Un caso de tres perros (Su Majestad, la reina investigadora 2)

S. J. Bennett

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Sir Simon Holcroft no era un gran nadador. En sus tiempos de cadete como piloto de la Marina Real, unos mil años atrás, el secretario personal de la reina había tenido que soportar que lo sumergieran en el agua durante una serie de ejercicios de entrenamiento. De ser necesario, sería capaz de escapar de un helicóptero que acabara de hundirse en el océano Atlántico, pero hacer trabajosos largos en una piscina cubierta no tenía el menor atractivo para él. Aun así, a medida que se acercaba a la vetusta edad de cincuenta y cuatro años, la cinturilla de sus pantalones se había ido volviendo cuatro o cinco centímetros más ancha de lo que debería, y el médico de cabecera de palacio no dejaba de refunfuñar sobre sus niveles de colesterol. De modo que, si no quería que lo único que cediera fuera el botón de sus pantalones, tenía que transigir en algo.

Sir Simon se sentía cansado. Se sentía fofo. El día anterior, en el largo e incómodo trayecto en coche desde Escocia, había llegado a la conclusión de que era un hombre que había comido demasiado bizcocho de almendras y pasas, y que debería haberse ofrecido más a menudo a acompañar a la reina en algunos de sus paseos por el campo. Lo primero que pensó al volver a su residencia en el palacio de Kensington fue que le hacía falta ponerse las pilas para dejar atrás aquel bajón.

Las últimas semanas en Balmoral habían sido sangrientas. Daba la impresión de que los mosquitos hubieran organizado por su cuenta unos Juegos de las Highlands escocesas. Se había reunido casi todas las mañanas con el príncipe Felipe, debatiendo durante horas los detalles del Programa de Renovación, y había estado muchas noches en pie y al teléfono, consultando con colegas de palacio las más recientes sugerencias y preguntas del duque, y añadiendo varias de su propia cosecha. Si no tenían los deberes hechos cuando presentaran el programa ante el Parlamento, se armaría una buena y los fuegos artificiales serían de órdago.

Necesitaba recuperar el vigor perdido, y también un poco de frescura. Así que, sin mucho entusiasmo, decidió que la piscina del palacio de Buckingham era la mejor solución. El personal solía evitarla cuando los miembros de la realeza se alojaban allí. El problema era que, cuando la familia real estaba en otra de sus residencias, también él solía estarlo, y lo mismo ocurría en la situación contraria. Esa noche, sin embargo, al verse reflejado en un desafortunado espejo de cuerpo entero en su dormitorio de Kensington, tomó la decisión de arriesgarse y hacer una incursión en la piscina a primera hora de la mañana. Con su cuerpo acribillado por los mosquitos distendiendo las costuras de su bañador Vilebrequin, rezó para no encontrarse con algún joven caballerizo en perfecta forma física o, peor incluso, con el duque en persona recién salido de un real chapuzón.

Sir Simon salió de sus dependencias con tiempo suficiente para llegar al palacio a las 6.30 h de la mañana, y luego cruzó Hyde Park y Green Park. Aquélla era una de las pocas rutas de cuarenta minutos andando que atravesaban el centro de Londres por zonas verdes, pero había cometido la estupidez de ponerse el bañador debajo de los pantalones, y se había sentido incómodo durante todo el trayecto. Dejó el maletín sobre el escritorio de su despacho, colgó la americana en el perchero de madera y se quitó los zapatos de cuero troquelado. Enrolló con pulcritud la corbata de seda, que ese día lucía unos diminutos koalas rosados, y la dejó a buen recaudo dentro del zapato izquierdo. Luego, echándose al hombro la mochila con la toalla de baño, recorrió en calcetines la corta distancia hasta el pabellón noroeste. Para entonces eran las 6.45 h.

Aquel pabellón había sido diseñado originariamente por John Nash como invernadero. Sir Simon siempre había pensado que deberían haberlo mantenido así. Su madre había sido una gran aficionada a las plantas y, para él, los invernaderos eran un himno al mundo natural, mientras que las piscinas climatizadas le parecían un poco horteras. Aun así, en la década de 1930, el rey había decidido transformarlo, de modo que ahí estaba, con sus columnas griegas en el exterior y sus azulejos art déco en el interior, tan deteriorado y necesitado de una reforma como muchos otros recovecos del palacio que el público no llegaba a ver.

El acceso a la zona de la piscina se llevaba a cabo desde el interior del edificio principal, a través de una puerta empapelada con instrucciones sobre qué hacer en caso de incendio y recordatorios de que nadie debía nadar solo, algo que sir Simon ignoró. El pasillo al que daba esa puerta ya estaba desagradablemente húmedo, y se alegró de haber dejado atrás la corbata. En el vestuario de hombres, se despojó de la camisa, los calcetines y los pantalones, y se colgó la toalla del brazo. Se fijó en un vaso de cristal tallado abandonado sobre un banco. Le pareció raro, porque la familia había llegado de las Highlands la noche anterior. Con toda probabilidad, los más jóvenes habían celebrado una pequeña fiesta de bienvenida. En la zona de la piscina estaba prohibido cualquier tipo de cristal, pero uno no les decía a los príncipes y princesas lo que podían hacer o dejar de hacer en casa de su abuela. Sir Simon tomó nota mentalmente. Cuando saliera de allí, se lo comunicaría a las gobernantas para que pudieran ocuparse del asunto.

Se dio una ducha rápida y entró en la zona de la piscina, con sus ventanales con vistas a los frondosos plátanos del jardín, preparándose ya para la impresión que supondría el contacto del agua fresca en sus carnes demasiado flácidas.

Pero la impresión que se llevó fue bastante distinta.

Al principio, su cerebro se negó a registrar lo que estaba viendo. ¿Era una manta? ¿Un efecto óptico? Cuánto rojo había... Mucho rojo oscuro contra el suelo alicatado de baldosas verdes. En el centro de la mancha se veía una pierna desnuda, de mujer. La imagen se le quedó grabada en la retina. Sir Simon parpadeó.

Cuando dio un par de pasos hacia ella, se le aceleró la respiración. Un par de pasos más y se encontró plantado ante un charco de sangre y contemplando aquel espanto en toda su magnitud.

Una mujer con un vestido claro yacía acurrucada y de costado en un charco de oscuridad. Tenía los labios azules y los ojos abiertos de par en par, mirando al vacío. Tenía el brazo derecho tendido hacia los pies, con la palma de la mano hacia arriba. Todos los miembros estaban manchados de sangre coagulada. El brazo izquierdo se alargaba hacia el pálido borde del agua, donde el oscuro charco se detenía. Sir Simon notó el ritmo sincopado de su propia sangre latiéndole en los oídos.

Con cautela, se arrodilló y apoyó unos dedos reacios contra el cuello de la mujer. No tenía pulso... ¿Cómo iba a tenerlo, con una mirada como aquélla? Tuvo ganas de cerrarle los párpados, pero pensó que probablemente no debería hacerlo. El cabello de la mujer se extendía en abanico sobre su cabeza, como un halo empapado de rojo. Parecía sorprendida —¿o sólo se lo imaginaba?—, y se veía tan frágil y liviana que, de haber estado viva, podría haberla cogido con fac

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