El problema final

Arturo Pérez-Reverte

Fragmento

libro-3

1. El hombre que nunca existió y nunca murió

Una mentira enorme, contundente, aplastante, sin paliativos. Con eso nos encontramos nada más llegar.

El valle del terror

En junio de 1960 viajé a Génova para comprar un sombrero. Había adquirido esa costumbre cuando rodaba películas en Italia: pasar unos días en el Grand Hotel Savoia y comprar un Borsalino de fieltro o panamá, según la época del año, en Luciana de la via Luccoli. Hacía tiempo que lo de rodar películas pertenecía al pasado, pero aún conservaba algunos de los viejos hábitos y dinero suficiente para mantenerlos; y Génova, con transbordo en Ventimiglia, estaba a sólo cuatro horas de tren de mi casa de Antibes: el tiempo necesario para leer la última novela que mi amigo Graham Greene acababa de enviarme con una amable dedicatoria. Lo del sombrero era un pretexto adecuado para pasar unos días en la ciudad, paseando por el puerto viejo y comiendo pasta en mi trattoria favorita. En esa ocasión me decidí por un panamá clásico de cinco centímetros y medio de anchura de ala, con una bonita cinta color tabaco; y una hora más tarde, después de visitar un par de librerías, lo colgaba en una percha de Al Veliero, donde tras conversar con el propietario, viejo amigo, disfruté de unos agradables spaghetti con almejas y botarga. Salía a la calle poniéndome el sombrero cuando me encontré con Pietro Malerba. En realidad, casi tropecé con él.

—Cazzo, Hoppy. Qué sorpresa.

Detesto que me llamen Hoppy. Sólo la gente relacionada con mis primeras películas suele hacerlo. Me refiero a los que siguen vivos. Ni siquiera el nombre artístico con que me conocen quienes se acuerdan de mí me satisface: Hopalong Basil es vulgarmente eufónico, lo reconozco —se lo debo a un agente teatral fallecido en 1935—, y durante veinticinco años figuró en las carteleras de cine y en los títulos de crédito de mis películas, a menudo en tamaño mayor que el de los otros intérpretes. Pero nunca me sentí cómodo con él. Prefiero el nombre real, inscrito en la plaquita de latón que la señora Colbert, mi sirvienta, bruñe con líquido limpiametales en la puerta de la casa con vistas al Mediterráneo donde vivo desde hace tiempo: Ormond Basil.

—Qué sorpresa —repetía Malerba, encantado de verme allí.

Me abrazó con sonoras palmadas en la espalda. Muy meridional, todo, y muy propio de él. Muy italiano. Forzaba un poco el afecto, así que supuse que con mi vieja gloria pretendía impresionar a su acompañante, una señora madura pero todavía de buen ver cuyo rostro me resultaba muy familiar.

—Él es Hopalong Basil, ¿lo recuerdas? —me miraba bajo las cejas grises que le daban aspecto de Mefistófeles malvado—. A Najat Farjallah la conoces, claro.

Lo dijo con evidente orgullo de propietario. Nada tenía yo que objetar a eso, así que me quité el sombrero, besé la mano enjoyada y cumplí con los rituales de rigor. Algo extinto ya el fervor del público que la había aclamado como a una semidiosa, la célebre soprano estaba en posesión de una belleza a punto de marchitarse, aunque todavía eficaz: ojos grandes y oscuros bajo un turbante de seda, boca bien dibujada, nariz poco semítica a pesar de su origen libanés, vestimenta adecuada —había leído en alguna parte que la vestía su amiga milanesa Biki Bouyeure—, aunque el escote me pareció excesivo para las dos y cuarto de la tarde. Modales lánguidos acostumbrados a la admiración ajena, conscientes de sí mismos.

—Oh, sí, claro —dijo ella—. El señor Sherlock Holmes en persona.

Sonreí cortés, casi cómplice; qué otra cosa iba a hacer. No era la primera vez que la diva y yo nos encontrábamos —después de conocerla en Roma la había visto en la Scala haciendo Medea— y advertí que, como en otras ocasiones, me observaba con interés, de abajo arriba. Yo acababa de cumplir los sesenta y cinco años, y mis vértebras ya no eran lo que habían sido: la edad encoge un poco, pero conservaba la mayor parte del metro ochenta y siete de estatura, el vientre plano y el rostro anguloso y flaco que en otro tiempo habían hecho muy popular las pantallas de cine. También cierta flexibilidad de movimientos. De haber vivido Errol —me refiero a Errol Flynn, por supuesto—, aún habría podido darle un par de estocadas como las que le asesté en los ensayos para la escena de la playa de El capitán pirata: el pobre siempre fue un pésimo esgrimista, mientras que a mí se me daba realmente bien. En un duelo de verdad lo habría matado cinco o seis veces, igual que a Leslie Howard en La máscara de hierro y a Tyrone Power en La espada española. Pero, bueno. Ésas son antiguas historias.

El caso es que allí estaban Pietro Malerba y Najat Farjallah, y allí estaba yo con mi sombrero nuevo en el puerto viejo de Génova, ignorante de que en ese preciso momento un centro de bajas presiones se desplazaba hacia el Mediterráneo oriental e iba a inmovilizarse entre Chipre y el mar Negro. Aquello haría soplar desde el golfo de Tarento vientos de fuerza 9 a 10, infrecuentes en esa época del año, que azotaron el mar Jónico y la costa occidental de Grecia con un temporal tan violento que durante varios días quedó suspendida la navegación en torno a Corfú: una isla grande que los griegos llaman Kerkira, cuyo nombre Malerba acababa de pronunciar en relación con su yate, el Bluetta.

—Ven con nosotros, hombre. Un par de semanas relajado y al sol. Tengo un asunto que tal vez te interese: una coproducción de la Warner y la RAI para la televisión.

Aquello no sonó mal del todo. Desde que había interpretado el papel secundario de un aristócrata ruso en Guerra y paz, yo llevaba cinco años sin trabajar, si exceptuamos otro papelito de segunda en la serie de televisión Ivanhoe con Roger Moore —regular actor, simpático muchacho—, donde interpretaba el personaje de villano elegante; que, Holmes aparte, siempre fue otra de mis conspicuas especialidades. Era ahorrativo y de gustos discretos. Además, la vida aprieta pero no ahoga: mis dos ex esposas habían fallecido, gracias a Dios. La primera, alcoholizada en la finca de Pacific Palisades de la que se había apropiado tras nuestro divorcio —empezamos a beber casi al mismo tiempo, pero ella fue más deprisa que yo—. La segunda, en un oportuno accidente de automóvil: ciento cincuenta metros de acantilado en la carretera de Villefranche, con traca final de gasolina inflamada al llegar abajo. Por lo demás, mi bonita casa de Antibes estaba pagada desde hacía mucho; pero no me iba mal rellenar el colchón de cara a los tiempos inciertos, la vejez tan próxima, la Guerra Fría y otros etcéteras que por aquella época oscurecían el horizonte. Y Malerba era un productor de peso en Cinecittà y en los grandes proyectos del cine y la televisión norteamericanos en Europa. Le dije que sí, por tanto, con gran satisfacción suya y visible interés de la divina soprano, que me seguía poniendo ojitos. Dediqué el resto de la tarde a hacer las compras oportunas, hice trasladar mi equipaje del hotel al puerto y esa misma noche dormí en un lujoso camarote del Bluetta.

Una semana después, contra todo pronóstico, me vi atrapado en la pequeña isla de Utakos, frente a Corfú. O nos vimos los tres. Pietro Malerba, la Farjallah y yo habíamos bajado a tierra para comer en el hotel Auslander, cuyo restaurante gozaba de cierto renombre, cuando se complicaron las cosas. Desde la terraza vimos que el mar empezaba a salpicarse con los primeros borreguillos de un inesperado temporal y que el viento hacía oscilar y gemir los cipreses, aullantes como almas en pena. No estaba el tiempo para regresar a bordo, pues se anunciaba una noche incómoda, así que Malerba reservó tres habitaciones: una para la Farjallah y otra para él, aunque comunicadas entre sí —estaba separado de una conocida actriz en Italia, donde no existía el divorcio, y prefería guardar las formas—, y una para mí. La idea era embarcar de nuevo en cuanto remitiese el temporal, pero éste alcanzó tal intensidad que, cuando a la mañana siguiente quisimos dejar el hotel, se nos informó de que toda la navegación en la zona había quedado suspendida hasta que mejorase el tiempo, y que el capitán del Bluetta se había visto forzado a levar anclas y refugiarse a sotavento de Corfú.

—Qué emocionante, Ormond —decía la Farjallah, asida de una mano de Malerba aunque pestañeando hacia mí—. Como en vuestras películas.

Malerba la dejaba coquetear, bonachonamente irónico, porque me conocía de sobra. Las divas, más o menos castas, no me daban frío ni calor. Mis años de caza habían pasado, y además soy un caballero inglés de la vieja escuela: nunca se me ocurrió rondar el territorio de un amigo o un conocido, y mucho menos si de él dependía o podía depender un trabajo. David Niven, viejo y querido camarada —habíamos coprotagonizado un par de buenas películas, incluida la deliciosa Dos caballeros y una rubia, con Ginger Rogers—, solía comentarlo entre copa y copa: nunca te empalmes hacia el bolsillo donde llevas el dinero. Que, dicho por el muy británico Dave, suena más elegante de lo que parece.

Pero lo que de verdad interesa a esta historia es que me vi, o nos vimos Malerba, la Farjallah y yo, interrumpido nuestro crucero, confinados en aquella isla de poco más de un kilómetro cuadrado. Aunque eso no supusiera consuelo, había otros huéspedes en situación semejante: unos, porque tampoco habían podido tomar el ferry que comunicaba la isla con Corfú y Patras; otros, porque tenían previsto prolongar su estancia. En total éramos nueve de diversas nacionalidades. Y todos, huéspedes del único lugar habitado, nos vimos allí de grado o por fuerza. Como en las novelas de Agatha Christie.

Incluso en tales circunstancias, Utakos era bellísima: un minúsculo paraíso de olivos, cedros, cipreses y buganvillas, con el embarcadero en forma de espigón bajo las ruinas de un antiguo fuerte veneciano, una colina espesamente arbolada que conservaba arriba los restos de un templo griego, y en una concavidad de ésta, protegido de casi todos los vientos, el hotel Auslander: una villa del siglo XIX con espléndidas vistas a la costa de Albania y al relieve montañoso de Corfú, que cada mañana se recortaba en la distancia sobre el contraluz de increíbles amaneceres. Ni siquiera el temporal quitaba un ápice de belleza al paisaje, pues el intenso noroeste que agitaba el mar mantenía el cielo sin una nube, despejado, azul y luminoso.

El caso es que a las 12:05 de la segunda jornada, tras leer un rato en la terraza de mi habitación —Mani, el viaje a Grecia de Patrick Leigh Fermor—, bajé al comedor y Gérard, el encargado, me condujo a la misma mesa que Malerba, la Farjallah y yo habíamos ocupado el día anterior.

—¿No lo acompañan sus amigos, míster Basil?

Le dije que no. La diva solía levantarse tarde y Malerba revisaba un contrato a firmar por su socio Samuel Bronston sobre una película que querían rodar en España con Charlton Heston y Sophia Loren. Estaba solo y pedí la carta. Algo más lejos comía también solo, inclinada la cabeza sobre el plato, un individuo bajo y grueso de aspecto levantino, y en la mesa contigua conversaba una pareja madura de aire germánico que por el idioma supuse suiza, alemana o austríaca. En cuanto a Gérard, el encargado, era flaco, distinguido y francés, y vestía con sobrio aplomo el traje negro y la pajarita propios de su digno oficio. Tenía un hermoso cabello gris, una aristocrática nariz aguileña y un diente de oro que, al sonreír, le relucía en el lado izquierdo de la boca, bajo el fino bigote. También era un razonable pianista, y la noche anterior, después de la cena, nos había amenizado la velada tecleando en el viejo Steinway del salón.

—Le recomiendo el pescado, míster Basil —propuso, servicial.

—¿Qué pescado es?

—Dorada, y nos llegó hace sólo dos días —tras mirar de soslayo el comedor, bajó la voz hasta un punto discreto—. Y se lo recomiendo mucho, porque si el tiempo sigue así tardaremos en tener pescado fresco.

—No se hable más —asentí—. Considere mío ese esquivo pez.

—Sabia elección, señor, aunque le ruego disculpe las deficiencias del servicio. La cocinera y otra camarera han tenido que quedarse en Corfú y es la señora Auslander quien se ocupa de la cocina. El pescado tendrá que ser a la plancha.

—No importa. Así me parece bien.

Me dirigió una ojeada de duda.

—¿El vino?… ¿Un Goumenissa Boutari, por ejemplo?

—No bebo alcohol, gracias —le recordé.

Reprobó aquello con una leve mueca y un destello áureo. En su silenciosa y mediterránea opinión, no beber vino con el pescado era una blasfemia. Pero yo le había visto demasiado de cerca las orejas al lobo: llevaba casi cinco años a base de voluntad, lejos de bebidas fuertes. O suaves. Lejos de todas.

—De postre tenemos pastel de frambuesas negras, muy sabrosas. Cogidas en la isla misma.

—Lo tendré en cuenta. Gracias.

Se fue a otras mesas. Si de algo estoy orgulloso, incluso más que de la orden de caballero del Imperio Británico que nunca me puse en la solapa —la reina Isabel fue muy fan mía en sus primorosos años jóvenes—, es de mi trato con el personal subalterno. Desde muchacho aprendí que son ellos quienes solucionan los problemas, y que su buena o mala voluntad depende del juicio crítico que inspires. Las dos guerras vividas en mi ya larga existencia —la primera más incómoda que la segunda, pues la pasé en el barro de Flandes con Ronnie Colman, Herbert Marshall y algún otro viejo amigo— no habían hecho sino redondear una idea confirmada en el cine: son los sargentos y no los generales, o sea, los eléctricos, los carpinteros de estudio y las maquilladoras, por mencionar algunos, quienes deciden las batallas y las películas.

Seguí a Gérard con la mirada mientras me dedicaba a los entremeses: aceitunas negras, queso fresco y pulpo guisado en vino —la señora Auslander era una buena cocinera—. Suponía un placer verlo trabajar moviéndose con elegante soltura de una mesa a otra, circunspecto y profesional, atento a todo, descorchando botellas, pendiente de cómo Evangelia y Spiros, los jóvenes camareros, atendían la sala.

Fue entonces cuando se abrió la puerta vidriera que daba al vestíbulo y un hombre apuesto entró en el comedor. Gérard lo vio llegar.

—Oh, señor Foxá —dijo.

Fue a su encuentro con el diente reluciendo a través del comedor y lo condujo a una mesa próxima a la mía. El recién llegado era bien parecido y no pasaba mucho de los cuarenta. Yo lo había visto de lejos la noche anterior, durante la cena. Ahora vestía blazer azul oscuro, camisa a cuadros sin corbata y pantalón de franela. Lo observaba discreto cuando un agradable aroma a pescado me hizo volver la cabeza. Evangelia, la camarera, solía caminar silenciosa como una gata.

—Aquí tiene su dorada, señor.

—Ah, sí… Gracias.

Durante un rato me concentré en manejar tenedor y cuchillo —detesto la pala del pescado— disfrutando del plato y de mi vaso de agua fresca. Después observé a los demás huéspedes. Estaba mirándolos cuando vi entrar a una mujer: treintañera a punto de doblar el cabo de Hornos de los cuarenta, típica visitante ocasional de las islas griegas. Vestía un estampado ligero de tirantes que descubría sus hombros bronceados y llevaba en la mano un sombrero de paja de alas anchas con una cinta roja. Tenía el pelo muy rubio, las piernas bonitas y los ojos grises o azules; yo no había estado lo bastante cerca para comprobarlo. No era en absoluto una belleza, pero para ser inglesa no estaba mal.

Fue a sentarse ante la mesa donde la condujo el solícito Gérard, pero lo hizo con aire irresoluto, mirando alrededor. Parecía inquieta. Cambió con el encargado algunas palabras que no alcancé a escuchar y éste negó con la cabeza. Volvió a mirar en torno, desconcertada, y estuvo contemplando la puerta como si esperase que alguien apareciese por ella. Deduje que aguardaba a su compañera de viaje, otra mujer de aspecto muy parecido al suyo. Compartían habitación, creía yo entender, y me había fijado en ellas el día anterior.

Pedí a Evangelia que me sirviera el café en la terraza, dejé la servilleta, me puse en pie y crucé el comedor en dirección a la puerta vidriera. Al pasar junto a las mesas, sin mirar a nadie en particular, advertí que todos me observaban. Acostumbrado a la curiosidad del público —aunque mucho menor en los últimos tiempos, como digo—, correspondí mediante un leve saludo con la cabeza.

La vista desde la terraza era magnífica y justificaba de sobra el lugar. La antigua villa había sido construida ante un paisaje formidable: las ruinas del templo griego sobre la colina con cipreses y cedros negros escalonados en la espesa pendiente; el jardín de olivos, mimosas y buganvillas que descendía hacia la playa; y más allá del mar, que el sol y el viento convertían en lámina azul cobalto encrespada de salpicaduras blancas, las montañas lejanas de Albania y la costa escarpada de Corfú, nítidas a pesar de la distancia.

Evangelia me trajo el café, oriental, muy turco. Saqué del bolsillo mi lata de puritos Panter y encendí uno con el Dupont de oro que veinte años atrás me había regalado Marlene Dietrich durante el rodaje de La espía y el bribón, donde ella y yo tuvimos algo más que palabras y celuloide. La terraza estaba protegida del sol por un toldo que colgaba inmóvil, pues no había allí ni un soplo de brisa. El brebaje, espeso igual que barro, me quemó los labios y la lengua. Así que lo dejé enfriar.

Otros huéspedes habían tenido la misma idea que yo. La pareja de aspecto germánico —luego supe que eran alemanes y se llamaban Hans y Renate Klemmer— pasó por mi lado para ocupar una mesa cerca de la escalinata de piedra blanca, bajo las ramas de un frondoso magnolio y una desvergonzada Venus de mármol por la que trepaba, púdica, una enredadera. Detrás, disimulado entre arbustos de mimosa, estaba el generador de gasóleo que durante el día y parte de la noche daba energía eléctrica al hotel.

Sentí otra presencia cercana y levanté la vista. El hombre al que Gérard había llamado Foxá estaba de pie cerca de mí. Sonreía, cortés.

—Estará cansado de que lo molesten —dijo.

Hablaba un buen inglés con acento español. Negué con la cabeza, amable, indicando la silla contigua. Pareció dudar un momento.

—No quiero ser impertinente.

—No, por favor. Se lo ruego… Tome asiento.

—Francisco Foxá —se presentó—. Paco, en realidad. Todos me llaman así.

Nos estrechamos la mano. La suya era franca, vigorosa. Estaba moreno de sol, y el pelo negro, un poco ondulado, le daba aire de galán cinematográfico. Su aspecto era el de quien sabe perfectamente diferenciar una samba de un mambo. Se parecía mucho a un joven que por esa época empezaba a destacar en Hollywood, Cliff Robertson.

Se acomodó en uno de los sillones de mimbre, y cuando vino Evangelia le pidió un coñac.

—¿Quiere usted otro?

—No por ahora —repuse—. Gracias.

Saqué mi lata de puritos, le ofrecí uno, me dio fuego con la caja de fósforos del hotel que estaba sobre la mesa y fumamos mientras él daba sorbos a su copa y charlábamos sobre banalidades. Conversamos un buen rato. Le impresionaba, dijo riendo —tenía una risa agradable—, escuchar mi voz, tantas veces oída en el cine: la que calificó de «precisa y sólida pronunciación inglesa», idéntica a la que yo utilizaba en las películas para decir cosas como «¡Empieza el juego, Watson!» o «¿Sabe que para morir basta con perder tres litros de sangre?».

Asentí complacido. Siempre era consolador que le recordaran a uno tales cosas.

—Disculpe que lo mire así —se excusó—, pero es maravilloso estar frente a usted. Por supuesto, las películas de Sherlock Holmes eran mis favoritas… ¿Cuántas llegó a rodar?

—Quince.

—Dios mío, creo que las vi todas. No me sorprende que al imaginar al gran detective lo hagamos con su rostro.

Ahora fui yo quien se echó a reír.

—Pues ya ve —me toqué la cara con dos dedos—. Su detective ha envejecido. No hice ninguna de Holmes desde El perro de Baskerville, y eso fue hace diez años. Apenas piso un estudio cinematográfico ni el escenario de un teatro. Esa clase de películas basadas en novelas de misterio dejaron de interesar al público. Ahora éste exige persecuciones de automóviles, disparos, sobresaltos y espectáculo… Ya no se trata de encender con elegancia un cigarrillo, sino de empuñar una pistola. Y yo las pistolas las manejo fatal.

Foxá hizo un ademán simpático.

—Lo vi no hace mucho, en un serial de televisión.

Le dirigí una sonrisa agradecida.

—Un pequeño papel de villano, sólo eso. Nada serio como trabajo.

—Es igual lo que haga o deje de hacer, porque Sherlock Holmes sigue siendo usted.

Entre sorbo y sorbo de coñac expuso por qué. Unos pocos pliegues más en torno a los párpados y en la frente, comentó con indulgencia, y algo más acentuado el rictus de concentración o fatiga en las comisuras de la boca. Ésos eran los cambios más destacados, lo que no suponía gran cosa. Ahora yo tenía canas, pero seguía peinándome hacia atrás con raya alta, iba bien afeitado, y la chaqueta de tweed muy usada —Anderson & Sheppard, naturalmente— y la corbata de punto sobre la camisa gris me conferían, en su opinión, un elegante desaliño. Mis ojos oscuros y vivos, un poco saltones, seguían mirando el mundo con penetrante interés. O eso le parecía a él.

—Son los ojos de Holmes, se lo aseguro —miró alrededor—. Incluso espera uno ver aparecer de un momento a otro al doctor Watson… ¿Cómo se llamaba el actor? —hizo memoria—. Ah, sí. Bruce Elphinstone.

Asentí tristemente. Mi querido Bruce, que en las quince entregas encarnó al personaje del doctor Watson, había fallecido de cáncer cuatro años atrás. Se lo dije a Foxá, que lo ignoraba. Expresó sus condolencias y luego alzó su copa, cual si brindase por él.

—Magnífico intérprete —dijo.

—Y gran muchacho —añadí—. Dudo que, sin él, las películas que protagonicé hubieran tenido tanto éxito.

Mi interlocutor me observaba con extrema fijeza. Empecé a sentirme incómodo.

—Por Dios, se lo ruego —dijo de pronto—. Hágalo por mí.

Aquello me sorprendió.

—¿Qué pretende que haga?

—No sé. Cuando esto pase, usted se irá de aquí y no volveré a verlo en mi vida.

—¿Y qué quiere decir con eso?

—Míreme. ¿Qué deduce?

Tardé en comprender a qué se refería. Entonces reí.

—Sólo soy un actor, estimado amigo.

—Por favor. No puede imaginar lo que significa para mí.

Lo miré largamente, todavía sorprendido. Al fin esbocé una sonrisa. Por qué no, me dije. Es amable y no tengo nada mejor que hacer.

—Practica deportes —dije—. Tenis, tal vez.

—Correcto.

—Y es zurdo.

Dirigió un rápido vistazo a sus manos.

—Vaya. ¿Es muy evidente?… Desde niño me educaron para utilizar la derecha. Hasta llevo el reloj en la otra muñeca. ¿Cómo se ha dado cuenta?

—En el cine lo llamaríamos salto de eje.

Cogí de la mesa la caja de cerillas, se la arrojé y la atrapó en el aire. Después se me quedó mirando, confuso.

—Todos los gestos instintivos —le aclaré— los hace con la mano izquierda.

Soltó una carcajada.

—Que me lleve el diablo.

Decidí arriesgarme un poquito más. Aquel español era divertido y empezaba a complacerme el juego.

—Además —añadí, osado—, se afeitó durante el apagón de luz de media hora que tuvimos esta mañana.

Esta vez me contempló con la boca abierta. Tardó en reaccionar.

—Eso ya es asombroso —dijo al fin—. Cómo ha podido…

Me toqué una mejilla, mejor rasurada que la otra.

—También me ocurrió a mí. Imagino que la ventana de su cuarto de baño le iluminaba más el lado derecho de la cara que el izquierdo.

—¡Sí! —exclamó, maravillado.

—Yo veía mejor el izquierdo.

—Es asombroso —repitió.

—No, hombre. Es elemental.

—¿Querido Watson?

—Sí.

Reímos a carcajadas. Yo estaba pasando un buen rato. Encendimos otros dos puritos de los míos y él pidió más coñac. Procuré mantener la mirada lejos de su copa y el pensamiento ajeno al aroma deliciosamente francés que llegaba hasta mí.

—¿De verdad llegó a penetrar tanto en el personaje? —se interesó.

—Durante quince años conviví con él. Leí cada novela y relato docenas de veces. Era una buena forma de entrar en el carácter. Casi nada de lo que le acabo de decir proviene de mis propias deducciones.

—Lo dice con cierto pesar. Como si no estuviera satisfecho.

—Oh, no crea. Lo estoy. Obtuve mucha satisfacción, pero también me encasilló en el personaje. Me temo que no se me recuerda por otras interpretaciones, sino por ésas.

—Yo sí me acuerdo de otros papeles: hacía unos villanos magníficos. En La aventurera de Sumatra, por ejemplo, o aquel espadachín en La venganza de los Pardellanes… Por no hablar del malvado recaudador de impuestos de La reina de Castilla —me dirigió una mirada de respeto casi religioso—. ¿Qué tal es Greta Garbo?

—Bella. Tímida. Más sensible que un sismógrafo.

—¿Y es verdad eso que dicen, que como buena sueca le gustan las bebidas fuertes?

—Despachaba el vodka como quien bebe cerveza.

Le respondí algo distraído, pues la inglesa a la que había visto en el comedor acababa de atraer mi atención. Había aparecido en la terraza, acompañada por Gérard, y los dos interrogaban a Evangelia. La mujer se mostraba nerviosa.

—Es usted muy amable al recordar mis películas —dije.

—En cualquier caso, otros interpretaron a Sherlock Holmes, y siguen haciéndolo; pero ninguno como usted.

—Pues no crea que eso hace feliz a quien también fue un actor clásico —repliqué con amargura—: treinta y dos papeles en diecisiete obras de Shakespeare, dos docenas de películas como intérprete de otros personajes… Todo eso cayó en el olvido. Se lo tragó el famoso detective.

Hice un ademán resignado y observé otra vez a la inglesa. Se había sentado junto a la puerta vidriera, cual si esperase algo. Gérard parecía querer tranquilizarla. Vi que Evangelia cruzaba la terraza y bajaba por la escalinata, dirigiéndose al jardín contiguo a la playa del hotel.

—¿Y qué hace usted aquí? —volví la atención a mi interlocutor.

Lo contó con sencillez, sin reservas. Se veía confinado en Utakos casi por casualidad, al término de una aventura sentimental con desenlace poco feliz. Ella, casada, había decidido romper la relación, furiosa por su negativa a apoyarla en una separación legal de su marido. Así que dos días atrás, después de una noche de discusiones y reproches, hizo las maletas y pidió que las bajaran al ferry. Tuvo suerte y embarcó en la que iba a ser última nave que tocara Utakos antes de que el temporal incomunicara la isla. A él, por esperar al siguiente, ya no le dio tiempo.

—Es soltero, entonces —supuse.

—Afortunadamente.

—¿Y a qué se dedica?

—Escribo novelas.

—Ah, vaya. Tal vez haya leído alguna suya.

—Lo dudo. Son historias baratas, policíacas y del Oeste, que se publican en España e Hispanoamérica. Ninguna, excepto un relato corto, está traducida a otras lenguas… Novela popular, figúrese, que escribo con dos seudónimos distintos: Frank Finnegan y Fox Creek —me guiñó un ojo, cómplice—. ¿Qué le parecen?

Sonreí.

—¿Cuál es el del Oeste?

—Creek, por supuesto. El otro, Finnegan, está especializado en rubias platino y detectives privados borrachos.

—Vaya. Me impresiona.

Soltó una alegre carcajada.

—No sé si lo dice en serio. Pero no crea, me va muy bien con eso.

—Lo he dicho sinceramente. De novelas de indios y vaqueros no sé gran cosa, pero siempre tuve curiosidad por la construcción de las novelas policíacas. Releí muchas en mi época Holmes, claro, de autores diversos.

—¿Releyó?

Mi interlocutor parecía complacido al oír aquello. Lo confirmé, divertido.

—Lo que me gusta de esa clase de novelas es que, grandes clásicos aparte, son las únicas que se prestan a leerlas dos veces.

—Comprendo. Una para desvelar el misterio y otra para comprobar cómo se ha planteado… ¿Se refiere a eso?

—Sí, exacto. Y lo que más me fascina es el arte narrativo del engaño.

Asintió con agrado.

—Me gusta que lo vea de ese modo, porque tiene toda la razón. En las buenas novelas con enigma, la solución está a la vista desde el principio.

—Convenientemente oculta —apunté.

—Exacto. Usted debe de ser muy buen lector.

Hice un ademán de modestia, o de la modestia que es capaz de permitirse un actor. Que nunca es demasiada.

—Sólo razonable y por razones biográficas —repuse—. Interpretar aquellas películas me dejó ciertos hábitos.

—Es maravilloso —me contemplaba, admirado—. Nada menos que Hopalong Basil en persona…

—En todo caso, supongo que las novelas policíacas requieren un gran dominio de la técnica narrativa.

Lo vi hacer un gesto ambiguo.

—Más bien hace falta ser capaz de renunciar a lo que algunos llaman novela seria.

Enarqué las cejas.

—Un enfoque injusto, a mi entender.

—Celebro que lo diga, porque tan obra maestra es Crimen y castigo como El asesinato de Rogelio Ackroyd. Pero en las historias policiales clásicas, donde se plantea un problema, la profundidad psicológica perjudica más que beneficia: pasión, amor u odio están de más. No caben ahí, porque en esa clase de relato es necesario que el novelista olvide cierto concepto de la literatura y se centre en otros aspectos… ¿Me sigue?

—Creo que sí.

—Ahí las complejidades humanas son simples motores de la trama, pues de lo que se trata es de estimular la inteligencia o la emoción del lector.

—¿Y es usted bueno en eso? ¿En tramas enrevesadas?

—Ah, no mucho. El público es ahora menos exigente. Era distinto en tiempos de las novelas-problema, que tenían más reflexión que acción… Y digo tenían porque hoy están pasadas de moda: demasiados imitadores de Conan Doyle devaluaron el asunto, y las últimas guerras nos arrebataron la inocencia que nos quedaba.

—¿Tal fue su caso?

—Sí, claro. Empecé con relatos de misterio intelectual, pues los devoraba de niño, pero acabé pasándome al policial moderno. A la novela que llaman negra: más músculo que cerebro.

—¿Ha hecho alguna aportación destacada?

Torció la boca en una mueca medio canalla.

—Pocas.

—Algo bueno habrá escrito, ¿no?

Vi cómo se le acentuaba la sonrisa lenta.

—Para ser honesto: de mis treinta y tantas novelas, ni media docena pasaría un filtro de calidad. Las despacho en menos de un mes.

—Por Júpiter.

—Sí… El récord son doce días.

—¿Y se venden bien?

—No me quejo. Publico las policiales en dos colecciones que se llaman FBI y Servicio Secreto, muy populares. Raro es un kiosco de ferrocarril o puesto de periódicos donde no haya un par de libros míos.

—¿Y de ninguno está orgulloso, o satisfecho?

—Soy un cazador mediocre, me temo.

—Resulta curioso que diga eso —me sorprendí—. Siempre relacioné la idea de la caza más con el investigador que con el autor. Hasta Sherlock Holmes lo decía.

—A mí me gusta pensar que el primer narrador policial fue un cazador prehistórico, sentado ante el fuego mientras relataba la secuencia de hechos, lectura de signos o huellas dejados por la presa a la que había seguido el rastro.

—Brillante —admití—. Pero hábleme de sus novelas.

Lo pensó un momento.

—El caso de la rubia estrábica y Un enigma del 9 largo no están mal del todo —dijo—. Aunque mi favorita es la historia corta El puñal desvanecido; ésa fue la última vez que probé suerte con la novela-problema antes de dedicarme a los detectives privados y los policías corruptos: el asesino fabrica un puñal de hielo mediante una bombona de gas carbónico, a ochenta grados bajo cero. Lo clava en la víctima y el arma desaparece al derretirse mezclada con la sangre, sin dejar indicios —me contempló, esperanzado—. ¿Qué le parece?

—Suena bien —aprobé con amabilidad—. Original, quiero decir.

—Se lo agradezco. Como le dije, es el único relato mío que han traducido al inglés. Se publicó hace un par de años en Mystery Magazine.

—Lo buscaré.

Hizo un ademán indiferente para restarle importancia.

—Antes yo era un escritor ingenuo, si entiende lo que quiero decir. De los que se rompían la cabeza buscando una solución que al menos fuera tan ingeniosa como el misterio planteado.

—Imagino que no es fácil.

—Tenga la certeza. Ensordecer al lector cuando se le muestra algo y cegarlo cuando escucha. También, jugar con su capacidad de error y de olvido. Lo importante es tener una idea, ocultarla y confundir a quien te lee con todo aquello que pueda llevarlo a una idea distinta… La verdad es que nunca disfruté tanto como cuando escribía esa clase de historias.

—¿Ahora no disfruta? —me interesé.

—Es otra cosa. Me gano la vida con el género que está de moda, y seguiré haciéndolo hasta que todos escriban novela negra y la saturación aburra a los lectores.

—¿Qué hará entonces?

—Pasarme a los relatos de espías, que empiezan a pegar fuerte: Eric Ambler, Ian Fleming y todo eso.

Se detuvo con una mueca melancólica, pensativo. Después parpadeó cual si volviera de un lugar remoto.

—¿Y usted? —inquirió con simpatía—. ¿Vive en Inglaterra desde que se marchó de Hollywood?

Sonreí.

—No, si puedo evitarlo. Hace tiempo que me instalé en el sur de Francia.

—¿Desde que dejó el cine?

—Desde que el cine me dejó a mí.

—¿Y cómo una gran estrella se acostumbra a eso?

—No sabría decirle —lo pensé un momento—. Lo que sí es cierto es que hasta ahora conseguí mantenerme ajeno a ese despiadado rencor, tan irracional, que a menudo le inspira a uno el sentirse viejo, o al margen.

—Sabiduría.

—No, sólo comodidad. El rencor fatiga mucho.

Miré otra vez a la inglesa, que seguía sentada junto a la puerta vidriera. Cada vez parecía más nerviosa.

—¿Quién es ella?

Siguió Foxá la dirección de mi mirada.

—Se llama Vesper Dundas. Viaja con una amiga, una tal Edith Mander. Tal vez las viera juntas ayer.

—Sí, las vi. Ahora está inquieta, ¿no?

—Puede ser. Por lo visto, la amiga no aparece.

Apagué el resto del cigarro, dando por terminada la conversación. Mi interlocutor se puso en pie.

—Gracias, señor Foxá —dije.

—Puede llamarme Paco.

—Oh, no podría. Demasiado…

—¿Familiar?

Reí con ganas.

—Eso me temo. Permítame seguir siendo un inglés formal, casi victoriano.

Miré otra vez de soslayo a la inglesa, considerando su actitud. Sus nervios. Gérard había vuelto al interior.

—Por mi parte no voy a sugerir que me llame Hopalong —dije—, porque lo detesto. Mi nombre real es Ormond… De todas formas, como estaremos aquí hasta que mejore el tiempo, y habrá más ocasiones de hablar, puede llamarme Basil, si le parece bien.

—Me lo parece, naturalmente —hizo una afable inclinación de cabeza—. Ha sido un honor charlar con usted.

Se encaminó hacia el salón del hotel mientras yo buscaba otro purito. Pero no llegué a encenderlo, porque en ese momento Evangelia regresó gritando por la escalinata. Como en las malas películas.

Fue así como empezó todo, o como lo que ocurría empezó a manifestarse. No había cerca más autoridad que la señora Auslander, propietaria del hotel y la isla. Apareció al oír los gritos, y fue ella quien tomó las primeras decisiones.

—Que nadie baje a la playa —ordenó con gran presencia de ánimo.

Era una mujer enérgica y tenía motivos para serlo: judía austríaca, había sobrevivido a Auschwitz. Su nombre era Raquel y usaba el apellido de soltera. Después de la guerra estuvo casada con un comerciante albanés que, prematuramente fallecido, le había dejado dinero suficiente para comprar la villa. Ésa era su historia, o al menos la que de ella se conocía. Pasaba de los cincuenta y era una mujer alta, hermosa, de cabello negro y largo que siempre llevaba recogido en la nuca o en una t

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