Astillas en la piel

César Pérez Gellida

Fragmento

1. Vertical (cinco letras): facultad de hacer algo

1. VERTICAL (CINCO LETRAS):

FACULTAD DE HACER ALGO

C/Santiago, 3, Valladolid

Sábado, 30 de noviembre de 2019, a las 10.35

Odio que griten. Me altera.

Nadie va a oírle. Ya debería haberlo asumido, pero sigue obcecado en producir estériles sonidos que nacen y mueren en la corbata de lana negra que le he metido en la boca.

Que insista en esa mezquina actitud me envilece.

Me irrita que no sea capaz de aceptar su suerte con cierta dignidad. Y tanto es así, que a punto he estado de hundirle el cuchillo en el estómago hasta la empuñadura como si me lo estuviera follando. Me excito solo con pensarlo, pero no es así como quiero acabar con él.

Tengo que sosegarme.

Inspiro profundamente, cuento hasta diez y me inclino para hablarle al oído.

—¿Todavía no te has dado cuenta de que gritar no te va a servir de nada?

Sé que no va a responderme, pero me divierte que me mire con esos ojos bovinos, como si todavía existiera alguna posibilidad de que me apiadara de él.

Jodido idiota.

Me resisto a terminar con él; sin embargo, llevo más de veinticuatro horas despierto y noto un picor imposible de aliviar en la cara oculta de los globos oculares. Es francamente molesto. Casi tanto como escuchar la variedad de sonidos guturales y demás ruiditos lastimeros que es capaz de emitir. Estoy muy cerca de superar mi capacidad de aguante, y en estas condiciones el riesgo que asumo es demasiado elevado. Cualquier mínimo error podría tener consecuencias nefastas.

Y yo no cometo errores.

Muy a mi pesar, tengo que ir pensando en rematar la faena.

Me acuclillo para asegurarme de que las ataduras siguen bien firmes, dando por hecho que se va a contorsionar en la silla cuando llegue el momento. Su cuerpo desnudo desprende un olor nauseabundo. Puedo distinguir las partículas odoríferas amoniacales propias de la orina que ha absorbido la alfombra, las trazas metálicas de la sangre que cubre su piel, pero sobre todo percibo el característico y repugnante olor a cebolla rancia que rezuma del miedo.

—¿Dónde está esa sonrisa tuya que te llenaba la cara de oreja a oreja? ¡Deja de lloriquear de una vez, hombre! ¡Ten un poco de dignidad!

Ni caso.

Tortazo.

Entonces reacciona frunciendo el ceño y atravesándome con la mirada en un corajudo acto de rebeldía que le dignifica.

—¿Vas a sacar ahora la casta? Un poco tarde... Además, ya estamos terminando, pero antes de irme necesito asegurarme de que has entendido los motivos por los que voy a matarte.

Más gemidos quejumbrosos. Me aburre, aunque hasta cierto punto es comprensible. Siempre he pensado que lo peor de morirse es ser consciente de ello. El pánico a dejar de existir es lo que genera el sufrimiento. Lo paradójico es que solo llegamos a conocernos de verdad cuando tomamos conciencia de que nuestras vidas se acaban.

Una anagnórisis agónica al final del camino, y el suyo llega hasta aquí.

—No te estoy preguntando si estás o no de acuerdo, solo quiero saber si... ¡Bah! ¿Sabes qué? Me la trae muy floja si has comprendido o no mis razones.

Al mirarlo de nuevo me asalta una idea. Leí que fue una práctica que se puso de moda a principios de siglo en los bajos fondos del Reino Unido para marcar de por vida a los miembros de las bandas rivales. Me cuadra. Cómo odiaba yo esa sonrisa suya de suficiencia despótica, de superioridad tiránica.

Necesito hacerlo.

—Vas a salir precioso en las fotos de la Policía Científica —le advierto antes de colocarme a su espalda.

Le inmovilizo la cabeza agarrándolo por la frente, le coloco el filo del cuchillo en la comisura de los labios, tiro hacia atrás con fuerza y la mejilla se rasga dejando al desnudo las piezas dentales. Precioso. Cuando me dispongo a repetir la operación me percato de que estoy teniendo una erección brutal y siento que me invade la necesidad de masturbarme. Invierto unos instantes en sobreponerme antes de hacerle el segundo corte que completa la sonrisa.

Ahora sí.

—Si pudieras verte...

El desgraciado ha forzado tanto la voz que ya solo puede expresarse a través de los lacrimales.

—A mí también me embarga la emoción, pero se nos agota el tiempo, compañero.

En mi fuero interno no hay debate sobre cómo acabar con él. El estrangulamiento es, sin lugar a dudas, la mejor manera de sentirse partícipe del proceso, pero hacerlo con guantes es como follar con condón. Me los quito frente a él y vuelvo a colocarme a su espalda. Reconozco que decepciona bastante no encontrar oposición alguna al rodearle el cuello con el brazo.

Solo quejidos y lamentos.

—¡Vamos allá! —me animo.

Tan pronto como ejerzo algo de presión, una chispa se prende en la nuca, recorre la médula espinal en sentido descendente y hace que me estallen los cuerpos cavernosos. Rendido ante el ímpetu de mi propia naturaleza, me dejo arrastrar por esa vigorosa corriente que se alimenta de la vitalidad que estoy a punto de arrebatar. Aprieto los dientes y gruño como si quisiera evitar lo inevitable, e inconscientemente incremento la fuerza. Como dos amantes veteranos, alcanzo el cénit al notar cómo su cuerpo se relaja por completo. El orgasmo arrasa con lo poco racional que queda en mí y, en un arrebato atávico, me hago de nuevo con el cuchillo para clavárselo en la espalda a la vez que eyaculo a borbotones dentro de los calzoncillos. Cuando el placer físico desaparece, me inunda una incómoda sensación de abatimiento.

Vaciado por completo, me arrodillo para recuperar el aliento.

Cuando por fin me incorporo y examino mi entorno, me doy cuenta de que el despacho se ha convertido en un matadero. Y eso que me había conjurado para actuar con total pulcritud. Es evidente que cuanto más se empeña uno en ser certero, más se va alejando del acierto.

Hora de irse.

Las prisas nunca convienen, mucho menos ahora. Me aseo como corresponde, me visto y dedico el tiempo que requiere cerciorarme de que todo encaje en la reconstrucción de los hechos que quiero que haga la policía. Solo me quedan dos pinceladas para terminar el cuadro, pero antes de salir invierto unos segundos en almacenar cada detalle en mi memoria.

Cuando por fin abandono el lugar, dejo caer la medalla junto a la alfombrilla de la entrada y desciendo los cuatro pisos por las escaleras con cuidado de no cruzarme con nadie.

Ya en el exterior, mientras camino en busca de una papelera cercana donde arrojar el cuchillo que quiero que encuentren, procuro controlar el flujo de energía que circula a través de mi sistema nervioso. Me cuesta. La intensidad es tan brutal que no puedo evitar estremecerme al entender por fin que el auténtico poder se manifiesta a través del placer. Y el más poderoso de los placeres es ese denso y viscoso que ahora mancha el interior de mis calzoncillos.

Todo cobra sentido.

1. Vertical (cinco letras): facultad de hacer algo

Algunas horas antes.

2. Horizontal (cinco letras): obligación moral o material

2. HORIZONTAL (CINCO LETRAS):

OBLIGACIÓN MORAL O MATERIAL

Urueña, Valladolid

Viernes, 29 de noviembre de 2019, a las 16.52

La densidad de la niebla, acerada, pertinaz, se impone a la escasa convicción con la que los rayos de un sol acobardado tratan de abrirse paso. De este modo, las empedradas calles del pueblo, tan desdibujadas como desiertas, adquieren un aspecto fantasmagórico, y lo único que captan mis tímpanos es el aullar histérico del viento en su intento de escapar de ese laberíntico trazado urbano. No es noviembre un mes para andarse con dudas y miramientos a la hora de encontrar un destino, y menos aún si este se localiza en mitad de la fría meseta castellana.

Blanca oscuridad, frío extremo, vivo silencio.

Emplazada en lo alto de un páramo, Urueña se asoma vanidosa entre los montes Torozos para ejercer su posición dominante sobre la comarca de Tierra de Campos. A pesar de pertenecer a la provincia en la que yo nací, lo único que sé sobre ella es que ostenta el título honorífico de Villa del Libro gracias a que, con apenas doscientos habitantes, cuenta con nueve librerías. Interesante. Y quizá por ello, por estar tan ligada a mi oficio, me cueste reconocer que no había vuelto desde que tenía ocho o nueve años, tal vez menos, por lo que apenas guardaba imágenes de Urueña en mi memoria. Se dice que esta población conserva en muy buen estado tanto parte de la muralla como su casco histórico, ambos de origen medieval, cuestiones que me importan más bien poco cuando ni siquiera sabría decir qué demonios he venido a hacer aquí.

Desde la explanada donde he aparcado me separan apenas trescientos metros de la librería donde me ha citado Mateo; no obstante, consciente como soy de los nocivos efectos que puede causar la cencellada en mi garganta, procuro abrigarme a conciencia antes de salir del coche. Para una persona normal la tarea resultaría poco más que incómoda por lo reducido del espacio; para mí, sin embargo, por mucho que haya aprendido a valerme con la mano izquierda, ponerme el abrigo y la bufanda supone casi un reto digno de alabanza. La frustración que me genera no lograrlo a la primera la expulso por la boca renegando del instante preciso en el que me doblegué ante la insistencia de Mateo.

Lo cierto es que no he sabido negarme.

Tengo la sensación de que no tenía ninguna alternativa.

También es cierto que podría haberme inventado cualquier historia —no en vano crear ficción es mi especialidad— y, al ser ya viernes por la tarde, estaría viendo la vida pasar desde el otro lado del ventanal de mi precioso ático de la calle Velázquez, o debatiéndome entre llamar a cualquiera de las SS —Sonia y Susana— para salir a cenar esta noche, beberme una botella de vino en condiciones y dar rienda suelta a mi imaginación. Sonia es preciosa por dentro y por fuera, de conversación interesante y francamente divertida, pero tiene dos hijos y, aunque con gusto le haría otros dos, no estoy dispuesto a comprometerme con ella más allá de lo que está establecido en el manual del buen follamigo. Como mucho del amigovio. Susana, en cambio, es muy fácil de manipular y en la cama es de esas que no te dejan en paz hasta que le han abierto todos los chakras. Es bastante más arriesgada que Sonia y yo estoy en una etapa de mi vida en la que, si tengo que elegir, prefiero la creatividad sexual que el buen humor. Hace mucho que lo convencional dejó de excitarme.

Pero hoy no hay SS que valga porque no he tenido lo que hay que tener para decirle que no a Mateo. Y no será por falta de argumentos. Solo el hecho de tener que conducir doscientos y pico kilómetros, así, de repente y sin saber por qué, me habría bastado como razón de peso. Pero no. Algo me impedía oponerme. Quizá fuera porque la llamada me pilló desprevenido, o puede que se debiera a que encontré su tono de voz herrumbroso y eso me dejó bloqueado. Noqueado, más bien. El caso es que me dejé contagiar por lo aparentemente alarmante de la situación, aunque, en realidad, eso de empatizar con las emociones ajenas no puede decirse que sea mi especialidad. No lo es, pero resulta que Mateo es el único amigo que conservo de la infancia.

El único amigo que conservo.

—Álvaro: te juro que no te lo pediría si no fuera cuestión de vida o muerte —insistió él por enésima vez.

—Te recuerdo, por si no lo tienes presente, que vivo en Madrid desde hace unos cuantos añitos. ¿No tienes a nadie más cerca de quien tirar?

—Sí, podría, pero no es un tema de cercanía. Tienes que ser tú. No puede ser otro cualquiera. La cosa está relacionada con nosotros dos y con nadie más. Bueno, con más gente, pero no puedo recurrir a ellos. Ni quiero. Ya sé que parece una locura, pero lo entenderás todo cuando estés aquí y lo veas con tus propios ojos.

—¿De verdad que me vas a hacer viajar hasta ese pueblo de mala muerte sin decirme a qué coño voy?

—Álvaro, por favor, no me obligues a repetírtelo más veces: no tengo a nadie de quien tirar. Como ves, las cosas no han cambiado mucho desde entonces.

La aparente ambigüedad de la frase se circunscribe a una etapa muy concreta. Esa que se prolongó durante los dos cursos escolares que coincidimos en aquel maldito internado de la sierra de Guadarrama. Años más tarde también estudiaríamos Derecho juntos en la Universidad de Valladolid, pero yo sé muy bien que se refiere a la etapa anterior, que es, con diferencia, el período de toda mi condenada existencia del cual conservo peores recuerdos.

Y por desgracia los más intensos.

A Mateo le sucede lo mismo, con la diferencia de que él lleva toda una vida intentando identificarlos uno a uno para poder exterminarlos. Ingenuo, ya tendría que saber que no se fabrica munición para ello. Yo, en cambio, tengo asumido que hay algunas imágenes que son inmunes al olvido. Perennes e inmortales por muy inexorable que sea el paso del tiempo. Y justo aquí radica la gran diferencia que existe entre Mateo y yo. A Mateo el pasado le sigue atormentando, y cuando esas sombras regresan se manifiestan mediante severas migrañas que le hacen desconectarse de la realidad. Un mecanismo de defensa que consiste en aislarse por completo como si esa fuera la única manera de dejar de sufrir. Yo, en cambio, he aprendido a aprovecharme del pasado para alimentar mi presente —torturado, eso sí— con el único propósito de rellenar páginas y más páginas. Es la única forma que tengo de atrapar mis vivencias y que estas no pierdan intensidad cuando son atraídas por ese gigante agujero negro que es el paso del tiempo.

Muchas veces me he preguntado qué habría pasado si Mateo y yo hubiéramos intercambiado los papeles que nos tocó interpretar durante aquel aciago curso en el internado, y puede que justo ahí radique el motivo por el que en mi subconsciente sigo considerando que tengo una deuda pendiente con él. Una deuda que, aunque nunca me he atrevido a reconocer, siempre he tenido claro que algún día me tocaría saldar.

Quizá esta sea mi oportunidad de hacerlo.

—¿Y tiene que ser esta misma tarde? —Quise cerciorarme a pesar de que intuía la respuesta.

—Tiene que ser esta tarde.

—¡Joder! Pues ya es mala suerte porque te prometo que tengo un problema con el coche. Algo eléctrico, y no me lo devuelven hasta el lunes.

—Venga, no me fastidies. Alquila uno y yo me hago cargo si ese es el problema.

—El dinero no es un problema para mí, capullo. Puedo usar el de Rafa, mi vecino, que está fuera toda la semana y cada vez que se ausenta unos días me deja las llaves por si se vuelve a inundar el garaje. La última vez... Bueno —resumo—, lo que sea. Ahora bien, ¿podrías explicarme a qué se debe la urgencia?

—Debería habértelo pedido antes, pero no me he atrevido hasta que ha llegado el último día.

—¿El último día para qué?

—Más bien para quién.

—Pero ¿de quién estamos hablando? Venga, Mateo, no me hagas conducir dos horas comiéndome la cabeza.

Silencio.

—Álvaro, por favor, te lo explicaré todo, hasta el más mínimo detalle, cuando te vea.

—Al menos dime qué mierda me voy a encontrar allí, por estar prevenido.

—No, precisamente por eso. No quiero que te predispongas para lo que te vas a encontrar. Necesito que te lo encuentres de frente y solo entonces decidas si quieres o no ayudarme.

—¿Ayudarte a qué?

—¡Ayudarme y ya! ¿Recuerdas el día que nos conocimos tú y yo? —me preguntó en un tono menos dramático.

—Claro, lo hemos hablado mil veces. Casi me partes la tocha.

—Ese día fuiste tú el que insistió en ayudarme.

—Supongo que me diste mucha pena.

—Pues hoy soy yo quien te lo pide porque no puede ser nadie más que tú. Por favor, Álvaro, no me hagas más preguntas. Te aseguro que lo entenderás todo en cuanto vengas. Confía en mí.

—Joder, Mateo... No sé de qué coño va...

—¡Toma una decisión! —me interrumpió irritado—. ¡La que sea, pero deja de tratarme como siempre y dime qué vas a hacer!

—¿A qué coño te refieres con eso?

—¡A que siempre me trataste como un paleto! ¡Un incapaz!

—¿Eso piensas?

—Sí, eso pienso. Te he dicho que no tengo a nadie más a quien recurrir y si no puedo adelantarte nada por teléfono por algo será. Necesito ayuda y solo tú puedes dármela, pero si tanto te cuesta me olvido de todo y punto.

Durante varios segundos hice funambulismo sobre el inestable alambre que separa el sí del no a pesar de que hacía tiempo que ya me había decidido.

—Me voy a la ducha. Envíame la maldita ubicación.

En cuanto logro abrigarme y abro la puerta del coche recibo el gélido sopapo del invierno castellano que tan bien conozco. Es una bienvenida que, por esperada, no deja de ser desagradable. Así, con los cinco dedos marcados por las gotículas de agua congeladas, resoplo hastiado al tiempo que me abro paso en esa omnipresente albura empeñada en tapizarlo todo bajo su manto helado.

Una cencellada así no hace prisioneros.

La pantalla del móvil me indica que tengo que seguir recto por esta calle y en las condiciones lumínicas y atmosféricas en las que me encuentro no me planteo otra cosa que no sea obedecer servilmente. El sonido de mis pasos se amplifica al rebotar en las fachadas de piedra y ladrillo de las casas de dos alturas. A lo lejos, una luz macilenta que parece escurrirse de un solitario farol adosado a la pared baña de tonos pajizos el final de esta suerte de embudo pétreo. Aún no me he cruzado con un ser vivo, animal o persona, y en mi fuero interno lo agradezco. Lo agradezco casi tanto como cuando noto que el espacio se ensancha en lo que parece conformar una plaza. Con la vista al frente, la cabeza gacha y las manos refugiadas en el interior de los bolsillos del abrigo, aprieto el paso para enfilar la callejuela que según el mapa me debería llevar directo hasta la librería. En ese momento, no sé bien por qué, hago una búsqueda en mi memoria para tratar de encuadrar temporalmente la última vez que coincidí con Mateo. En la imagen más reciente que me devuelve mi cerebro veo a Mateo vestido de traje y corbata, por lo que de inmediato caigo en la cuenta: la boda de Felipe de la Fuente, otro compañero del internado.

Hace cinco años.

La maldita boda.

Esa boda a la que nunca debí ir. Esa a la que fui con novia y regresé sin ella. Esa a la que fui teniendo dos manos funcionales y de la que volví solo con una. La secuencia fue: enésima discusión con Carla, ingesta masiva de alcohol y muy mal ojo a la hora de elegir la forma de regresar al hotel. De regresar solo, por cierto, dado que Carla hacía un par de horas que había desaparecido. Me subí en el coche equivocado —un Mercedes Clase C de color blanco—, conducido por el tipo equivocado —Joserra—, uno de los muchos primos que tenía el novio y que destacaba por ser un auténtico soplapollas. De esos a los que solo les hacen falta dos minutos para demostrar que se han ganado a pulso el título. Mi infortunio fue que Joserra se alojara en mi mismo hotel y que no contaba con muchas más alternativas, puesto que éramos muy pocos los invitados que nos manteníamos firmes junto a la barra. Joserra, empeñado en demostrar que no me había equivocado al juzgarlo, se despistó en la primera curva y se salió de la carretera como el auténtico soplapollas que era. Por suerte no iba demasiado rápido y los cuatro pudimos contarlo, pero yo me llevé la peor parte al romper la ventanilla con el brazo derecho y seccionarme el nervio cubital. La lesión me causó una parálisis severa desde el codo hasta la mano y, en consecuencia, con el paso de las semanas y los meses, provocó que los dedos se me fueran doblando y retorciendo sin que pudiera hacer nada por evitar que mi mano se convirtiera en una garra. Desde entonces y hasta que resolví convertirme en la persona que soy ahora, no pasó ni un solo día sin que dejara de desearle la peor de las suertes a Joserra. Sin embargo, estar de baja mientras asistía a la dolorosa y estéril rehabilitación me proporcionó un tiempo con el que nunca antes había contado; tiempo para pararme a pensar en mi futuro, en mis proyectos nunca abordados, en mis sueños nunca cumplidos. Y de entre todos ellos, el principal, el que había perseguido desde la adolescencia, lo tenía perfectamente identificado: escribir. Siempre quise emular a Hammett, Leonard, Mankell, Thompson, o, mejor aún, convertirme en el Stieg Larsson español y vender millones de ejemplares, forrarme con los derechos audiovisuales de mis novelas y, a ser posible, vivir para disfrutarlo.

Yo leía de forma compulsiva desde los diez años, pero nunca me había atrevido a escribir, puede que por pudor o, más bien, por el miedo al fracaso. Solo pensar en exponerme al gran público me causaba auténtico pavor, pero el hecho de tener que asumir que estaba condenado a convivir con esa garra para el resto de mis días me hizo replantearme mi existencia. ¿Qué mayor fracaso había que no atreverse a intentarlo? ¿Qué tenía que perder? Por aquel entonces yo era un gris empleado de una asesoría jurídica para empresas de medio pelo que solo aspiraba a que llegara el fin de semana para refugiarse en el alcohol y ocasionalmente en la coca. Ese trabajo de ganapán, igual que mi vida, estaba muy lejos de hacerme sentir orgulloso. Necesitaba un método, pero, sobre todo, necesitaba creer en mí mismo y paradójicamente todo ello cambió gracias al auténtico soplapollas de Joserra. O, para ser exactos, cuando decidí ajustar las cuentas con él y dejar constancia de ello en negro sobre blanco. Lo siguiente fue asumir de una vez que no iba a ser capaz de lograr recuperar la mano derecha, por lo que me conjuré hasta rozar la obsesión en convertir la izquierda en mi mano diestra. Y aunque no fue fácil, con el paso del tiempo como aliado y grandes dosis de paciencia como artillería, ningún enemigo se tornó imbatible y cualquier meta me resultaba alcanzable.

Un objeto me saca de forma repentina de mis pensamientos al doblar la esquina. Es en el intento por esquivarlo cuando me percato de que se trata de una persona.

O similar.

—¡¿Qué cojones haces, tío?! —se queja el otro, malhumorado, al tiempo que recoge el cigarro del suelo. Con la mano izquierda se lo coloca en la comisura de la boca y le da dos caladas seguidas para exprimir al máximo lo que sea que esté fumando y que está a punto de pasar a la categoría de colilla.

—No te he visto, lo siento —me disculpo.

—¡A tomar por el culo, payaso! —me replica a la vez que se sacude la guerrera verde plagada de parches. Luego me mira como si me estuviera perdonando la vida y emprende la marcha musitando palabras que no alcanzo a entender.

Sorprendido, me limito a contemplar cómo se aleja. Su lento y patojo caminar denota que ha bebido más de la cuenta y que en su interior hay calor suficiente como para combatir el frío de fuera.

—Jodido comemierda —murmuro en cuanto lo engulle la cencellada.

Al doblar la esquina identifico al fin el letrero del negocio y, sin pensármelo dos veces, me dispongo a entrar apremiado por una ráfaga de viento glacial que se cuela por alguna fisura abierta entre la bufanda y mi piel. El sonido del móvil me obliga a abortar la operación.

Es Rosa, mi agente. La misma Rosa con quien había quedado en mantener una videoconferencia a las cuatro de la tarde. La misma videoconferencia que ya he aplazado dos veces por motivos de escaso, escasísimo, calado.

Forzado a atenderla, bufo antes de poner el dedo en el icono verde y deslizarlo hacia la derecha.

—Rosa, lo siento, pero me ha surgido un lío del que no he podido escapar.

—¿Un lío? ¿Estás bien?

—Sí, sí, no te preocupes. Es algo personal.

Usar esa palabra siempre me funciona cuando quiero evitar preguntas incómodas.

—Vale. Hablamos el lunes si lo prefieres, solo dime si has visto las propuestas de diseño de portada que nos ha enviado la editorial francesa.

—Sí, ¿no te contesté?

—No.

—Pensé que sí. No me gustan.

Silencio.

—¿Ninguna?

—Ninguna. Escribo novela negra, no novela romántica de corte gótico.

—Marie me dice que allí es lo que funciona y a la gente de tu editorial les encaja la del cementerio.

—¿Con quién has hablado?

—Con Mónica y con Gonzalo.

—¡Tócate los cojones! ¡¿Me vas a decir que la del cementerio no te parece una portada de película de vampiros amables de esas que emiten después de comer en Antena 3?!

—Sí, la del cementerio es horrible, pero la del callejón y el farol..., ¿no te parece inquietante?

—Si la acción se desarrollara en el Londres de finales del siglo pasado, puede; pero lo que de verdad «me inquieta» es que no encuentren una propuesta más actual. Deberían largar a todos los creativos a la calle. A esa calle siniestra del farol, por ejemplo.

—Bueno, entonces ¿qué les digo?

—Que larguen a los creativos a la calle siniestra del farol.

—Por lo que más quieras, Álvaro, que Marie necesita presentarla internamente la próxima semana.

—Es que lo que no termino de entender es por qué no la publican con la misma portada que aquí. Si en España ha funcionado, en Francia también. Si me estuvieras hablando de Zambia, pues lo mismo lo entiendo, pero esa gente vive al otro lado de los Pirineos.

—Está en el contrato que firmamos, Álvaro, no es algo que podamos discutir ahora.

—Ya. Los malditos contratos.

—Sí, esos en los que ponen cifras que se convierten en ingresos bancarios que terminan en tu cuenta.

—¡Y en la tuya!

Silencio.

—Perdona, no quería hablarte así —rectifico—. Es que estoy de muy mala leche y estoy congelado de frío.

—¿Quieres que te llame dentro de un rato?

—No. Dentro de un rato estaré metido de lleno en el lío que te mencionaba antes. Hagamos una cosa: diles que nos quedamos con la de la calle siniestra, pero que quiten el farol ese decimonónico y que busquen una fuente algo más moderna para el título, para mi nombre y listo.

—De acuerdo. Cuando me la pasen te la envío.

—Gracias, Rosa. Buen fin de semana.

—Igualmente.

—Putos gabachos —remato justo después de terminar la llamada.

Sin darme cuenta, me he vuelto a alejar de la librería y algo desesperado levanto la vista buscando desahogar la mirada más allá de los confines de la muralla. Arrobado, compruebo que la niebla se ha tragado los campos de cultivo y la única nota de color la aportan algunas trazas de ese rojo arrebol que suelen anunciar la llegada del ocaso. Por suerte no me cuesta encontrar el camino de regreso a la tienda y, sin hacer más cábalas que las que tienen que ver con escapar del frío, empujo la puerta. «Acogedor» es un término que se queda muy corto para expresar lo que siento cuando esta se cierra a mi espalda. Y no es solo por el notable aumento de la temperatura, no. Se debe a la confortable sensación que reina en esa atmósfera inmarcesible que solo se respira en las librerías de viejo y que hacía años que no experimentaba. Está mucho más cerca de lo embrionario que de lo racional. Son las moléculas aromáticas que se desprenden de la degradación natural del papel las que se encargan de comprarme el billete de ida hasta los días en los que acompañaba a mi abuelo Fermín en su incansable búsqueda de una primera edición de Zumalacárregui, la primera novela de la tercera serie de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós. Ese en concreto era el único tomo que le faltaba de una colección heredada y que, recuerdo a la perfección, se había publicado en el año 1927. Dado que mi padre no mostró interés alguno en continuar con la tradición tras el fallecimiento del abuelo, me encargué yo de hacerlo, eso sí, más a través de internet que de forma presencial, aunque con idéntica fortuna que él: nula. Años más tarde, cuando me arrolló el éxito editorial, no volví a pisar una librería —ni las modernas ni las antiguas—, a excepción de las que incluía la responsable de prensa de mi sello editorial en la gira de promoción. Tengo que reconocer que lo que menos me gusta del éxito es la falta de privacidad, un mal que trato con altas dosis de aislamiento. No puedo evitar cerrar los ojos y olfatear el aire que me rodea para reencontrarme con el predominante olor a madera húmeda. También soy capaz de distinguir otras fragancias, algunas avainilladas, otras florales, e incluso matices que relaciono con almendras crudas machacadas.

—Es por la lignina —oigo decir.

Billete de vuelta.

Un hombre achaparrado con barba de político decimonónico me sonríe tras unas gafas idénticas —o eso me parece a mí— a las que lucía Michael Caine en Pulp, el clásico policiaco de los años setenta. A pesar de que viste una bata blanca se atisba su silueta tipo damajuana, de vientre tan voluminoso como redondeado. Calzado cómodo, de ese horripilante que solo se ponen las personas que trabajan muchas horas de pie y a las que no les importa hacer el ridículo en público. A bote pronto le calculo sesenta años a pesar de que no presenta muchas arrugas en esa tez fina que parece estar a punto de romperse en los pómulos y en la frente. Sus ojos, de un azul casi artificial, me observan con curiosidad pubescente.

—¿Perdón?

—El olor, digo. Se debe a la lignina, una molécula que está presente en la celulosa y que se descompone con el paso del tiempo, como casi todo.

—Sí, sí, ya sabía —digo por decir. Hay algo entrañable en él, pero a través de eso que llamamos sexto sentido percibo una sensación extraña que me aconseja mantener cierta aséptica distancia.

—¿Y bien? ¿Le puedo ayudar en algo?

—Solo estaba echando un vistazo.

—¿Algún interés en particular?

—En realidad estoy esperando a un amigo.

El hombre da un paso atrás sorprendido, ademán que me hace temer por un instante que me haya reconocido.

—¿En serio? ¿Me quiere hacer creer que un viernes cualquiera de noviembre van a entrar dos clientes en mi librería?

El librero premia su ocurrencia con una sonora carcajada y luego se sacude la bata como si se hubiera manchado con su propia risa.

—¿Es de aquí? Su amigo, me refiero.

—No.

—Vaya. Dos foráneos la misma semana, increíble —teatraliza abriendo mucho los ojos.

—¿No le funciona el negocio?

—Yo no he dicho eso. Digo que no es normal ver caras nuevas en temporada baja. Mucho menos con este clima que nos castiga hoy. Bueno, ahora que lo pienso, ni caras nuevas ni conocidas...

—¿Entonces?

—Internet, amigo mío. Así sobrevivimos por aquí. Estamos especializados en etnografía e historia de la zona, arquitectura, paleontología, música tradicional, arte, cultura popular, lingüística... Y, cómo no, alguna que otra edición antigua que si no tengo me ocupo de conseguir. Cuento con clientes repartidos por todo el país, y también en el extranjero. Mire, esta misma mañana he preparado un paquete que se va para Módena, Italia.

—Ajá —digo sin demasiada efusividad.

—Es de un profesor de Historia Medieval que está enamorado de nuestra muralla. Ya sabe: apreciamos más las cosas cuanta más distancia nos separa de ellas.

—Sí, puede ser. A mí, particularmente no me despierta demasiado interés, la verdad, aunque entiendo que tiene que haber público de todo tipo.

—¿Y qué es lo que le despierta a usted el interés? No, espere, permítame que lo adivine. A ver, a ver... Sí, la historia negra que encierra esta muralla.

Sorprendido, elevo las cejas y las mantengo suspendidas durante unos instantes.

—He acertado, ¿eh?

—Bueno, digamos que sí me atrae entender el comportamiento del ser humano. Usted lo ha dicho antes: lo artístico, lo cultural, la naturaleza..., precioso todo. Pero ¿qué hay de la otra parte?

El hombre compone un gesto adusto y luego asiente.

—Que no esté tan a la vista no significa que no haya quedado constancia —argumenta—. Urueña tiene su leyenda negra, por supuesto. Como la del cautiverio al que fue sometido el conde Pedro Vélez tras ser sorprendido trajinándose a la prima carnal del rey de Castilla, Sancho III. Al parecer, el monarca tenía viejas rencillas pendientes con su vasallo y se valió de la bella dama para que esta lo sedujera y así pillarlo in fraganti con las calzas por las rodillas y el jubón desabrochado.

El comentario me hace sonreír.

—Bien jugado por parte del monarca —comento.

—La sentencia rezaba así, a ver si la recuerdo...

El hombre eleva la mirada como si las palabras que busca estuvieran escritas en el techo, mientras juega con un anillo de oro de esos espantosos tipo sello y que lleva en el dedo anular de la mano derecha.

—«No le den cosa ninguna donde pueda estar echado, y de cuatro en cuatro meses le sea un miembro quitado hasta que con el dolor su vivir fuese acabado». Supongo que no acabaría el año —bromea.

—No, supongo que no, aunque se sorprendería de lo que tardan algunas personas en morir.

Ahora es el librero quien no sabe qué decir.

—No se asuste, hombre, lo sé por mi trabajo.

—¿Es usted médico, enterrador o asesino a sueldo?

—No, pero mis padres querían que lo fuera. Médico —aclaro—. Un prestigioso médico que siguiera la tradición familiar. La saga de los Rodríguez Vaz...

Me callo en cuanto me percato de que no me conviene pronunciar mi segundo apellido paterno. No en este lugar, a pesar de que no he visto ni creo que vea ninguna novela mía.

—Es usted un hombre lleno de misterios, pero no seré yo quien le trate de tirar de la lengua. El pasado de las personas es como el culo: todo el mundo tiene uno y solo a veces está limpio.

—Me guardo la cita.

—Toda suya. Acompáñeme, por favor —me invita con aire seductor—. Ahora que empiezo a conocerle creo que tengo un par de volúmenes que podrían interesarle. Uno de ellos trae ilustraciones de muy buena calidad. Si le apetece, puede echarles un vistazo en lo que llega su amigo.

—Le sigo —digo al tiempo que consulto mi reloj. Han pasado once minutos de las cinco de la tarde, once motivos por los que Mateo me tendrá que dar explicaciones.

—¿Es un Breitling?

—Tiene buen ojo.

—Hace tiempo me dio por los relojes, pero es un vicio caro que no me puedo permitir.

—No lo sé, fue un regalo —le digo omitiendo que lo recibí de mi editorial cuando superé el medio millón de ejemplares vendidos con mi primera novela.

—Vaya, menuda suerte.

—Sí —convengo al tiempo que recorro visualmente la tienda.

El local tiene forma de ele invertida y no existe ni un solo centímetro cuadrado de pared que no esté ocupado por una estantería repleta de libros desde el suelo hasta el techo. De repente me asalta un pensamiento.

—Oiga: ¿podría usted conseguirme un ejemplar que ando buscando desde hace años?

—Si existe yo lo encuentro, otra cosa es que lo pueda adquirir.

—¿Por?

—Porque hay veces que el interés se desvanece con el precio que se ha de pagar por satisfacerlo.

—Ah, bueno, el dinero no será un problema.

—Hombre, no me diga eso porque entonces le multiplico mi margen por dos.

—O por tres si quiere, si me lo encuentra.

El librero se gira y me mira fijamente con voraz interés. De repente me recuerda a Anthony Hopkins en el papel de Hannibal Lecter.

—Le escucho.

Zumalacárregui, de Galdós, edición de 1927 de los Episodios Nacionales.

—No sé, doy por hecho que será una de esas ediciones complicadas de narices de conseguir por alguna razón, y que no será usted el único interesado en hacerse con ella. Lo intento, pero no le garantizo nada.

—Con eso me vale.

—Bien, las que le mencionaba antes deben de andar por aquí —elucubra mientras recorre los lomos de decenas de ejemplares con la mirada.

—¿Puedo preguntarle cómo sabe dónde encontrar lo que busca? —Me interesa tras darme por vencido en mi intento de adivinar algún criterio de colocación coherente.

—Esa es la pregunta del millón. Digamos que lo sé porque los he colocado yo. A alguien que no viva en mi cabeza podría darle la impresión de que no siguen ninguna lógica, pero... ¡Mire, ahí están los dos juntitos! Codo con codo. Son ese del lomo azul con letras amarillas y el de su derecha —me indica, entusiasta.

El castigo físico en la Baja Edad Media y La criminalidad y los métodos de represión social en la Castilla feudal —leo. El segundo tiene un grosor de corte enciclopédico.

—Esos mismos. Si alarga el brazo, no necesitaré recurrir a la escalera y mis rodillas se lo agradecerán eternamente.

Eso implica sacar las manos de los bolsillos, lo cual no tenía previsto, por lo menos la derecha. Sin darme cuenta chasqueo la lengua.

—Bueno, no se preocupe, ya me encargo yo —interpreta él con acierto.

—No es que me moleste, es por esto.

La garra.

—Vaya, lo siento, yo...

—No querría que ese tocho me golpeara en la cabeza al tratar de cogerlo con una mano.

—¡No! Nadie me creería y terminaría dando con mis huesos en la cárcel —bromea el librero al tiempo que va en busca de una escalera con tres peldaños. Se toma su tiempo para colocarla y, con sumo cuidado, alcanza la cima. En el momento en el que me entrega el segundo suena el timbre del teléfono.

—¿Ya son las cinco y cuarto?

—En punto. —Compruebo.

—Es François, un librero de Aviñón, que además es cliente y diría que hasta amigo, y que me aburre todos los viernes a esta hora para contarme sus penas. Discúlpeme, pero el deber me llama, nunca mejor dicho. Puede sentarse en ese sofá —me indica—, que es la mar de cómodo. Yo estaré en la trastienda. Si necesita algo, solo tiene que darme una voz.

—Nada, usted a lo suyo.

—Por aquí todos me llaman Teo —se presenta ofreciéndome su mano izquierda. Es innegable que el tipo cuenta con dotes telegénicas.

—Álvaro.

Al estrechársela noto esa fría capa de sudor que tanto rechazo me produce y aunque hago todo lo posible por no exteriorizarlo, el librero modifica la expresión en cuanto se percata de lo efímero que ha sido el contacto.

—Puto asco, joder —musito entre dientes tan pronto como lo veo desaparecer tras una cortina de raso.

Me dispongo a leer la información sobre el autor de uno de los ensayos cuando un sonido capta mi atención hacia el escaparate. Alguien que está al otro lado me hace aspavientos con los brazos. Amusgo los ojos y lo identifico no sin esfuerzo por lo cambiado que está.

Se trata de Mateo.

O lo que queda de él.

Cinco años son muchos, pero no son tantos para el deterioro físico que aprecio. Además, creo recordar que la última vez que hablamos me contó que no le iba nada mal. Es más, me sorprendió comprobar lo bien que había encauzado su vida en el plano profesional, y eso que en la universidad no demostró ser un destacado estudiante, precisamente. Más por falta de entusiasmo que por incapacidad, he de decir. Es cierto que bastante mérito tenía haber llegado ahí viéndose obligado a superar lo que le tocó vivir en el internado. De hecho, invirtió solo dos años más de la cuenta en licenciarse en Derecho y lo cierto es que nunca mostró interés alguno en ejercer como abogado. Por eso, cuando me contó lo que ganaba diseñando crucigramas, autodefinidos, sopas de letras y esas chorradas para diversas publicaciones, me pareció un chiste. Una broma de mal gusto. Y yo, tragando mierda en la asesoría de ocho de la mañana a seis de la tarde. Ahora, a juzgar por lo que veo, el éxito y el fracaso han decidido cambiar de bando, y cuando esos dos impostores deciden marcar las vidas de las personas, resulta complicado huir de su feliz o desdichado embrujo.

Su actual apariencia, famélica como si estuviera consumiéndose por algún tipo de enfermedad terminal, es fiel reflejo de la desdicha.

El año que viene ambos vamos a entrar en la cuarentena, pero es evidente que no con el mismo pie. Casi no le queda rastro alguno de su embetunado color de pelo y una barba escarchada a jirones se suma al deslucido atuendo que viste, cuyo valor no dista mucho del que llevaba el comemierda con el que me acabo de dar de bruces en la calle.

Le hago un gesto para que entre, pero él niega de forma vehemente con la cabeza y me indica que vaya yo a su encuentro. Me parece raro, pero salgo al exterior sin darle mayor importancia a su reacción, y conforme voy recortando la distancia con Mateo van apareciendo más y más arrugas en un rostro nada vivaz. Su tez macilenta le otorga un aspecto que casi me genera rechazo; sin embargo, transcurridos unos segundos de mutua y aséptica observación, nos abrazamos regalándonos golpes y meneos como lo harían dos primates antes de despiojarse.

Mateo, que porta una mochila de excursionista a la espalda, tirita, aunque no parece qu

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