El último caso de William Parker

Alexandre Escrivà

Fragmento

libro-2

Prólogo

El sol aún no ha salido. Una densa niebla Tule con tintes blanquecinos se arrastra lentamente por las calles de la ciudad haciendo que la visibilidad sea casi nula. El silencio reina a lo largo de las largas avenidas, solo se percibe el rumor de las olas de la bahía a lo lejos. El olor a café y pan recién hecho empieza a abrirse paso entre la humedad. Hace frío. La Navidad se acerca y se nota en los huesos.

Un hombre alto, con una mochila a hombros y vestido con un traje de chaqueta azul marino, se dirige al trabajo escuchando «Don't Stop Me Now» de Queen por los AirPods. A pesar de no ver a más de dos metros de distancia, camina cabizbajo revisando las tendencias de Twitter en su iPhone: nada que le interese en realidad. De pronto tropieza torpemente con algo, está a punto de caerse, pero, cuando recobra el equilibrio y baja la mirada no encuentra nada a su alrededor. «Qué extraño», piensa.

De repente, un grito ahogado surge entre la niebla. Los pocos transeúntes que hay se giran hacia una mujer horrorizada, inmóvil ante la entrada de un callejón. A medida que se acercan preocupados, se multiplican los gritos, aunque pesa más el silencio.

La cabeza cortada de una joven está rodando por el suelo hasta detenerse delante de ellos.

Tiene los ojos y la boca abiertos en una mueca sorprendida. Su cabello, largo y rubio, baila y se enreda al capricho del viento de diciembre. No hay rastro de su cuerpo; una cabeza que parece un juguete macabro es el único testigo de su existencia. Entre los pocos presentes desorientados, sin saber por qué, se cierne como una sombra oscura la certeza de que nadie está a salvo en la ciudad de San Francisco.

1

William Parker
20 de diciembre de 2018, San Francisco

No sé cuántos cigarrillos llevo y son solo las siete de la mañana. Una idea me ha quitado el sueño y he sentido el impulso de escribirla, así que he preparado café y me he puesto a teclear en mi despacho. Me he estancado en la segunda página. Algo es algo. Llevo meses con esta novela y en ningún momento he llegado a sentir que por fin tengo algo bueno. Me falta inspiración. Para ser escritor, hay que vivir, o eso dicen. Pero últimamente no hago más que fumar y escribir. Y lo segundo se me da de pena.

Apago lo que queda de cigarrillo en el cenicero atestado de colillas y me enciendo otro al instante. Me acerco a la ventana y la abro, entra un aire frío y brumoso. Observo a la gente deambulando entre la niebla espesa que hoy cubre San Francisco. Todos se apresuran hacia alguna parte. Al trabajo, claro. Todos tienen un trabajo.

Intento no pensar en ello. Me imagino que van a otro sitio, uno más inspirador. Me fijo en un hombre vestido con traje azul. Lleva unos auriculares que lo mantienen alejado de la realidad. O deberían hacerlo. Hay algo en él que lo diferencia del resto. Parece haber visto un fantasma. Está parado y, tras una mueca, se quita los cascos, los guarda en el bolsillo del pantalón y revisa su reloj. Se dispone a cruzar la calle con el semáforo en rojo, pero finalmente se detiene delante del paso de peatones. Tras una corta espera, el semáforo da luz verde y él se adelanta a la pequeña masa hasta desaparecer de mi campo de visión.

El cigarrillo se consume solo y le doy un golpecito con el dedo índice. La ceniza cae y se disuelve en una ráfaga de viento invernal.

Me vuelvo a concentrar en las personas de la calle. Venga, segundo intento. Una chica destaca por su gorro de lana rojo. Una mochila bambolea colgada del hombro. Irá a la universidad. No. Tampoco me vale. Va a conocer al amor de su vida y no lo sabe. Sí, eso está mejor. Mírala, oculta una sonrisa tonta. Está recordando algo. Puede que ya conozca al amor de su vida. Anoche el chico intentó besarla en el portal de su casa y ella lo esquivó. En realidad, quería besarlo, pero los nervios la llevaron a apartarse en contra de su voluntad. Hoy será más fuerte que ellos. Hoy será el día.

Un chico se acerca y le planta un beso que ella no rechaza.

¿Y el chico de anoche? ¿Lo vas a dejar tirado?

Cierro la ventana y regreso al escritorio. Sostengo el cigarrillo entre los labios y miro el teclado con indecisión. Mis dedos bailan en el aire, amenazando con sacar un revólver de la nada. El humo sube como una serpiente encantada de la India que me nubla la vista. Cierro los ojos y suspiro. Esto no es lo mío.

El teléfono suena y doy un respingo. ¿Quién llama a estas horas? Apago el cigarrillo y bajo las escaleras a trompicones. Sí, es el teléfono fijo del salón. Y no, no tengo móvil. Antes tenía el del trabajo, pero ahora prefiero vivir sin esas cadenas invisibles. La relación con mis padres se enfrió hace ya más de cinco años, y no tengo hermanos que me busquen para que les ayude a pagar la hipoteca o las primeras letras de un coche que no se pueden permitir. Mi único amigo es Alfred Chambers, y él sabe perfectamente dónde vivo, de modo que no necesito móvil alguno. ¿Será él? Sorteo las cajas de la mudanza, esas que debería haber deshecho hace días tras volver de Oakland, y descuelgo.

—¿Sí?

—¿William Parker?

—¿Quién pregunta?

—Soy la teniente Alice Watson.

Cuando el teniente Fallon se jubiló el año pasado, fue Watson quien lo relevó, pero yo apenas coincidí con ella, lo dejé justo después de su fiesta de bienvenida. ¿Por qué me llama?

—¿Qué pasa?

—Quiero que se reincorpore al cuerpo.

Esto sí que no me lo esperaba.

—Ya no soy policía.

—Un policía nunca deja de serlo.

—Ahora soy escritor —sostengo.

—¿Escritor? —Advierto el sarcasmo en su voz—. ¿Qué ha escrito?

—…

—Me lo suponía. Déjese de chorradas, Parker. Ni siquiera ha cumplido los cuarenta, un año sin trabajar es demasiado. Su cuenta bancaria necesitará un respiro, ¿no cree?

«Y que lo diga». Pero la cultura no es una chorrada. Y estoy seguro de que, en un futuro no muy lejano, en los momentos más duros, la gente se aferrará a ella como a la pócima de la eterna juventud. Aunque, por otro lado, podría escribir miles de páginas y no cobrar ni un miserable centavo. Lógico, si no publico nada. Pero es que aún no tengo una historia que sea digna de ser publicada. Es solo cuestión de tiempo. Solo tengo que…

—¿Parker?

Bajo la mirada, decepcionado.

A quién voy a engañar, yo no soy escritor. He querido pensar en otras cosas, olvidar lo que pasó. Pero es imposible. El recuerdo permanece como una herida abierta. Al principio acudí a un psiquiatra. Era un tipo majo, pero sus métodos no me convencían. Yo quería superarlo por mí mismo, sin depender de unas pastillas que traían aparejados más problemas que soluciones, de modo que a los pocos meses dejé de visitarlo. Hice lo propio con el lorazepam. Ahora consigo dormir, más o menos, aunque aún tengo pesadillas. Me gustaría vivir en paz, pero no puedo.

—¿Sigue ahí?

—¿Por qué ahora?

—Mejor se lo cuento en persona. Ábrame.

—¿Cómo?

El timbre suena.

Joder. No estoy presentable. Cuelgo el teléfono y voy al recibidor. Me miro en el espejo de la entrada y él me devuelve la imagen de un hombre delgado con el pelo corto y desaliñado, ojos marrones y facciones rectas. Mis treinta y ocho años parecen haberse escondido bajo una barba de tres días y unas ojeras marcadas. Me peino un poco con las manos. No debería aceptar lo que sea que me vaya a ofrecer. Lo que pasó no puede volver a ocurrir. No lo soportaría. No. El trabajo de escritor, si se le puede llamar así en mi caso, es mucho más tranquilo, menos peligroso. Lo tengo claro: le voy a decir que estoy muy bien como estoy, que no me interesa.

Reviso mi horrible aspecto una vez más. Cojo aire y abro la puerta.

2

William Parker
20 de diciembre de 2018, San Francisco

Guío a la teniente Watson al salón y la invito a sentarse en el sofá. Yo lo hago en el sillón que está frente a ella. La escruto unos instantes, esperando a que arranque con lo que venga a decir para despacharla pronto. Está igual que cuando me fui: pelo sobre los hombros, cara redonda, agradable, y cuerpo de nadadora olímpica.

—Bueno, Parker. Vayamos al grano, no tenemos mucho tiempo. Quiero que se reincorpore ya.

—Eso ya lo ha dicho. Y lo siento, pero no tengo intención de hacerlo.

—¿Por qué?

Aparto la mirada.

—Es complicado.

Ahora es Watson quien me escruta a mí.

—Leí el informe del caso de Los Ángeles, ¿sabe? —Según lo dice, el corazón me da un vuelco—. Me sorprendió que se pidiera una excedencia cuando yo llegué. Le reconozco que pensé que era porque no quería estar bajo las órdenes de una mujer. Pero luego leí el informe. Y la prensa. Es difícil no hacerse una idea de lo que pasó. —Aprieta los labios, como tratando de contener la pregunta; no lo logra—: Es por ella, ¿verdad?

—No se atreva a mencionarla —arremeto contra la teniente.

Watson asiente muy despacio.

—Así que es eso. —Hace una pausa y echa un vistazo al salón antes de volver la mirada hacia mí—. Quedarse aquí encerrado no le va a curar las heridas, Parker. Debe olvidarlo. Trabajar le mantendrá la cabeza ocupada. Y está de suerte, tengo un caso para usted.

—No me interesa.

—Aún no le he dicho de qué se trata.

Cierro los ojos. ¿Debería volver? No. No podría. Los recuerdos serían más intensos.

—Siento que haya perdido el tiempo viniendo aquí, teniente. Pero… no puedo. Ya no soy el mismo.

—Déjeme al menos exponerle el caso. Acabaré pronto, lo prometo —insiste con un tono más suave—. Luego, si sigue sin interesarle, me iré por donde he venido y aquí no ha pasado nada.

Suspiro, rendido, y asiento.

—Está bien.

La teniente Watson se da una doble palmada en los muslos en señal de victoria y saca su móvil. Juega con él unos segundos y me lo tiende. Lo que veo me impacta. Es una foto. La cabeza decapitada de una chica yace sobre un rastro de sangre. Tiene los ojos y la boca abiertos.

—¡Joder! ¿Qué ha pasado?

—Todo apunta a un asesinato. El cuerpo no estaba en el mismo escenario.

Se me revuelve el estómago y le doy el móvil. Hacía mucho que no veía una imagen semejante.

—¿Dónde ha aparecido?

—En un callejón de North Beach. Sobre las 6.35 de la mañana.

North Beach. Eso está a tan solo unas manzanas de aquí. Regresa como un flash a mi memoria el rostro asustado del hombre con traje azul que he visto antes. No habría visto un fantasma, pero quizá sí un muerto. O medio.

—¿Algún testigo?

—No. Unas personas han encontrado la cabeza tirada en el suelo y han llamado al 911.

—¿Ha aparecido por arte de magia?

—La magia no existe, señor Parker.

«Claro que no existe». Frunzo el ceño y pienso. El rastro de sangre abre dos posibilidades: o bien la chica ha muerto allí mismo, o bien se ha depositado la cabeza allí después de separarla del cuerpo. Pero no hay cuerpo. Puede que el crimen se haya cometido en plena noche. Sin embargo, se ha dado el aviso hace poco menos de una hora. Curioso. Por desgracia para unos y fortuna para otros, hay mucha gente con un horario laboral inhumano que habría visto la cabeza decapitada a una hora más prudente en lo que a un asesino se refiere. Pero no ha sido el caso. Por tanto, todo indica que la chica ha muerto poco antes del aviso. ¿El asesino la ha decapitado en North Beach y se ha llevado el cuerpo sin que nadie lo haya visto? Incluso con esta niebla, lo dudo mucho. Lo ha hecho en otro sitio. Aunque la cabeza aún sangraba: ha tenido que ser un lugar cercano. Muy cercano.

—El cuerpo aún sigue allí —adivino.

—¿Allí, dónde?

—La chica vive en la misma calle. La han asesinado en su domicilio y se han llevado la cabeza para dejarla en el callejón cuando nadie mirara. La sangre indica que ha sido separada del cuerpo minutos antes. El asesino podría haberla matado dentro de un coche y lanzar la cabeza por la ventanilla, pero me parece demasiado arriesgado. El coche quedaría lleno de sangre y el conductor tendría que escapar exponiendo el vehículo ante todos los transeúntes. No. El cuerpo debe de permanecer en alguna vivienda cercana. Lo único que hay que hacer es identificar a la chica. El cuerpo la esperará en casa.

Watson muestra una sonrisa torcida.

—La chica se llama Sarah Evans, veintiún años. Unos vecinos de Filbert Street que salían a trabajar muy temprano la han identificado inmediatamente. Y sí, su cuerpo está en casa, en el edificio de enfrente de donde se ha encontrado la cabeza.

—¿Lo sabía? —No puedo evitar sorprenderme.

—Sí, pero, como comprenderá, tenía que ver de qué era capaz después de un año inactivo. No me ha defraudado, Parker. Le felicito.

—¿Sabe algo más que no me haya contado? —pregunto, molesto.

—No. Por ahora, eso es lo que tenemos.

—¿Por qué ha venido a verme, teniente? No soy el único que se dedica a esto.

—Verá, hace tiempo que estoy buscando el momento para hablar con usted. Como le he dicho, su excedencia me llamó mucho la atención y quería asegurarme de que aún dispongo del mejor investigador criminal de la plantilla.

—Yo no soy el mejor.

—No sea modesto, Parker, los datos hablan por sí solos. —Ella resopla y eleva los ojos al techo—. Bien, usted lo ha querido: el inspector Harris quedó herido hace una semana en una operación especial y está de baja ahora mismo. Como comprenderá, el Departamento de Policía de San Francisco no está como para prescindir de inspectores en una situación como esta, y más si su excedencia no es estrictamente necesaria.

Clavo los ojos en la alfombra. Mi resolución inicial vacila y digo:

—¿Qué es lo que quiere que haga?

—Encontrar al asesino, por supuesto.

Una suerte de boceto se plasma en mi cerebro. Es un hombre. No estoy seguro de su sexo, pero los porcentajes juegan en contra de los hombres. ¿Quién es? Aún es pronto para saberlo. ¿Por qué ha matado a Sarah Evans? Lo primero que se me ocurre, lo más típico, es que sea su pareja: relación sentimental que acaba en tragedia. O no. Puede que no fuesen pareja. Puede que ni siquiera se conociesen. A lo mejor, para el asesino no es tan importante el quién sino el cómo.

Watson empieza a decir algo pero alzo una mano:

—Espere.

Tiro de ese hilo del pensamiento, cada vez más lejos del salón. Ahora solo veo la mirada inmortal de Sarah Evans. Su boca. Su expresión de terror. El asesino podría haberla matado y esconder el cadáver en cualquier parte. O simplemente dejarla en el domicilio. Tarde o temprano alguien se daría cuenta del hedor que emanaría de la vivienda. Pero no. Le ha cortado la cabeza y la ha colocado en la calle para que todo el mundo la vea.

—Esta muerte es algo más que un simple asesinato.

—¿A qué se refiere?

—El asesino ha exhibido su obra, no ha tratado de ocultarla. Quiere decirnos algo, infundir miedo. Podríamos estar ante algún tipo de amenaza, incluso una venganza. En cualquier caso, apuesto a que la muerte de esa pobre chica es un mensaje a la ciudad o a alguien en concreto. De lo contrario, no tendría sentido montar este espectáculo. Lo primero que hay que hacer es investigar a la víctima, averiguar cómo era y con quién se relacionaba. Y hay que darse prisa. Si no, puede que el caso se complique más de la cuenta.

Watson asiente varias veces, masticando mis palabras.

—¿Insinúa que puede volver a matar?

—Esperemos que no… Pero sí, eso es justo lo que creo.

—¿Otra decapitación?

—Cabe la posibilidad de que el cómo no sea importante para él, pero…

—Creo que no le sigo.

—Lo que digo —intento explicarme— es que, si lo importante es la muerte en sí y no el modo, puede que el asesino recurra a otros métodos, ¿entiende? Esto es solo una hipótesis. De todas formas, no es relevante ahora mismo.

—¿Qué es lo más importante?

—Detenerlo.

—¿Y cómo pretende hacerlo?

—Conociéndolo.

—¿Perdone? —dice inclinándose hacia mí.

—Debemos tirar de hasta la más mínima pista que haya dejado en la escena del crimen.

—Entiendo que acepta el caso —me sorprende.

No debería, pero ahora me siento obligado a hacerlo. Sarah Evans merece que se le haga justicia y los vecinos de San Francisco querrán tener la certeza —imposible por otro lado— de que no van a morir decapitados de un momento a otro.

Suelto un profundo suspiro. Qué demonios.

—Sí. Acepto el caso.

3

William Parker
20 de diciembre de 2018, San Francisco

Pasamos por debajo del cordón policial que corta la entrada a Filbert Street y las luces estroboscópicas de los Ford Taurus Interceptor nos dan la bienvenida. La niebla es ahora más ligera con los rayos de sol ganando fuerza ahí arriba. Hay dos coches delante del callejón, situado a media calle, y otros dos al otro lado de la calzada. Una decena de reporteros habla a las cámaras con sus respectivas credenciales colgadas del cuello. Saludamos a varios agentes uniformados y nos acercamos al callejón con paso firme. Que la teniente venga a la escena del crimen es un tanto extraño, pero Watson se ha empeñado en acompañarme y no voy a contradecir a mi jefa en mi primer día de vuelta al trabajo.

—¡Parker! —grita el oficial Ian Davis, que aparece por detrás de uno de los coches. Lleva el pelo engominado y sostiene un vaso de café humeante en la mano—. ¿Has vuelto?

—Eso parece.

—Me alegro de verte —dice al tiempo que me suelta un suave puñetazo amistoso en el pecho—. Siento lo que te pasó en Los Ángeles, debió de ser duro.

—Lo fue. Yo siento haberme ido sin despedirme. Después de aquello, necesitaba darme un tiempo, ya sabes.

—Tiempo… Eso me dijo mi mujer antes de largarse. Todos necesitamos tiempo, ¿no? Vamos por la vida a mil por hora y el trabajo nos absorbe. Pero ¿desde cuándo tu marido te quita tiempo? No, en serio, dímelo.

La teniente le lanza una mirada fulminante.

Ian es un buen policía, pero nunca ha sido un hombre ejemplar.

—No sé, Ian. Nunca he estado casado contigo. No sé cómo de capullo puedes llegar a ser.

Watson reprime una sonrisa. Ian se queda un poco aturdido. Luego ríe a carcajadas y me pega de nuevo, un poco más fuerte que antes.

—Veo que no has perdido el humor, Parker. Eso me gusta. Bienvenido.

—Davis —dice Watson—, ¿ha llegado Charlotte?

El oficial niega con la cabeza.

—Aún no.

Watson maldice para sus adentros molesta.

Me pregunto quién será esa tal Charlotte.

Tras saludar a un par de antiguos compañeros, llegamos por fin a la escena que nos ha traído a todos aquí. La cabeza cortada de Sarah Evans mira al cielo desde un suelo sucio y ensangrentado. Su piel es pálida, casi morada. El cabello se ha adherido en buena parte a la sangre que lo rodea, pero algunas hebras se elevan como queriendo escapar, al son que marca el viento. La fotografía que me ha mostrado Watson no es nada comparada con esto. Las atrocidades humanas siempre son mucho más espeluznantes cuando las miramos a los ojos.

—Y ¿dice que nadie ha visto a un tipo con una cabeza cortada en las manos? —pregunto, incrédulo.

—Nadie lo ha confirmado.

Me acuclillo y examino el escenario con cautela. Aparte del evidente corte del cuello, el rostro está intacto. Hay salpicaduras escarlata en una mejilla y en la frente.

—El asesino también debe de haberse salpicado —murmuro. Miro hacia atrás, hacia delante y a los lados—. No hay rastro de sangre más allá de este escenario.

—¿Cómo dice? —pregunta Watson, absorta. No para de revisar el móvil. Parece preocupada.

—Mire hacia la entrada del callejón. No hay ni una gota de sangre. Tampoco por el otro lado. Solo aquí: un pequeño charco pulcro y tres metros de rastro hasta la cabeza.

—Se ve que alguien ha tropezado y la cabeza ha rodado hasta la posición actual. Quienquiera que haya sido, se ha esfumado entre la niebla antes de ser visto.

—Y ¿qué me dice de la ausencia de sangre desde el edificio hasta el charco?

—Lo habrá limpiado.

—No lo creo. Ya se la ha jugado bastante trayendo la cabeza al callejón. La habrá escondido en una bolsa, mochila o algo similar. No puede ser que…

—¡Perdón! —grita una voz femenina. Me vuelvo y veo a una chica vestida con una bata blanca que se acerca apresurada—. No he podido venir antes.

—¿Sabes qué hora es, Charlotte? —suelta la teniente.

Me incorporo. Creo que es momento de presentaciones.

—Sí, sí. Ya he dicho que lo siento, ¿no? —replica levantando las manos.

Watson resopla. Parece que no es la primera vez que esto ocurre.

—Hola. —La chica me tiende la mano—. Yo soy la forense.

—Inspector William Parker. —Aprieto los labios a modo de sonrisa.

—Lo sé —confiesa—. ¿Habéis visto el cuerpo ya?

—Aún no —responde Watson—. Estamos a medio camino de la excursión.

—Okey. Id yendo si queréis. Aquí tampoco hay mucho más que ver.

—¿Está de acuerdo? —me pregunta Watson.

—Desde luego. Vamos a ver ese cuerpo.

Me adelanto unos pasos hacia Filbert Street y oigo cómo la teniente se queda hablando con la forense:

—¿En qué estás pensando? Que sea la última vez que…

—¿Qué te parece, Parker? —me pregunta Ian con los brazos cruzados—. De locos, ¿no?

—Sí. La verdad es que quien lo ha hecho no tiene muchos escrúpulos.

—Pues espera a ver el cuerpo. Eso sí que es una locura.

—¿Por qué?

—¿Vamos? —me apremia Watson, que ha salido del callejón sigilosamente.

Asiento por toda respuesta.

Caminamos hacia el estrecho edificio de tres plantas que custodian los otros Ford y los periodistas nos asaltan por el camino.

—Buenos días, teniente Watson. ¿Tienen alguna idea de quién ha podido hacer esto?

—¿Por qué lo ha hecho?

—¿Puede confirmarnos el nombre de la víctima?

La teniente levanta una mano y responde sin detener sus pasos:

—Aún es pronto para decir nada.

Fuera del edificio nos recibe la oficial Madison Bennett, no tan alegre como Ian. Y mucho menos que Charlotte.

—Me alegro de verte, William —dice sin una pizca de entusiasmo. Está casi tan pálida como la muerta.

—Lo mismo digo, Madison.

—¿Estás bien, Bennett? —pregunta Watson.

—Sí. Solo que… —mira un momento al portal del edificio— esto es horrible. Y, cuando eres policía, ver de cerca lo que algunos son capaces de hacer te hace temer por tu familia cada segundo de vida.

Entiendo perfectamente a Madison. Con este ya son cuarenta y cuatro homicidios en lo que llevamos de año. Más de dieciséis mil en Estados Unidos. Es normal que tema por su familia. Yo también lo haría… si tuviera una.

—Lo sé —dice Watson.

Basta con mirarla para saber lo que está pensando, lo que todos pensamos: la triste realidad es que no podemos impedir que se cometan estos crímenes.

Madison se aparta para cedernos el paso y entramos en el edificio. Veo a Watson dirigirse al ascensor. Solo hay tres pisos. ¿Quién pone un ascensor aquí? No puedo entrar. No pienso hacerlo.

—Yo subo andando.

Watson vacila.

—Como quiera.

Al llegar al tercero, nos encontramos con dos agentes en la puerta de la vivienda. Los saludamos con la cabeza y pasamos dentro. La cerradura parece intacta. Las paredes están pintadas de blanco. Hay un espejo en el recibidor, como el mío. Me miro en él. Watson ha tenido la amabilidad de dejarme unos minutos para arreglarme antes de salir de casa y ahora tengo un aspecto más amable, menos desaliñado. Pienso en la memoria del espejo. Aparte de Sarah Evans, probablemente haya sido el único que le ha visto la cara al asesino. Me lo imagino revisando su aspecto, como hago yo ahora, buscando algún rastro de sangre en su ropa.

—¿Han hablado con la gente del edificio? Puede que alguien haya visto u oído algo.

—No hay vecinos. Las dos viviendas restantes pertenecen al banco. Y, después de esto, dudo que alguien se interese por ellas en un tiempo.

Recorremos el recibidor y pasamos al salón, minimalista, conectado con la cocina, el cuarto de baño y dos habitaciones. Unos técnicos de Criminalística fotografían cada centímetro del piso. Hay sangre por el suelo y muestras de arrastre que se pierden por una de las habitaciones. Antes de ver su interior, Watson me advierte:

—Coja aire.

—¿Por qué iba a…?

Las palabras mueren en mi garganta. El sol se cuela débilmente por las rendijas de las contraventanas. El ambiente está cargado. El aire enrarecido. El cuerpo de Sarah Evans se muestra ante nosotros sin cabeza, desnudo y arrodillado, ligeramente inclinado hacia delante. De las paredes laterales sobresalen dos argollas de las que se amarran unas cuerdas que sujetan con fuerza las muñecas del cadáver, obligando a que los brazos permanezcan extendidos en todo momento y el cuerpo adopte una postura de rendición eterna.

4

Fernando Fons
20 de diciembre de 2018, San Francisco

Café con leche, descafeinado, de máquina, la leche de soja, caliente pero no mucho, con sacarina, y rápido, que tiene prisa.

Será gilipollas.

Muelo los granos de café, apisono el contenido en el molinillo, meto la manivela en la cafetera, pongo debajo una taza con las iniciales de la cafetería y le doy al botón de inicio. El elixir de la vida, de un color oscuro precioso, cae lentamente sobre el blanco de la porcelana consiguiendo un contraste digno de exponerse en el MoMA. Giro la llave de vapor y espero un segundo a que salga la poca agua que lo puede arruinar todo, luego meto la jarra de leche de soja y la caliento, pero no demasiado. Detengo el chorrito de café. Saco la taza de debajo de la cafetera y la dejo encima de un platito de los de la barra. Vierto un poco de la leche que acabo de calentar y pongo una cucharilla y dos sobrecitos de sacarina.

Listo.

El café no es descafeinado, que le den.

Se lo acerco al cliente a la mesa y, al despegar los ojos de su móvil, dice:

—Ah, lo quería para llevar.

La sonrisa se me tensa.

Si es para llevar, ¿por qué te sientas a una mesa?

Le echaría el café por encima, pero no me compensaría. Me limito a asentir y vuelvo detrás de la barra. Vuelco el café dentro de un vaso de cartón y veo con el rabillo del ojo que el cliente se levanta de la mesa para acercarse a la barra. Por fin aprende.

Le pongo el vaso delante:

—Tres cincuenta.

Se rasca el bolsillo y me entrega un billete de cincuenta dólares.

Lo que faltaba. No protesto. Inspiro, espiro, y a trabajar. Le tiendo el cambio y, como suponía, no me da ni las gracias.

Este trabajo me tiene harto. El salario es malo. El horario, mucho peor. Los clientes…, bueno, hay de todo. Mi jefe es un sinvergüenza. Siempre se las apaña para que le salgan las cuentas aunque eso signifique pedirme que trabaje unas cuantas horas por la cara. Quién me habría dicho que con treinta y cuatro años acabaría trabajando en una cafetería de tres al cuarto en la otra punta del mundo. Aún me siento un extraño en San Francisco. Nací en Tavernes de la Valldigna, una pequeña localidad de la Comunidad Valenciana, en España. Tavernes es un lugar muy peculiar. Es una ciudad, pero la gente de allí se refiere a ella como el poble, como si todo el mundo se conociese entre sus calles y formaran una familia con la que uno se siente protegido en todo momento, lo cual lo hace más entrañable si cabe. Me encantaría seguir viviendo allí, pero, después de lo que pasó hace seis meses, tuve que coger el avión con el destino más lejano que pudiera pagarme sin tocar mis ahorros, sabía que los iba a necesitar. Me subí al de Los Ángeles y crucé el Atlántico con mi gato Mickey a mi lado. Una vez en territorio californiano, pasé la noche en un hotel de mala muerte y seguí mi camino al día siguiente. Viajé hasta Bakersfield, en el condado de Kern, donde me quedé unos días, y luego llegué a San Francisco. Encontrar trabajo y alojamiento en Estados Unidos es tremendamente complicado con las leyes de inmigración de Donald Trump, y más si no quieres pasar por el proceso probatorio del Departamento del Trabajo y de la petición de residencia. ¿Que cómo lo hice entonces? Con talento y suerte. Bueno, y con la ayuda de alguien que me consiguió todo el papeleo a cambio de un buen fajo de billetes. Al final solo tienes que buscar bien. Hay delincuentes en todas partes.

Alquilé una casa en Saint Charles Avenue y me puse a buscar un trabajo digno y discreto, pero eso no existe por aquí. Así que me decanté por el puesto de camarero en el Golden Soul Cafe, situado en una esquina de Fillmore Street. No está cerca de mi casa, que se diga. De hecho, el trayecto es de una hora cogiendo un metro y un autobús. Pero es mucho mejor que estar encerrado injustamente en una cárcel española. Hace un par de semanas nos hicieron una inspección laboral en la cafetería y temí lo peor, pero sorprendentemente todos mis papeles estaban en regla. ¡Bendito falsificador!

—Oiga, camarero —dice una mujer sentada a una mesa, la del té negro—. Súbale el volumen a la tele, por favor.

Le echo un vistazo a la televisión, colgada de una pared. Una reportera de la FOX le habla a la cámara con una credencial alrededor del cuello. Por su expresión, no es portadora de buenas noticias. A su espalda, dos coches de policía cierran la entrada a un callejón. Busco el mando a distancia y subo el volumen.

«… esta mañana, en el distrito de North Beach. Las autoridades aún no han facilitado más información, pero la noticia es muy clara: hay un asesino suelto en San Francisco. Les pedimos que anden con mucho cuidado y no duden en avisar a la policía si tienen alguna pista sobre quién puede haber hecho esto. Les seguiremos informando».

El hombre que ha desayunado dos dónuts y un café solo suelta un soplido.

—Ni que eso fuera noticia hoy en día, la gente se mata por cualquier cosa. La vida ya no vale una mierda.

—No digas eso, Carl —dice la mujer del té negro—. No podemos permitir que el asesinato se normalice.

—Eso cuéntaselo a la Asociación Nacional del Rifle. Así cualquiera se convierte en un asesino. A mí que me digan que los Giants van a ganar la liga. ¡Eso sí que sería noticia!

La puerta de la cafetería se abre y una corriente de aire gélido me estremece. Otro cliente. Sonríe, Fons. Deberías pedir un aumento de sueldo, el trabajo de actor no se te está pagando.

5

William Parker
20 de diciembre de 2018, San Francisco

Cuando me recompongo del impacto, me enfundo los guantes que me facilita la teniente y me acerco despacio al cadáver. No sería muy profesional por mi parte dejar las huellas de mis zapatos dibujadas en la sangre del suelo, así que avanzo como si recorriese un campo de minas. Watson me observa desde el marco de la puerta. No dice nada, solo me deja trabajar en silencio. ¿O me está evaluando?

El cuerpo de Sarah Evans no presenta ningún tipo de magulladura, ni un rasguño. ¿No hay signos de lucha? Qué extraño.

—La puerta no estaba forzada —señalo.

—Así es.

—Tampoco aquí hay signos de forcejeo, es un trabajo muy limpio. Pero, por otro lado, el corte del cuello es un tanto impreciso, titubeante.

—¿Le dice algo?

Hago una mueca.

—Diría que nuestro asesino no tiene adiestramiento militar.

Watson coincide con un asentimiento.

Me agacho para pasar por debajo de las cuerdas. Una vez detrás del cadáver, recorro con la mirada su espalda, luego sus piernas flexionadas y finalmente los brazos. Todo parece intacto. Las muñecas, presionadas por los nudos de las cuerdas, se muestran de un color morado que contrasta con la palidez del resto del cuerpo.

—Parece que…

—Agentes —se oye desde el recibidor seguido de unos pasos cada vez más altos hasta que Charlotte, la forense, aparece por el vano de la puerta. Lleva puestos unos guantes de látex y muestra una sonrisa de oreja a oreja. Cuando ve el cadáver, vocifera—: ¡Madre mía! Esto sí que es un recibimiento. Nunca se habían arrodillado ante mí. Qué honor. Levántate, mujer, que me da reparo.

Silencio.

—Era una broma —aclara la forense.

Su comentario es del todo inapropiado en una situación como esta. Los familiares de Sarah Evans se pondrían histéricos de haberla oído. Sin embargo, hay algo en esta chica que me impide tomarme a mal sus palabras. Se ve que no tiene maldad.

Watson suspira y se dirige a mí:

—Parker, ¿iba a decir algo?

—Sí. Decía que la única herida es la del cuello. Así que, a falta de los resultados de la autopsia, me aventuraría a decir que ha muerto con el cuchillo clavado en la garganta.

—En efecto —dice Charlotte, que se ha puesto a observar el cadáver más de cerca—. Hay una hendidura que entra por el cuello y sigue hacia arriba. Parece una estacada fuerte y certera, que posiblemente haya impedido que la víctima gritara antes de morir.

—Con eso, la sangre del salón y los signos de arrastre hasta aquí, podemos confirmar que a la víctima la ataron después de muerta.

Watson frunce el ceño.

—Pero ¿por qué ha hecho esto si ya estaba muerta?

—Supongo que es parte del espectáculo.

—¿Cree que lo ha hecho para nosotros?

Me encojo de hombros.

—¿Por qué si no? La cabeza es para las masas. El cuerpo, para su público más selecto.

—Nunca he tenido entradas VIP para nada —comenta Charlotte.

—Se está burlando de nosotros —murmura Watson entre dientes.

—Eso parece.

—¿Qué cree que significa?

Miro el cuerpo, las rodillas sobre el suelo, los brazos extendidos hacia los lados, la ligera inclinación del tronco hacia delante.

—Creo que la doctora nos ha dado una pista muy buena sobre lo que el asesino ha querido transmitir con esta escena.

—¿Yo? —dice la forense, acuclillada y con una mano en el pecho.

—Su primera impresión ha sido que el cadáver se arrodillaba ante usted, como haciendo una reverencia. Posiblemente eso sea justo lo que el asesino quería representar. Quiere que nos postremos ante él.

Watson niega con la cabeza.

—Otro psicópata con aires de grandeza.

—¿Y esas argollas metálicas de las paredes? —pregunta Charlotte—. Si las ha puesto el asesino, ha debido de hacer bastante ruido.

—No hay vecinos —explica Watson—. Nadie ha escuchado el taladro.

—¿Puedo preguntarle algo, Charlotte?

—Solo si me tuteas.

—De acuerdo. Necesitaría que confirmaras mi impresión inicial, que me dijeses si estoy en lo cierto.

—¿Sobre qué?

—Sarah Evans lleva muerta más de cuatro horas.

La sonrisa de Charlotte reaparece con todo su esplendor.

—Yo diría que murió entre las once y las doce de la noche.

—¿Qué? —pregunta Watson, desconcertada—. Entonces ¿la cabeza llevaba siete horas en la calle cuando han dado el aviso?

—No lo creo —digo—. El asesino la habrá dejado en el callejón esta mañana.

—¿Y la sangre?

—La cabeza no sangraba cuando la ha dejado allí. Ha debido de embotellarla para derramarla en el callejón, en el lugar donde iba a colocar la cabeza. La hora de la exhibición se justifica con la afluencia de las calles. Es un poco retorcido, pero encaja.

—¿Por qué haría una cosa así? Una cabeza cortada ya es bastante impactante, ¿no?

—Por el morbo. Es un simple decorado para que su obra luzca más de cara al público. Y creo que no me equivoco si digo que la ha desnudado con el mismo fin.

Watson hace un ademán.

—Eso si no la ha…

—De eso me encargo yo —la interrumpe Charlotte, a quien no parece interesarle ni lo más mínimo la conjetura de la teniente. Está inmersa en otro pensamiento. Watson y yo reparamos en ello y la dejamos cavilar—. Si la mató anoche —dice por fin—, no creo que se llevara consigo la cabeza para dejarla esta mañana a veinte metros de aquí. No tiene sentido. Ha tenido que volver a la escena del crimen a por ella.

Aprieto la mandíbula y miro a la forense a los ojos.

—O más bien ha permanecido aquí toda la noche.

6

William Parker
2017, Los Ángeles

Cuando el teniente Fallon le habló sobre el caso de Los Ángeles, lo primero que hizo William fue llamar a Alfred Chambers. Hacía mucho tiempo que no tenía la oportunidad de visitar a su viejo amigo, y esta ocasión no podía desaprovecharla. Chambers no trabajaba en Homicidios, ni siquiera estaba en la plantilla del Departamento de Policía de Los Ángeles. Había trabajado muchos años en Tráfico, pero sus años en activo habían terminado. Era una de esas personas a las que coges cariño automáticamente, casi sin darte cuenta. Se trataba de un hombre sabio, con mucha paciencia y una sonrisa perpetua en la boca.

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