Un crimen con clase

Julia Seales

Fragmento

cap-3

1

Presentaciones

En la campiña inglesa había un pequeño municipio llamado Swampshire («Condado del Pantano»), que comprendía varias mansiones preciosas y un pantano repugnante. Era el hogar (una de las mansiones, no el pantano) de Beatrice Steele. En la ciénaga vivía una superpoblación de ranas fluorescentes. El efecto visual por la noche era magnífico, aunque el incesante croar desanimaba a algunos de los que, de otro modo, quizá hubieran elegido habitar en esa encantadora aldea.

Beatrice Steele era regordeta, con un simpático hueco entre los dientes delanteros y un mechón blanco en los rizos negros que le había salido durante una partida de whist especialmente competitiva. Tenía un carácter apasionado y un ingenio vivaz que hacía las delicias de sus amigos y familiares... casi siempre. Porque Beatrice era curiosa por naturaleza y, por lo tanto, se fijaba en demasiadas cosas, percibía demasiadas cosas y se hacía demasiadas preguntas acerca de la vida fuera de su localidad. Los demás consideraban que ese comportamiento implicaba un esfuerzo innecesario, dado que sin duda Beatrice acabaría sentando cabeza con uno de los jóvenes de Swampshire en una mansión que no hubiera sido tomada por las ranas, fundaría una familia y viviría feliz para siempre.

Ese era el camino que se esperaba de una dama, ya que en Swampshire se seguía un estricto código de conducta. Años atrás, el padre fundador de la aldea, el barón Fitzwilliam Ashbrook, había huido al campo desde la escandalosa ciudad de Londres en busca de un lugar que pudiera modelar a partir de unos principios de perfecta cortesía. En cuestión de meses, creó un panfleto en el que se recogían esos preceptos: La guía de Swampshire. Como creía que las mujeres eran especialmente proclives a la tentación, escribió dos libros complementarios: La guía para damas de Swampshire, volúmenes I y II. También escribió La guía para damas de Swampshire (edición de viaje), por si alguna mujer se encontraba en una situación indecorosa mientras viajaba. Esos libros se convirtieron en los cimientos de la vida social de Swampshire.

Si alguna fémina optaba por incumplir esas normas, su reputación podía verse mancillada sin remisión. Según La guía para damas, una mujer caída en desgracia tenía prohibido ir a visitar a sus amigas, flirtear con pretendientes e incluso mantener una relación cercana con su familia, por miedo a que los corrompiera con el trato. Ninguna dama respetable hablaría con ella y ningún caballero de honor pediría su mano. Ni siquiera podría frecuentar las mercerías ni las tiendas de ropa locales.

Sin amistades, soltera y vestida con el atuendo de la temporada anterior, a una mujer deshonrada no le quedaría más remedio que abandonar la población. Solo una ciudad moralmente corrupta la aceptaría, y una vez que llegase a París, seguro que un mimo acabaría robándole todo y la darían por muerta. Pero es posible que ni siquiera llegara tan lejos. Los cuentos para dormir de Swampshire hablaban de mujeres que, mientras intentaban huir, acababan tragadas por uno de los infames «hoyos cenagosos» de la región y no se las volvía a ver jamás. Así pues, las jóvenes tenían motivos para creer que seguir las normas de etiqueta era lo mejor para ellas. No podía permitirse que las infractoras corrompieran aquel mundo seguro, ordenado e idílico.

No obstante, pese a haber crecido con tales valores, pese a que le habían grabado a fuego dichas normas desde la infancia, Beatrice Steele guardaba un oscuro secreto: estaba obsesionada con el asesinato. No con el acto de cometerlo, sino con el acto de resolverlo. Nada la apasionaba más que evaluar las retorcidas motivaciones de un sospechoso, determinar quién era el asesino y después contemplar cómo dicho asesino se enfrentaba a la justicia.

Aquella particular fascinación por el crimen había comenzado a raíz de leer con detenimiento el periódico importado de Londres de su padre. Su idea inicial era leer la columna de sociedad, «Quien es más respetable que quien», pero no pudo pasar del título gramaticalmente incorrecto, en el que habían olvidado la tilde de «quién», y en lugar de eso desvió la atención a otro artículo: «El noble detective sir Huxley (y su ayudante) toman el caso». Esos temas no correspondían a una joven dama, pero antes de poder contenerse ya había devorado la noticia.

El artículo daba detalles sobre las circunstancias del espeluznante asesinato de un tal vizconde Dudley DeBurbie. Hablaba de su joven enamorada, Verity Swan; de su inmensa colección de joyas, que habían desaparecido; del mayordomo sospechoso, y del galante detective que había aceptado el caso: sir Huxley. Escudado en el lema Super omnia decorum, «Decoro ante todo», Huxley opinaba que resolver misterios restauraba el orden social, y eso era lo más respetable que podía hacer alguien. No había nada más importante que la buena educación.

Beatrice se quedó embelesada. Jamás se había planteado que una persona refinada pudiera resolver crímenes como pasatiempo. A ella no le satisfacían los pasatiempos aptos para jovencitas que proponía La guía para damas de Swampshire. Se le daban fatal las labores, no tenía dotes musicales y le habían prohibido dibujar porque sus obras eran tan malas que asustaban a la gente. En contraste, ir a la caza de asesinos le parecía cautivador. Le garantizaba una sensación de plenitud, la sensación de estar mejorando el mundo a partir de la búsqueda —indirecta— de la justicia.

Y quizá en su fuero interno pensase que, si conocía qué males acechaban al mundo, podría prepararse para hacerles frente.

Sin tardanza, Beatrice se puso a coleccionar periódicos de forma compulsiva, ansiosa por leer noticias que ayudasen a dar con la pista del asesino. A su familia le resultó extraño que la joven, antaño tan sociable, empezase a saltarse la partida de cartas vespertina para encerrarse en la buhardilla. Beatrice, entusiasmada por su pasión recién descubierta, les hizo creer que estaba enamorada. Sabía que era el único modo de apaciguar a su madre y garantizar que la dejaran sola durante horas para «suspirar y fantasear»... O lo que fuera que hiciesen las mujeres en esas circunstancias. Su madre aceptó la excusa encantada.

En cierto modo era verdad que Beatrice estaba enamorada. Le robaba el corazón imaginar el posible móvil del crimen, las pistas que indicaban que el asesino podría haber conocido a la víctima, la forma en que cada detalle que rodeaba el caso tenía un significado potencial. También ayudó el hecho de que sir Huxley fuese tan arrolladoramente apuesto. En el grabado del periódico aparecía con la mandíbula marcada, un bastón con empuñadura de áspid y una chistera impoluta. Su ayudante era el inspector Vivek Drake, un hombre con la cara surcada de cicatrices y un parche en el ojo. El grabado de Drake que salía en el periódico era mucho menos favorecedor; siempre lo dibujaban con el ceño fruncido. Por eso, Beatrice no se sorprendió cuando el indecoroso Drake señaló con el dedo a la joven dama, Verity Swan. Sir Huxley defendió de modo admirable su honor y su inocencia; siempre se comportaba como un auténtico caba

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