UNO
11 de junio de 1995
Belleville, Delaware
Lo que más le llama la atención de ella son sus hombros, rojos por el sol. Debe de haberse quemado hace dos días, es decir: el viernes. Ayer seguramente le escocían cuando se tocaba, y hoy le pican tanto que le cuesta no toqueteárselos todo el rato; ahora mismo lo está haciendo, distraída. La piel ha empezado a descamársele y dentro de poco ya no estarán tan sensibles. Son los primeros días de junio, y con la brisa algunos olvidan que el sol ya pega fuerte, pero ¿cómo puede ser que una pelirroja treintañera cometiera ese error de novata?
¿Y qué hace allí, sentada en un taburete a setenta kilómetros del mar en un pueblo donde nadie para los domingos por la noche? Belleville es el típico sitio de paso, y pronto ni siquiera será eso: están construyendo una ancha circunvalación para que el tráfico de la costa no caiga en la ratonera de la vieja calle principal. Al ir hacia allí, ha visto los camiones y las excavadoras ociosos: los domingos no trabajan. Lo más seguro es que los sitios como ese bar restaurante, el High-Ho, pierdan la poca clientela que tienen.
High-Ho... ¿será un error ortográfico? ¿No debería ser Heigh-Ho? Y si es el caso, ¿reproduce lo que cantan los siete enanitos mientras vuelven a casa a descansar al salir de la mina: «Heigh-ho, heigh-ho, la hora ya llegó...», o lo que grita el Llanero Solitario mientras se aleja a caballo hacia el crepúsculo: «¡Heigh-ho, Silver!»? Ninguna de las dos cosas encaja demasiado con el local.
La verdad es que allí no encaja nada.
La pelirroja tiene los hombros delgados (los huesos asoman bajo la piel) y cuando los encoge se levantan tanto que a él le parecen un par de alas. En contraste, la pechera del vestido de tirantes rosa y amarillo es redondeada y turgente. A juzgar por su actitud, no busca la atención de ningún hombre, al menos no esta noche. Cuando se sube al taburete, él nota sin querer que por delante no está tan roja: la estrecha franja de piel visible sobre el escote —más bien alto— del vestido muestra apenas un ligero bronceado, al igual que sus mejillas. Se nota que es la clase de mujer que prefiere el bañador al bikini por recato, así que es probable que los hombros hagan juego con una profunda «U» roja en la espalda. Ayer, la presión de unos dedos le habría dejado marcas blancas.
Se pregunta si habrá quedado allí con alguien: alguien que le ponga crema donde ella no llega. Lo sorprendería, aunque no tanto como que anduviera en busca de un rollo de una noche. De todos modos, ninguna de las dos hipótesis le choca: muy lanzada no se la ve, la verdad, pero al final ésas son las más peligrosas.
Lo que está claro es que algo trama: en eso, su intuición no falla nunca.
No le entra a saco, no es su estilo. Modestia aparte, no lo necesita; las cosas como son. Es una especie de Ken, el novio de la muñeca Barbie, aunque bronceado todo el año. Alto, musculoso, de facciones regulares, ojos claros, pelo oscuro... Las mujeres siempre presuponen que Ken quiere a una Barbie, pero a él lo atraen las mujeres delgadas con un punto huidizo. En sus ratos libres le gusta cazar ciervos con arco y flechas: va a los bosques del oeste de Maryland y si hace falta se pasa el día entero sentado en un árbol, esperando; le encanta. Tom Petty se equivocaba al cantar «The waiting is the hardest part»: esperar no es lo más difícil, la espera puede ser bella, enriquecedora, llena de posibilidades. De pequeño, cuando vivía en la bahía de San Francisco, sus padres, unos beatniks avant la lettre, lo llevaron a Stanford para que participara en un estudio donde le dieron un caramelo y le pidieron que se quedara sentado un cuarto de hora en una habitación. Si no se lo comía, le darían dos. «¿Cuánto tengo que quedarme aquí sentado para que sean tres?», preguntó él, y todos se rieron.
Hasta después de los veinte no supo que había tomado parte en un experimento orientado a averiguar si hay una correlación entre el éxito y la capacidad de un chiquillo de gestionar el deseo de gratificación inmediata. Le sigue pareciendo injusto que el experimento no previera poder recibir tres caramelos a cambio de quedarse sentado el doble de tiempo que los otros niños.
Ha dejado dos taburetes de separación para no agobiarla, pero se asegura de que lo oiga pedir una copa de vino. Que pida vino en vez de cerveza en un local así, capta de inmediato la atención de ella. Ésa era la idea: captar su atención. Ella no dice nada, pero lo mira de reojo mientras él le pregunta a la rubia de la barra qué vinos tienen, y nota que no se pone tiquismiquis cuando la chica le contesta, literalmente, «tenemos blanco y tinto», y que no se molesta cuando le sirve el tinto frío; no a la temperatura que prescribiría cualquier sumiller, quince grados, sino directamente de la nevera. Lo observa dar un sorbo, volver a llamar a la camarera y decirle con impecable educación:
—Perdona, ¿sabes qué? Te lo pagaré igualmente, pero no me gusta. ¿Me pones una cerveza? —Echa un vistazo a los grifos—. ¿Una Goose Island puede ser?
Ella le lanza otra rápida mirada antes de concentrarse en su bebida: una cosa color ámbar con cubitos de hielo. Adondequiera que pretenda ir después, no será lejos. Él contempla su propia cerveza y dice en voz alta, como hablando solo:
—¿A qué clase de gilipollas se le ocurre pedir vino tinto en Belleville, Delaware?
—No lo sé —contesta ella sin mirarlo—, ¿qué clase de gilipollas eres?
—Uno normalito. —Al menos es lo que siempre le dicen sus ex: una esposa con la que estuvo unos cinco o seis años y unas siete u ocho novias, cantidad respetable para un hombre de treinta y ocho años—. ¿Eres de por aquí?
—Según lo que entiendas por «ser de por aquí».
No le está siguiendo el juego, sino retrayéndose.
—¿Vives aquí?
—Ahora sí.
—Es que, al ver lo quemada que estás... he pensado que irías de camino a Baltimore o Washington después de pasar uno o dos días en la playa.
—Pues no, vivo aquí.
Nota que la camarera parpadea sorprendida.
—¿Desde cuándo?
—Desde ahora.
«Será broma», piensa: nadie para a tomar una copa en un pueblo desconocido y decide quedarse a vivir allí, y menos en un pueblo como ése. No es que haya aterrizado en la Toscana o en Oaxaca, dos sitios que él conoce bien y donde puede imaginarse que alguien diga: «Sí, aquí es donde quiero quedarme»; es Belleville, Delaware, con su triste y lamentable calle principal (llamada precisamente Main Street, como en tantos otros lugares), su población de menos de dos mil habitantes y su entorno de campos de maíz y granjas de pollos. ¿Conocerá a alguien? Cuando menos la camarera no le da trato de clienta habitual, ni siquiera de posible clienta; para ella (pechugona y bronceada a conciencia), la pelirroja es como un mueble: es él quien le interesa, y está intentando averiguar si está de paso o se quedará a pasar la noche.
Algo que aún no decide.
—Si necesitas que alguien te ponga al día sobre el pueblo, avísame —la oye decir. Lo está mirando fijamente, le ha guiñado un ojo—. En cinco minutos te lo explico todo.
Las camareras que coquetean tan abiertamente lo ponen nervioso: servirle comida o cerveza a un hombre ya es bastante íntimo.
Se toma su cerveza sin volver a decir palabra, mirando el inevitable partido de los Orioles en el inevitable televisor con problemas de señal. Vuelven a jugar bien, o al menos mejor. Cuando a la pelirroja sólo le queda un dedo de su tercera copa, él se levanta, sale sin decirle adiós a nadie, recorre el aparcamiento de grava y se sienta en la oscuridad de su furgoneta. Esconderse, no se esconde: sabe que la mejor manera de que den con uno es intentando que no lo hagan.
Diez minutos después, la pelirroja sale y cruza la carretera hacia el motel que está al otro lado, uno de esos clásicos moteles de toda la vida. Se llama Valley View, a pesar de que no hay valle ni vista. El High-Ho, el Valley View, Main Street... se diría que el pueblo se ha levantado con las sobras de otros pueblos.
Él espera un cuarto de hora antes de ir a la pequeña oficina y preguntar si hay habitaciones disponibles (a pesar del letrero que ocupa toda la ventana, y que reza: HABITACIONES DISPONIBLES).
—¿Cuántas noches? —pregunta el recepcionista, un treintañero insignificante.
—Aún no lo sé, si quiere le doy mi tarjeta de crédito.
—Qué curioso: es la segunda persona que pide habitación sin saber cuántas noches se quedará.
No le hace falta indagar quién es la otra. Toma nota de que el recepcionista es un cotilla y que sin duda también cotilleará sobre él.
—¿Necesita la tarjeta?
—También puede pagar en efectivo. Si se compromete a quedarse una semana le podemos dejar la habitación por doscientos cincuenta dólares. De lunes a viernes no viene mucha gente, pero eso sí: no hay cocina ni nevera. Hay que comer fuera o traerse cosas que no se estropeen. La camarera tiene órdenes de avisarme si ve algo abierto, no quiero que esto se llene de hormigas y cucarachas.
—¿Puedo traerme una nevera portátil?
—Mientras no pierda agua...
Le da la tarjeta.
—Si paga en efectivo le hago mejor precio —dice el recepcionista carraspeando—: doscientos veinte.
Algún chanchullo se trae. Seguro que se guarda una parte de los pagos en efectivo, pero bueno, ¿a él qué más le da? Por doscientos veinte a la semana puede quedarse mucho tiempo en un sitio aunque no haya nevera ni fogones.
Se pregunta cuánto podrá quedarse ella.
DOS
Al salir de la habitación número 5 la recibe una mañana de sol y de calor. La temperatura es más alta de lo normal para la época, como la del fin de semana en la playa, pero al menos entonces la brisa del mar refrescaba un poco. La gente decía que era una suerte que hiciera tanto calor a principios de junio, cuando el agua está tan fría que sólo se meten los niños. Como aún hay colegio, en los restaurantes más populares las colas eran soportables. «Qué suerte», decían todo el rato como para convencerse. «Qué suerte, qué suerte.»
¿Hay algo más triste que un don nadie diciéndose que está de suerte? Ella antes era así, pero ya no: ahora llama a las cosas por su nombre, empezando por sí misma.
Cuando Gregg comenzó a hablar de pasar una semana en la playa, ella se imaginó que alquilaría una casa en Rehoboth o Dewey; quizá no en primera línea, pero al menos más próxima a la carretera.
La verdad es que habían estado cerca de la playa, pero en Fenwick, mirando a la bahía, y en un bloque de cemento de dos pisos compuesto de cuatro apartamentos tan pequeños que básicamente eran estudios. Una gran habitación rectangular para ellos y Jani, una cocina muy estrecha y un baño, pero sólo con ducha, sin bañera. Hormigas, las que quisieras: sinuosas líneas negras por toda la casa.
—Con tan poca antelación no había nada más —dijo Gregg.
Ella lo corrigió mentalmente: «Con tan poca antelación, y siendo un agarrado, no había nada más.» Seguro que, incluso con tan poca antelación, quedaba algún sitio mejor en la costa de Delaware.
Jani sólo podía dormir con la habitación completamente a oscuras, así que la tuvieron despierta hasta tarde, las nueve o las diez, porque la alternativa era acostarse todos juntos a las ocho y quedarse a oscuras sin tocarse. La primera noche, hacia las dos, Gregg le hizo acercamientos; uno o dos años antes quizá hubiera resultado erótico intentar hacerlo a oscuras y en silencio, pero ya hacía mucho tiempo que ella no veía nada erótico en Gregg.
—No, no, que se despertará.
—Le podríamos dar un poco de Benadryl.
La respuesta le dio que pensar; se preguntó si debía cambiar de planes, pero no, tenía que seguir. Al día siguiente le preguntó a Gregg si de verdad estaba dispuesto a darle Benadryl a Jani y él respondió que era broma. Decidió creerle; si no, habría tenido que quedarse, y no podía.
Eso fue el sábado. Se puso una blusa blanca muy fina por encima del bañador, pero incluso así le irritó los hombros. Se acurrucó bajo la sombrilla, tiritando como si tuviera frío. Cuando te quemas mucho a veces te dan escalofríos. Gregg jugaba con Jani en las olas. Era muy bueno con la niña; en serio: no era tan sólo algo de lo que ella quisiera convencerse. Se portaba bien con Jani, bastante bien, tan bien como a ella le hacía falta que se portara.
Fueron a las pequeñas atracciones de Rehoboth, mejores para los niños de la edad de Jani que las de Ocean City. Gregg intentó ganar el oso panda de peluche más grande para su hija, pero no pasó de los premios de la segunda fila. «Haz tus cálculos», daban ganas de decirle: por los veinte dólares que le costaba disparar con pistolas de agua a blancos pequeños y lanzar anillas, podía comprarle algo mucho mejor.
El domingo se quedó mirando cómo levantaban un castillo de arena. A las once dijo que ya le había dado bastante el sol y que volvía a la casa (bueno, tanto como «casa»...). Había mucho tráfico: el camino se le hizo eterno. Se puso el vestido de tirantes, hizo una maleta, la de tela, con ruedas, y escribió un mensaje para añadirlo al que ya llevaba preparado. Le daba miedo lo que pudiera pasar si no dejaba nada escrito. De todas maneras, las notas eran más para Jani que para Gregg.
Bajó la maleta rebotando por los escalones y luego la empujó por el arcén casi medio kilómetro hasta la frontera del estado, donde pensaba coger el autobús local hacia la estación de la Greyhound de Ocean City. De ahí se iría a Baltimore, aunque no se podría quedar mucho: en Baltimore era demasiado fácil localizarla porque sin duda acabaría cayendo en viejas rutinas.
Un hombre mayor se ofreció a llevarla en su Cadillac a Washington. «Por qué no», pensó ella, pero después el tipo se puso en plan sobón, arrastrando hasta sus rodillas sus tristes dedos de viejo como una araña artrítica, hasta que ella ordenó: «Déjeme aquí mismo.» Era Belleville, UNO DE LOS DIEZ MEJORES PUEBLOS DE ESTADOS UNIDOS, según un letrero bastante nuevo y reluciente.
Ahora que ve Belleville bajo la clara luz de la mañana, se pregunta cuáles serán los otros nueve.
No le lleva mucha ventaja a Gregg. Debió de encontrar la nota hacia las doce, al volver para comer con Jani. Seguro que lo que más le molestó fue no tener los bocadillos preparados y la mesa puesta. No está enamorado de ella, ni ella de él. Él ya tenía un pie en la calle: la habría dejado, se habría buscado un apartamento, la habría obligado a pelear incesantemente por la manutención de la niña. Ya había pensado en buscarse un trabajo; ¿por qué no hacerlo dejando a Jani al cuidado de Gregg para que éste se enterase de lo que era ser padre a jornada completa?
No se dejaría atrapar: cuando has estado en la cárcel, aunque sea poco tiempo, no te gusta sentirte encerrado.
¿Y ahora qué? Ha previsto muchas cosas, pero no todas. Necesita ganar algo de dinero, lo mínimo para seguir viaje hacia el oeste en otoño. Había dado por supuesto que primero iría a Washington, pero tal vez en ese sitio sea más fácil.
Al menos, será más difícil que la encuentren.
Entra en el pueblo propiamente dicho por la calle principal. Hay un sitio de comida para llevar, un supermercado que se llama Langley’s, una tienda de segunda mano de una ONG (Purple Heart) y una floristería, pero gran parte de los locales están chapados y tienen pinta de no haber abierto en mucho tiempo.
Vuelve al motel y al bar que eligió la noche anterior al bajar del coche del viejo: el High-Ho. ¿No debería ser Heigh-Ho? Seguramente.
El hombre de ayer, el de la barra, era guapísimo, y bastante de su tipo; no es que le interesara, pero la desconcertó bastante que tardara tan poco en desistir; incluso se sintió un tanto ofendida.
Como de la nada, aparece un coche que la sobresalta, pero es demasiado pronto para que la busquen. Además, no es ilegal dejar a tu familia en la playa. La sorprende que no lo hagan más mujeres. La idea surgió de un libro que leyó hace dos meses... Bueno, la verdad es que no llegó a leerlo, y hacía tiempo que planeaba su fuga, pero sus vecinas de Kentucky Avenue comentaban ese libro como si fuese pura fantasía y ella tenía ganas de decirles: «Si tú supieras... Si supieras lo que es dejar todo atrás, y lo que cuesta...»
Necesita dinero. No es que esté sin blanca, pero necesita más.
El hombre de la barra... está segura de haberle gustado, pero no quiere caer en lo mismo. Tiene bastante dinero para ir tirando dos o tres semanas. Falta poco para el verano, lo más seguro es que aún busquen gente para algún trabajo de temporada. Se pregunta si Gregg consultará las cuentas y verá cuánto dinero sacó de sus ahorros en común la última semana antes de sus «vacaciones»: la mitad, que es a lo que tenía derecho.
Se enfadará más por el dinero que porque se haya ido. Tiene ganas de decirle: «Al menos Jani es una niña que no da problemas, ¡imagina que no fuera así!» Pero no, Gregg no es capaz de imaginarse nada: todo tiene que ser como él espera. No se permite sorprenderse ni ante las verdaderas sorpresas (el embarazo, la boda...). Antes ella era igual, pero ya no, nunca más.
Al volver al motel, ve al hombre de la barra apoyado en la puerta de la habitación número 3. Podría ser casualidad: cada cual tiene su vida y hace lo que le parece. No hay que caer en el error de creer que todo gira alrededor de una misma.
—Hola —dice él.
Es de los que pueden limitarse a un simple «hola». Es guapo (aunque un poco soso), y debe de considerar que con eso basta y sobra. Seguramente le ha funcionado con la mayoría de las mujeres. Ella agita los dedos a modo de saludo, pero sin apartar la mano del cuerpo, como si él no mereciera el esfuerzo de doblar el codo.
—¿Cuánto tiempo te quedas? —pregunta él.
—¿Quién quiere saberlo?
—Todos los hombres del pueblo, supongo.
Qué previsible, y encima no es verdad: hay una versión de ella que atrae las miradas masculinas, pero de momento la ha desconectado, tal vez para siempre. Sólo le ha servido para meterse en problemas.
—Me llamo Adam Bosk —dice él—, como la pera Bosc, pero con ka en vez de ce.
—Pues yo soy Pink Lady, como la manzana —contesta ella.
—¿Crees que podríamos ser amigos igualmente, siendo yo una pera y tú una manzana?
—Pues ya veremos...
Pasa delante de él y entra en su habitación.
No vuelve a salir hasta la puesta de sol, es decir, poco antes de las ocho y media. A más de uno lo pondría de los nervios estar en una habitación de motel sin nada que comer aparte de un envase de mantequilla de cacahuete y galletitas de queso que ha encontrado en su bolso: comida de madre. Son trucos que Gregg tendrá que aprender. Jani es una niña dócil, salvo cuando tiene hambre: entonces puede ocurrir cualquier cosa. Disfruta del silencio y de la novedad de que no la necesite nadie, de no oír que la llaman, ni tener que recoger, cocinar o lavar nada. Ni siquiera enciende la tele; se queda en la cama remojándose en el silencio.
Al cruzar la calle, mientras la enorme bola roja del sol se oculta entre los campos de maíz, tiene la corazonada de que volverá a encontrarse al señor Pera. En efecto, ahí está. Ella se asegura de que haya un taburete entre los dos.
—¿Qué tomas? —pregunta él.
—¿Cuánto dinero tienes?
El tipo se ríe. Siempre se la toman a broma, al menos Gregg. Le gustaría poder decir: «Estate atento, que aún no te he dicho mi nombre, pero te estoy diciendo quién soy y qué me gusta.»
Parece que él le lea el pensamiento.
—¿Cómo te llamas, Pink Lady? —pregunta—. Aunque de rosa ya te queda poco: debajo de la quemadura tienes un moreno muy bonito. No sabía que las pelirrojas pudieran broncearse así.
¿Cómo se llama? ¿Qué nombre es mejor usar?
—Polly Costello —contesta.
TRES
Jani se despierta llorando: quiere a su mamá. Sólo tiene tres años, no comprende lo que está pasando, ¡si a duras penas lo entiende su padre! Le pide a éste que vuelva a leerle la nota, como si pudiera cambiar respecto a la noche anterior, y a la hora de comer del día anterior, y a la mañana del día anterior, y a la primera noche. Y lo cierto es que cambia: a cada lectura, Gregg le añade alguna coletilla. Un simple «Te quiero, Jani» ha pasado a «Te quiero más que a nada en el mundo, Jani», y ahora le parece buena idea incorporar «Pórtate bien con papá, que a él aún se le hará más difícil».
Sólo han pasado dos días desde que Pauline se fue y la nota ya está arrugada y medio rota. Al acostarse, Jani la pone entre su mejilla y su gato de peluche. Se acuesta y se despierta llorando, y entre medio tiene pesadillas que la hacen llorar, murmurar y gemir, pero que no la despiertan, al contrario que a Gregg.
¿Qué clase de mujer abandona a su familia? Gregg conoce la respuesta: la clase de mujer que se ligó hace cuatro años en un bar precisamente por su fiereza de gata salvaje. En principio, Pauline no tenía que ser más que un plan divertido. Arañaba, mordía y estaba dispuesta a cualquier cosa en cualquier momento, en cualquier sitio.
Luego, en plena aventura de verano meó en un palito y un signo de más se dibujó en el círculo; podría haber sido una cruz... con Gregg clavado a ella, porque resultó que Pauline siempre había sido una buena chica, lo bastante como para no querer saber nada de un aborto. Eso lo tomó por sorpresa. Además, a sus treinta y un años Pauline calculaba que podía ser su última oportunidad para ser madre. ¿Y si era una señal? ¿Y si era el destino?
Se casaron deprisa. Al principio no le pareció tan mal: estaban pasando tantas cosas... Pauline dijo que no quería una boda religiosa porque, como no tenía familia, se habría puesto triste al no ver a nadie en su lado de la iglesia, así que se casaron por lo civil, en el juzgado, y con el dinero de la celebración se pagaron una luna de miel en Jamaica, en uno de esos resorts con todo incluido. Les salió barato porque era la última semana de octubre: el final de la temporada de huracanes.
Debían buscar una casa con espacio suficiente para cuando fueran tres. Tuvieron la suerte de encontrar un chollo cerca de Herring Run Park, una casita de ladrillo respetable y muy bonita que todavía conservaba intactos la carpintería y el emplomado original de las ventanas. Y llegó Jani. Los dos eran primerizos, la diferencia era que Pauline estaba muy tranquila, mientras que él no daba pie con bola. Ahora que lo piensa, tal vez fuera la primera señal de que a ella le pasaba algo raro: ¿es normal que una mujer no se desespere jamás al cuidar a su primer bebé? En ese momento, él lo vio como signo de una verdadera vocación maternal, pero también podía apuntar a lo contrario: a que era una mujer distante, sin apegos, con más de cuidadora que de madre.
El nacimiento de Jani hizo menos frecuentes sus relaciones sexuales, que aún eran lo bastante buenas para que Gregg se enfadase por no tenerlas más a menudo. Pauline decía que, si quería más atención, tenía que ayudarla con la casa, pero a Gregg lo habían criado de un modo muy distinto: había crecido sin padre, con una madre que trabajaba a destajo fuera y dentro de casa para asegurarse de que supiera lo que le correspondía como hombre. Pauline ni siquiera tenía un empleo; ¿por qué estaba tan cansada, entonces?
Para el segundo cumpleaños de Jani, Pauline seguía cansada y todo había perdido la pátina de la novedad: la vida conyugal, la casa, el bebé y ella misma. Ya nada les impedía darse cuenta de que no se entendían, nada excepto el sexo. En retrospectiva, Gregg piensa que ella se lo tomaba como si fuera un trabajo, un trabajo que disfrutaba. En cualquier caso, el sexo con Pauline lo hacía sentirse superior a sus compañeros de la oficina, que no tenían nada parecido en casa, pero ¿no era, en realidad, otra señal de que ella era una madre desnaturalizada? Se supone que, después de tener hijos, las mujeres ya no son así; Pauline, en cambio, seguía siendo una auténtica guarra. No tenía madera de madre ni de esposa, ¿cómo no se había dado cuenta?
Y entonces... —le costaba admitirlo, incluso para sus adentros—, entonces ella había empezado a pegarle mientras lo hacían. Él le había dado un cachete de nada, más por diversión y por darle un toque picante al asunto que por otra cosa, pero ella se puso a gritar de una manera desproporcionada para el dolor que podía sentir e intentó arañarlo.
Cuando se tranquilizó, le preguntó si le apetecía saber qué se sentía. Él no tenía muchas ganas, pero no quería dar la impresión de que era menos atrevido que ella. Entonces Pauline le dio una bofetada en la mejilla. Le dolió, pero no lo dijo porque no iba a permitir que ella fuera la más bestia de los dos. De todos modos, no le pegaba con todas sus fuerzas: habría estado mal; ella, en cambio, no se cortaba para nada. Escocía, dolía... resultaba de lo más excitante.
Pero hacía un par de meses, sin saber muy bien cómo, las ásperas peleas de su vida cotidiana se habían extendido a la cama e incluso el sexo dejó de tener gracia. Gregg tenía una compañera de trabajo, Mandy, con quien iba a comer y que le hacía de confesora. Empezó a llegar tarde a casa con la excusa de las horas extras. Era creíble porque en el trabajo estaban haciendo muchas refinanciaciones; sin embargo, volvía a casa y encontraba a Pauline henchida de una rabia misteriosa.
Empezó a pasarse por el bar donde se habían conocido, y sí: se había llevado a alguna que otra chica al aparcamiento. Sexualmente, aquello nunca estaba a la altura de los primeros tiempos con Pauline, pero era mejor que lo que tenía en casa, equivalente a casi nada.
Había propuesto las vacaciones en la playa como una última oportunidad para ver si todo podía volver a ser como antes. El estudio de una sola habitación formaba parte del plan: se trataba de que los tres estuvieran de veras juntos, como una familia feliz, aunque en el fondo ya estaba pensando en marcharse: se iría a vivir a casa de su madre, con quien siempre podía contar.
Al final, la que se marchó fue ella, y dejándole a la niña. Le ha escondido a Jani otra nota, dirigida sólo a él: una nota fría, sin florituras, y encima escrita a máquina, señal de que Pauline la tenía preparada antes de que se marcharan a la playa. Seguro que la tecleó en la biblioteca, donde había procesadores de texto.
«Te informaré lo antes posible de mis planes. Sé que quieres divorciarte, o sea que más vale ir rápido, sin que nadie lo pase mal. De momento es preferible que Jani se quede contigo, en su casa, con su rutina de siempre. Te llamaré en cuanto me haya instalado en algún sitio.»
Es martes, su último día de «vacaciones». Hace cuarenta y ocho horas que va tirando como puede, como si el fin del viajecito fuera una línea de meta. Le parece mentira que cueste tanto cuidar a una niña pequeña las veinticuatro horas del día, aunque se dice que es porque no están en casa, con sus cosas. Mientras hace las maletas para volver, sin embargo, entiende que la vida seguirá la misma tónica y que, una vez en casa, tendrá aún más problemas. ¿Cómo se las arreglará para que Jani esté bien cuidada? La quiere, pero de ahí a ser un padre soltero... Qué va, imposible.
Hay un recargo de ciento veinticinco dólares por quedarse aunque sea un minuto más de las once el último día de alquiler. Jani quería bajar por última vez a la playa, pero entonces Gregg no habría podido tenerlo todo recogido y limpio a tiempo para recuperar la fianza. En consecuencia, Jani no para de llorar en toda la mañana y hace gala de un talento insólito para dejarlo todo otra vez patas arriba cada vez que su padre acaba de limpiar: pisa los montoncitos de polvo, estampa sus deditos pringosos en los electrodomésticos, las mesas, las paredes... Salen con muy pocos minutos de margen: a las 10.57 h, según el reloj del salpicadero.
Salen en marcha atrás y, cuando se vuelve para ver si tiene el camino libre, ve a su hija en el asiento trasero con la puñetera not