Samsón y Nadiezhda

Andréi Kurkov

Fragmento

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1. Plaza Tarásovksaia, 3. Aquí se encontraba la comisaría de policía de Líbedski, donde, de forma inesperada, asumió sus funciones Samsón Kolechko. Resulta interesante que el nombre del lugar ha llegado hasta nuestros días.

2. Calle Zhiliánskaia, 24. En esta casa vivía felizmente la familia Kolechko: el padre, la madre, Samsón y su hermana pequeña. En 1919, tras la muerte violenta del cabeza de familia, los soldados del Ejército Rojo Fiódor y Antón fueron acuartelados aquí.

3. Calle Basséinaia, 3 (barrio de Pechersk). Aquí vivía el sastre Baltzer, que desempeña un papel importante en la novela.

4. Calle Naberézhno-Nikólskaia. Esta era la casa de los padres de Nadiezhda, desde donde iba cada día a su lugar de trabajo, no sin dificultades y peligros.

5. Senda Sobachia, o camino de los Perros. Este era el nombre popular de la estrecha calle que va de Pechersk a la plaza Bessarabska, conocida desde mediados del siglo xix. Su nombre oficial era Klowski Boulevard. El nombre de camino de los Perros viene de que aquí, al borde del barranco, los ladrones y los perros salvajes acechaban ocasionalmente a los peregrinos que iban caminando desde el centro de Kiev hasta el santuario de las Cuevas. Aquí está el hospital Alexándrovski, en cuya morgue yacían los cadáveres que tanto interesaban a Samsón.

6. Calle Naberézhno-Líbedeskaia, 36. Aquí, en la casa del doctor Vatrujin, especialista en enfermedades oculares, es donde se refugió Samsón con la oreja cortada.

7. Parque Alexándrovski. Aquí fueron enterrados los soldados del Ejército Rojo que murieron luchando heroicamente por la revolución y sobre cuyas tumbas pronunció Naiden su discurso.

8. Calle Malo-Dorogoshitskaya. El cirujano Tretner, que tiene una gran influencia en esta historia, trabajó en el Hospital Quirúrgico Judío Iona Záitsev, ubicado en esta calle.

9. Calle Nemétskaia, o calle Alemana. En esta calle vivía el sastre Sivokón, que, sin saberlo, ayudó enormemente a Samsón en sus investigaciones.

10. Calle Dorogoshitskaya. Aquí se encuentra el cementerio de Lukiánovo (ahora parque-museo al aire libre Lukiánovski), cerca del cual Samsón aprendió a disparar en el antiguo campo de tiro de la Sociedad Kievita de Caza.

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Capítulo 1

El sonido del sable cayendo sobre la cabeza de su padre dejó aturdido a Samsón. Con el rabillo del ojo captó el resplandor momentáneo de la hoja brillante y metió el pie en un charco. El brazo izquierdo de su padre, ya muerto, lo empujó hacia un lado y gracias a este empujón el siguiente sable no se desplomó sobre su cabeza pelirroja, pero tampoco pasó de largo: le seccionó la oreja derecha y él la vio caer a la cuneta; le dio tiempo a estirar el brazo, atraparla y estrecharla en el puño. Mientras que su padre, con la cabeza partida en dos, se desplomó en medio del camino. La pezuña herrada de la pata trasera del caballo lo estampó una vez más contra la tierra. Después, el jinete espoleó una vez al caballo y se lanzó camino adelante, donde varias decenas de ciudadanos a la carrera se arrojaban a las cunetas de ambos lados del camino, comprendiendo lo que los esperaba. Detrás de él había otros cinco jinetes.

Pero a estos Samsón ya no los vio. Estaba tumbado en la parte inclinada de la cuneta, con la mano izquierda apoyada en la tierra húmeda y la cabeza echada sobre el puño derecho. Le ardía la herida de la cabeza, le ardía ruidosa y sonoramente, como si alguien estuviera aporreando un riel de acero con un martillo justo encima de ella. La sangre cálida le corría por el pómulo hasta el cuello. Se colaba por el interior de la camisa.

Empezó a llover otra vez. Samsón levantó la cabeza. Miró al camino. Vio el pie de su padre girado, con la suela hacia él. Los botines ingleses con botones azul oscuro lucían nobles, aun pringados de barro. Su padre los había llevado continua y cuidadosamente durante seis años, desde 1914, cuando un vendedor de zapatos de Kreschátik, asustado por el inicio de la guerra, rebajó muchísimo su precio, suponiendo con acierto que un combate no era el mejor momento para vender mercancías a la moda.

No quería ver entero a su padre muerto, con la cabeza abierta. Y precisamente por eso reculó por la cuneta, sin aflojar el puño con la oreja. Encontró el camino, pero no pudo enderezarse. Delgado y encorvado como estaba, se obligó a no darse la vuelta. Dio un par de pasos y tropezó con un cuerpo. Lo rodeó y entonces un ruido terrible se desplomó de nuevo sobre su cabeza y se desató en su interior. El ruido se vertía como estaño incandescente por la oreja seccionada. Presionó el puño contra la herida sangrante, como intentando taponarla y atajar el estruendo que había irrumpido en su cabeza. Y echó a correr. Corría para alejarse, sin más, aunque fuera en la misma dirección de la que había venido con su padre, hacia su Zhiliánskaia familiar. Entre el estruendo y el ruido oyó disparos aislados, pero no se detuvo. Corría dejando atrás a ciudadanos y ciudadanas que, desconcertados, miraban en todas direcciones y no iban a ningún sitio. Cuando sintió que no podía más, que las fuerzas se le agotaban, su mirada se quedó fija en un gran cartel sobre la puerta de un palacete de dos plantas: SANACIÓN DE ENFERMEDADES OCULARES. DOCTOR VATRUJIN N. N.

Se acercó corriendo a la puerta, llevó la mano izquierda al tirador. Cerrado. Llamó con la mano.

—¡Abra! —gritó.

Empezó a golpearla con los puños.

—¿Qué se le ofrece? —De dentro llegó una voz asustadísima de mujer.

—¡Necesito un médico!

—¡Nikolái Nikoláievich hoy no pasa consulta!

—¡Tiene que hacerlo! ¡Está obligado a atenderme! —suplicó Samsón.

—¿Quién es, Tonia? —resonó una voz de barítono alejada y profunda.

—Alguien de la calle —respondió la anciana.

—¡Déjalo entrar!

La puerta se entreabrió. La anciana miró al ensangrentado Samsón por el resquicio, después lo hizo pasar y al instante cerró la puerta con llave y echó dos pestillos.

—¡Ay, Señor! ¿Quién le ha hecho eso?

—Los cosacos. ¿Y el doctor?

—Por aquí.

El doctor, bien afeitado y de pelo cano, desinfectó en silencio la herida, le puso una gasa con un ungüento y le vendó la cabeza.

Samsón, un poco más tranquilo gracias a la calma del ambiente, lo miró con silencioso agradecimiento y abrió el puño derecho.

—¿Y se puede pegar la oreja de alguna manera? —preguntó apenas audible.

—No podría decírselo. —El doctor meneó con pena la cabeza—. Soy especialista en enfermedades oculares. ¿Quién le ha hecho eso?

—No lo sé. —El muchacho encogió los hombros—. Los cosacos.

—¡El desgobierno rojo! —dijo Vatrujin suspirando con pesar.

Se apartó hasta la mesa, rebusc

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