Prólogo
Una colisión entre dos vehículos es pura cuestión de física. Todo depende de las casualidades, y las casualidades pueden explicarse con una ecuación: fuerza multiplicado por tiempo es igual a masa multiplicado por aceleración. Y si consideramos esas casualidades como variables, obtendremos un relato sencillo, verídico e implacable. Un relato que da cuenta, por ejemplo, de lo que sucederá si un camión de veinticinco toneladas que circula cargado hasta los topes a una velocidad de ochenta kilómetros por hora alcanza a un turismo que va a la misma velocidad, pero que pesa ochocientos kilos. Dependiendo de esas casualidades que son el punto de impacto, el tipo de carrocería y el ángulo en que se encuentran los dos implicados el uno con respecto al otro, puede existir un sinfín de versiones de un mismo relato, aunque todas tendrán dos consecuencias claras: todas esas versiones son tragedias y es el turismo el que lleva las de perder.
Reina un silencio extraño; puedo oír el susurro del viento entre los árboles y el rumor del agua bajando por el río. Tengo el brazo paralizado y estoy boca abajo, apretado contra el acero. Sobre mí, desde el suelo, caen gotas de sangre y gasolina. Abajo, en el techo, que hace un dibujo como de tablero de ajedrez, hay un cortaúñas, un brazo arrancado, dos cadáveres y una beauty bag abierta. El mundo no tiene belleza, solo beauty. La reina blanca está destrozada, yo soy un asesino y aquí dentro no respira nadie. Ni siquiera yo. Así que no tardaré en morir. Cerraré los ojos y me rendiré. Es maravilloso rendirse. Ya no quiero esperar más. Y por eso urge contar este relato, esta variante, esta historia sobre el ángulo en que uno de los implicados se halla en relación al otro.
PRIMERA PARTE
PRIMERA ENTREVISTA
1
Candidato
El candidato estaba muerto de miedo.
Iba equipado con armadura de Gunnar Øye, un traje gris de Ermenegildo Zegna, una camisa de Borelli hecha a medida y una corbata de color borgoña, probablemente de Cerruti 1881, con estampado de espermatozoides. De lo que sí que estaba seguro era de los zapatos: unos Ferragamo, también hechos a medida. Yo mismo había tenido un par como aquellos.
Los documentos que tenía delante certificaban que el candidato también iba armado con un título de la Escuela Superior de Comercio de Bergen, con una nota media que rozaba el siete, un periodo en el Parlamento como representante del Høyre, el partido conservador, y una historia de cuatro años de éxitos como director ejecutivo de una empresa industrial mediana.
Y, sin embargo, Jeremias Lander estaba muerto de miedo. Tenía el bigote empapado de sudor.
Levantó el vaso de agua que mi secretaria había dejado encima de la mesita que había entre él y yo.
—Me gustaría... —empecé con una sonrisa, no ese tipo de sonrisa sincera e incondicional que invita a un extraño a sentirse cómodo, no ese tipo de sonrisa poco seria. Sino la sonrisa educada, semicálida que, según los manuales, demuestra profesionalidad, objetividad y una conducta analítica por parte del entrevistador. Es precisamente la falta de implicación emocional lo que hace que el candidato demuestre su integridad. Solo de este modo, dicen los manuales, se conseguirá que el candidato ofrezca una información más sincera y objetiva, ya que habrá tenido la sensación de que lo descubrirán si hace teatro, lo pillarán si exagera, lo castigarán si recurre a alguna argucia. Pero no sonrío así porque lo digan los manuales. Yo me cago en los manuales que no son más que una sarta de gilipolleces razonadas. Lo único que necesito es el modelo de interrogatorio en nueve pasos de Inbaud, Reid y Buckley. No, sonrío porque soy así: soy profesional, analítico y no tengo ningún interés emocional. Soy un «cazatalentos». No es muy difícil, pero yo soy el rey de la colina.
—Me gustaría... —repetí— continuar. Cuéntame algo de tu vida fuera del trabajo.
—Pero ¿eso existe?
Dejó escapar una risa medio tono por encima de lo debido. Cuando se suelta un chiste breve en una entrevista de trabajo, uno no debe, además, reírse ni mirar fijamente al interlocutor para comprobar que lo ha pillado.
—Eso espero —dije, y la risa se transformó en un carraspeo—. Creo que la cúpula de esta empresa concede mucha importancia al hecho de que el nuevo director lleve una vida equilibrada. Buscan a alguien capaz de funcionar durante bastante tiempo, un corredor de fondo que sepa controlar bien la carrera. Y que no esté agotado al cabo de cuatro años.
Jeremias Lander asintió con un gesto mientras tomaba otro sorbo de agua.
Medía unos catorce centímetros más que yo y era tres años mayor. Es decir, tenía treinta y ocho años. Algo joven para el puesto. Y él lo sabía, por eso se había teñido el cabello de las sienes de un gris casi imperceptible. No era la primera vez que veía algo así. No me queda nada por ver. Uno de los candidatos sufría un problema de sudor en las manos, así que había acudido a la entrevista con cal en el bolsillo derecho de la chaqueta. Tras el apretón, me dejó la mano blanca y seca. La garganta de Lander emitió un sonido de gorgoteo involuntario. Anoté en el informe de la entrevista: «Motivado. Busca soluciones».
—¿Así que vives aquí, en Oslo? —pregunté.
Él asintió.
—En Skøyen.
—Y estás casado con...
Pasé las hojas de su expediente y adopté esa expresión de impaciencia que da a entender a los candidatos que espero que tomen la iniciativa.
—Camilla. Llevamos diez años casados. Dos hijos. Van al colegio.
—¿Cómo definirías tu matrimonio? —pregunté sin levantar la vista. Le di dos largos segundos y proseguí sin que él hubiese dado aún con una respuesta—: ¿Crees que todavía seguiréis casados dentro de seis años, cuando ya hayas pasado dos tercios de tu vida de vigilia trabajando?
Levanté la vista. Tal y como esperaba, me miraba lleno de desconcierto. Yo no había sido consecuente. Una vida equilibrada. Exigencia de rendimiento. Lo uno no encajaba con lo otro. Pasaron cuatro segundos antes de que respondiera. O sea, como mínimo, un segundo de más:
—Eso espero.
Una sonrisa confiada y ensayada. Pero no lo suficiente. No para mí. Acababa de utilizar mis mismas palabras, y lo habría tomado como algo positivo si no hubiese sido por ese tono intencionado de ironía. Por desgracia, en este caso, no fue más que la repetición involuntaria de las palabras de alguien que, a su juicio, gozaba de un estatus superior. «Autoestima baja», anoté. Y, además, «esperaba», no lo sabía a ciencia cierta, no había tenido una visión, no había consultado la bola de cristal, no demostraba estar al tanto de que el requisito mínimo para ser director ejecutivo era dar la impresión de ser clarividente.
«No sabe improvisar. Incapaz de gobernar situaciones caóticas».
—¿Y tu mujer trabaja?
—Sí. En un bufete de abogados del centro.
—¿De nueve a cuatro todos los días?
—Sí.
—¿Y quién se queda en casa si uno de los niños se pone enfermo?
—Ella. Pero, por suerte, Niclas y Anders no suelen ponerse...
—¿Así que no tenéis empleada de hogar ni otra persona que esté en casa durante el día?
Vaciló, como hacen los candidatos cuando no están seguros de cuál es la respuesta más conveniente. Aun así, es raro que mientan. Jeremias Lander negó con la cabeza.
—Parece que estás en forma, Lander.
—Sí, hago ejercicio con regularidad.
Esta vez no dudó. Todo el mundo sabe que las empresas no quieren directores a los que les dé un infarto en la primera cuesta.
—Corres y haces esquí de fondo, ¿me equivoco?
—Eso es. A los cuatro nos gusta ir al bosque. Y tenemos una cabaña en Norefjell.
—Muy bien. Y un perro también.
Él negó con la cabeza.
—¿No? ¿Alergia?
Un gesto vehemente de negación. Anoto: «Quizá le falte sentido del humor».
Me retrepé en la silla y junté las yemas de los dedos. Un gesto exageradamente arrogante, por supuesto. ¿Qué puedo decir? Así soy yo.
—¿Cuánto dirías que vale tu reputación, Lander? ¿Y cómo la tienes asegurada?
Frunció el ceño sudoroso mientras intentaba descifrar la pregunta. Al cabo de dos segundos, inquirió resignado:
—¿A qué te refieres?
Suspiré como si la respuesta fuera obvia. Eché una ojeada a mi alrededor como buscando una alegoría pedagógica que no hubiera utilizado antes. Y, como de costumbre, la encontré en la pared de enfrente.
—¿Te interesa el arte, Lander?
—Un poco. A mi mujer sí que le interesa.
—A la mía también. ¿Ves ese cuadro de ahí? —Señalé con el dedo Sara gets undressed, un cuadro en látex de más de dos metros que representaba a una mujer con una falda verde y con los brazos cruzados, a punto de ponerse un jersey rojo—. Es un regalo de mi esposa. El artista se llama Julian Opie, y el cuadro está valorado en un cuarto de millón de coronas. ¿Tienes alguna obra de arte de un valor semejante?
—Sí, sí la tengo.
—Enhorabuena. ¿Crees que se puede calcular el valor de un cuadro solo con mirarlo?
—A saber.
—Sí, a saber. Ese cuadro de ahí está compuesto por unos pocos trazos, la cabeza de la mujer es un círculo, un cero sin rostro, y el color es monótono, sin textura. Ahora bien, está hecho a ordenador y se pueden imprimir millones con un solo clic.
—Vaya.
—Lo único, y hablo en serio, que hace que el cuadro valga un cuarto de millón es que lo firma un artista de renombre. El rumor que asegura que es bueno, la confianza que deposita el mercado en un hombre al que considera un genio. Porque es difícil reconocer lo genial, e imposible saberlo con exactitud. Lo mismo sucede con los directores, Lander.
—Entiendo. Renombre. Te refieres a la confianza que inspira el director.
Anoto: «No es idiota».
—Exactamente —proseguí—. El renombre lo es todo. No solo el salario del director, sino incluso la cotización de la empresa en la bolsa. ¿Qué tipo de obra de arte posees y en cuánto está valorada?
—Se trata de una litografía de Edvard Munch, El broche. Desconozco el precio, pero...
Hice un gesto de impaciencia con la mano.
—La última vez que apareció en una subasta, el precio rondaba las trescientas cincuenta mil —dijo.
—¿Y cómo habéis asegurado esa pieza tan valiosa ante un posible robo?
—La casa tiene un sistema de alarma bastante bueno —aseveró él—. Tripolis. Todos los del vecindario tienen contratados sus servicios.
—Tripolis son buenos, pero caros. Yo también tengo un seguro con ellos —reconocí—. Unas ocho mil al año. ¿Cuánto has invertido en asegurar tu renombre?
—¿A qué te refieres?
—¿Veinte mil? ¿Diez mil? ¿Menos?
Se encogió de hombros.
—Ni un céntimo —contesté yo—. Tienes buen currículum y te aguarda un futuro brillante aquí, uno que vale diez veces más que el cuadro del que estás hablando. Al año. Y aun así, no tienes a nadie que lo vigile, ningún guarda. Porque crees que no es necesario. Crees que los resultados de la empresa que diriges hablan por sí solos. ¿No es verdad?
Lander no contestó.
—Bueno —continué inclinándome hacia delante y bajando el tono de voz, como si fuera a contarle un secreto—. Pues te equivocas. Los resultados son como los cuadros de Opie, unos trazos sencillos y algunos ceros sin rostro. El cuadro no es nada, el renombre lo es todo. Y eso es lo que podemos ofrecerte.
—¿Renombre?
—Estás sentado delante de mí porque eres uno de los seis mejores candidatos a un puesto de dirección. Dudo que te lo den. Porque te falta renombre para un puesto como este.
Abrió la boca como si fuera a emitir una protesta, a la que nunca dio voz. Me recosté en la silla de respaldo alto, que chirrió bajo mi peso.
—¡Pero, tío, por favor, has solicitado este puesto! Lo que tendrías que haber hecho era buscar a un intermediario que nos hablara de ti y luego fingir que no estabas al tanto cuando nos pusiéramos en contacto contigo. Un director debe venir de la mano de buscadores profesionales y no llegar como una presa descuartizada.
Advertí que lograba el efecto que pretendía. Estaba escandalizado. Yo no estaba siguiendo el orden de la entrevista; no me guiaba por un Cuté, un Disc ni ningún otro formulario estúpido e inútil diseñado por psicólogos más o menos sordos, especialistas en unos recursos humanos de los que ellos mismos carecían. Volví a bajar la voz.
—Espero que tu mujer no se disguste cuando le cuentes lo que ha pasado esta tarde. Que se te ha escapado el puesto de tus sueños. Que este año también habrá un parón en el avance de tu carrera. Como el año pasado...
El candidato dio un respingo. Bingo. Era de esperar. Porque aquel era Roger Brown en acción, la estrella más rutilante del momento en el cielo de la selección de personal.
—¿El... el año pasado?
—Sí, ¿no es correcto? Solicitaste el puesto de director ejecutivo en Denja. Mayonesa y paté de hígado de cerdo. ¿No eras tú?
—Creía que esas cosas eran confidenciales —musitó Jeremias Lander.
—Y lo son. Pero mi trabajo es recabar información. Así que recabo información. Con los métodos de que dispongo. No es muy inteligente presentar tu candidatura a un puesto que no te van a dar, sobre todo en tu situación, Lander.
—¿Mi situación?
—Tu currículum, los resultados de tu trabajo, la entrevista y la impresión personal que das me dicen que tienes todo lo que hace falta. Excepto el renombre. Y el pilar principal cuando se construye un renombre es la exclusividad. Solicitar un puesto de trabajo sin ton ni son socava la exclusividad. Eres un jefe que no busca retos, sino el reto. Ese puesto de trabajo es único. Y se te ofrecerá. En bandeja de plata.
—¿De verdad? —exclamó, de nuevo con aquella sonrisa irónica y bravucona. Ya no surtía ningún efecto.
—Me gustaría tenerte en nuestro equipo. No debes solicitar más puestos de trabajo. No debes aceptar cuando otras empresas de selección te llamen proponiéndote una oferta golosa en apariencia. Debes quedarte con nosotros. Ser exclusivo. Dejar que te forjemos un renombre. Y cuidar de él. Permítenos ser a tu renombre lo que Tripolis es a tu hogar. En un plazo de dos años te presentarás en casa y le dirás a tu mujer que tienes un trabajo mucho mejor que el que ahora nos ocupa. Es una promesa.
Jeremias Lander se frotó con los dedos pulgar e índice la barbilla meticulosamente afeitada.
—Ummm. Esto ha tomado un rumbo inesperado.
La derrota le había infundido tranquilidad. Me incliné hacia él y abrí los brazos con las palmas de las manos hacia arriba. Lo busqué con la mirada. Los estudios han demostrado que el setenta y ocho por ciento de la primera impresión en una entrevista se debe al lenguaje corporal, en tanto que lo que se dice solo representa el ocho por ciento. El resto depende de la indumentaria, de si hueles a sudor o de si tienes mal aliento, de lo que tienes colgado en las paredes de tu casa. Yo siempre tuve un lenguaje corporal fantástico. Y en aquel momento destilaba sinceridad y confianza. Por fin, le mostré un lado más cálido.
—Escucha, Lander. El presidente y el director financiero del cliente vienen mañana para entrevistarse con uno de los candidatos. Quiero que se entrevisten contigo también. ¿Te va bien a las doce?
—Perfecto.
Contestó sin fingir que debía consultar la agenda. Cada vez me gustaba más.
—Quiero que prestes atención a lo que tienen que decir y, después, les explicas educadamente por qué ya no te interesa el puesto. Diles que este no es el reto que andas buscando y deséales suerte.
Jeremias Lander ladeó la cabeza.
—¿No demuestra falta de seriedad por mi parte renunciar de ese modo?
—Demuestra ambición —maticé—. Se te verá como a una persona consciente de su valía. Como a un profesional cuyos servicios son exclusivos. Y ese es el principio de lo que llamamos... —Hice un gesto con la mano.
Él sonrió.
—¿Renombre?
—Renombre. ¿Trato hecho?
—En un plazo de dos años.
—Te lo garantizo.
—¿Y cómo puedes garantizarlo?
Anoté: «Vuelve raudo a la carga».
—Porque voy a proponerte para uno de esos puestos de los que te estoy hablando.
—¿Y qué más da? No eres tú quien decide.
Entorné los ojos. Una expresión que a Diana, mi mujer, le hacía pensar en un león perezoso, en un soberano saciado. Me gustaba.
—Mi sugerencia termina siendo aquella por la que se decide el cliente, Lander.
—¿A qué te refieres?
—Del mismo modo en que tú no volverás a solicitar un puesto que no estés seguro de conseguir, yo nunca he dado una recomendación que el cliente no haya seguido.
—¿De verdad? ¿Nunca?
—Nunca. Si no estoy seguro al cien por cien de que el cliente va a seguir mis sugerencias, no recomiendo a nadie y prefiero dejar el encargo a la competencia. Aunque cuente con tres candidatos estupendos y esté seguro al noventa por ciento.
—¿Por qué?
Sonreí.
—La respuesta empieza por erre. Toda mi carrera se basa en eso.
Lander meneó la cabeza y se echó a reír.
—Dicen que eres un fenómeno, Brown. Ahora comprendo a qué se refieren.
Le devolví la sonrisa y me puse en pie.
—Y ahora, propongo que te vayas a casa y le cuentes a esa mujer tuya tan guapa que has rechazado este puesto porque has decidido apuntar más alto. Apuesto a que te espera una velada muy agradable.
—¿Por qué haces esto por mí, Brown?
—Porque la comisión que nos abonarán los que te empleen equivale a un tercio del salario bruto que recibirás el primer año. ¿Sabías que Rembrandt solía asistir a las subastas para subir el precio de sus obras? ¿Por qué iba yo a venderte por dos millones anuales cuando, con un poco de renombre, puedo venderte por cinco? Lo único que exigimos es que te quedes con nosotros. ¿Trato hecho?
Le tendí la mano.
Él la estrechó con entusiasmo.
—Tengo la sensación de que esta conversación ha sido muy fructífera, Brown.
—Estoy de acuerdo —dije, recordándome a mí mismo que debía darle un par de consejos sobre la técnica correcta del apretón de manos, antes de que se entrevistara con el cliente.
Ferdinand entró en mi oficina justo después de que Jeremias Lander se hubiese marchado.
—¡Puaj! —resopló con una mueca al tiempo que agitaba la mano—. Eau de camouflage.
Asentí con un gesto mientras abría la ventana para airear la habitación. Lo que Ferdinand quería decir era que el candidato se había perfumado un poco más de la cuenta con la idea de disimular el sudor provocado por los nervios que invade las salas en las que se llevan a cabo las entrevistas.
—Menos mal que era Clive Christian —dije—. Que le habrá comprado su mujer. Igual que el traje, los zapatos, la camisa y la corbata. Y también fue suya la idea de teñirle las sienes de gris.
—¿Cómo lo sabes? —Ferdinand se sentó en la silla donde había estado sentado Lander, pero se levantó rápidamente con una expresión de repugnancia en la cara al notar el pegajoso calor corporal que aún desprendía la tapicería.
—Palideció en cuanto toqué la tecla de la mujer —contesté. Le dije lo desilusionada que se quedaría cuando le contara que el puesto no sería suyo.
—¡La tecla de la mujer! ¿De dónde sacas esas cosas, Roger?
Ferdinand se había sentado en una de las otras sillas, puso las piernas sobre la mesa de centro, una copia bastante buena de la de Noguchi, y cogió una naranja que empezó a pelar mientras una ducha casi invisible le empapaba la camisa recién planchada. Ferdinand era increíblemente descuidado para ser homosexual. E increíblemente homosexual para ser un cazatalentos.
—Inbaud, Reid y Buckley —dije.
—No es la primera vez que lo mencionas —observó Ferdinand—. Pero ¿qué es, exactamente? ¿Es mejor que el modelo Cuté?
Me reí.
—Es el modelo de interrogatorio en nueve pasos que utiliza el FBI, Ferdinand. Es un fusil en un mundo de tirachinas, una herramienta que funciona de verdad, que no mete a nadie entre rejas, pero que ofrece resultados rápidos y concretos.
—¿Y cuáles son esos resultados exactamente, Roger?
Yo sabía lo que buscaba Ferdinand, y me parecía bien. Quería averiguar cuál era la ventaja de la que yo disponía, qué me convertía a mí en el mejor y, por tanto, qué hacía que él fuese menos bueno. De modo que le di lo que necesitaba para conseguirlo. Porque esas son las reglas: el saber se comparte. Y porque él nunca llegaría a ser mejor que yo, porque seguiría llevando por siempre jamás aquellas camisas que apestaban a cítricos e intentaría averiguar si alguien utilizaba un modelo, un método, un secreto mejor que el suyo.
—Sumisión —contesté—. Confesión. Veracidad. Se basa en principios muy elementales.
—¿Como cuáles?
—Como empezar preguntando al sospechoso por su familia.
—Vaya —dijo Ferdinand. Eso lo hago yo también. Hablar de algo que conocen bien, de algo cercano, les hace sentirse seguros. Y, por si fuera poco, los inclina a sincerarse.
—Exacto. Pero también te ofrece la posibilidad de conocer sus puntos flacos. Su talón de Aquiles. Lo cual te será de ayuda más adelante, en el transcurso del interrogatorio.
—¡Que terminología más repugnante!
—Después, durante el interrogatorio, cuando toca hablar de lo que duele, de lo que ha pasado, del asesinato del que se lo acusa, de lo que le hace sentirse solo y abandonado por todos, de lo que lo impulsa a esconderse, procuras poner el rollo de papel de cocina en la mesa lo bastante lejos del sospechoso para que no pueda alcanzarlo.
—¿Por qué?
—Porque, en su crescendo natural, el interrogatorio habrá alcanzado el culmen y será hora de tocar la tecla de los sentimientos. Tienes que preguntar qué van a pensar sus hijos cuando se enteren de que su padre es un asesino. Y cuando tenga los ojos anegados de lágrimas, le ofreces el rollo de papel de cocina. Debes convertirte en esa persona que comprende, esa persona con voluntad de ayudar, aquel a quien puede confiarle voluntariamente todo lo ocurrido. Con quien puede hablar acerca de ese asesinato estúpido que se produjo por sí solo, como quien dice.
—¿Asesinato? De verdad que no sé de qué me estás hablando. Lo nuestro es seleccionar gente, ¿no? No tratar de que se la juzgue por asesinato.
—Yo sí lo hago —dije, cogiendo la chaqueta del respaldo de la silla—. Y por eso soy el mejor cazatalentos de la ciudad. Por cierto, te he asignado la entrevista de Lander con el cliente mañana a las doce.
—¿A mí?
Salí por la puerta y eché a andar pasillo arriba con Ferdinand pisándome los talones. Pasamos por delante de los otros veinticinco despachos de Alfa, una empresa mediana de selección que llevaba quince años funcionando y generando unos beneficios anuales de entre quince y veinte millones, los cuales, después de restar una bonificación demasiado modesta para los mejores de nosotros, iban a parar a Estocolmo, al bolsillo del propietario.
—Piece of cake. La información está en la carpeta. Es pan comido, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —dijo Ferdinand—. Pero con una condición.
—¿Con una condición? Si te estoy haciendo un favor...
—Esta noche, el vernissage que organiza tu mujer...
—¿Qué pasa?
—¿Puedo asistir?
—¿Estás invitado?
—Eso es lo que quiero saber. ¿Estoy invitado?
—Lo dudo.
Ferdinand se detuvo de repente y quedó fuera de mi campo de visión. Yo seguí mi camino. Sabía que se había quedado allí decepcionado, observando cómo me alejaba y pensando que tampoco en esta ocasión tendría la oportunidad de brindar con vino espumoso entre la flor y nata de la vida nocturna de Oslo, entre las reinas de la noche, los famosos y la gente de dinero, que tampoco en esta ocasión se le concedería la oportunidad de participar del escaso glamour que irradiaban los vernissages de Diana, no conocería a posibles candidatos a un puesto o a una cama ni establecería otras relaciones pecaminosas. Pobrecito.
—¿Roger? —Era la chica de recepción—. Dos llamadas. Una...
—Ahora no, Oda —dije sin detenerme—. Estaré fuera cuarenta y cinco minutos. No cojas mensajes.
—Pero...
—Ya llamarán otra vez si es importante.
Una chica guapa, Oda, aunque le faltaba experiencia. ¿O era Ida?
2
El sector terciario
El sabor fresco y salado que dejan los gases de un tubo de escape en el aire otoñal me hace pensar en el mar, en la extracción de petróleo y en el producto interior bruto. La luz solar incidía oblicuamente sobre el cristal de los edificios de oficinas y proyectaba sombras delineadas y rectangulares sobre una zona que en otro tiempo albergó fábricas. Ahora era una especie de barrio con tiendas demasiado caras, pisos demasiado caros y oficinas demasiado caras para consultores demasiado caros. Desde donde me encontraba podía ver tres gimnasios, que estaban llenos de gente de la mañana a la noche. Un hombre joven con traje de Corneliani y gafas de diseño me saludó con deferencia cuando nos cruzamos, y yo le devolví el gesto con una inclinación de cabeza algo indulgente. No tenía ni idea de quién era, pero sabía que seguramente pertenecía a otra empresa de selección. ¿Edward W. Kelley, quizá? Nadie que no sea un cazatalentos saluda con deferencia a otro cazatalentos. O dicho de otro modo: nadie más me saluda, no saben quién soy. En primer lugar, me relaciono con pocas personas aparte de Diana, mi mujer. Y en segundo lugar, trabajo en una empresa que, al igual que Kelley, es una de las exclusivas, de las que evitan aparecer en los medios, de las que crees que nunca has oído hablar hasta el día en que te encuentras capacitado para desempeñar un puesto importante en este país, hasta el día en que recibes una llamada nuestra y empieza a sonarte eso de Alfa. ¿Dónde has oído ese nombre antes? ¿No sería en una reunión de la directiva del consorcio relacionada con el nombramiento de un nuevo director de división? Parece que, después de todo, sí que has oído hablar de nosotros. Pero no sabes nada. Porque la discreción es nuestra mayor virtud. La única. Por supuesto, casi todo lo que decimos es mentira; por ejemplo, el mantra con el que suelo terminar mis entrevistas: «Eres el hombre que he estado buscando para este puesto. Un puesto para el que no solo creo que eres perfecto, sé que eres perfecto. Y eso significa que el trabajo es perfecto para ti. Créeme».
Bueno. Pues no me creas.
Sí, sería de Kelley. O de Amrop. Con ese traje estaba claro que no era de una de las grandes, como Manpower o Adecco, menos interesantes y nada exclusivas, pero tampoco de las pequeñísimas e interesantes como Hopeland, porque, en ese caso, yo habría sabido quién era. Naturalmente, podía ser de las más grandes y relativamente interesantes, como Mercuri Urval o Delphi. O de las más pequeñas, poco interesantes y sin nombre, las que seleccionan a los de un nivel intermedio y a las que solo se permite competir con nosotros, los chicos importantes, muy de vez en cuando. Las que pierden, aunque luego vuelven a encontrar a encargados de tiendas y a directores financieros. Y cuyos miembros saludan con deferencia a personas como yo porque esperan que algún día nos acordemos de ellos y les ofrezcamos trabajo.
No existe una clasificación oficial de cazatalentos ni una investigación reputada como sucede con los agentes inmobiliarios, ni tampoco fiestas del sector donde se concedan premios anuales a los gurús como ocurre en el mundo de la publicidad y la televisión. Aunque nosotros sabemos quién es quién. Sabemos quién es el rey de la colina, quiénes son los retadores, quién está a punto de perder su posición. Las hazañas se llevan a cabo en silencio; los entierros, en un silencio sepulcral. Pero el tío que acababa de saludarme sabía quién era yo, Roger Brown, el cazatalentos que nunca propone para un puesto a un candidato que no salga elegido, el que, si es necesario, manipula, obliga, corrompe y mete al candidato de cabeza, el que tiene clientes que confían a ciegas en su capacidad de evaluación y que, sin dudarlo, dejan el destino de su compañía en sus manos y únicamente en sus manos. En otras palabras: no fueron las autoridades portuarias de Oslo las que contrataron a un nuevo jefe de tráfico el año pasado, no fue AVIS el que contrató al director para la sucursal de Escandinavia, y definitivamente, no fue la asamblea municipal la que contrató a los directores para la central eléctrica de Sirdal. Fui yo.
Me dije a mí mismo que debía tomar notas sobre aquel tipo. «Buen traje», «sabe a quién debe mostrar respeto».
Llamé a Ove desde la cabina que había junto al quiosco de Narvesen a la par que comprobaba el móvil. Ocho mensajes. Los borré todos.
—Tenemos un candidato —anuncié en cuanto Ove descolgó por fin el teléfono—. Jeremias Lander, de la calle Monolitveien.
—¿Quieres que averigüe si lo tenemos?
—No, sé que lo tenéis. Está citado mañana para una segunda entrevista. De doce a dos. A las doce en punto. Dame una hora. ¿Lo has apuntado?
—Sí. ¿Algo más?
—Las llaves. ¿En el Sushi & Coffee dentro de veinte minutos?
—Media hora.
Bajaba por la calle empedrada, de camino al Sushi & Coffee. La razón de que hayan elegido un pavimento que hace más ruido, contamina más y, por si fuera poco, es más caro que el asfalto común probablemente se deba a la necesidad de idilio, al anhelo de algo originario, de algo tradicional y auténtico. En todo caso, algo más genuino que este decorado q