó profundo. Es su nuevo gallo triunfador, campeonísimo.
La sincronización con su gladiador emplumado resulta tan extraordinaria que el bicho ha detectado el subidón sexual de su entrenador. Seguro.
Basilio y Esmeralda sonríen y sus mejillas adquieren tonalidad rosácea. El pudor les embarga y separan sus cuerpos derrotados. Basilio y Esmeralda contemplan extasiados sus posesiones.
Son ricos.
Se les envidia.
Se les respeta.
Pero no siempre fue así y ambos entienden que escaparon del mundanal infierno.
A veces, tras la cena, cuando los lacayos y las doncellas desaparecen, empinan el codo y recuerdan aquellos tiempos broncos de venganzas, amistades, traiciones y sangre.
Durante esas noches húmedas, su nuevo gallo campeón emite hondos cocoricós de victorias recientes y a Basilio se le escapa alguna lágrima furtiva en memoria de aquellos amigos caídos.
Venganzas, amistades, traiciones…
Y sangre.
Qué tiempos…
PRIMER ASALTO
Año 2000
1
Sólo vio la foto durante una milésima de segundo con el rabillo del ojo, pero intentó borrar de su mente las caras allí amortajadas en un clásico marco de plata sin duda regalado por la esposa de ese consumado vendedor de coches.
No deseaba grabar ninguna huella familiar entre los pliegues de su cerebro de sicario a punto de doctorarse.
Borrar.
Se esforzó en diluir cualquier rastro, pero sabía que recordaría durante mucho tiempo aquellos rostros. Mieeerda.
El jefe del concesionario, sublime mercachifle de lengua hiperactiva, continuaba con su cháchara, narrando sin cesar las bondades de un Nissan Patrol que Gustavo Montesinos Yáñez, alias Gus, fingía comprar con un punto de desdén.
¿Y por qué aquel cabrón de vendedor lavacoches y comecabezas plantificaba la foto frente a la butaca donde se sentaban los clientes? La rastrera artimaña insultaba incluso la inteligencia menos frondosa: para ablandar la voluntad de los posibles compradores. Una familia feliz representaba honradez, corrección, mansedumbre, seriedad, medianía, normalidad, un nicho vulgar en la sociedad y en su carrusel de servidumbres y modales encorsetados, domesticados, aburridos.
Una fotofeliz familiar decía: «Mírame, soy como tú, tengo una mujer tan fea o más que la tuya y unos niños al menos tan repugnantes y burros como los tuyos».
Una fotofeliz de cutrefamilia te susurraba ladina: «Mírame, tengo que alimentarlos y pagar el colegio y los zapatos y los abriguitos y las medicinas para la tos y la bollería de la merienda y todo lo demás».
Una fotofeliz apastelada gracias a esa cortina azul clara de fondo te indicaba: «Mírame, mírame, mírame… y cómprame el coche porque tengo que cumplir con los objetivos este mes, no me hundas, compadre, por favor. Compra, compra, compra. Por caridad o por cojones. Pero compra».
Gus desvió su mirada hacia el rótulo de metacrilato donde se exponía el nombre del vendedor. Sergio Esquemas, se llamaba.
Aunque conocía su nombre y sus costumbres desde que le habían contratado para el encargo, todavía le asombraba que alguien se llamase así de verdad.
«Esquemas.»
No te jode.
Y no parecía mal tipo, el tal Esquemas, con su rollo continuo sobre coches y esa carita ambigua, entre la bondad y el desfalco.
Pero Gus sabía que aquel tipo no podía ser un ángel, pues en ese caso no le habrían contratado.
El vendedor escondía sus poderosas entradas ayudándose por un flequillo ridículo que le caía sobre la frente como una cortina despeluchada. Rondaba los cuarenta y con su residual verborrea mostraba enorme capacidad para camelar al prójimo y encalomarle su niquelada ferralla rodante.
Mientras gastaba saliva, Gus no pudo evitar recordar los caretos de su familia.
Mierda. No había logrado evaporar aquellos contornos.
Una niña de seis o siete años con unas gafas que revelaban unas dioptrías de topo, un crío algo más mayor de mejillas sonrosadas y aire bobalicón que vestía el uniforme del Celta de Vigo, y una esposa gastando melena ochentera, acaracolada y horripilante, formaban esa santísima tríada de aplastante vulgaridad.
El vendedor Sergio Esquemas tiró de intimidad doméstica para ablandar a aquel cliente lacónico.
—Roxana, la pequeña se llama Roxana… Sí, la de las gafas, pobrecilla…
—¿Cómo dice? —preguntó Gus sin entender.
—Roxana, así la bautizamos, sí, suena raro, ya lo sé, pero así consta en el registro… Al cura no le sentó nada bien, pero al final tragó; a ver, ¿qué iba a hacer? Estamos en los noventa, ¿no? Nada, mi parienta, que se empeñó en ese nombre para la niña… Es que mi mujer es una apasionada de Alejandro Magno, ¿sabe usted? No sé de dónde le viene ese empeño… Pero se lo sabe todo… De lo demás ya puede usted preguntarle que ni idea tiene… Pero de Alejandro, ah, en ese tema ganaría un concurso… No sé de dónde le viene esa fijación, pero, bueno, si ella disfruta pues yo callado… Roxana era la mujer de Alejandro… Y yo le dije: «Pero, mujer, que nuestra niña no tiene ni idea ni de leches históricas ni de Alejandro ni de nada, y además es gallega, de las que habla con acento galleguiño y se mete empanadilla por la vena siempre que puede… Pero nada, no hubo forma. Cuando la parienta se encabrona… Bueno, ya sabe usted cómo son las mujeres… ¿verdad?».
A Gus le desagradaba la gente que usaba el término «parienta» para denominar a su esposa.
Qué zafio.
Decidió cortar, ya era casi la hora del cierre del concesionario y empezaba a dolerle la cabeza tanta leche de cigüeñal, pistón, cilindrada, bujías y la madre que los parió.
Gus se levantó de su butaca con la agilidad de los tipos nervudos. Era alto y magro. Sus ojos negros se hundían en un semblante alargado y huesudo. Lucía esa faz suya un extraño brillo artificial, fruto de una multitud de microsurcos que nacían de unas imperceptibles cicatrices reparadas por un paciente bisturí. Su pelo era corto, afilado y grueso, de color tirando a castaño. Gastaba manos finas y dedos fuertes como crótalos recién nacidos.
—Si le parece, lo probamos dando una vuelta y luego venimos y me prepara los papeles… —susurró Gus con acento comprador sí o sí.
La mirada del vendedor chisporroteó de placer. Su flequillo se agitó rebelde y culebroso. Sus entradas brillaron. Sus pupilas relampaguearon ante la perspectiva del negocio cerrado y casi emitieron un musical clin-clin de caja registradora.
Gus y el vendedor alcanzaron una puerta que desembocaba en la nave donde hibernaban los coches destilando perfume de cuero virgen.
El vendedor agarró las llaves del Nissan de un panel. Se las tendió a Gus sonriente y éste las rechazó.
—Prefiero que conduzca usted y así me va contando…
—Perfecto. De acuerdo, usted manda, no se preocupe, conozco estos contornos como el culo de mi parienta, si tiene algún capricho me lo dice y ya está… Pero le aseguro que este pedazo de máquina podría ir sola, sí, ¿ya le he dicho que el motor…?
Gus ignoraba qué habría hecho ese tipejo, pero le empezaba a alegrar el encargo recibido porque su inagotable palique le exasperaba.
«Parienta.»
De nuevo había pronunciado «parienta».
Se merecía lo que le tenía reservado. Jamás permitía que su trabajo cayese bajo el influjo de las emociones. Eso no era profesional. Pero comenzaba a experimentar cierto placer ante este encargo. Además, ya casi había extirpado de su cerebro las imágenes de su familia.
Sólo las gafas de la niña de nombre exótico, Roxana, modelo Telefunken, revoloteaban en su mente.
En cambio, del careto de tonto del haba del crío ni se acordaba. Mejor.
Gus sí controlaba la comarca. Y había escogido el lugar exacto.
Llevaba dos días estudiando el terreno y los horarios del tráfico. También había examinado el deambular de los paisanos. Conocía las carreteras comarcales y los caminos que se deslizaban entre los montes poblados de aromáticos eucaliptos. Su memoria había registrado las bifurcaciones que se ramificaban desde la arteria principal.
Circularon por la carretera que bordeaba un mar bravo de irritados espumarajos. Cuatro kilómetros después, Gus susurró:
—Métase por ese camino, ya que estamos me gustaría comprobar la suspensión, si no le importa.
—Por supuesto —contestó el vendedor.
El coche recorrió una senda bacheada ideal para el trote lento tan de gabarra propio de las vacas lecheras. Gus observó que se acercaban al terreno que había escogido durante sus exploraciones preliminares.
—Arrímese cuando pueda y pare, nos fumamos unos pitillos y me alivia unas dudas que tengo…
El vendedor obedeció. Bajaron del coche.
El flequillo del tal Esquemas se encabritó por culpa de una repentina ráfaga de viento. Gus se fijó en sus cejas. Las tenía despobladas y esa escasez capilar le confería un no sé qué repulsivo.
Igual Sergio Esquemas se lo montaba de reina nocturna con cejas depiladas, ya me entiendes, hasta arriba de doble moral, y su encargo respondía a un asunto de bujarrones despechados.
Tampoco le importaba. Conocía bien la galaxia rosa y sabía, vaya que sí, cómo se las podían gastar en casos de venganza.
Él cumplía y punto. Él cobraba y punto. Nunca preguntaba ni investigaba los motivos. Ése no era su trabajo.
—¿Qué me dice? ¿A que este paisaje es bonito y a uno le dan ganas de…?
No finalizó la frase.
Gus le propinó un derechazo contra la mandíbula que lo tumbó sobre el arcén de hierbas silvestres. Sus dedos de crótalo se agitaron y vibraron para despejar el dolor del golpe.
El tal Esquemas se desplomó y una nube de polen y polvo se elevó provocando un efecto de cuento de hadas o de meigas cuando el cuerpo impactó contra los matojos.
Luego le pateó la barbilla, un golpe seco y contundente, para garantizar su siesta. Manó sangre de la boca del durmiente. Quizá el patadón le había cortado un pedazo de lengua o tal vez le había roto varios dientes. Era posible que todo a la vez.
Un puñetazo de esa categoría, junto con una patada de remate, devastaban.
Gus sabía golpear. Aunque era joven y sólo contaba veinticuatro años, la vida le había entrenado desde bien pronto.
El vendedor estaba fuera de combate. Gus comprobó muy tranquilo la soledad que les rodeaba. Nada. Nadie. Sólo susurros de hojas de eucaliptos mecidas por los vientos galaicos. Aspiró aire puro. Sintió infinita paz. Preparó la guerra.
Cogió rollo de cinta americana del bolsillo de su cazadora y le selló los labios. La sangre del durmiente le ensució las manos. Lo agarró por los pies y le arrastró. Cruzaron un prado y ese dúo de imposible escorzo y fusión contranatural se asemejaba a un fauno chepudo recortado contra el sol de poniente.
Sergio Esquemas, gordinflas y tronchón, pesaba unos noventa kilos. Gus bufaba mientras acarreaba aquel bulto fláccido. La cabeza de Esquemas rebotaba contra los accidentes del suelo.
Más allá de la pradera, protegidos de las curiosidades ajenas por un seto, lo encajó sentado contra un árbol y lo ató contra el tronco sin racanear cinta americana.
Le palmeó las mejillas varias veces.
El vendedor charlatán de las cejas calvas despertó. Ahora su flequillo caía de lado y mostraba unas entradas intensas, profundas, descoordinadas, asimétricas. Las puntas de ese flequillo rezumaban la electricidad del miedo. El vendedor Esquemas despertó por completo, aunque tardó varios segundos en comprender su situación. Entonces su mirada proyectó pavor.
Su vejiga se aflojó.
Se retorció avergonzado como un reptil al cual le han partido el espinazo sobre el asfalto. La mancha húmeda de sus pantalones prosperó.
La mano de Gus buceó en otro bolsillo para trincar varias bridas de plástico. Las anudó en alturas concretas, meditadas, de los brazos y las piernas del vendedor.
Luego sacó su arma despacio, un 38 especial Smith and Wesson camuflado hasta entonces en su espalda, y atornilló cariñoso un silenciador contra la boca del cañón.
Agarró el brazo izquierdo del vendedor y colocó el cañón contra su bíceps. Disparó. La carne desgarrada del brazo trepidó como un flan que se bambolea sobre el plato sujetado por un camarero novato. El vendedor expulsó un gemido prolongado que rebotó contra la cinta adhesiva que sellaba su boca antaño parlanchina. Gus miró en derredor.
Nada. Nadie.
Aspiró oxígeno purísimo. La paz de aquel entorno idílico le embriagaba. Hojas de eucaliptos acariciándose entre ellas, sensuales y tóxicas.
Gus repitió la operación con el brazo derecho. Otro disparo limpio. Delicatessen sádica. Tormento de alta escuela. Tortura gourmet. El aroma segregado por los eucaliptos vencía, de momento, al olor a pólvora.
Gus aspiró aire de nuevo. Cada vez se encontraba mejor. Qué paz. Qué paisaje. Qué movida. Menudo encargo. La rehostia. La repolla.
Luego colocó el cañón contra la pierna izquierda del tal Esquemas justo encima de la rodilla. El pulpejo de su dedo índice sintió el gatillo.
Lo apretó. Sonó el bufido de otro disparo.
La pierna herida brincó como un muelle enloquecido hasta que, por fin, harta de malgastar energía, se relajó.
Reinició la operación con la pierna derecha y, tras unos estertores roncos y varios hilos de babas y filamentos de sangre semicoagulada pugnando por salir desde los bordes de la cinta americana que solidificaba sus labios, el vendedor se desmayó.
Mejor, así se moverá menos porque me falta el tiro final, pensó Gus en un arranque de mera practicidad.
La barbilla del vendedor Esquemas descansaba contra su cuello.
Gus agarró su flequillo con la mano siniestra para alzarle el rostro. Al vendedor le sudaban los pelos y ese tacto acuoso le chirrió. Qué grima. Qué asco. Qué movida. La rehostia en bote.
Con la diestra presionó una de las mejillas usando el cañón del arma como un implacable dedo metálico.
Debía acertar.
Las órdenes recibidas no admitían errores. Palpando meticuloso, trasladando hasta la punta del metal su sensibilidad táctil, logró ajustarlo entre el maxilar superior y el inferior. Sí, era justo ahí.
Precisión.
Necesitaba máxima precisión. Su futuro dependía de ello, lo intuía.
Se relajó. Exhaló el aire muuuy despacio. Y qué paz, coño. Y qué frescor de praderas límpidas hidratadas por el agua de la lluvia norteña. Recordó lo que le habían enseñado: «Cuando dispares, deja que el dedo sorprenda al gatillo. Máxima suavidad. Rollo clítoris, recuérdalo bien».
Gus disparó. El zumbido del plomo provocó un movimiento entre la maleza. Quizá una rata. La bala entró por una mejilla y salió limpiamente por la otra.
Perfecto. Máxima precisión. Sí.
Pegotes minúsculos de sangre mancharon su faz, la pechera de su camisa y su mano. Gus se permitió una leve sonrisa. Máxima precisión y máxima satisfacción. Le encantaba hacer bien su trabajo, cumplir con el delicado encargo sin fisuras. Sergio Esquemas no moriría, las bridas actuarían de torniquetes y no se desangraría. O eso esperaba porque en eso consistía el encargo. Y ese tipo aprendería la lección.
Necesitaría algunos arreglos, desde luego, y una dentadura postiza de alta tecnología si pretendía masticar carne en el futuro.
Pero viviría.
Se trataba de eso. Tenía que vivir. Más bien malvivir, para recordar el fallo que le había condenado a ese castigo. Gus permaneció un rato contemplando el fluir de la sangre. El aroma de la cordita doblegaba ahora al de las hojas de eucalipto, pero pronto todo recuperaría su curso natural y esas brumas artificiales de pura maldad desaparecerían.
Irrumpían caprichosos arroyos bermellones desde los brazos y las piernas del vendedor y, cuando la sangre de ambas extremidades empezó a mezclarse, decidió marcharse. Ya le encontraría algún rústico destripaterrones cuando pastorease sus vacas.
Se sentó frente al volante del Nissan mientras oscurecía. Arrancó y, sin prisas, se deslizó en dirección al puerto de Vigo, hacia una zona exenta de cámaras de seguridad. Abandonó allí el vehículo.
Su Ford Sierra Ghia yacía enfrente. Abrió el maletero. Agarró una toalla y una cantimplora. Se lavó. Se cambió la camisa. El espejo retrovisor le devolvió su faz. Todo correcto. Cinco minutos después la ciudad de Vigo quedaba a su espalda y no se detendría hasta llegar a la costa este.
Le ingresarían la pasta que le faltaba por ese encargo, la mitad de lo acordado, y desaparecería en la tranquilidad de su hogar. Le importaba una mierda lo que hubiese hecho ese tipo, el tal Esquemas. No era trigo limpio, eso seguro.
Nunca se inmiscuía en los asuntos ajenos. Le contrataban y punto. Aceptaba o rechazaba el encargo y punto. Jamás mostraba curiosidad. No le interesaba la trastienda del asunto.
Venganza ritual. Para eso le habían contratado. Balazos en piernas y brazos; y un último traspasando las mejillas para destrozarle el semblante y que balbucease gangoso el resto de su vida.
No, aquello no era cosa de bujarrones despechados corroídos por los celos; aquello era puro ritual de traficantes traicionados.
No le habían pagado para que matase, sólo para humillar a fuego lento y destrozar de por vida a una persona. A veces la muerte no era un castigo tan terrible.
Esa noche, una mujer con ojillos de nécora resentida se hartó de llamar al concesionario dirigido por su marido. ¿Dónde estaría su esposo? ¿Se habría ido de putas otra vez? Mira que le había avisado… Se lo repetía noche sí y noche también… Si le volvía a pillar yéndose de putas se separaba. Se separaba y se llevaba a los niños con ella. Fue a verlos a su habitación. Dormían. Las gafas de culo de botella descansaban sobre la mesilla de noche. Pobre Roxana, mira que estaba cegata. En el cole la llamaban Cuatro Ojos, pero la seño no hacía nada por evitarlo. Cuando el putero de su marido regresase, se iba a enterar. Cualquier día le mataría de lo harta que estaba de él.
Pero ignoraba que a veces la muerte no era un castigo tan terrible.
2
El mando del ejército destinó, a principios de los ochenta, los primeros equipos de aire acondicionado a los cuarteles de Ceuta y Melilla. Pensaron que, mitigando el calor de aquellas tierras proclives al fulgor africanista salvapatrias, apaciguaban las tendencias que podían desembocar en asonadas militrochas justo cuando la incipiente democracia española se abría paso.
Veinte años más tarde de la incorporación de la brisa eléctrica al ámbito militar, Ventura Borrás, recién ascendido a sargento de la Legión, honor y gloria a Millán Astray y caña de España contra la morisma levantisca y los comunistas que pretendían ganar con mañas arteras lo que habían perdido en la Guerra Civil, malgastaba el tiempo en una especie de despacho ilegal que se había montado en el cuartel de Ceuta.
Componían su microcosmos una mesa, una silla rodante con respaldo de rejilla, el aire acondicionado instalado por un pelón con talento de manitas, una botella de pacharán y una pequeña nevera donde acumulaba hielo y cervezas para los amigos que le visitaban.
Andaba ya un poco fatigado de la milicia, pero se sentía cómodo en su reducto y, sobre todo, empezaba a disfrutar de una privilegiada situación económica gracias a unos chanchullos suyos que abarcaban varios terrenos.
Sabía moverse, Ventura. Vaya que sí.
Se camelaba por igual tanto a los muslimes que traficaban con hash de Ketama como a los aduaneros morunos y españoles que vigilaban la frontera. Sobrinaba sin fronteras.
Lo que había comenzado como un juego para matar el ocio fructificaba como el milagro de los panes y los peces. Ventura controlaba las mentes del prójimo y detectaba cómo manipularlos, cómo comprarlos, cómo acojonarlos.
Leía el alma humana como otros leían los beneficios capilares estampados en las etiquetas de los champús. Ventura también aseguraba protección a la mayoría de los burdeles ceutís. Colocaba de seguridad a un equipo de robustos lejías de su confianza. Les pagaba mediante propinas y un par de polvos gratis a la semana mientras él se embolsaba la tajada, la cual reinvertía en otros negocios siempre lucrativos. A sus chicos les encantaba ese premio porque la depilación total de las moritas les trastornaba el espíritu y les encalabrinaba tanto el alma como la picha hacia terrenos de gallardas conquistas.
Sus primeros envíos de costo hacia la Península, utilizando también a su tropa pretoriana de chicarrones con chapiri y pecho lobo, le reportaron unos beneficios que nunca habría sospechado.
Una vez, un pelón intentó tangarle. «Que me han robado, mi sargento, que me han robado el macuto con la mandanga, que yo no he sido; de verdad se lo digo, de verdad… Me puse ciego y bolinga y me dieron el palo, mi sargento; se lo juro, mi sargento, tiene que creerme…»
Pero no le creyó.
Le metió un paquete de tres meses de calabozo. Ventura tenía el poder. Ventura gastaba mala hostia. De Ventura nadie se reía.
Cuando el pelón llevaba dos aburridas semanas chupando trena, entró una noche en la celda con la porra de un policía militar.
Goma de primera. Verga extradura de semental priápico.
El primer golpe contra los riñones despertó al pelón. Lo masacró con la porra. Le aplicó rabia, intensidad, odio, rencor, venganza. Debía dar ejemplo. Debía forjar su leyenda, cimentar su poder, edificar el mito. El pelón meó sangre durante varios días, pero no abrió la boca.
«Si hablas, te mato», murmuró Ventura cuando el otro lloriqueaba tendido contra el suelo, en posición fetal, escupiendo bilis, sangre y cachitos de miedos variados. Y el aviso no admitía dudas.
Los legionarios sabían que Ventura había matado a dos moros que intentaron violar a una mujer saharaui durante la Marcha Verde. Al menos eso contaban los rumores cuarteleros. Y la puntería del sargento era legendaria. Nunca erraba sus disparos. Ganaba todos los campeonatos intramilicias de puntería.
Durante esos viajes a la Península para competir estrechó lazos con otros compañeros de armas. Hombres bragados, remachos y patriotas como él. Reconoció a otros lobos que redondeaban la mísera paga con actividades paralelas.
Fertilizó alianzas. Reforzó amistades. Trenzó pactos. Tejió comercios. Fortaleció industrias subterráneas. Urdió hermandades paralelas. Le llegaban ondas, mensajes, ruegos. «Oye, sargento, ¿conoces a alguien capaz de…?» Y siempre sabía de alguno dispuesto a todo.
Presentaba gente, engrasaba motores, lubricaba tensiones enfrentadas, hacía favores y… seguía embolsándose un dinero extra por su labor de intermediario. Como un perfecto comisionista en Wall Street.
Ventura controlaba.
La milicia era un muermo y él, un genuino español responsable de la vieja escuela, pero en España recién mandaban los rojos y ahora querían ir de modernos. La gente se amariconaba a pasos agigantados, pensaba, y por eso él ampliaba sus negocios.
Para prevenir.
No sabía cuánto aguantaría bajo la férula del espíritu de Millán Astray porque España cada vez era menos la España que él idolatraba. España se estaba yendo a tomar por el culo, pero por eso ahora la gente como él era tan necesaria. No, no podía desertar en mitad de un trance tan triste. Él no era de ésos.
Contempló el póster clavado contra la pared de su cubil protagonizado por una chica desnuda junto a un carnero legionario con la lengua fuera, lamiéndole el culo en pompa. Esa foto había sido idea suya. Qué bueno. Qué risa. A mí la Legión.
Se sirvió un pacharán con hielo. No eran ni las once de la mañana y ya estaba con el pacharán… El tedio le obligaba a beber. Cómo holgazaneaba… Cómo pimplaba… Se incrustó un trago importante y, cuando meditaba sobre algún método eficaz para intentar beber menos a esas horas, sonó el impertinente timbre de su teléfono de baquelita negra. Descolgó.
—Ventura…
El sargento, cráneo casi rasurado, talla mediana, cuerpo cachazudo con tendencia al achaparramiento y barriga siempre en estado incipiente que no terminaba de progresar, sacudió su modorra al reconocer la voz de Gus.
Esperaba su llamada.
—Dime, dime, querido Gustavo. ¿Qué tal ha ido la cosa?
—Ya está.
—Lo has hecho bien, ¿no? Brazos, piernas y mejillas. Orificio de entrada y de salida para que cuando vuelva a decir «Pamplona» no le entienda ni su puta madre, ¿verdad? No lo habrás matado, ¿verdad? Porque si se muere la cagamos, Gus, mira que la cagamos. El encargo es el capricho de alguien muy importante.
—Tranquilo. No morirá, pero se quedará bien jodido.
—Vale, luego veré las noticias por si dicen algo. Duerme ahora, coño, que seguro que has conducido toda la noche del tirón… Descansa, y no te preocupes que mañana te giro el resto de la pasta. Adiós.
Colgó.
Al otro lado Gus sabía que sólo le mandaría el resto del dinero acordado cuando comprobase que la víctima no había fallecido. Ventura era así y no se lo reprochaba. Su cabeza estaba cuadriculada por las ordenanzas. Se le incrustaron desde la mayoría de edad allá en la Legión y ahora, según calculaba, debía navegar sobre los cuarenta tacos, a saber. Y aunque se dedicase a otros menesteres más allá del uniforme, funcionaba con minucia y orden castrense. Lo llevaba en la sangre, en el ADN, en la incipiente barriga, en sus huevos de acero Von Krupp.
Gus se duchó. Se preparó un vaso de leche caliente y se lo bebió asomado desde el balcón de su apartamento de Denia frente el mar. A su espalda reposaba imponente la mole del Montgó, esa montaña mítica.
El bloque donde vivía sólo recuperaba el pulso de la vida durante julio y agosto. Se asemejaba, ese edificio, a una construcción de Miami por el leve diseño art déco de la fachada y porque estaba pintado de rosa pastel. Moraba en el último piso y bajo sus ojos se balanceaban borrachas las embarcaciones del club náutico.
Apuró su pitillo. Antes de apagarlo miró la brasa de la punta. Sopló contra ella hasta que alcanzó el anhelado tono rojo de abrasión diabólica y, entonces, con pulso firme, a cámara lenta, la acercó hasta su antebrazo desnudo.
La enchufó contra su piel. Presionó.
Apretó los dientes.
Empujó con más fuerza. Un gemido sordo escapó de entre sus dientes. Retorció esa punta incandescente hasta que al final se apagó.
Suspiró. Se relajó. Observó las cicatrices de otras quemaduras. Tenía buen cuidado de no apagar las colillas sobre viejas cicatrices. Apenas le quedaba sitio en esa dolorosa geografía personal. Algún día dejaría de autolesionarse con fuego. De momento, ésa era su penitencia y le gustaba.
Regresó al interior. Abrazó la cama y cerró los ojos. Antes de dormirse recordó los semblantes de la familia del tipo del concesionario. El niño sonrosado de rostro nebuloso, la esposa amargada y la niña con gafotas.
Trató de apartar esas sombras de su mente pero sabía que no sería fácil y optaría por el Diazepam. No le perturbaba su trabajo, sólo los detalles colaterales.
Por eso los evitaba.
Qué mala folla la de aquel hijoputa, mira que dejar la fotofeliz familiar hacia el campo de visión de los clientes… Cogió un Diazepam del cajón de la mesita de noche y lo engulló con avidez.
Ahora sí dormiría. Por fin.
Ventura remoloneó por el cuartel olfateando los rincones como un perro. Abroncó a dos soldados que iban ciegos de grifa, pero no los arrestó, ¿para qué? Todos los lejías se ponían ciegos de kifi, grifa y costo. Era lo suyo. Era la tradición. Era cosa de hombres. Era ritual de caballeros legionarios. Pero, a menos que no diesen el cante, Ventura toleraba ese escapismo.
No soportaba el jaco, pero no tenía problemas con los derivados del cannabis. Eso era como el coñac: cosa de hombres. A las tres en punto se plantificó en la cantina y exigió silencio para ver las noticias. La parroquia obedeció. Ventura no estaba para bromas. Ventura se había cargado a dos moros malos de un par de tiros justo entre las cejas. Ésa era la leyenda. Ventura había machacado a un pelón que cumplía su pena en un calabozo porque le quiso tangar. Si Ventura reclamaba silencio ellos callaban.
El noticiero escupió sus paparruchas de propaganda roja. «España está de moda», papagayeaba el locutor. «España estaba en el mapa», insistía.
Ventura se cagaba en esas soflamas. Veinte minutos después comentaron el extraño caso de un tipo que había aparecido cosido a balazos, atado en un bosque de Galicia. La pasma estaba despistada con esos disparos y esos torniquetes. No parecía cosa de ETA. Tampoco un ajuste de cuentas entre narcos, que los narcos mataban y no concedían esas florituras.
—Ya podéis gritar —masculló Ventura tras la noticia. Y sonrió. Y se prometió enviar a la mañana siguiente la pasta a Gustavo Montesinos Yáñez, alias Gus. El muchacho había cumplido como un ángel. Era bueno, ese chico.
Se prometió sacarle todo el partido posible. No era fácil encontrar un purasangre tan exquisito.
3
—Los contactos. Eso es lo primero, el puto «ábrete, sésamo». Recuérdalo bien, métetelo en tu cabeza de joven ambicioso… Y no me repliques ni me pongas esa carita de pena, que te conozco y a mí no me engañas, hostia. Sé que eres ambicioso, y por eso te he llamado. ¿Qué te crees? La gente cree que es un insulto, pero sin ambición el mundo no prosperaría, coño. Eso sí, una cosa es ser ambicioso y otra, ser un jodido trepa mingafría capaz de vender a su madre, un codicioso de mierda. ¿Estamos? Si en este negocio eres alguien es por tus contactos. Recuérdalo siempre. Los huevos pueden servirte cuando la ocasión lo requiera y, en ese caso, tendrás que ponerlos encima de la mesa, y más te valdrá hacerlo. La discreción es necesaria porque si das el cante levantarás sospechas, y porque debes evitar que los demás te envidien. El sexo, o sea lo de follar, mueve el mundo después de la ambición; pero la envidia lo destruye, te lo digo yo, fíate. ¡Y no me pongas esa carita de pena de rubito medio moñas, coño, cojones, que yo sé quién eres! ¡Que a mí no engañas, a los demás sí, pero a mí no! Sé discreto siempre, y que no se te vaya la pinza. Pero los contactos, recuérdalo siempre, son lo fundamental. Sin el contacto no eres nadie, únicamente un pringado de tercera que juega a ser malote y en realidad sólo es una monja predicando en el Congo, o sea lo que eres ahora.
Guillermo Ramos, alias Willy, sorbía un rioja mientras hablaba. Gastaba tez morena con barniz de mulato cuarterón, no muy alto o directamente bajo, de pelo fuerte, algo rizado, corto y canoso. Con esas gafas finas que lucía se asemejaba a un entrañable profesor algo bohemio de Bellas Artes a punto de prejubilarse justo antes de los sesenta tacos.
Y se jubilaba, sí, pero de la Vida.
Willy era uno de los más importantes mayoristas de coca de la ciudad de Valencia y alrededores, Benidorm incluido.
Willy era el Hombre. Willy era el número uno. Willy te podía hundir o enriquecer. Willy almorzaba todos los días del año un sangriento bocata de caballo con cebolla en un bar del barrio de Monteolivete porque afirmaba que esa carne alargaba la vida y te ponía la polla tiesa a la primera como la de un burro en celo. Cuando el bar cerraba por vacaciones, previamente le habían suministrado varias docenas de bocatas equinos que congelaba. La carne de caballo le hacía fuerte, casi indestructible, aseguraba Willy a los íntimos. Eso, el vino de Rioja y soltar una vasta porción de tacos salpicando cada frase, pensaban los demás.
Conocerle era un lujo para los iniciados del grado 33. Nadie imaginaba la cantidad de kilos que movía al mes desde su modesto piso del barrio valenciano de Patraix.
Un ramillete de elegidos le visitaba cada semana para comprarle una cantidad que oscilaba entre veinte y sesenta kilos. Por menos ni descolgaba el teléfono. Por más te invitaba al vino y a medio bocata de carne de caballo. La fuente de Willy jamás se secaba y su calidad era incomparable.
Coca original importada directamente desde Colombia, justo de la recoleta zona de Pueblo Bello regada por el río Ariguaní.
Frente a él, atendiendo con paciencia de aprendiz, intentando difuminar ese semblante de pena que tantos frutos le reportaba cuando ligaba o cuando deseaba conseguir algo de un amigo, Rodrigo Anclas Ramírez, alias el Rubio.
—Yo me jubilo. Lo dejo. Ya te venía avisando, me cago en los muertos de un millón de putas baratas de carretera mierdosa. Te dejaba pistas, ¿lo viste o no?
Y sí, el Rubio, veinticinco tiernos años pero de un avispado feroz gracias a un bagaje de trapicheos que demarró cuando la primerísima adolescencia, había detectado las pistas porque el viejo, como quien no quería la cosa, de vez en cuando mascullaba quejoso sus mensajes. «No sé si estaré aquí más tiempo», «Ya me está cansando este trajín», «Llevo demasiado tiempo con estas movidas y yo ya tengo lo mío», «Me gusta demasiado beber rioja para tener que atender a los negocios y a tanto gilipollas.» Y recibía los recados sin pestañear, sin mostrar voracidad, sin preguntar. Pero sobre sus pupilas parpadeaba el fulgor de la ambición y el viejo lo tenía calado.
El Rubio, estatura normal, músculos de diseño definidos en un gimnasio de pijos de pueblo y melenilla blonda de nuevo romántico algo babosón, tenía los huevos justos, una ambición pronunciada que procuraba disimular y una sesera despierta, preclara y limpia. Además, se mostraba cauto con los viejos cocodrilos como Willy.
Pero le faltaban los contactos.
Willy tenía los contactos suficientes para colmar su ambición y sus proyectos de futuro. Porque el Rubio maquinaba a medio y largo plazo y ya estaba harto de camellear con cantidades de kilo o kilo y medio a la semana. Miserias.
Y él no había nacido para las miserias.
Willy retomó su discurso de despedida.
—Lo dejo ya. Ahora sí. Y lo he pactado con los jodidos colombianos. No me ponen ningún problema porque en todos estos años jamás los hemos tenido y han ganado, qué cabrones, pasta gansa conmigo. Mucha. Ni un puto problema les he dado. Ni uno. Están muy relocos, esos jodidos colombianos, y tiran de sicario trastornado que no veas. Encima son de un beato que atufa, los muy raros. Algunos les llaman «narcobeatos», yo qué sé, la hostia puta, allá ellos… Pero cuando les demuestras que no fallas te respetan y por eso cuando te largas te dejan en paz y hasta te hacen una fiesta de homenaje. Rollo jubilación en el banco, pero aquí, en vez de un peluco de quiero y no puedo con un contrachapado de oro del que caga el moro, te pagan la puta más cara del mundo, a la que tu elijas de un álbum de fotos con tías en bolas que tienen, y te meten un sobre lleno de dólares ancho como tu cabeza en el bolsillo de la chaqueta. En fin… Lo dejo, Rubio, lo dejo. Tengo de sobra para mis últimos años. De sobra. Puedo beberme varias cosechas del mejor rioja durante los próximos cincuenta años y todavía me sobraría… Seguir sería jugármela y me ha ido demasiado bien. Seguir sería vicio y el vicio lo perdí con el paso del tiempo. Cierro el quiosco, Rubio. Chapo el chiringuito. Que le den por el culo al universo entero con todos sus mierdas dentro.
Rodrigo Anclas Ramírez, alias el Rubio, permaneció callado. Sabía escuchar.
Precisamente por ello Willy apostaba por él.
—Mis contactos colombianos de Madrid ya lo saben. Sí. Y me dejan en paz —insistió.
El Rubio sintió una placentera y cálida oleada de buenas vibraciones irrumpir en su estómago.
Siguió inmóvil y silencioso, pero su sesera bullía con planes de éxito y fortuna.
Willy bebió otro trago de tinto riojano fingiendo poseer paladar, aunque el Rubio sospechaba que era todo pose de señor que simula actitud fina aunque en realidad no distinga un vinacho de tetrabrik de un Vega Sicilia.
—Mis contactos colombianos me piden que les recomiende a alguien para sus negocios aquí en Valencia y en toda la zona. Y ésa se la debo, coño. Pero quiero elegir con precaución, ¿me pillas, tarado? Me voy, sí, pero voy a hacerlo por la jodida puerta grande. No puedo fallar en la recomendación, ¿me sigues? ¿Me sigues o no? Y cambia de una puta vez esa cara de nene bueno que pones, hostia puta, que lo que te estoy contando es serio.
Las olas de placer mutaron en un tsunami que abrasó todos los recovecos del cuerpo del Rubio. Pero apenas pestañeó.
—O sea que… En fin, me cago en la puta de oros, que me preguntaba si…
Si una mosca hubiese rozado la espalda del Rubio éste habría saltado hasta romper el techo con su coronilla.
«Dilo ya, Willy, cojones. Willy, dilo ya y te meto por el culo el mejor vino de la galaxia para que agarres el pedo de tu vida…»
—… Pues que si tú querrías mis contactos. Eso sí, te pondrán a prueba, irán poco a poco. Tendrás que ganarte su confianza. Si me dices que sí, les llamo ahora mismo, te paso el teléfono y os citáis para la primera operación. Eso si me dices que sí, que si es que no pues no pasa nada, te jodes y busco a otro, tengo más candidatos, eh, a ver qué te crees… Si quieres y me aseguras que serás serio, porque voy a dar la cara por ti, te doy una herencia, o una renta, o el traspaso gratis de un negocio boyante, no sé si lo entiendes. ¿Me pillas o no, cacho gilipollas? Y el caso es que te tengo cariño… ¡Pero que no me pongas esa jeta de pamplinas penoso, la rehostia en un bote de lefa caducada, a ver cómo te lo digo!
El Rubio mutó su faz.
Lo entendía perfectamente.
Trabajaba de encargado de la sección de pescadería en Mercavalencia. Una bicoca de puesto que le había proporcionado un tío suyo capitoste del tinglado. Ganaba con ese curro legal trescientas mil pelas al mes, más otras cien mil con los chanchullos del género robado y revendido bajo cuerda, algo habitual en los tejemanejes internos de los mercados que abastecían las grandes ciudades.
Desde hacía dos años traficaba gracias a los kilos, máximo diez al mes, que le vendía Willy.
Nada de mercadear al menudeo en las esquinas o en los bares, gramito a gramito, papelina a papelina.
Vendía de medio kilo para arriba a una red de elegidos. Algo fácil. Algo que no le pringaba. Algo que le llenaba los bolsillos. Y le gustaba esa doble vida. Le encantaba caminar en la otra orilla y que nadie sospechase nada. Y ahora le ofrecían la posibilidad de alcanzar la cumbre con sólo veinticinco años…
No se trataba del dinero, era una cuestión de poder, de aprovechar la oportunidad, de ocupar un trono, de manejar los hilos.
De ser El Hombre.
Acaso también le impulsaba la vanidad de ser alguien importante. No lo sabía con seguridad. A veces su vida le parecía una película.
«Aprovecha, Rodrigo, aprovecha y súbete al tren que de cercanías vas a pasar a un avión supersónico sin tediosas esperas en la mitad del trayecto.»
—Sí —murmuró el Rubio lacónico y con las manos entrelazadas como si estuviese rezando a un Cristo durmiente a punto de llorar.
Willy fingió no escucharle bien. Quería disfrutar ese momento, el del traspaso de poderes. Colocó su mano tras la oreja para que ésta adquiriese contorno trompetero.
—¿Cómo? No te he oído bien…
—Digo que sí. —Esta vez la voz del Rubio sonó clara, contundente—. Sí, Willy, por mí sí. Quiero tus contactos. Quiero intentarlo con los colombianos. Y no te fallaré.
—Eh, eh, eh… Ojo, Rubio, hostia puta, cuidado… A mí ni me fallarás ni pollas en vinagre… Yo desaparezco, que te quede claro. Yo te paso el contacto y tú te las arreglas… Yo me evaporo, y más te vale no fallar con los colombianos porque están locos, relocos, como putas cabras. Aunque de un rollo beato que no comprendo ni me interesa, son unos demonios y tiran de sicarios psicópatas que cobran lo que cuesta un bocata de carne de caballo por matar a un imbécil que se creyó grande sin serlo, no lo olvides. Se pueden convertir en tus amigos, y entonces son cariñosos y limones del Caribe y viva la salsa y puedes restregar la cebolleta contra el ojal de sus mulatas, pero como les falles más te vale emigrar a Marte o esconderte en el coño de tu putísima madre, porque están muy locos…
—Tranquilo, Willy, vale. Pásame el contacto que yo me apaño…
Guillermo Ramos, alias Willy, se levantó de su butaca y se dirigió hasta el pasillo. Agarró el auricular de un teléfono crucificado contra la pared y tecleó con el índice. Conocía el número de memoria.
—Germán… Sí, sí, soy yo. ¿Cómo te va, loco? ¿Y tu mujer? ¿Sigue tan requetebuena como siempre? Qué cabrón. Pues claro que gasta, con la pasta que ganas cómo no va a gastar, yo haría lo mismo, anda, no me jodas. Oye, atiende… Recuerdas que te hablé de un muchacho, ¿sí? Bueno, pues está conforme, ahora mismo te lo paso, lo tengo al lado…
El Rubio agarró el auricular tenso.
Sus piernas mostraban rigidez de cadáver. Sus dedos se agarrotaron. Moduló su voz. Templó su ánimo. Tranquilizó su lengua. Controló su discurso.
Escuchar, sobre todo debía escuchar con atención. Pero sus neuronas bailaban looocas.
Se mentalizó para no interrumpir y escuchó una voz melosa de ecos caribeños, cocoteros frescos y zumos fosforescentes. La voz le emplazaba a una cita en el primer Burger King de la Castellana entrando desde Valencia.
A las ocho de la tarde en dos días. El Rubio dijo sí sí sí. Luego añadió otro «sí» por si no había quedado claro. La voz colgó y el Rubio descansó. Tenía la garganta seca aunque sólo había emitido monosílabos de mansedumbre y agradecimiento.
—Anda, no seas tacaño y ponme un vino —le dijo a Willy.
Éste le escanció una copa.
—Bebe, bebe lo que quieras que luego si eso abro otra botella. Acabas de llegar a la cima, chaval, pero tienes que mantenerte. De ti depende no cagarla, sólo de ti. Recuérdalo siempre. Y nunca le des tu contacto a nadie. Eres poderoso por tu contacto. Eres fuerte por tu contacto. Vales mucho por tu contacto, nada más que por tu contacto. Y recuerda lo que te digo: en verano, incluso las gordas nos parecen apetitosas y les meteríamos un buen viaje, pero luego llega el invierno con ese frío tan cabrón y ya no te apetece meterla ni a una gorda ni a una flaca… Me entiendes, ¿verdad, mamonazo? ¿Me sigues, no?
Pero el Rubio ya no le prestaba atención.
Abandonaría su trabajo en Mercavalencia.
Nunca más apestaría a pescado.
Las neuronas de su cerebro brincaban alegres ante el ascenso hacia la cúspide.
4
Al pequeño Esquemas, debido a su aire de consumado panoli, el personal le tomaba por un chavalín alelado, pero su cerebro carburaba óptimo y sin descanso.
Había desarrollado la manía de fijarse en los ojos del prójimo. Así, el taxista que conducía transmitía mirada de gorrión raquítico e insensible ante la tragedia que, en ese momento, le envolvía. Los ojos de su madre, camuflados tras unas grandes gafas de sol, eran charcas acuosas histéricas, con algo de manantial que brota tras una época de lluvias abundantes. El pequeño Esquemas se llamaba Santiago. Así respetaron la «s» de Sergio, su padre.
De camino al hospital la madre les dijo a él y a su hermana que no se preocupasen por su padre. Atrancándose desde una voz trémula, sacudida por el hipo y por los mocos que sorbía de forma automática, les aseguraba que su padre parecía un astronauta por la gran cantidad de tubos conectados contra su cuerpo. Les insistió en un punto que a él, mente racional y gélida, le chocó: les rogó que no llorasen cuando le viesen porque su padre estaba bien, muy bien. Sólo iba cosido por unas sondas de La guerra de las galaxias porque le estaban haciendo unas pruebas.
Pero a la señora Esquemas se le escapaban las lágrimas en el taxi y además mentía fatal. Ellos no podían llorar pero ella sí, entonces ¿el padre estaba bien o mal?
El pequeño Esquemas, doce años de grasas fondonas y un cerebro analítico impropio de sus rollizas mejillas tristes, adivinaba que algo grave sucedía. Su hermanita de gafas con culo de vaso no se enteraba. Bastante tenía con las burlas que soportaba en clase. Pero su madre… Aferraba con fuerza un rosario y repetía letanías banales: «Lo sabía, lo sabía… Estaba segura de que su lado putero nos iba a dar un disgusto… Hijo de Satanás… Sinvergüenza… Con dos hijos y metiéndose en a saber qué líos».
La madre miraba al frente y sus lágrimas empañaban el cristal de sus gafas de sol para luego precipitarse sobre las mejillas roturando el maquillaje que se había pintarrajeado sin arte antes de salir.
El hospital apestaba a desinfectante, pis de viejo, infarto reciente, pulmón calcinado y muerte súbita. La habitación deprimía.
Dos camas. En una el padre entubado y en la otra una vieja que hubiese pasado por muerta si de vez en cuando no hubiese emitido un gruñido sordo. La vieja expulsaba un ronquido prolongado que, al comenzar, era sibilante y luego evolucionaba in crescendo hasta un estertor ronco. Quizá veía al diablo al final del túnel y se rebelaba contra esa presencia.
El pequeño Esquemas captaba esos detalles.
Su padre yacía inconsciente y presentaba un color calcáreo. Unas gasas recorrían sus carrillos otorgándole un cómico aire de huevo de Pascua.
Al pequeño Esquemas le asaltaban ese tipo de pensamientos corrosivos.
Los brazos y las piernas de su padre también mostraban vendajes y filamentos, cableado medicinal de larga sanación que le conectaba a una máquina. No podía hablar.
El pequeño Esquemas observó sus ojos cerrados. Traspasó mentalmente esos párpados velados y tras ellos vio rabia y miedo y confusión y derrota y tristeza y fracaso y, de nuevo, miedo. Algo que ya no le abandonaría nunca. Lo vio claramente.
Su madre dejó el bolso, les ordenó que se sentaran en el sofá-cama de las visitas y, tiesa como un garrote, tomó la palabra:
—Lo sabía, lo sabía, lo sabía… Mira que lo sabía, Sergio, mira que sabía que un día te pasaría algo así. No sé a qué jugabas ni quiero saberlo. Pero sabía que algo así te pasaría. Se veía venir. Yo lo veía venir. Pero tú no, tú tan tranquilo, jugando a gran hombre. Pues mírate ahora, gran hombre. Ahora estás convertido en un piltrafa.
Observó a los niños. Les había olvidado. La hija se entretenía con una muñeca calva y el chaval se había levantado y su mirada atravesaba el cristal de la ventana. Pero permanecía atento, con su coco carburando, y se quedaba con la música. Le pareció ridículo que su madre emplease la palabra «piltrafa».
Ésta prosiguió:
—Tú siempre me has ocultado algo. Los coches y lo que no son los coches. Te creías que era tonta, ¿verdad? Pero yo sabía que el dinero no salía sólo de la venta de los coches… Tus desapariciones… Tus líos con otras, con las putas de los clubs adonde ibas… Yo sabía que algo malo pasaría. Te creías muy chulo, ¿verdad? No éramos bastante para ti, ¿no? Pues mira cómo estás ahora, hecho un Cristo, y ya veremos si vuelves a hablar, a hablar y que se te entienda, quiero decir. Y ya veremos si puedes comer esos chuletones de vaca vieja gallega que tanto te gustaban… Por no hablar de los percebes… Te has quedado sin dientes y tienes las mandíbulas astilladas. Ya veremos cómo te dejan, pero, bueno, igual no lo vemos porque yo me voy, te abandono. Ya no puedo más.
Los sollozos ahogaron su discurso. Se recuperó para disparar la andanada final.
—Me he buscado una abogada y me voy a vivir con mi madre. Es una abogada que me da mucho ánimo y que me dice que yo valgo mucho. También me dice que soy una mujer que merece algo mejor en la vida. Contigo nunca sé si vas o vienes, y estoy harta de sufrir. Y los niños se vienen conmigo. Tú no eres una compañía recomendable y, además, estás acabado. Olvídate del chuletón.
Agarró a los críos fuerte contra su regazo.
—Míralos bien, Sergio, míralos porque los has perdido.
Salieron de allí. El pequeño Esquemas aspiró fuerte cuando pisaron la calle y respiró libertad. Le perseguía el perfume peculiar del hospital, esa melaza de mierda y muerte y bacterias y microbios chungos. El parlamento de su madre se le había incrustado en su cerebro y era capaz de repetirlo palabra por palabra. Sacó conclusiones.
Maduró esa tarde.
Poco después tomaría ciertas determinaciones.
De momento fingiría vivir en el mismo limbo que su hermanita.
Al salir tomaron otro taxi de la cola.
—Mamá, ¿qué le ha pasado a papá? —se atrevió a preguntar el pequeño Esquemas simulando curiosidad teñida de infantil empatía.
—Calla, aún eres pequeño para entender. Cosas de mayores. Calla y no preguntes. No me lo preguntes nunca más, hijo mío.
Luego, ovillándose en el asiento trasero, acercó sus retoños contra su pecho escurrido y les abrazó hasta casi asfixiarles. A la hija se le escapó la muñeca y soltó un gritito. El pequeño Esquemas se prometió no preguntar jamás a su madre por el pasado de su padre.
Pero juró que, por su cuenta, averiguaría lo que le había sucedido.
Sí, aunque se dejase la vida en ello.
Y se tatuó ese juramento en lo más hondo de sus entrañas.
Lo juró apretando los dientes y ésa fue su primera e inexorable determinación.
5
Cuando Gus cumplía un trabajo, se permitía una salida nocturna, pero sólo para olvidar el encargo, sólo para ventilar su mente, sólo para tonificar su osamenta, sólo para liberar las toxinas de violencia que sellaban los poros de su piel, sólo para recordarse, acaso autoconvencerse, que pertenecía a la raza humana y que, aún sin socializar con el resto de los mortales, era capaz de soportar su presencia y de pasar desapercibido entre la plácida manada de anhelos sincronizados y existencias planas.
Ni bebía alcohol ni cataba las drogas.
Cuando le urgía desfogarse recurría a las profesionales.
Acudía a los burdeles costeros de las poblaciones cercanas y nunca repetía con la misma meretriz. No les preguntaba ni el falso nombre. No le interesaban sus historias. Eran meros instrumentos para desatascar su rencor y le recordaban el tiempo de los descubrimientos carnales. Tampoco le motivaban las preferencias. Le importaba poco que fuesen rubias o morenas, brasileñas o de Jaén, tetudas o planas, altas o bajas. Sólo les exigía silencio.
Nada de «papito» ni de «amol» ni de «qué buena tranca tienes, mi vida, y qué bien y qué gusto y qué bueno y qué gran follador eres, cariño mío de mi corazón».
Gus follaba mecánicamente y vivía como un autómata.
Los encargos y su rutina habitual. Punto.
Tras el cruel y terrible percance que casi terminó con su vida se musculaba a conciencia en el gimnasio del edificio donde moraba y se zambullía, cuando el clima acompañaba, en la piscina común rodeada de uno de esos jardines prefabricados con buganvillas y césped rasurado.
Se mantenía fibroso.
Era delgado como un alambre de acero y nadie podía sospechar su fuerza física o su resistencia al dolor. En cierto modo había resucitado, aunque eso a nadie le importaba.
Desayunaba y comía en el mismo bar. Cenaba en su casa cereales con zumo de cacao.
Mataba el tiempo en el club náutico, restaurando una vieja menorquina, y procuraba no darse demasiada prisa en terminar porque luego no tendría gran cosa que hacer aparte de sacarse el título de patrón y navegar.
Le encantaba pringarse de grasa y ejercitar sus manos en tareas que lindaban en la purísima artesanía. Mientras sus dedos de crótalo recién nacido trabajaban ajustando tuercas y muelles sosegaba sus pensamientos.
Si le preguntaban, y en un pueblo tarde o temprano acababa sucediendo, contestaba lacónicas vaguedades. Si insistían sonreía y alegaba una herencia que sus padres, fallecidos, le habían dejado. Luego procuraba no coincidir más con esos cotillas.
Preservaba su intimidad.
Gus salía transformado en fauno noctívago tras cumplir con un encargo porque presentía que tanto hermetismo, tanta soledad, podían desequilibrarle definitivamente más pronto que tarde.
Sus neuronas ejercían un perpetuo funambulismo y no podía permitirse una caída al vacío. Le daba miedo autolesionarse pero no lo podía evitar.
Trataba de mantener esa práctica domesticada, apaciguada, controlada, pero volvía a ella una y otra vez. Sólo intentaba no excederse en el dolor que él mismo se causaba. Quemarse los brazos con pitillos no era bueno, nada bueno, y debía escapar de esa necesidad. Lo sabía. Luchaba contra ese enganche.
Se obligaba a salir, alargaba artificialmente sus noches de asueto.
Hasta en eso marcaba diferencias. Cuando sonaba la una de la madrugada se decía: «Venga, Gus, aguanta media hora más… Disfruta con la música… Ríete con ese cantante de melena acaracolada y andares de pato borracho».
Pero no solía reírse demasiado.
También salía para observar y admirar en secreto a una mujer…
Apenas trescientos metros separaban el hogar de Gus del garito Black Note, situado en el malecón de Denia. De miércoles a sábado una banda de guiris ingleses alcoholizados, de mejillas rojizas, pelo de paja y lorzas impúdicas amenizaba las veladas desplegando un repertorio de grandes clásicos que iban desde Johnny Cash y la Creedence Clearwater Revival hasta Status Quo y Rod Stewart. El público parecía entrar en místico éxtasis ante aquellos directos. El alcohol ayudaba al hidratar las articulaciones y galvanizar el fervor.
El público bramaba atrapado por las melodías y los rugidos del vocalista. El público se divertía y bailaba como una tribu primitiva dirigida por un chamán dopado de peyote. El público iba al menos tan cocido como los músicos y la fusión era rotunda.
A Gus no le atraía tanto aquella música como las caderas de Helena, una camata rumana que hablaba un castellano preciso con acento de Valladolid porque la gente del Este aprendía el idioma con una soltura envidiable.
Helena le atendía casi siempre, incluso le parecía que le molestaba cuando otro camarero servía el sempiterno zumo de tomate a Gus.
Esas caderas le hipnotizaban.
Le gustaban con locura sus caderas de crujido perpetuo, el contoneo que manaba de ellas, la manera impertinente con la cual se bamboleaban cuando surcaba el interior de la barra de una esquina a otra en un recorrido de constante carrusel.
Las caderas de Helena representaban el metrónomo de su bienestar y en ellas cristalizaba su anhelo máximo.
Se fijaba también en sus pechos acabados en punta.
Senos con forma de cohete espacial de los cómics de Flash Gordon; y en cómo alteraban el ambiente, díscolos y traviesos, ingrávidos, cuando ella agarraba una bolsa de hielos y la golpeaba enérgica contra la barra, apretando los labios con fuerza, para que los cubitos se despegasen y poder introducirlos así en la cubitera como una cascada de hielo chocando contra el mar.
Conocía el cuerpo de Helena al milímetro.
Su piel bronceada la quería lamer entera. La peca esquinada contra la fosa izquierda de su nariz corta y recta le enloquecía. Las pestañas kilométricas le mareaban. Los tobillos de azúcar le hechizaban. Los muslos duros y torneados le alucinaban.
Necesitaba que esas manos de dedos largos