El anillo perdido. Cinco investigaciones de Rocco Schiavone (Subjefe Rocco Schiavone)

Antonio Manzini

Fragmento

Abrió la pequeña puerta del armarito de aluminio donde guardaban las llaves de los panteones familiares. Los trabajadores anteriores a él, con el paso de los años, habían ido dividiendo el cementerio en zonas: la zona A, a la que le correspondía el manojo de llaves número 1; la zona B, el número 2; y así hasta la zona F, la más antigua del cementerio, donde era de esperar que estuviera la llave número 6 y donde, sin embargo, la que había era la llave número 7. Por qué no estaba la número 6 era un misterio para Cibruscola, el guardián que trabajaba allí desde 1994. Después de reflexionar sobre aquello durante las largas jornadas grises y aburridas en compañía de tumbas y nubes bajas, había llegado a la conclusión de que no se trataba de un simple olvido, sino de una especie de superstición con el número 6 que, repetido tres veces, quizá habría otorgado a las llaves un poder mágico y siniestro, el de abrir no las puertas de los panteones, sino de la esencia maléfica del mundo.

El juego número 7 no estaba en el armarito. «Uf...», murmuró entre dientes, y empezó a buscarlo en los cajones del escritorio y los estantes de la pequeña estantería del despacho. Por otro lado, nadie pedía nunca las llaves de la zona F, un rincón remoto del camposanto donde parientes y allegados rara vez iban a visitar a sus seres queridos. La mayoría de las familias que reposaban allí se habían extinguido, y muchos de los difuntos ya no tenían a nadie que fuera a quitarles el polvo a las lápidas, a cambiarles el agua a los jarrones ni a rezar un par de oraciones el día de los difuntos. Al cabo de diez minutos, Alfonso encontró el manojo olvidado en el fondo de un cajón, escondido detrás de los recibos de un vivero.

—¡Por fin! —exclamó cogiendo el aro de hierro con las llaves, largas y bruñidas por el tiempo.

Fuera lo estaban esperando los dos albañiles del ayuntamiento, que masticaban chicle con un ruido y un movimiento perfectamente sincronizados.

—¡Vamos allá! —les dijo, y se puso en marcha.

Los dos obreros agacharon la cabeza, cogieron sus herramientas y siguieron a Alfonso por el sendero bordeado de cipreses. El viento de finales de septiembre había amainado y el frío parecía querer dar tregua a la ciudad.

—¿Nos explicas lo que tenemos que hacer? —preguntó Maurice, el mayor de los dos, de nariz enorme y roja como un pimiento morrón.

—Tenemos que trasladar el cuerpo de Veronica Guerlen Bresson desde el panteón familiar del marido, en la zona F, al de los Brionati, en la B.

—Pero ¿y los documentos y todo eso? Que luego no quiero acabar chupándome una denuncia —dijo el más joven.

Alfonso frenó en seco en mitad del sendero.

—Pero ¿tú eres tonto, Damiano? Pues claro que está todo. Las firmas, las actas y toda la pesca. ¡Ah! ¡Y el primero en chuparse una denuncia sería yo! De todas formas, el director sanitario regional ha llamado y no viene, el alcalde no exige la presencia de más testigos, aparte de nosotros tres. Así que manos a la obra.

Reanudaron la marcha. Los únicos ruidos que se oían eran los pasos en la grava, los utensilios traqueteando dentro de las cajas de herramientas, las mandíbulas mascando chicle. Allí ya no se oía la ciudad.

—Que además me gustaría a mí saber... —continuó Damiano, para quien saltaba a la vista que era la primera vez que le sucedía algo parecido— por qué tenemos que cambiar el cuerpo de un panteón a otro.

—Bah... Yo lo único que sé es que tenemos que trasladar a doña Veronica Guerlen Bresson.

Llegaron a la zona F del cementerio. Musgos y líquenes habían ganado la batalla a las inscripciones de las lápidas de piedra, hasta tal punto que al mirar la primera tumba lo único que apenas se lograba leer era: «AQUÍ YAC... GIOV... DUP... 182...-...74».

Dejaron atrás el primer conjunto de sepulturas, doblaron la esquina y llegaron a un sendero sin salida que acababa en dos panteones. Alfonso se acercó al de la derecha, construido a imitación del Templo de la Concordia. En el suelo, delante de la entrada, había una rosa blanca. Alfonso meneó la cabeza, se agachó y recogió la flor para lanzarla luego detrás de un arbusto de boj.

—Lo que yo querría saber es quién pone estas rosas aquí delante. ¡Todos los meses hay una! —E introdujo la llave en la cerradura. La forzó un poco, dio tres vueltas rascando el óxido y el polvo de los mecanismos poco engrasados, y por fin la cancela de hierro negro se abrió chirriando.

Dentro del panteón había seis sepulturas. A la derecha las tres más recientes, una por cada difunto, y a la izquierda otras tres que contenían cuatro huéspedes de la familia cada una. Eran los antepasados más remotos, cuyos huesos ya habían sido exhumados y encerrados en cajitas más pequeñas. En el centro, debajo de un ventanuco redondo, tres jarrones de mármol vacíos apoyados sobre un pequeño altar. Deberían haber contenido flores, pero hacía años que nadie visitaba aquel lugar. Se estaba cayendo a pedazos y Francesco Guerlen Bresson, el único superviviente de la vieja estirpe, pasaba olímpicamente de sus difuntos. A la derecha, sobre el mármol de la sepultura central, se leía una inscripción dorada: «Aquí yace Veronica Guerlen Bresson. Amada esposa, amada madre. 1920-1983.» Sobre la tumba de la amada esposa y la amada madre se encontraba la del amado padre, Carlo Guerlen Bresson, 1918-1993. En las demás reposaban los Guerlen Bresson de siglos pasados. Desde un tal Didier, muerto en el año 1840, hasta una tal Marianna, que se había apagado en el lejanísimo 1798. Tres siglos de muertos. Damiano y Maurice dejaron en el suelo los cubos y la caja de herramientas. Alfonso golpeó con los nudillos la lápida de Veronica.

—¿Cuánto tardáis en abrirla?

Maurice se acercó para examinarla.

—Diez minutos. —Y cogió el martillo y el cincel para propinar los primeros golpes.

—Muy bien, pues entonces yo voy a mirar el otro panteón, al que hay que trasladar el cuerpo. Eso sí, por favor, en cuanto la abráis, ¡no toquéis nada! Tengo que estar yo presente.

—¿Y no debería haber también un familiar? —preguntó Damiano.

Alfonso sonrió.

—Y dale. Ya te he dicho que el hijo ha firmado todos los documentos.

—¿No le importa que le cambiemos a la madre de sitio?

—Parece que no.

El guardián dejó a los dos albañiles trabajando. El primer golpe de Maurice retumbó entre las sepulturas importunando su eterno reposo.

• • •

Los obreros rodearon con una cuerda la losa de mármol, que ya sobresalía del nicho, y poco a poco la sacaron para dejarla en el suelo, entre las esquirlas de cemento y emplaste. Ahora había que extraer el ataúd de Veronica. Damiano y Maurice, secándose el sudor, miraron el féretro recién descubierto. Había algo que no cuadraba. Encima del ataúd de Veronica Guerlen Bresson se hallaba tumbado el cuerpo de un hombre. Vestido con chaqueta y corbata, zapatos de cordones y un anillo en el dedo anular. Los dos obreros se miraron.

—Esto... ¿esto es normal

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