Una fortuna peligrosa

Ken Follett

Fragmento

1

El día de la tragedia, a los alumnos del Colegio Windfield se les había confinado en sus habitaciones.

Era un caluroso sábado de mayo y normalmente hubieran pasado la tarde en el patio de recreo del lado sur, unos jugando al cricket y otros presenciando el partido desde el sombreado margen del bosque del Obispo. Pero se acababa de cometer un crimen. Habían robado seis soberanos de oro del escritorio del señor Offerton, el profesor de latín, y el colegio en pleno estaba bajo sospecha. Todos los estudiantes permanecerían retenidos hasta que se descubriera al ladrón.

Micky Miranda estaba sentado ante una mesa en la que generaciones de alumnos aburridos habían dejado marcadas sus iniciales. El muchacho sostenía en la mano una publicación gubernamental titulada Equipo de Infantería. Los grabados de espadas, mosquetones y fusiles que la ilustraban solían fascinarle, pero el calor le abrumaba demasiado para permitirle un mínimo de concentración. Al otro lado de la mesa, su compañero de habitación, Edward Pilaster, levantó la vista del cuaderno de ejercicios de latín. Estaba copiando la página de Plutarco que Micky había ya traducido y su dedo manchado de tinta señaló una palabra, al tiempo que declaraba:

–No la entiendo. Micky miró el vocablo.

–Decapitado –dijo–. Es la misma palabra en latín: decapitare.

A Micky, el latín le resultaba fácil, tal vez porque muchos de sus términos era similares en español, lengua materna del chico.

La pluma de Edward garabateó sobre el papel. Micky se puso en pie, nervioso, y se acercó a la ventana abierta. No soplaba el más leve atisbo de aire. Lanzó una mirada melancólica a través de la explanada del establo, hacia la floresta.

En la cantera abandonada del extremo norte del bosque del Obispo, a la sombra de los árboles, había una alberca que invitaba a darse un chapuzón. El agua era fresca y profunda...

–Vamos a nadar –incitó de pronto.

–No podemos –repuso Edward.

–Si pasamos por la sinagoga, sí.

–La «sinagoga» era el cuarto contiguo, que compartían tres alumnos judíos. En el Colegio Windfield se enseñaba teología sin profundizar demasiado y reinaba la tolerancia en cuanto a la diversidad religiosa, lo cual seducía tanto a los progenitores de los chicos judíos como a la familia metodista de Edward y al católico padre de Micky. Sin embargo, pese a la postura oficial del centro pedagógico, los alumnos hebreos no dejaban de sufrir cierta persecución. Micky continuó–: Podemos salir por la ventana, dejarnos caer sobre el tejado del lavadero, bajar por la parte trasera de la cuadra, escabullirnos y perdernos de vista dentro del bosque.

A Edward pareció asustarle la idea.

–Si nos pescan, del tiralíneas no nos salva nadie. El tiralíneas era la vara de fresno que blandía el doctor Poleson, director del colegio. El castigo por quebrantar el arresto eran doce dolorosos zurriagazos. Micky ya había probado la vara del doctor Poleson, por jugar, y aún se estremecía al recordarlo. Pero las probabilidades de que les cogiesen eran remotas y la idea de desvestirse y deslizarse desnudo en el estanque le resultaba tan al alcance de la mano que casi sentía la frescura del agua en su piel sudorosa.

Observó a su compañero de cuarto. No contaba con muchas simpatías en el colegio: demasiado holgazán para ser buen estudiante, demasiado torpón para destacar en los deportes y demasiado egoísta para granjearse amigos. Micky era el único amigo que tenía, y a Edward le molestaba enormemente que Micky dedicara su tiempo a pasarlo con otros compañeros.

–Iré a ver si Pilkington quiere acompañarme –dijo Micky, y echó a andar hacia la puerta.

–No, no lo hagas –pidió Edward desazonado.

–No sé por qué no –replicó Micky–. Tú tienes demasiado miedo.

–No tengo miedo –contradijo Edward en tono nada convincente–. Es que he de acabar el latín.

–Entonces acábalo mientras yo me voy con Pilkington a nadar.

Durante unos segundos, Edward no pareció dispuesto a dar su brazo a torcer, pero luego cedió.

–Está bien, iré –dijo a regañadientes. Micky abrió la puerta. Del resto del edificio llegaba una especie de rumor sordo, pero en el pasillo no se veía ningún profesor. Micky se coló como un rayo en la habitación de al lado. Edward le siguió.

–Hola, hebreos –saludó Micky. De los tres chicos, dos jugaban a las cartas en la mesa. Alzaron la vista para echarles una mirada y luego continuaron la partida, sin pronunciar palabra. El tercero, Greenbourne el Gordo, estaba comiéndose un pastel. Su madre le enviaba provisiones continuamente.

–Hola, pareja –acogió amistosamente–. ¿Queréis un pastelito?

–Por Dios, Greenbourne, comes como un cerdo –dijo Micky.

El Gordo se encogió de hombros y le dio otro bocado al pastel.

Siempre se estaban metiendo con él, por gordinflón y por judío, pero al chico no parecían afectarle las burlas, ni por una cosa ni por la otra. Se decía que su padre era el hombre más rico del mundo, y Micky pensaba que tal vez eso le había hecho impermeable a lo que pudieran llamarle o decirle.

Micky se acercó a la ventana, la abrió y oteó los alrededores. El patio del establo aparecía desierto.

–¿Qué os lleváis entre manos, compañeros? –preguntó el Gordo.

–Vamos a darnos una zambullida –contestó Micky.

–Os arrearán una somanta.

–A quién se lo dices –articuló Edward con voz quejumbrosa.

Micky se sentó en el alféizar de la ventana, rodó sobre sí para quedar apoyado sobre el estómago, se retorció hacia atrás y, por último, se dejó caer y cubrió los escasos centímetros que le separaban del tejado del lavadero. Creyó oír el chasquido de una de las tejas de pizarra, pero el tejado aguantó su peso. Levantó la cabeza y vio que Edward miraba hacia afuera con expresión temerosa e inquieta.

–¡Venga! –espoleó Micky. Se desplazó tejado abajo y aprovechó una oportuna cañería para resbalar por ella hasta el suelo. Un minuto después, Edward aterrizaba a su lado.

Micky asomó la cabeza por la esquina del lavadero. Nadie a la vista. Sin más titubeos, salió disparado a través de la explanada del establo y se metió en el bosque. Corrió entre los árboles hasta que, según sus cálculos, consideró encontrarse fuera de la vista de los edificios del colegio. Entonces se detuvo para descansar. Edward llegó junto a él.

–¡Lo conseguimos! –exclamó Micky–. Nadie nos ha echado el ojo.

–Probablemente nos sorprenderán a la vuelta –vaticinó Edward sombrío.

Micky le dirigió una sonrisa. Edward tenía un aspecto muy inglés, con su cabellera rubia, sus ojos azules y su enorme nariz, como un cuchillo de hoja ancha. Un muchacho corpulento, de amplios hombros, fuerte, pero falto de coordinación. Carecía de sentido de la elegancia y vestía desmañadamente. Micky y él tenían la misma edad: ambos contaban dieciséis años, pero eran completamente distintos en muchas otras cosas: Micky tenía el pelo negro y rizado, sus ojos eran oscuros, cuidaba meticulosamente su apariencia y aborrecía la mera idea de ir sucio o desaliñado.

–Confía en mí, Pilaster –dijo Micky–. ¿No me cuido siempre de ti?

Edward esbozó una sonrisa, ahora más tranquilo.

–Está bien, vamos. Avanzaron a través de la foresta por un sendero apenas visible. Bajo la fronda de hayas y olmos, el aire resultaba un poco más fresco y Micky empezó a sentirse mejor.

–¿Qué vas a hacer este verano? –le preguntó a Edward.

–Normalmente, en agosto nos trasladamos a Escocia.

–¿Tu familia tiene allí pabellón de caza?

–Micky estaba bastante puesto en la jerga de las clases altas inglesas y sabía que «pabellón de caza» era el término adecuado, aunque la vivienda en cuestión fuese un castillo con cincuenta habitaciones.

–Alquilan una casa –respondió Edward–. Pero no salimos de caza. Mi padre no es deportista, ya sabes.

Micky captó cierto matiz defensivo en la voz de Edward y ponderó su significado. Sabía que a la aristocracia inglesa le gustaba disparar sobre las aves en agosto y cazar zorros durante todo el invierno.

También sabía que los aristócratas no enviaban a sus hijos a aquel colegio. Los padres de los alumnos del Windfield, más que condes y obispos, eran ingenieros y hombres de negocios, gente que no dispone de tiempo para perderlo practicando el tiro o la persecución de animales. Los Pilaster eran banqueros, y al decir Edward: «Mi padre no es deportista», reconocía implícitamente que su familia no se encontraba en las esferas superiores de la sociedad.

A Micky le divertía que los ingleses respetasen más el ocio que a las personas que trabajaban. En su país, el respeto no se les concedía a los nobles inútiles ni a los comerciantes laboriosos. El pueblo de Micky sólo respetaba el poder. Si un hombre tenía poder para controlar a los demás: para alimentarlos o matarlos de hambre, encarcelarlos o dejarlos en libertad, eliminarlos o permitirles vivir... ¿qué otra cosa necesitaba?

–¿Y tú? –preguntó Edward–. ¿Cómo pasarás el verano? Era la pregunta que Micky deseaba que le hiciese.

–Aquí –dijo–. En el colegio.

–No volverás a quedarte otra vez en el colegio todas las vacaciones, ¿verdad?

–Qué remedio. No puedo ir a casa. Sólo el viaje de ida me lleva mes y medio... Tendría que emprender el regreso antes de haber llegado.

–¡Por Júpiter! Eso es duro.

Desde luego, a Micky no le apetecía volver a casa. Odiaba su hogar, lo aborrecía desde que su madre murió. Ahora, allí sólo había hombres: su padre, su hermano mayor, unos cuantos tíos y primos y cuatrocientos vaqueros. El padre era un héroe para aquellos hombres y un extraño para Micky: frío, inaccesible, impaciente. Sin embargo, el verdadero problema lo constituía el hermano de Micky. Paulo era estúpido, pero fuerte. Detestaba a Micky por ser más inteligente que él y se complacía en humillarle. Nunca desaprovechaba la ocasión de demostrar a todo el mundo que Micky era incapaz de enlazar novillos, domar potros o atravesar de un balazo la cabeza de una serpiente. Su jugarreta favorita consistía en asustar al caballo de su hermano pequeño para que se encabritase. Micky, entonces, cerraba los ojos, con los párpados bien apretados, muerto de miedo, mientras el corcel galopaba desenfrenada y demencialmente a través de las pampas hasta que el agotamiento le vencía. No, Micky no deseaba ir a casa para pasar las vacaciones. Pero tampoco le hacía ninguna gracia quedarse en el colegio. Lo que realmente quería era que le invitasen a pasar el verano con la familia Pilaster.

Pero Edward no sugirió tal posibilidad y Micky dejó correr el asunto. Estaba seguro de que el tema saldría a colación de nuevo.

Franquearon una ruinosa cerca y treparon por un montecillo. Al llegar a la cima vieron la alberca. Las escopleadas paredes de la cantera ofrecían una pendiente abrupta, pero los chicos eran ágiles y no les costó mucho descender a gatas por ella. El agua de la honda charca del fondo era de tono verde oscuro y la poblaban ranas, sapos y alguna que otra serpiente de agua.

Micky observó con sorpresa que había allí otros tres chicos. Entornó los párpados para resistir el reflejo del sol sobre la superficie del estanque y miró los cuerpos desnudos. Los tres muchachos estudiaban cuarto de básica en el Windfield.

La pelambrera de color zanahoria pertenecía a Antonio Silva, que no obstante tal tonalidad era compatriota de Micky. El padre de Tonio no poseía tanta extensión de terreno como el de Micky, pero los Silva vivían en la capital y contaban con amigos influyentes. Al igual que Micky, Tonio no podía ir a casa por vacaciones, pero era lo bastante afortunado como para tener amistades en la embajada de Córdoba en Londres, lo que le evitaba permanecer todo el verano en el colegio.

El segundo chico del grupo era Hugh Pilaster, primo de Edward. No se parecían en nada: Hugh tenía el pelo negro y las facciones finas y menudas, que solía matizar con una sonrisa pícara. Edward no podía ver a Hugh, porque el hecho de que éste fuera un estudiante aplicado hacía que Edward pareciese el burro de la familia.

El otro era Peter Middleton, un muchacho más bien tímido que siempre andaba junto al confiado y seguro Hugh. Los cuerpos de los tres adolescentes eran blancos, unos cuerpos de trece años sin vello, con los brazos y las piernas delgadas.

Micky vio entonces a otro chico más. Nadaba por su cuenta en el extremo de la alberca. Era mayor que los otros tres y no parecía ir con ellos. Micky no pudo distinguir su rostro con suficiente claridad como para identificarlo.

Edward sonreía malévolamente. Vislumbraba la oportunidad de hacer una diablura. Se llevó el índice a los labios, recabando silencio, y empezó a descender por el declive de la cantera. Micky le siguió.

Llegaron a la repisa de la ladera, donde los chiquillos habían dejado la ropa. Tonio y Hugh buceaban, tal vez investigando algo, mientras Peter braceaba solo, de un lado a otro. Peter fue el primero en avistar a los recién llegados.

–¡Oh, no! –exclamó.

–Vaya, vaya –comentó Edward–. Así que violando las normas, ¿eh, chavales?

Hugh Pilaster observó en aquel momento la presencia de su primo.

–¡Conque eres tú! –respondió.

–Vale más que volváis, antes de que os pesquen –aconsejó Edward. Cogió del suelo un par de pantalones–. Pero no os presentéis con la ropa mojada, porque en ese caso todo el mundo sabrá dónde estuvisteis.

Arrojó los pantalones al centro de la poza y se echó a reír.

–¡Desgraciado! –chilló Peter, al tiempo que alargaba la mano para coger los pantalones.

Micky sonrió divertido. Edward tomó una bota y la tiró al agua.

Los bañistas empezaron a dejarse dominar por el pánico. Edward cogió otro par de pantalones y lo lanzó a la alberca. Era divertido contemplar a las tres víctimas, que gritaban y nadaban a la caza de sus ropas, de modo que Micky estalló en carcajadas.

Mientras Edward seguía arrojando al agua prendas y calzado, Hugh Pilaster salió del estanque. Micky esperaba que emprendiese una huida rápida, pero inesperadamente el chico corrió derecho hacia Edward. Antes de que éste pudiera volver la cabeza, Hugh estaba junto a él y le propinaba un fuerte empujón. Aunque Edward era bastante mayor, se vio cogido por sorpresa y perdió el equilibrio. Vaciló en el borde de la cornisa, para acabar cayendo a la alberca con un ruidoso chapoteo.

Todo sucedió en un abrir y cerrar de ojos. Hugh cogió entre sus brazos toda la ropa que pudo y trepó como un mono por la cuesta de la cantera. Las risas burlonas de Peter y Tonio surcaron el aire.

Micky persiguió a Hugh un corto trecho, pero comprendió que no iba a poder alcanzar al muchacho, más pequeño y ágil que él. Dio media vuelta para comprobar si Edward estaba bien. No hacía falta que se preocupara. Edward había salido a la superficie. Acababa de agarrar a Peter Middleton, al que hundía la cabeza bajo el agua una y otra vez, como castigo por sus risotadas burlonas.

Tonio se alejó nadando, bien aferrado el lío que formaba su ropa, y llegó al borde del estanque. Entonces volvió la cabeza.

–¡Déjale en paz, simio gigante! –le voceó a Edward. Tonio siempre había sido un chico inquieto y Micky se preguntó qué haría a continuación. Tonio recorrió un tramo de la orilla y se volvió de nuevo, con una piedra en la mano. Micky dirigió un grito de aviso a Edward, pero ya era demasiado tarde. Tonio lanzó la piedra, que con asombrosa puntería alcanzó a Edward en la cabeza. En la frente del muchacho apareció un reluciente rosetón de sangre.

Edward emitió un aullido de dolor, soltó a Peter y atravesó la alberca, en pos de Tonio.

2

Hugh corrió desnudo por entre los árboles, en dirección al colegio, bien sujetas las prendas de ropa que le quedaban y esforzándose en hacer caso omiso del dolor que la aspereza del suelo producía en sus pies descalzos. Al llegar al punto en el que el camino se cruzaba con otro, el chico se desvió a la izquierda, recorrió unos metros y luego se zambulló entre los matorrales para ocultarse en su espesura.

Aguardó, y mientras intentaba calmar su ronca y agitada respiración, aguzó el oído. Su primo Edward y el compañero de éste, Micky Miranda, eran las peores bestias del colegio: gandules, innobles y camorristas. Lo único que cabía hacer era apartarse de su camino. Pero estaba seguro de que Edward iría tras él. Edward siempre le había profesado una inquina feroz.

Los padres de ambos se habían distanciado. El de Hugh, Toby, sacó su capital del negocio de la familia y con él fundó su propia empresa de distribución de tintes para la industria textil. Pese a contar sólo trece años, Hugh sabía que el peor crimen que uno podía cometer contra la familia Pilaster era retirar su capital del banco. El padre de Edward, Joseph, jamás se lo perdonó a su hermano Toby.

Hugh se preguntó qué habría sido de sus compañeros. Antes de que Micky y Edward se presentasen, eran cuatro los que se encontraban en la poza: Tonio, Peter y Hugh, que chapoteaban en un lado de la alberca, y Albert Cammel, un muchacho mayor que ellos, que nadaba solitario en el extremo más alejado del estanque.

En circunstancias normales, Tonio era valiente hasta la temeridad, pero Micky Miranda le aterraba. Procedían de la misma zona geográfica, un país suramericano llamado Córdoba, y Tonio afirmaba que la familia de Micky era poderosa y cruel. En realidad, Hugh no entendía qué significaba eso, pero el efecto era impresionante: Tonio podía mostrarse insolente con los otros, pero siempre trataba a Micky con cortesía, incluso con sumisión.

A Peter le intimidarían sus ocurrencias: se asustaba de su propia sombra. Hugh confió en haber dado esquinazo a los matones.

Albert Cammel, apodado el Joroba, no había ido allí con Hugh y los otros. Dejó su ropa en un sitio distinto y probablemente no tuvo dificultades para escapar.

Hugh también consiguió huir, pero aún no estaba libre de problemas. Había perdido las prendas interiores, los calcetines y las botas. Tendría que introducirse en el colegio con la camisa y los pantalones mojados, a hurtadillas y confiando en que no le viese ningún profesor o algún alumno de los cursos superiores. La idea le arrancó un gruñido. «¿Por qué me tienen que pasar siempre a mí estas cosas?», se preguntó acongojado.

Durante el año y medio transcurrido desde que llegó al Windfield estuvo continuamente metiéndose en apuros y saliendo de ellos como podía. Estudiar no era problema: trabajaba con enérgica dedicación y en todas las pruebas y evaluaciones era el primero de la clase. Pero las rígidas normas le indignaban de manera irracional. Que por la noche le ordenaran ir a la cama a las diez menos cuarto siempre le pareció motivo suficiente para seguir levantado hasta las diez y cuarto. Los lugares prohibidos representaban toda una tentación y se sentía irresistiblemente impulsado a explorar el jardín de la rectoría, el huerto del director, la carbonera o la bodega de la cerveza. Corría cuando su obligación era ir andando, leía cuando se daba por supuesto que estaba durmiendo y hablaba cuando tocaba rezar las oraciones. Y siempre terminaba así, culpable y asustado, preguntándose por qué se abatía sobre él tanto dolor.

Durante varios minutos, el silencio reinó en el bosque, mientras Hugh reflexionaba amargamente sobre su destino y se preguntaba si no acabaría convertido en un marginado de la sociedad, incluso en un delincuente, encerrado en una mazmorra, ahorcado o encadenado y trasladado a Australia.

Al final, llegó a la conclusión de que Edward no le perseguía. Se incorporó y procedió a ponerse los empapados pantalones y la no menos empapada camisa. A sus oídos llegó luego el llanto de alguien.

Con suma cautela, asomó la cabeza y vislumbró la mata de pelo color zanahoria de Tonio. Desnudo, mojado, con la ropa en la mano, entre sollozos, su compañero avanzaba despacio por el camino.

–¿Qué ha pasado? –le preguntó Hugh–. ¿Dónde está Peter?

Tonio se tornó súbitamente violento.

–¡No te lo diré, nunca! –exclamó–. ¡Me matarán!

–Está bien, no me lo digas –repuso Hugh. Como siempre, Tonio mostraba el pánico atroz que le producía Micky: fuera lo que fuese lo sucedido, Tonio no diría una palabra de ello–. Vale más que te vistas –aconsejó Hugh.

Tonio contempló con la mirada vacía el lío de ropa que llevaba en los brazos. Daba la impresión de estar demasiado aturdido para separar las prendas. Hugh se las cogió. Allí estaban las botas, los pantalones y un calcetín, pero no la camisa. Hugh ayudó a Tonio a ponérselas y después echaron a andar hacia el colegio.

Tonio había dejado de llorar, pero aún parecía violentamente estremecido. Hugh alimentó la esperanza de que aquellos gamberros no le hubiesen hecho a Peter algo realmente malo. Pero ahora tenía que pensar en salvar su propio pellejo.

–Si nos las arreglamos para colarnos en el dormitorio, nos pondremos ropa limpia y el par de botas de repuesto –empezó a hacer planes para el futuro inmediato–. Luego, en cuanto levanten la prohibición de salir, podremos ir al pueblo y comprar en la tienda de Baxted, a crédito, ropa nueva.

–Muy bien –asintió Tonio, pero su voz denotaba hastío. Durante el regreso entre los árboles, Hugh volvió a extrañarse de lo trastornado que parecía Tonio. Al fin y al cabo, las bromas pesadas no eran nada nuevo en Windfield. ¿Qué había ocurrido en la alberca después de que Hugh pusiera pies en polvorosa? Sin embargo, Tonio no pronunció una sola palabra más en todo el camino de vuelta.

El colegio era un conjunto de seis edificios que, en otro tiempo, constituyeron el centro de una extensa granja, y el dormitorio de Hugh y Tonio estaba en la antigua vaquería, cerca de la capilla. Para llegar a él, debían franquear una tapia y cruzar la pista de frontón. Treparon por el muro y escudriñaron el terreno. El patio estaba desierto, tal como había confiado Hugh, pero titubeó a pesar de todo. La idea del tiralíneas azotándole el trasero le hizo encogerse. Pero no quedaba ninguna otra alternativa. Era cuestión de entrar en el colegio y ponerse ropa seca.

–¡Terreno despejado! –siseó–. ¡Allá vamos!

Saltaron la tapia los dos a la vez y atravesaron a toda velocidad la explanada, hacia la fresca sombra de la capilla de piedra. Hasta allí, todo a pedir de boca. Se deslizaron hasta la esquina oriental, pegados al muro. A continuación, una corta carrera para cruzar la avenida y entrar en el edificio. Hugh hizo un alto. Nadie a la vista.

–¡Ahora! –dijo.

Los dos chicos atravesaron la calzada a todo correr. Y entonces, cuando llegaban a la puerta, se produjo la catástrofe. Una voz familiar, autoritaria, resonó en el aire:

–¡Pilaster menor! ¿Eres tú?

Y Hugh supo que el juego había terminado. Se le cayó el alma a los pies. Se detuvo y dio media vuelta. El señor Offerton había elegido aquel preciso instante para salir de la capilla, y su alta y dispéptica figura, con la toga y el birrete académicos, se erguía a la sombra del porche. Hugh sofocó un gemido. El señor Offerton, al que acababan de robar el dinero, probablemente sería, entre todos los profesores, el menos inclinado a la clemencia.

Ni la caridad bendita iba a salvar a Hugh del tiralíneas. Los músculos de las posaderas se le contrajeron involuntariamente.

–Ven aquí, Pilaster –conminó el doctor Offerton. Hugh se le acercó, arrastrando los pies, seguido por Tonio. «¿Por qué me meto en estos follones?», pensó Hugh, desesperado.

–¡Al estudio del director, inmediatamente! –ordenó el doctor Offerton.

–Sí, señor –asintió Hugh atribulado. El asunto empeoraba por momentos. Cuando el director viese cómo iba vestido, seguro que le expulsaba del centro. ¿Y cómo iba a explicárselo a su madre?

–¡Largo! –exigió el maestro con impaciencia. Ambos chiquillos empezaron a alejarse, pero el doctor Offerton dijo:

–Tú no, Silva.

Hugh y Tonio intercambiaron una rápida mirada, desconcertados. ¿Por qué iban a castigar a Hugh y no a Tonio? Pero no podían discutir las órdenes, de modo que Tonio se fue al dormitorio mientras Hugh se encaminaba a la casa del director.

Sentía ya la mordedura del tiralíneas. No ignoraba que le iba a ser imposible reprimir el llanto, y eso era aún más grave que el dolor, porque se daba cuenta de que, a los trece años, uno era demasiado mayor para llorar.

La casa del director se alzaba en la parte más alejada del recinto del colegio y Hugh anduvo muy despacio, pese a lo cual llegó antes de lo que hubiese querido. Encima, la doncella le abrió la puerta un segundo después de que llamase.

Encontró al doctor Poleson en el vestíbulo. El director era un hombre calvo, con cara de perro dogo, pero por alguna razón no parecía tan clamorosamente furioso como debía de estarlo. En vez de exigir a Hugh que explicase por qué estaba fuera de su cuarto y chorreando agua, se limitó a abrir la puerta de su gabinete e indicar en tono sosegado:

–Por aquí, joven Pilaster. Sin duda reservaba su cólera para la hora del castigo. Con el corazón martilleándole en el pecho, Hugh entró en el estudio.

Se quedó atónito al ver a su madre sentada allí. Y lo que era peor, la mujer estaba llorando.

–¡Sólo fui a nadar un poco! –se justificó Hugh.

La puerta se cerró a sus espaldas y comprendió que el director no había entrado tras él.

Entonces empezó a percatarse de que aquello no tenía nada que ver con el hecho de que hubiese quebrantado la reclusión para ir a bañarse, de que hubiera perdido sus ropas y de que le encontraran medio desnudo.

Tuvo la espantosa impresión de que era algo mucho peor.

–¿Qué ocurre, mamá? –preguntó–. ¿A qué has venido?

–¡Oh, Hugh –sollozó la mujer–, tu padre ha muerto!

3

Para Maisie Robinson, el sábado era el mejor día de la semana.

El sábado, su padre cobraba. Por la noche cenarían carne y pan recién cocido.

Estaba sentada en el quicio de la puerta, con su hermano Danny, a la espera de que llegara su padre del trabajo. Danny había cumplido los trece, era dos años mayor que Maisie, y a la niña le parecía un chico maravilloso, aunque no siempre se portaba bien con ella.

La casa era una más de la hilera de viviendas húmedas y sin ventilación de la zona portuaria de una pequeña ciudad de la costa nordeste de Inglaterra. Pertenecía a la señora MacNeil, viuda. La casera ocupaba el cuarto frontal de la planta baja. Los Robinson vivían en la habitación de atrás. En el primer piso habitaba otra familia. Cuando se acercaba la hora de que el padre llegara a casa, la señora MacNeil salía al portal, y esperaba allí para cobrar el alquiler.

Maisie tenía hambre. El día anterior, la chiquilla pidió al carnicero unos huesos, el padre compró un nabo y con eso se prepararon un estofado, la última comida que habían ingerido. ¡Pero hoy era sábado!

Procuró no pensar en la cena, porque pensar en ella agravaba el dolor de su estómago. Apartó de la imaginación todo lo referente a comida y le anunció a Danny:

–Papá soltó esta mañana una palabrota.

–¿Qué dijo?

–Dijo que la señora MacNeil es una paskudniak.

Danny emitió una risita. El término significaba «asquerosa de mierda». Al cabo de un año de estancia en el nuevo país, los dos chicos hablaban inglés fluidamente, pero no habían olvidado el yiddish.

Su verdadero apellido no era Robinson, sino Rabinowicz. La señora MacNeil los detestaba desde que se enteró de que eran judíos. Nunca había conocido a un hebreo y cuando les alquiló el cuarto pensaba que eran franceses. En aquella ciudad no había ningún otro judío. Los Robinson nunca tuvieron intención de ir allí: pagaron por unos pasajes para un lugar llamado Manchester, donde residían muchos judíos, pero el capitán del buque les dijo que aquel puerto era Manchester y los hizo desembarcar: los engañó. Al descubrir que se encontraban en una ciudad que no era la de su destino, el padre dijo que ahorrarían el dinero que hiciese falta para trasladarse a Manchester; pero entonces la madre cayó enferma. Aún estaba enferma y continuaban todavía allí.

El padre trabajaba en el puerto, en un almacén de varios pisos con un rótulo encima de la puerta cuyas grandes letras anunciaban: «Tobias Pilaster y Cía.». Maisie se preguntaba a menudo quién podría ser el tal Cía. Las funciones del padre de Maisie, empleado de la firma, consistían en llevar la cuenta de los barriles de tintes que entraban y salían del edificio. Era un hombre minucioso, al que se le daba muy bien tomar notas y preparar listas. La madre era todo lo contrario. Siempre había sido la intrépida de la familia. Fue ella quien se empeñó en ir a Inglaterra. A la madre le encantaba organizar fiestas, emprender salidas, trabar nuevas amistades, vestirse de punta en blanco y participar en toda clase de juegos. Maisie pensaba que por eso papá la quería tanto: porque ella era algo que él jamás podría ser.

Pero la madre ya no tenía ánimos para nada. Se pasaba el día acostada en el viejo camastro, dormitando y despertándose alternativamente, con el sudor rielando en su pálido semblante, y el aliento caliente y oloroso. El médico dijo que necesitaba fortalecerse, a base de buenas dosis diarias de huevos frescos, leche y carne de vaca; el padre le pagó la visita con el dinero que tenían para cenar aquella noche. Ahora, sin embargo, a Maisie le atormentaba la conciencia cada vez que comía algo, convencida de que el alimento que tomaba podía salvar la vida de su madre.

Maisie y Danny habían aprendido a robar. Los días de mercado iban al centro de la ciudad y hurtaban patatas y manzanas en los puestos de la plaza. Los vendedores tenían vista de lince, pero de vez en cuando pasaba algo que los distraía momentáneamente –una discusión acerca del cambio, unos perros que se peleaban, un borracho–, lo que los chicos aprovechaban para arramblar con lo que podían. A veces la suerte les proporcionaba el encuentro con un niño rico de su misma edad; entonces le acometían sin pérdida de tiempo y le saqueaban. A menudo, aquellos chicos llevaban una naranja en la mano o una bolsa de dulces, e incluso unos peniques en los bolsillos. A Maisie le asustaba la idea de que la sorprendiesen, puesto que sabía que su madre iba a sentirse muy avergonzada, pero también tenía mucha hambre.

Alzó la cabeza y vio un grupo de hombres que se acercaban por la calle. Se preguntó quiénes serían. Aún era un poco temprano para que los trabajadores de los muelles volvieran a casa. Los hombres hablaban en tono furibundo, al tiempo que movían los brazos y agitaban los puños. Cuando se acercaron, Maisie reconoció al señor Ross, que vivía en el piso de arriba y trabajaba en Pilaster, como el padre de la niña. ¿Por qué no estaba trabajando? ¿Acaso los habían despedido? El hombre parecía lo bastante encolerizado como para eso. Su rostro sudoroso estaba como la grana y no cesaba de hablar de tipejos majaderos, sanguijuelas repugnantes y mentirosos hijos de mala madre. Al llegar a la altura de la casa, el señor Ross se separó de pronto del grupo y se precipitó hacia el interior del edificio; Maisie y Danny tuvieron que apartarse rápidamente para esquivar sus botas claveteadas.

Cuando Maisie levantó de nuevo la mirada, vio a su padre, un hombre delgado, de negra barba y suaves ojos castaños que seguía a los demás a cierta distancia, con la cabeza baja; parecía tan alicaído y desesperado que Maisie tuvo que esforzarse para contener las lágrimas.

–¿Qué ha ocurrido, papá? –preguntó–. ¿Por qué vuelves tan pronto a casa?

–Vamos dentro –dijo el hombre, en un tono tan bajo que Maisie apenas logró oírle.

Los dos niños siguieron a su padre al interior de la casa. El hombre se arrodilló junto al camastro y besó a su mujer en los labios. La madre se despertó y le sonrió. Él no le devolvió la sonrisa.

–La firma ha quebrado –dijo el padre en yiddish–. Toby Pilaster está arruinado.

Maisie no sabía a ciencia cierta lo que aquellas palabras significaban, pero el tono de su padre hacía que sonaran a calamidad. Lanzó una mirada hacia Danny: el niño se encogió de hombros. Tampoco lo entendía.

–Pero ¿cómo ha sido eso? –preguntó la madre.

–Ha habido una quiebra financiera –explicó el padre–. Ayer se fue a la ruina un importante banco de Londres.

La madre enarcó las cejas, mientras intentaba concentrarse.

–Pero no estamos en Londres –observó–. ¿Qué es Londres para nosotros?

–No conozco los detalles.

–¿Te has quedado sin trabajo?

–Sin trabajo y sin sueldo –respondió, evidentemente enojado–.

–Pero hoy te habrán pagado.

El padre agachó la cabeza.

–No, no nos han pagado.

Maisie volvió a mirar a Danny. Aquello sí lo entendían. No tener dinero representaba quedarse sin comer. Danny puso cara de susto. Maisie deseó estallar en lágrimas.

–Han de pagarte –susurró la madre–. Has trabajado toda la semana, han de pagarte.

–No tienen dinero –explicó el padre–. Eso es lo que significa la bancarrota, quiere decir que debes dinero a la gente y no puedes pagarles.

–Pero el señor Pilaster es un buen hombre, siempre lo has dicho.

–Toby Pilaster ha muerto. Se ahorcó anoche, en su oficina de Londres. Tenía un hijo de la edad de Danny.

–¿Y cómo vamos a dar de comer a nuestros hijos?

–No lo sé –confesó el padre, y ante la consternación de Maisie, se echó a llorar–. Lo siento, Sarah –articuló, mientras las lágrimas se deslizaban entre los pelos de su barba–. Te he traído a este horrible lugar, donde no hay un solo judío y nadie nos ayuda. No puedo pagar al médico, no puedo comprar medicinas, no puedo alimentar a nuestros hijos. Te he fallado. Lo siento, lo siento.

El hombre se inclinó hacia adelante y hundió su rostro húmedo en el pecho de la madre. Ella le acarició el pelo con mano temblorosa.

Maisie estaba aterrada. Su padre nunca había llorado. Le pareció que era el fin de cualquier esperanza. Quizá todos morirían.

Danny se levantó, miró a Maisie y meneó la cabeza indicando la puerta. La niña se puso en pie y ambos salieron del cuarto andando de puntillas. Maisie se sentó en el escalón del portal y empezó a llorar.

–¿Qué vamos a hacer? –preguntó.

–Tendremos que irnos de casa –dijo Danny. Las palabras de su hermano quebrantaron el ánimo de Maisie.

–No podemos.

–Hemos de irnos. No hay comida. Si nos quedamos aquí, moriremos.

A Maisie no le importaba morir, pero otro pensamiento nació en su cabeza: la madre seguramente se dejaría morir de hambre para dar de comer a sus hijos. Si se quedaban, la mujer moriría. Tenían que marcharse para salvarla.

–Tienes razón –le dijo a Danny–. Si nos vamos, es posible que papá consiga comida suficiente para mamá. Hemos de irnos, por el bien de ella.

Al oír sus propias palabras la inundó una oleada de pánico por lo que le estaba pasando a su familia. Era incluso peor que el día en que abandonaron Viskis, mientras las casas de la aldea aún ardían a sus espaldas, para subir a un gélido tren, cargados con los dos sacos de lona en los que llevaban todas sus pertenencias; entonces, Maisie sabía que su padre iba a velar por ella, sucediera lo que sucediese. Ahora, sin embargo, tendría que cuidar de sí misma.

–¿Adónde vamos a ir? –susurró.

–Yo me voy a América.

–¡A América! ¿Cómo?

–En el puerto hay un barco que zarpará por la mañana rumbo a Boston... Esta noche treparé por una maroma y me esconderé en uno de los botes de la cubierta.

–¡De polizón! –en la voz de Maisie se mezclaban el miedo y la admiración.

–Exacto. Al mirar a su hermano, la niña se dio cuenta por primera vez de que en el labio superior del chico asomaba la sombra de un bigote. Se estaba haciendo un hombre y dentro de poco su rostro tendría barba cerrada, como la del padre.

–¿Cuánto se tarda en llegar a América? –preguntó Maisie.

El chico vaciló, puso cara de asombro y dijo:

–No lo sé.

La niña comprendió que ella no entraba en los planes de su hermano y eso la inundó de miedo y desdicha.

–No vamos a irnos juntos, pues –silabeó con tristeza.

La expresión de Danny era de culpabilidad, pero no contradijo a Maisie.

–Te diré lo que debes hacer –aleccionó–. Ve a Newcastle. A pie, puedes plantarte allí en cuatro días. Es una ciudad enorme, mayor que Gdansk... en esa población nadie se fijará en ti. Córtate el pelo, roba un par de pantalones y hazte pasar por chico. Te vas a alguno de los grandes establos y ayudas con las caballerías... Los caballos siempre se te han dado bien. Si caes en gracia, no te faltarán propinas y quizá al cabo de cierto tiempo hayas encontrado un buen empleo.

A Maisie le resultaba imposible imaginarse completamente sola.

–Preferiría irme contigo –manifestó.

–No puedes. Ya me va a resultar bastante difícil esconderme en el barco y robar comida y todo eso. No podría cuidarme de ti.

–No tendrías que cuidar de mí. Soy tan silenciosa como un ratón.

–Me preocuparías.

–¿Y no te preocupará el haberme dejado sola, abandonada a mi suerte?

–¡Entiéndelo, cada uno ha de cuidar de sí mismo! –replicó Danny enojado.

Maisie comprendió que su hermano estaba decidido. Ella nunca había logrado hacerle cambiar de idea cuando el chico tomaba una determinación. Con el alma rebosante de aprensiones, Maisie preguntó:

–¿Cuándo tendremos que ponernos en marcha? ¿Por la mañana temprano?

Danny negó con la cabeza.

–Ahora. He de subir a bordo en cuanto oscurezca.

–¿Estás realmente decidido?

–Sí. Como si pretendiera demostrarlo, Danny se levantó. Maisie hizo lo propio.

–¿Tenemos que llevarnos algo?

–¿Qué? La niña se encogió de hombros. No tenía prendas de repuesto, ni recuerdos, ni pertenencias de ninguna clase. Tampoco había comida ni dinero que pudieran llevarse.

–Quiero dar a mamá un beso de despedida –dijo.

–No lo hagas –se opuso Danny con voz áspera–. Si vas a besarla, te quedarás aquí.

Eso era verdad. Si veía a su madre en aquel momento, se vendría abajo y se lo contaría todo. Tragó saliva.

–Está bien –dijo, mientras se esforzaba por contener las lágrimas–. Estoy lista.

Se alejaron, caminando uno al lado del otro. Al llegar al extremo de la calle, Maisie deseó volver la cabeza y mirar hacia la casa por última vez; pero temió que, de hacerlo, su determinación se debilitaría; así que siguió caminando, sin mirar atrás.

4

De The Times:

CARÁCTER DEL COLEGIAL INGLÉS

El juez de instrucción interino de Ashton, don H. S. Washbrough, celebró ayer una audiencia en el Hotel Station, de Windfield, en relación con el cadáver de Peter James St. John Middleton, escolar de trece años. Según se testificó ante el tribunal, el chico estaba bañándose en la alberca de una cantera abandonada, cerca del Colegio Windfield, cuando dos muchachos algo mayores que él observaron que al parecer se hallaba en dificultades. Uno de los chicos mayores, Miguel Miranda, natural de Córdoba, declaró que su compañero, Edward Pilaster, de quince años de edad, se quitó las prendas exteriores y se zambulló en el estanque, a fin de intentar salvar al muchacho, pero su esfuerzo fue inútil. El director de Windfield, el doctor Herbert Poleson, manifestó que la cantera era terreno vedado para los alumnos, pero que a él le constaba que no siempre se obedecía la regla. El jurado pronunció un veredicto de muerte accidental por ahogamiento. El juez de instrucción interino resaltó la valentía de Edward Pilaster al arriesgar su vida para salvar la de su amigo y dijo que el carácte

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