Ella tuvo suerte, nada más que eso. El día en que desaparecieron sus tres amigas, habían quedado para ir a las rebajas en Las Misiones Mall, pero Violeta les puso un mensaje excusándose: tenía algo de fiebre, no se veía con fuerzas para salir de casa. Encogida bajo una manta en su sofá, las imaginó eufóricas por los pasillos del mall, cacareando de alegría. Nunca más las volvió a ver. Lloró su ausencia, pero no con sorpresa, tan habituada estaba a las desapariciones de mujeres en Ciudad Juárez. Pensaba en la suerte, en ese factor caprichoso que marca las vidas de todas y cada una por encima de cualquier afán humano, cuando, semanas más tarde, una compañera le susurró algo al oído en la cadena de la maquiladora.
—Las encontraron...
No se planteó preguntar si estaban vivas.
—En el cerro del Cristo Negro. Muertas y vacías por dentro...
Las Lomas de Poleo, en Lote Bravo, el cerro del Cristo Negro, terrenos baldíos convertidos en cementerios.
Hace solo tres años, Violeta se mudó a un departamento en la colonia Parajes del Sur y, con su maleta, trajo a Ciudad Juárez el sueño de cruzar la frontera. Dejaba atrás un pasado de sobresaltos y un novio delincuente que la introdujo en las mañas del hurto al descuido en terrazas y mercados, del allanamiento de las casitas desvencijadas de Ecatepec y del robo de coches con cualquier alambre que sirviera de ganzúa. No era vida para ella. Con veintiún años, flaca y rubia, güerita, ojos color miel que tantas veces han sido objeto de los piropos de los hombres, se sentía llamada a un futuro mejor. Pero su aspecto cumple a la perfección con las características habituales de las víctimas. Hay decenas como ella en la manifestación que organiza el grupo Voces sin Eco para exigir que la policía federal ponga freno a los asesinatos, aunque ella confía más en el azar que la alejó de ir al mall con sus amigas que en los agentes.
—No sé qué demonio pudo hacerles eso —escucha a unos pasos—. Hasta el corazón les faltaba.
—Mi flaco leyó que a una le abrieron la cabeza y se llevaron el cerebro.
Violeta prefiere ahorrarse los detalles. No quiere recordar a sus amigas como aparecen descritas en algunas notas de prensa. Después de la manifestación, se disculpa con las compañeras de la maquila que se habían reunido a tomar algo en la avenida Vicente Guerrero. Descansa en un banco del parque frente a la catedral de Nuestra Señora de Guadalupe e intenta dirigir sus pensamientos al curso de la academia de computación, a la vida que le espera en Estados Unidos en algún momento propicio. Él se sienta a su lado y le sonríe.
—Traes mala cara.
El hombre bromea con que una cara tan bonita nunca debería estar triste y, sin apenas darse cuenta, Violeta se siente a gusto en la conversación. A él sí le habla de sus amigas aparecidas muertas en el cerro del Cristo Negro, de la pena que la infecta como un virus cuando imagina cuánto debieron sufrir.
—No puedo evitar lo que ya ha pasado, pero sí conseguir que, durante unas horas, no pienses en eso.
Se llama Néstor. Ronda los treinta años, guapo, educado, con una sonrisa cálida. Pasean por la avenida, entran a cenar algo rápido en un restaurante, él la invita, luego la acompaña a casa y se despide en la puerta, pero volverán a verse otros días, y entonces Violeta se dará cuenta de que Néstor tiene plata. Se le nota en la forma de vestir, siempre de marca, con dinero en apariencia sin fin en el bolsillo, una pick up Ford Ranger Roush, que no es de las más grandes que existen, pero que llena de envidia a todas las que ven a Violeta subirse con él.
Algunas compañeras de la maquila la avisan de que puede ser un padrote, que es como llaman a los hombres que enamoran a las mujeres jóvenes y bellas —su cuerpo y esos ojos vuelven a ser más una desgracia que una dádiva— para después entregarlas a los capos de los cárteles de drogas. No es el caso de Néstor, se dice ella, no es cierto que sea un padrote; es solo que otra vez ha tenido la estrella que les faltó a sus amigas y ha interesado a un hombre bueno y guapo. Se porta bien, le ha hablado de ayudarla a dejar la maquiladora y dedicarse nomás que a estudiar computación y así cambiar de vida, incluso le ha propuesto ir unos días a Acapulco... Al pensar en alojarse en un hotel junto al mar, comer en buenos restaurantes y pasear abrazada a él, Violeta desprecia todas las advertencias de terceras voces. La suerte está de su lado.
—¿Voy guapa?
—Tú siempre vas guapa, flaca.
Néstor conduce la Ford Ranger por la carretera Panamericana y Violeta está nerviosa. Van a cenar y dormir en el rancho de Santa Casilda, propiedad de Albertito Céspedes, el «padrino» de Néstor, como él lo llama. Su jefe. Habrá gente importante, quizá algún actor, grupos de música para acompañar la fiesta. Una de esas reuniones que Violeta solo ha visto en las revistas.
—Nunca me has dicho en qué trabajan.
—El padrino ayuda a la gente a alcanzar lo que le falta. Hasta los más poderosos de este país necesitan que don Albertito intervenga para conseguir algunas cosas, que en esta vida no todo te lo dan a cambio de plata. Él me tiene afecto, me hizo su ahijado, y quiere conocerte. Tú solo sonríe y confía en mí.
El rancho de Santa Casilda es enorme. Algunos invitados han llegado en helicóptero y en avionetas privadas. Violeta ha oído a unas mujeres en el baño comentar que a lo mejor asiste a la fiesta Ismael «el Mayo» Zambada, el líder del cártel de Sinaloa tras la detención del Chapo Guzmán, también que habrá miembros de la familia Treviño, la de los Zetas... Violeta no sabe mucho del narco, le da miedo que Néstor esté relacionado con ese mundo, pero también ha creído reconocer entre los corrillos al secretario de Seguridad Pública, así que probablemente las mujeres del baño solo fantaseaban.
Don Albertito se mezcla con sus invitados, cercano y sonriente. Apenas alcanza el metro sesenta, pero la estatura no es impedimento para que su figura imponga un extraño respeto. Los grandes hombres parecen tímidos escolares que rodean con admiración al maestro mientras cruza la fiesta. Don Albertito es un cubano afincado en México hace unos diez años, según le contó Néstor. Viste un traje blanco que acentúa el contraste con su tez morena, varios collares de cuentas rojas y blancas cuelgan de su cuello. Violeta observa cómo esos collares embelesan a los invitados cual diamantes.
Cuando se reencuentra con Néstor, quiere preguntarle por los collares de don Albertito, pero atruena el grupo musical que ha empezado a tocar rancheras y, para cuando se deja llevar por su enamorado hasta el lienzo charro —ese cercado parecido a una plaza de toros—, la pregunta de Violeta ya ha muerto en sus labios. Dan una vuelta por el lienzo, Néstor es un buen jinete y la lleva detrás, sentada a la grupa de una yegua negra preciosa. Se siente admirada por todas, hasta envidiada cuando don Albertito se acerca a saludar a su ahijado.
—Qué linda güerita, Néstor... Ya tenía ganas de conocerte. Le tengo un eleke, no se crea que me olvido de usted.
La mirada de don Albertito parece hundirse en Violeta, ver cosas que nadie más puede ver. Néstor y su padrino se alejan de ella charlando mientras cae la noche y la mayoría de invitados comienza a dejar la fiesta. Solo unos pocos escogidos pueden dormir en Santa Casilda.
—¿Qué es un eleke? —pregunta ella cuando el más joven regresa.
La multitud que antes bullía en el rancho ha quedado reducida a una veintena de personas, los ahijados, como le explica Néstor. Allí siguen el secretario de Seguridad Pública y un grupo en el que está el Mayo Zambada.
—Pronto lo sabrás. Don Albertito ha dicho que esta noche te rayará.
Extiende él la mano derecha y muestra el espacio entre el pulgar y el índice; unas tenues cicatrices dibujan algo parecido a dos flechas y una cruz. Violeta se había fijado otras veces en ellas, pero nunca se había atrevido a preguntarle cuál era su significado.
—¿Estás reglando? —Una mujer morena, de casi metro ochenta, se ha aproximado a ellos y Violeta se extraña ante la pregunta—. No puedes entrar en la casita si estás en los días.
Violeta niega con la cabeza y camina del brazo de Néstor hasta una pequeña construcción apartada de la casa principal donde ya se adentra el resto de invitados.
—¿Qué va a pasar ahí dentro, Néstor?
—Don Albertito es un babalawo. Te dije que él puede conseguir lo que la plata no consigue. Habla con Orunmila y ve el pasado, el presente y el futuro. Nadie te puede dar más protección que él, por eso todos vienen a buscarlo. Para que los protejan los orishas. Y a ti también te protegerán cuando te raye.
Violeta cruza el umbral de la casita. Eleke, babalawo, rayado, Orunmila, orishas... Son palabras desconocidas para ella, no alcanza a descifrar su significado, pero todas parecen formar parte de la parafernalia que envuelve la santería. Venida de Cuba, de Haití o de Brasil, sabe que la religión yoruba ha acabado mezclándose con las creencias cristianas o la devoción a la Santa Muerte mexicana. Ha oído hablar del poder de los santeros, de los ritos que predisponen a tu favor a las entidades de ese panteón de origen africano, los orishas. Ahora entiende la veneración que todo el mundo rinde a don Albertito: el destino de quienes se han encerrado en esa casita iluminada solo por velas está en sus manos.
Unos tambores resuenan con ritmo acelerado, tribal. En el centro, un caldero de cobre herrumbroso borbotea como un volcán en erupción. Debe de contener hierbas aromáticas que impregnan el aire, aunque por debajo Violeta intuye algún otro aroma; dulzón y pútrido, le recuerda a los días de matanza en su hogar, cuando su padre degollaba a un cerdo.
La entrada de don Albertito, desvaído entre el humo y el vapor de la olla, tiene algo de aparición mágica. Ahora solo viste el pantalón blanco del traje, sobre su pecho desnudo destacan los collares, y chupa con fruición un puro cuyo humo exhala. Lo acompaña la mujer que antes le preguntó a Violeta si tenía la regla. Es una yubona, le explica Néstor, la madrina de los elegidos que van a recibir la protección de los orishas.
—Moyugba Olodumare Logué Ikú embelece...
La oración que profiere don Albertito con voz ronca se mezcla con la síncopa de los tambores. El humo de las velas y el vapor del caldero espesan el ambiente, y Violeta se siente cada vez más incómoda, casi enferma. Néstor ha debido de notar su debilidad porque la sujeta con fuerza del brazo.
—Cierra los ojos y trata de respirar hondo. —El consejo de su pareja no está vestido con el cariño, al contrario; por primera vez Violeta adivina un temblor de miedo en su voz, que es casi una amenaza—. Dentro de la olla están los elekes. Son collares de protección, llevan una semana hirviendo con veintiuna yerbas.
La yubona va sacando los collares con un palo y los dispone con cuidado en una estera. Don Albertito continúa su rezo en ese idioma que Violeta no puede entender, pero cuya sonoridad, unida al ritmo infinito de los tambores, la hace pensar en algo primigenio, ancestral, algo que ha cruzado el tiempo desde los orígenes del mundo. Iyami Oshoronga es el nombre que ahora invoca don Albertito. Habla de la sangre, del equilibrio que la deidad mantiene entre la noche y el día, la vida y la muerte.
Un hombre de unos sesenta años se arrodilla ante la estera y extiende la mano derecha. Con la punta de un machete, don Albertito dibuja algo entre sus dedos. La sangre mana y gotea sobre uno de los collares que, acto seguido, el santero pone alrededor del cuello del iniciado. Es el rayado; Violeta sabe que también se lo hará a ella para convertirla en una de sus ahijadas, para que, como don Albertito dice mientras sigue adelante con el rito, Iyami Oshoronga le entregue su poder.
Los tambores no cesan y Violeta tiene la sensación de que flota en el interior de la casita. ¿Han podido administrarle algún tipo de alucinógeno durante la fiesta? Las sombras que la luz de las velas dibuja en las paredes se transforman en criaturas gigantescas. Ha creído ver a una enorme mujer con alas de pájaro en la pared que hay al otro lado del caldero.
La yubona que ayuda a oficiar el rito ha traído una segunda olla. Con un palo, ha sacado algo de ella. Es una masa gelatinosa, blanquecina, que don Albertito toma entre las manos y acerca al hombre que sigue arrodillado ante él.
—La siguiente serás tú —le murmura Néstor.
El hombre coge la ofrenda y, sin dudarlo, la muerde. Le cuesta desgajar un trozo de esa extraña masa que, ahora, Violeta puede ver mejor. Los surcos caracoleados, las protuberancias, la semejanza a una nuez aunque de mayor tamaño, le revelan que se trata de un cerebro.
Retrocede un paso, mareada. La yubona está sacando otras ofrendas de la segunda olla: dos corazones, un órgano rosáceo que podría ser un hígado. El hombre que ha mordido el cerebro mastica con dificultad el trozo hasta que logra tragarlo.
—No te muevas.
La voz de Néstor se pierde entre los tambores y las oraciones de don Albertito.
—Ana ibá, ibá mi ibá eyé, ibá mi cachecho...
Como si descendieran a toda velocidad por una pendiente, le vienen las imágenes de sus amigas correteando por los pasillos de Las Misiones Mall. Sus cuerpos vaciados en el cerro del Cristo Negro. «Le abrieron la cabeza; se llevaron el cerebro». La yubona está mirando a Violeta. También lo hace don Albertito. Va a ser rayada. Los órganos de sus amigas le darán la bendición de Iyami Oshoronga. El poder de la madre. Pero siente una arcada y, al contenerla, trastabilla y cae al suelo. Quiere salir de esa casita. Quiere desaparecer, mas los tambores no cesan.
La mano de Néstor se clava en su muñeca como una garra y, de un tirón, la pone en pie. Violeta está congelada y está sudando.
—¿Son ellas?
—Son una ofrenda. ¿No quieres tener a Iyami Oshoronga de tu parte?
Violeta rompe a llorar. Todos los asistentes se han transformado en sombras que la rodean como animales hambrientos. Los tambores repiquetean sin tregua. Antes de desvanecerse, cree ver de nuevo a la mujer con alas de pájaro levantándose por encima de todos los asistentes.
—Te buscaré —piensa que le dice la sombra de Iyami Oshoronga.
El Ford Ranger recorre a toda velocidad una carretera que ella no reconoce al entreabrir los ojos y mirar por la ventanilla. Todavía es de noche.
—¿Ya estás despierta?
Violeta se incorpora; tiene el vestido sucio, seguramente se manchó al vomitar. Quiere saber qué ha pasado, cómo salió del rancho de Santa Casilda, refugiarse en el pecho de Néstor, pero pronto se da cuenta de que su novio ya no es la persona que conocía.
—Pendeja hijaeputa. Te abro la casa de don Albertito, te doy la chance de ser su ahijada y ¿qué se te ocurre hacer?
Las lágrimas le queman al salir.
—Eran ellas. Las que encontraron en el cerro del Cristo Negro...
Néstor no le da la oportunidad de completar la frase. De un guantazo, le parte un labio.
—Déjame ir. ¡Para el coche! ¡Me quiero bajar!
No volverá a la colonia de Parajes del Sur, tampoco cruzará la frontera con Estados Unidos, no acabará su curso de computación... Néstor conduce hacia el aeropuerto.
—«A la flaca la quiero muerta. Ha estado en la ofrenda a Iyami Oshoronga y... va a hablar, Néstor. La güerita va a ir a los federales o los periodistas y no quiero que eso pase». Eso es lo que me ha dicho don Albertito, pero yo te quiero, ¿sabes? Y pensaba que nos iba a ir bien, que tú darías la talla, pero... Te he conseguido una manera para desaparecer, me lo vas a tener que agradecer lo que vivas, porque otro te habría llevado al Cristo Negro...
Tres horas después, sin equipaje, con el vestido manchado de vómito y los cien dólares que Néstor le ha dado en el bolsillo, Violeta está subida en un avión rumbo a Madrid. Allí, en el aeropuerto Adolfo Suárez, la estarán esperando unos socios de Néstor que le darán un empleo de camarera y un pasaporte falso para poder quedarse a vivir en España. No debe preocuparse de nada, ellos mismos la reconocerán y la abordarán en el vestíbulo.
—Te estoy salvando la vida, flaca.
Néstor la ha besado antes de partir, con amor, como antes. No le cuenta que rechazar un eleke es una condena. Que la sombra vengativa de Iyami Oshoronga la perseguirá toda su vida. Que ahora la está salvando de una ejecución, pero que, tal vez si le diera la oportunidad de elegir, preferiría un disparo certero entre los ojos.
«¿Dónde está mi suerte?», se pregunta Violeta mientras el avión sobrevuela el Atlántico.
Capítulo 1
Ahí está la Nena. Ha cogido el lápiz amarillo y sujeta el folio arrugando una punta con la mano izquierda. Surca la hoja con trazos muy bastos, diagonales nerviosas que vuelven sobre sí mismas, un poco en trance, como la médium guiada por un fantasma. Elena Blanco sabe que no debe interrumpirla. Desde que comenzó a visitar a la niña en el centro de acogida, hace ya más de seis meses, la ha visto muy pocas veces enfrascada en un pasatiempo. Casi siempre la encuentra dormida en la cama, o tumbada en el suelo de la sala común, en posición fetal, o sentada en una silla con la vista perdida en algún punto de la pared, incapaz de reaccionar a la presencia de los demás.
Esta estampa es inusual y revela una mejoría, que, en realidad, poco a poco, se está produciendo. Los pájaros se posan en los árboles del jardín y ella no intenta atraerlos para comérselos como el felino salvaje que era cuando ingresó, ha empezado a digerir alimentos cocinados y no se revuelve con violencia cuando las cuidadoras tienen que tocarla; no les muerde, ni a ellas ni a los otros menores del centro. A Elena le gustaría enseñarle a dar besos para mostrar cariño, pero todavía es reacia al contacto físico, ni siquiera acepta las caricias; una excepción que solo hace con Gata, siempre enroscada en su regazo. Una mirada cálida, una sonrisa extraviada, es todo lo que la inspectora ha conseguido hasta el momento como signo de empatía. Aun así, la Nena, Mihaela —prefiere llamarla por su verdadero nombre, no con ese apelativo con el que la conocían en la granja—, pasa la mayor parte del tiempo encerrada en su mundo, algo que asusta a Elena, porque su mundo conocido era un infierno.
La Casa de los Horrores de Santa Leonor, como la bautizó la prensa. Antón, aquellos habitantes enfermos que la trataron como a un animal... La barbarie que fue su paisaje cotidiano.
La luz de una mañana de octubre le baña el rostro y revela sus impurezas: la pelusilla en el filo de la mandíbula, algún grano, alguna herida mal curada de los golpes que al principio se daba contra la cama. Pero es un rostro hermoso. Elena la observa con dulzura. El folio está arañado de rayas amarillas. Pronto va a necesitar otro, pero no va a dárselo hasta que ella lo pida. Le da la impresión de que coge el lápiz como lo hacía su hijo, de la misma forma desmañada. Aunque roza los nueve años, la niña parece más pequeña, se le podrían calcular los cinco que tenía Lucas cuando desapareció.
Cada vez que el nombre de su hijo ronda sus pensamientos es como si se abriera un pozo a sus pies, un enorme vacío negro que amenaza con absorberla. Ha cumplido cincuenta y un años, y tal vez sea eso, la edad, el hartazgo de la lucha por mantenerse a flote, pero siente que las fuerzas ya no son las de antes, que le gustaría dejar de oponer resistencia y caer en ese pozo.
Mihaela levanta la mirada hacia Elena. ¿Es su modo de pedir otra hoja de papel para seguir dibujando? Le tiende un folio con suavidad, como le han dicho que hay que hacer las cosas con ella para que no se asuste. Y entonces la niña reacciona de forma inesperada: apoya la mejilla sobre la mano que ya deslizaba el folio, y la deja allí como si quisiera usarla de almohada. La inspectora reprime el deseo de acariciarle el pelo. Que la niña salvaje duerma sobre su mano es una novedad. El vacío y la abulia, que a menudo atenazan a Elena, se dispersan como una nube rota por el viento siempre que percibe uno de esos mínimos avances de Mihaela.
Si vivieran juntas, los progresos de la niña podrían ser más rápidos, le ha dicho a la psicóloga del centro. «¿Te das cuenta de la responsabilidad que estás adquiriendo?», la misma advertencia cada vez que cumplimenta alguno de los impresos necesarios para acoger a Mihaela y, si todo va bien, iniciar un proceso de adopción. ¿Cómo explicarle que ella puede darle tanto a la niña como la niña a ella? Son dos porcelanas rotas que podrían complementarse. Las secuelas de Mihaela son más evidentes, tanto que la consideran un caso perdido. La pesadilla que ha vivido impide el desarrollo social y afectivo de ese ser humano. Un diagnóstico terrible, sin fisuras, que habría ahuyentado a cualquier candidato a acoger a la niña. Pero no a Elena. Ella entiende mejor que nadie el sufrimiento de Mihaela. Tal vez fue ese convencimiento, esa intuición anudada en el estómago, lo que, con el paso de los meses, se convirtió primero en un proyecto posible y después en algo así como un mandato. Esa promesa de un futuro juntas es lo que, como un puente de plata, las mantiene unidas desde el día que tomó la decisión, de una forma misteriosa y dulce.
Pero el proceso de acogida es lento. Además de los avisos de los especialistas, debe luchar contra la burocracia. Sería más fácil si Zárate la acompañara en esa aventura, pero él no quiere saber nada de Mihaela. Nunca ha venido a visitarla. Una ausencia que al principio excusaba de manera torpe y, más tarde, ni siquiera eso. Si Elena habla de ella, Zárate se refugia en un silencio denso, hosco. Sabe que la Nena le recuerda todo lo que no pudo hacer por Chesca y entiende que es algo doloroso. También lo es para ella, pero ¿qué derecho tienen a culpar a Mihaela de lo que pasó? ¿No fue otra víctima? Hay algo más, Elena está segura. Una herida más profunda en Zárate que él se resiste a mostrar y que no solo lo aleja de la niña, sino también de ella.
Tres o cuatro noches por semana, Zárate duerme en su casa de la plaza Mayor. Cenan, escuchan música, se acuestan juntos. Y, cada día, el silencio va ocupando un espacio más grande entre los dos. Demasiados temas prohibidos, demasiados terrenos resbaladizos en los que no deben adentrarse. No hay entre ellos escenas teatrales con objetos volando por el salón ni palabras fuera de lugar. Sus desencuentros suelen tomar la forma del disimulo, de las miradas esquivas.
No le ha contado nada de Grigore Nicolescu, el padre biológico de Mihaela. Pudieron localizarlo y estuvo en Madrid semanas después de que internaran a la niña en el centro. Su disposición inicial a hacerse cargo de su hija se desvaneció cuando pasó unas horas con esa criatura que todavía era más un animal que una persona. Los informes psicológicos lo advirtieron de lo difícil que sería vivir con ella y de que era obligado un tiempo en el centro para monitorizar su evolución. Grigore aprovechó la excusa que le brindaban, se montó en un autobús de regreso a Rumanía y prometió que se mantendría al tanto de la situación. Elena supuso que el padre no volvería a aparecer en la vida de Mihaela, que nunca se producirían esas llamadas prometidas, pero meses después, Alicia, la trabajadora social, le contó que se había puesto en contacto con el centro para saber cómo se encontraba su hija.
—¿De verdad crees que va a venir a recogerla?
Alicia compartió la incredulidad con Elena; ¿quién quiere hipotecar su vida al cuidado de una niña marcada?
Ahí está la Nena, frotándose la mejilla en el dorso de la mano de Elena. Solo ella puede rescatarla.
Al salir del centro, hace frío. Octubre ha llegado con un viento helado y tiene que arrebujarse en su abrigo antes de subir al Lada. Enciende la calefacción para entrar en calor y pone la radio. Las noticias le suenan siempre iguales y, como el ratón en la rueda, ella también siente que está moviéndose en círculos, posponiendo lo que parece inevitable para avanzar al fin. El trabajo en la Brigada de Análisis de Casos, su relación con Zárate, el piso de la plaza Mayor plagado de fantasmas.
El móvil suena con insistencia. En la pantalla, el nombre de Buendía y la foto del forense de la BAC, sonriente y con la cara sonrosada, una fotografía que le hizo una noche que celebraron la resolución de un caso en un bar de la calle Barquillo.
Mientras Buendía desgrana los primeros datos, Elena siente que algo la empuja, algo está sacándola por fin de la rueda.
Capítulo 2
Antes de que el mercado de la droga se trasladara a la Cañada Real, el mayor centro de menudeo de Madrid estaba en el poblado de Las Barranquillas, en la Villa de Vallecas, al lado de la base de la Grúa Municipal Mediodía II. En los tiempos de Las Barranquillas, el acceso al depósito de la grúa se conocía como la carretera del miedo, trescientos metros que atravesaban el poblado en los que los conductores rezaban para que el coche no se les calara y dejar atrás a los más de cinco mil yonquis que rondaban la zona. Ya no es así, el antiguo poblado de infraviviendas fue desmantelado y han empezado las obras para urbanizar la zona en un nuevo barrio que se llamará Valdecarros. Se levantarán más de cincuenta mil viviendas con garajes, pistas de pádel y piscinas para alojar a los vecinos que ya no caben dentro de Madrid. Algún día se llevarán también de allí la Base de Mediodía II, donde se agolpan más de siete mil vehículos, algunos desde hace más de dos décadas —dicen que dentro de uno de los coches ha crecido un árbol—, para seguir haciendo casas, piscinas y pistas de pádel.
Zárate ve cómo un mastín blanco hunde la lengua en un táper lleno de agua que Romeo, el guardia que hacía turno en Mediodía II, le ha puesto en la puerta de la oficina del depósito. Salpica al beber con escándalo, como si viniera de atravesar un desierto.
—Fue el primero en darse cuenta. Se echó a la parte de atrás de la furgoneta a ladrar como un loco. Cásper no es de los que ladran por nada, me asustó.
—¿Y el dueño? ¿Qué dijo al abrir la caja de la Citroën?
Desde donde se encuentra, Zárate puede ver la ambulancia donde atienden a Silverio Tenazas, pálido como ceniza. Los primeros agentes que llegaron al depósito le dijeron que no dejaba de vomitar, hasta que se desmayó, por eso avisaron al SAMUR.
—Si dijo algo, la verdad, no lo escuché. —El guardia jurado echa repetidas miradas a la enorme extensión del depósito por la que ahora circulan coches de la policía y furgonetas de la Científica, como si unos extraños hubieran invadido su casa.
—¿Cuánto tiempo llevaba la furgoneta aquí?
—Doce días; le he entregado a un compañero suyo el registro. La trajeron de un descampado cerca de la Cañada Real. No es la primera vez que recogemos una furgoneta abandonada por esos andurriales. Esta, por lo menos, no la habían quemado. Es lo que suelen hacer con los vehículos robados, si los han usado para algún golpe. Pero le juro que cuando la trajeron no olía así. Me habría dado cuenta. O Cásper.
El Lada rojo de Elena cruza el control que han levantado en la puerta del depósito.
—No te bajes.
Zárate se sienta junto a ella y le indica el camino que debe seguir. A los lados, van dejando atrás hileras de utilitarios, caravanas desvencijadas, camiones y autobuses que todavía tienen serigrafiada en el lateral alguna frase publicitaria: MADRID BUSVISIÓN reza uno con una segunda planta descubierta que debió de usarse como autobús turístico.
—Silverio Tenazas, natural de Sauquillo de Cabezas, Segovia. Dio parte de que le habían robado su furgoneta hace diecisiete días. Una C15 blanca que ya no se fabrica, a otro le habrían hecho un favor robándosela. La grúa la recogió cinco días después en un descampado cerca de la Cañada Real y la trajeron aquí. Esta mañana, Silverio se ha pegado el viaje desde su pueblo para recuperarla, pero... bueno... Buendía te ha puesto al día, ¿verdad? No contaba con lo que hay en la caja.
Una furgoneta de los Tédax se cruza en el camino con el Lada de Elena, que los ve alejarse por el retrovisor.
—Al principio, pensaron que podía haber explosivos, pero, después de una primera inspección, lo descartaron. El jefe del grupo conoce a Buendía y... se le ocurrió llamarlo.
Elena detiene el coche junto al vehículo de la Científica. La protección del muro alambrado del depósito ha hecho innecesario desplegar una carpa alrededor de la Citroën. La furgoneta tiene las puertas traseras abiertas de par en par, como si fuera una enorme boca. Los técnicos y el fotógrafo se arremolinan en la entrada como abejas en el panal. Una chica de apenas treinta años camina con prisa hacia Elena.
—No se puede aparcar aquí. ¿De dónde vienes? ¿Del juzgado? Venga, te ayudo a maniobrar y sacas ese cochecito, que tenemos que dejar vía libre. ¿Me estás oyendo? Vamos, que va a subir el pan.
Habla tan rápido que Elena no ha tenido tiempo de deslizar una sola palabra. Solo ha sacado su identificación. El rubor tiñe los pómulos de la chica, que, tras ajustarse unas gafas de alambre redondas al puente, ha leído el nombre y cargo de Elena. Despliega una inmensa sonrisa. La melena ensortijada y castaña le da un aspecto de niña traviesa.
—Inspectora, encantada. Soy Manuela Conte. El doctor Buendía me ha... bueno, trabajo con él, creo que lo sabe. Soy algo así como la viceforense. Ahora ¿le importa subirse al coche y quitarlo del camino? Está molestando.
De nuevo, la sonrisa abierta, de oreja a oreja. Zárate también se ha bajado del coche y ya las deja atrás camino de la furgoneta.
—De verdad, Buendía, ¿qué tipo de prueba ha pasado esta chica para trabajar contigo?
—Manuela, que mueva el coche otro. Necesito a Elena aquí.
Elena le deja las llaves a la chica, no sin antes murmurarle al oído con una ternura que parece una amenaza.
—Le tengo mucho cariño a ese coche.
—Tiene el reglamento grabado a fuego en la cabeza. —Buendía coge del brazo a Elena y la guía hasta la caja mientras se disculpa por su ayudante.
—Me cae bien, parece lista. ¿Es la que me dijiste que te va a retirar?
—Si no me mudo pronto a la playa, me va a tocar encargarme de mis nietos, y te juro que es lo último que quiero en el mundo. Prefiero Benidorm y comer cada día fish and chips que aguantar a esos mocosos.
Una vaharada de aire fétido detiene a Elena en seco. Buendía le da una mascarilla para protegerse del olor mientras el equipo de la Científica se aparta para que la inspectora pueda acercarse a la caja de la furgoneta.
—La jueza debe de estar al llegar para hacer el levantamiento del cadáver, pero he pensado que te gustaría verlo.
¿Quién eres?, es la primera pregunta que la asalta a ella. Su rostro, pese a la muerte, está como congelado en un último instante de vida y de dolor. La barba descuidada, sucia de sangre como barro, la boca entreabierta en ese rictus que trae a la memoria de Elena el cuadro de Bacon, como si su última exhalación hubiera sido un grito. Los ojos tienen el velo grisáceo de la muerte, pero siguen abiertos, mirando ¿qué? Quizá a quien le hizo esto. Debe de rondar los treinta años, puede que alguno más, está desnudo y atado a una silla. Una metálica, como la de cualquier terraza de bar, ríos de sangre seca ensucian las patas. Su sexo cuelga débil entre las piernas abiertas. Justo encima de él, empieza la cicatriz que asciende hasta el esternón. Mal cosida, la rigidez del cadáver ha destensado los puntos y, por debajo de la carne inflamada, se atisba su interior. Esta fue la razón por la que se avisó a los expertos en explosivos. ¿Qué hay dentro de ese cuerpo?
El forense adivina la pregunta en su mirada:
—Por lo visto, lo han vaciado. Quizá mientras aún vivía y...
Buendía se ajusta los guantes. Sube a la caja de la furgoneta para palpar la cicatriz que atraviesa de arriba abajo el abdomen. Con cuidado, la abre ligeramente e ilumina el interior con una linterna. Elena apenas distingue un amasijo informe de carne. Quizá órganos amontonados. Pero, entonces, el haz de luz enfoca una forma que le resulta identificable. Como si en mitad de un cuadro abstracto uno encontrara un elemento realista que ayuda a dar sentido al resto del conjunto.
—¿Lo ves?
Elena no se atreve a responder, pero sí. Lo ve. Ahí dentro hay un pequeño ojo, entrecerrado. Puede reconocer los párpados hinchados y, bajo ellos, la blancura del globo ocular.
—Creo que lo que tiene dentro es un feto.
Capítulo 3
Se arrepiente de la elección que hizo esta mañana. Un vestido verde estampado con pequeñas calaveras, una chaqueta vaquera y las botas Dr. Martens. Todo el día se ha sentido incómoda, como si estuviera encerrada en un disfraz; le habría gustado ir a su casa y cambiarse, pero no ha habido ocasión. Reyes llegó con Orduño al depósito de vehículos cuando ya habían levantado el cadáver. Elena les pidió que acompañaran a Silverio Tenazas, el dueño de la Citroën, hasta su pueblo. Necesitaba descartar cualquier implicación de este en lo sucedido.
—Si lo sé, no vengo a recogerla. Yo denuncié el robo, lo hice todo como se debe hacer...
Reyes decidió sentarse en el asiento trasero del coche, junto a Silverio: poco a poco había ido recuperando un color natural en la piel, pero seguía inquieto. El hombre muerto en la caja de su furgoneta habitaría durante mucho tiempo en sus sueños. Le dio conversación durante gran parte del trayecto, quería ganarse su complicidad, que se sintiera seguro.
—Sé que no es agradable, pero debe mirar la foto. ¿Reconoce a este hombre?
Silverio dedicó un vistazo fugaz a una instantánea del muerto; un retrato de su cara, los ojos abiertos, como la boca, la piel macilenta iluminada por un flash que endurecía sus facciones. Se ajustó de nuevo el cinturón e intentó fijar la mirada en el horizonte.
—Si va a vomitar, avise. Podemos parar.
Orduño los vigilaba a través del retrovisor.
—No había visto a ese hombre en mi vida —negó tajante Silverio.
—¿Dónde le robaron la furgoneta? Necesitamos saber el lugar exacto.
—¿Se lo van a decir a mi mujer?
Veinte minutos más tarde, Orduño detenía el coche en la puerta de un club de carretera. Sobre la puerta del local, que parecía un chalet ruinoso, colgaba un viejo neón rojo en el que se leía PARADÍS. La noche en la que perdió su querida furgoneta, Silverio había ido de putas.
—No hay ninguna cámara de seguridad. Hemos preguntado a las prostitutas y al personal del club, pero lo que era de esperar: nadie vio a nadie extraño ni merodeando por los coches. He pedido que una unidad de la Científica vaya a procesar el sitio.
Elena encaja en silencio el informe de Orduño. La pared de cristal de la sala de reuniones está plagada de fotografías, tanto de la furgoneta como retratos parciales del muerto: la cicatriz que lo atraviesa de arriba abajo, detalles de sus dedos crispados, agarrados a la silla metálica, y, en el centro, su rostro. Elena ha pegado un pósit en blanco junto a él. Un pósit que es la pregunta a la que deben dar respuesta: ¿quién es ese hombre?
—La Científica tomó huellas en el volante y en las paredes de la caja. Las de la puerta estaban contaminadas. También han recogido muestras de sangre, pelos y fibras. Están procesando todo, pero de momento, los primeros cotejos han sido negativos. Ni la víctima ni su asesino estaban fichados.
Zárate desgrana con desidia el informe preliminar de la Científica. Las miradas del equipo, reunido en la sala, convergen en Manuela, la nueva ayudante de Buendía. Esta da un leve respingo al sentirse observada y, en un gesto que Reyes le ha visto repetir varias veces a lo largo de esta tarde en la BAC, se ajusta las gafas al puente de la nariz.
—¿Me toca?
Mariajo deja escapar un leve bufido. Lleva tratando con cierto desdén a Manuela desde que la joven empezó a deambular por la sede de Barquillo. Reyes cree conocer a la hacker y no es habitual en ella esta tensión. Tal vez, más que tener algo en contra de la forense, a lo que se esté resistiendo es a que Buendía se jubile. Es su manera de mostrar cuánto lo echará de menos.
—Te toca si tienes algo que añadir, cariño. Si no, podemos irnos a casa y darnos una ducha, que esto promete ser largo.
—El doctor Buendía está terminando la autopsia, pero hemos podido adelantar algunos análisis. —Como la colegiala que se dispone a exponer un tema, Manuela se pone en pie y ocupa el espacio delante de las fotografías—. Varón. Treinta y cinco años aproximadamente. La exploración inicial indica que estaba vivo cuando se le hizo la incisión y la extracción de órganos. Ya sabéis, fue eviscerado. En concreto, le quitaron el hígado, la vesícula y casi todo el intestino grueso, también partes del delgado. Es curioso, porque la limpieza del corte hace pensar en un instrumento quirúrgico; de hecho, el hilo con el que se cosió la cicatriz también era hilo quirúrgico. Sin embargo, es una escabechina: el corte no tiene ningún sentido, le arrancaron los órganos tal vez a tirones, y la sutura, bueno, ya lo pudisteis ver: un desastre. Se abría. Desde luego, no fue obra de un cirujano.
Manuela levanta la mirada de los papeles que agarraba con tensión y enseña su sonrisa, orgullosa de haber cumplido con la tarea.
—¿Ha confirmado Buendía que lo que tenía dentro era un feto?
La joven deja caer sus papeles sobre la mesa, nerviosa por la pregunta de Elena. Registrando entre las hojas, en un aparente desorden, encuentra al fin lo que busca. Unas fotografías de la sala de autopsia después de que Buendía extrajera lo que había dentro de la tripa. Las pega en el cristal, junto al resto de fotos.
—Un feto de veintiocho semanas. Femenino. Estuvo un tiempo congelado antes de que se lo metieran dentro a la víctima. No sabemos cuánto, pero seguro que el doctor Buendía logra estimar una horquilla de tiempo. El cordón umbilical está desgajado, fue arrancado de la tripa de su madre, probablemente de un tirón.
El cansancio de los miembros de la BAC se ha transformado en pesar. Se abre un silencio espeso; no hace falta que nadie diga en voz alta qué significan los últimos datos que ha dado Manuela.
—¿Por qué no está aquí Buendía?
La queja de Mariajo no es tanto un ataque a la nueva como una petición de auxilio. La magnitud de lo que han descubierto en esa furgoneta se multiplica. Necesitan que Buendía los ayude a desenredar esta madeja.
—Me ha pedido que sea yo quien os adelante estos datos, él quería terminar unos últimos análisis.
—Sabemos que seguramente haya una segunda víctima. —La voz de Elena se impone en la sala, serena y segura—. La madre de ese feto. Por cómo has descrito que se le practicó el aborto, lo más probable es que muriera. Mariajo, ¿puedes centrarte en eso? Llama a todos los hospitales para obtener un registro de interrupciones de embarazo recientes, aunque no creo que se lo practicaran en ningún hospital.
—Y tampoco es tan reciente. —Zárate, de pie frente a las fotografías del cristal, tiene los ojos clavados en el retrato de ese chico de mirada grisácea—. Manuela ha dicho que el feto estuvo congelado.
—Pongamos un año. Habla también con las comisarías de distrito. Y quiero un registro de cadáveres no reclamados.
—Además de hablar con los hospitales, puedo hacer un barrido de consultas ginecológicas interrumpidas a los siete meses. Era la edad del feto cuando lo arrancaron del vientre de la madre.
Zárate despega la foto del chico del cristal y la deja caer sobre la mesa.
—¿Qué sabemos de él? Además de varón y treinta y cinco años, Manuela. Algo que nos ayude a ponerle nombre y apellidos. Es lo primero; tal vez, cuando tengamos eso, también podamos conseguir el nombre de la madre.
—El análisis toxicológico de la víctima muestra, por un lado, trazas de escopolamina; seguro que estáis familiarizados. Causa confusión, y lo más seguro es que se la dieran a la víctima para manipularla a su antojo. Por otro lado, hay una cantidad apreciable de hidrocloruro de metadona en sangre.
—¿Metadona? ¿Era yonqui? —De manera instintiva, Orduño desvía la mirada a las fotos del chico; la barba descuidada, rala en algunas partes, el pelo moreno ensortijado, le habría ido bien un corte. Sin embargo, esa dejadez no le encaja con los rasgos de un yonqui.
—O un enfermo. La metadona también se prescribe para el dolor crónico —apunta Mariajo.
Manuela carraspea como la profesora que se dispone a iniciar la clase.
—Es poco probable, Mariajo. Para el dolor crónico en pacientes oncológicos o necesitados de analgesia se prefieren la morfina o el fentanilo. Si aparecen restos de metadona en sangre, lo más normal es pensar en un drogadicto. Sin embargo, no hay marcas recientes de pinchazos en el cuerpo ni dilatación de las fosas nasales, que sería lo normal en el caso de que la esnifara. Todo esto nos hace pensar, al doctor Buendía y a mí también, que era un drogadicto en proceso de rehabilitación.
Manuela es consciente de que, quizá, acaba de ganarse la animadversión de Mariajo para el resto de su vida, pero no lo ha podido evitar: la tentación de dejar a cualquiera sin argumentos gracias a todo lo que revela un cadáver es demasiado grande como para aparcarla por el bien de un ambiente armónico en el trabajo.
—¿Has pensado que tal vez se la fumaba? Te has quedado en las películas de los noventa, corazón. Hoy en día, la mayoría de yonquis prefieren fumar antes que metérsela en vena. Se murieron demasiados por culpa de las agujas. —Mariajo no espera la respuesta de Manuela, saca el móvil, busca en la agenda un número—. Sería más útil si fueras al Anatómico Forense y trajeras de los pocos pelos que le quedan a tu doctor Buendía. No es un caso para dejar en manos de una novata.
Elena encuentra la mirada indecisa de Manuela: ¿debe hacer caso de la orden de Mariajo? Es posible que fuera de las mejores en la universidad, pero la BAC es otra cosa. Ya lo irá aprendiendo. Con un gesto amable, la inspectora le indica que vuelva a su silla. En el otro extremo de la sala, Mariajo se queja porque Buendía tiene el teléfono apagado.
—Por ahora no nos queda otra que considerar a la víctima un yonqui en rehabilitación. Todos sabemos que la teoría tiene lagunas: además de lo que apuntaba Mariajo, el cotejo de sus huellas ha sido negativo en el sistema. Lo normal, en un adicto, es que la necrorreseña sea positiva. Que en algún momento cometiera un delito y lo ficharan. Sin embargo, este chico no tiene antecedentes penales. Orduño, Reyes: id a los centros de metadona de la Consejería de Sanidad, preguntad a los trabajadores por si alguno lo identifica.
Elena se fija en cómo Zárate mira más allá del cristal que separa la sala del resto de la oficina de la BAC. Al girarse, ve a Buendía arrastrar sus pasos entre las mesas. No responde al saludo de una de las funcionarias y a la inspectora la asalta la certeza de que no trae buenas noticias. Su gesto hundido y cansado disuade a Mariajo de hacer ningún comentario cáustico sobre su nueva ayudante. La mirada empañada del forense recorre a sus compañeros de la BAC hasta fijarse en Elena, a la que entrega un exiguo informe.
—No he venido hasta ahora porque me parecía importante hacer una prueba de ADN urgente. —Buendía se sienta en la mesa y roba el café a Reyes, le da un sorbo a pesar de que está helado mientras la inspectora hojea el informe.
—¿Qué fiabilidad tiene el test?
—Un 99 por ciento. Ese chico... —Buendía ha encontrado sobre la mesa la foto que antes dejó Zárate—. Ese chico es el padre biológico del feto.
Capítulo 4
—Un ajuste de cuentas. La víctima podría tener relación con el narcotráfico, era un drogadicto. De alguna manera, la puesta en escena, el hombre con su propio hijo dentro, es un mensaje.
Zárate aventura una respuesta a la duda que planea sobre los dos: ¿por qué?, ¿qué razones hay para llegar a cometer un crimen así? Sus pasos se unen a los de Elena y retumban en el garaje de Barquillo mientras caminan hacia el Lada. Hay que viajar a la mente enferma del asesino para entender sus motivos: cada criminal construye su relato y encuentra lógica a sus actos. Son muchos los casos a los que se han enfrentado desde la BAC y sabe que esa racionalización de la violencia extrema, ese discurso alucinado del homicida, es lo que les permite dar sentido a pesadillas como la tortura o el canibalismo. Sin embargo, todav