Cuentos de terror

Fragmento

cap

A manera de prólogo

El horror sobrenatural en la literatura

(Fragmento)[1]

La emoción más antigua y más fuerte de la humanidad es el miedo, y el miedo más antiguo y más fuerte es el miedo a lo desconocido. Pocos psicólogos disputarán estos hechos, y su reconocida verdad debería establecer la autenticidad y la dignidad de la literatura de lo extraño. Contra esta se disparan todas las saetas de una sofisticación materialista que se aferra a las emociones comunes y a los eventos externos, y de un idealismo ingenuo e insípido que desprecia los motivos estéticos y exige una literatura didáctica que edifique al lector hacia un grado aceptable de cretino optimismo. Pero, a pesar de esta oposición, la literatura de lo extraño ha sobrevivido, se ha desarrollado y ha alcanzado un notable nivel de perfección, fundada como está en un principio profundo y elemental, cuya atracción, aunque no siempre sea universal, sin duda es penetrante y permanente para mentes dotadas de la sensibilidad adecuada.

La atracción de lo macabro espectral es generalmente limitada, pues exige del lector cierto grado de imaginación y capacidad para disociarse de la vida cotidiana. Son pocos aquellos que se hallan lo bastante libres del hechizo de la rutina diaria para responder cuando lo desconocido llama a la puerta, y la ficción sobre sentimientos y acontecimientos ordinarios, o sobre distorsiones sentimentales de esos sentimientos y acontecimientos, siempre ocupará el primer lugar en el gusto de la mayoría, y con razón, pues esos asuntos ordinarios constituyen la mayor parte de la experiencia humana. Pero lo sensitivo siempre nos acompaña, y a veces una curiosa vena fantástica invade un oscuro rincón incluso de la cabeza más dura, y entonces ninguna racionalización, ningún intento de reformarse, ningún análisis freudiano puede anular del todo la emoción del susurro en la chimenea o del bosque solitario. Aquí actúa un patrón psicológico con una tradición tan real y tan profundamente cimentada en la experiencia mental como cualquier otro patrón o tradición de la humanidad. Es contemporáneo del sentimiento religioso, está estrechamente emparentado con muchos aspectos de este y constituye una parte demasiado importante de nuestra más íntima herencia biológica para que desaparezca su dominio sobre una minoría de gran importancia en nuestra especie, aunque no sea numéricamente grande.

Los primeros instintos y las primeras emociones del hombre conformaron su respuesta a su entorno. Los sentimientos concretos basados en el dolor y en el placer crecieron en torno a los fenómenos cuyas causas y efectos comprendía, mientras que, en torno a aquellos que no comprendía —y en sus albores, el universo bullía de este tipo de fenómenos—, se tejían de forma natural aquellas personificaciones, interpretaciones maravillosas y sensaciones de miedo y de sobrecogimiento de las que era capaz una raza con ideas simples y escasas y con experiencia limitada. Lo desconocido, que es al mismo tiempo lo impredecible, se convirtió para nuestros primitivos antepasados en una fuente terrible y omnipotente de bendiciones y calamidades con las que se castigaba a la humanidad por razones misteriosas y por completo extraterrestres y que, por lo tanto, pertenecían sin duda a esferas de la existencia de las que no sabemos nada y en las que no participamos. El fenómeno de los sueños también ayudó a desarrollar la noción de un mundo irreal o espiritual y, en general, todas las condiciones de la vida salvaje en el alba de los tiempos conducían con tanta fuerza al sentimiento de lo sobrenatural que no debería maravillarnos que la propia esencia hereditaria del hombre se encuentre tan completamente saturada de religión y de superstición. Esa saturación, en tanto hecho científico, debe considerarse en teoría permanente en la mente inconsciente y en los instintos primarios, pues, aunque el área de lo desconocido lleva miles de años contrayéndose sin cesar, el espacio exterior aún está hundido en un infinito depósito de misterio, y todos los objetos y procesos que una vez fueron misteriosos se encuentran envueltos en un vasto residuo de poderosas asociaciones heredadas, por muy bien que se hayan explicado. Más importante todavía es que, existe una fijación psicológica real de los antiguos instintos en nuestro tejido nervioso, lo cual hace que estén oscuramente activos incluso aunque la mente consciente se halle purgada de todas las fuentes del asombro.

Debido a que recordamos el dolor y la amenaza de la muerte de forma más vívida que el placer, y a que nuestros sentimientos hacia los aspectos benéficos de lo desconocido han sido desde el principio captados y formalizados por los rituales de la religión, el lado más oscuro y maléfico del misterio cósmico desempeña un papel más importante en el folclore sobrenatural. Esta tendencia, además, se ve fortalecida de forma inherente por el hecho de que la incertidumbre y el peligro están siempre estrechamente aliados, lo cual convierte cualquier mundo desconocido en un mundo de peligro y de posibilidades malignas. Cuando a este sentimiento de miedo y de malignidad se añade la inevitable fascinación del asombro y de la curiosidad, nace entonces un cuerpo compuesto de intensa emoción y de provocación imaginativa, cuya vitalidad sin duda resistirá en tanto exista la raza humana. Los niños siempre tendrán miedo de la oscuridad, y los hombres de mente sensible a los impulsos hereditarios siempre temblarán ante la idea de mundos ocultos e insondables, llenos de extrañas formas de vida, que quizá latan en los abismos más allá de las estrellas o se congreguen espantosamente en torno a nuestro planeta en impías dimensiones que solo los muertos y los soñadores pueden entrever.

Con estos cimientos, no es de extrañar que exista una literatura del miedo cósmico. Siempre ha existido y siempre existirá, y no se puede citar una mejor prueba de su tenaz vigor que el impulso que de vez en cuando empuja a escritores de tendencias por completo opuestas a probar suerte en ese ámbito, como si necesitasen descargar de su mente ciertas formas fantasmales que de otra manera podrían acosarles. Así, Dickens escribió varias narraciones sobrenaturales; Browning, el espantoso poema «Childe Roland»; Henry James, Otra vuelta de tuerca; Oliver Wendell Holmes, la sutil novela Elsie Venner; F. Marion Crawford, «La litera de arriba» y varios otros ejemplos; la reformista social Charlotte Perkins Gilman, «El papel amarillo», mientras que el humorista W. W. Jacobs produjo esa hábil pieza melodramática titulada «La pata de mono».

No debe confundirse este tipo de literatura de terror con un tipo en apariencia similar pero muy diferente: la literatura del miedo físico y de lo repugnante material. Ese tipo de escritura, por supuesto, tiene su lugar, como también lo tienen las historias de fantasmas convencionales o incluso caprichosas y humorísticas en las que el formalismo o los guiños conscientes del autor eliminan la auténtica sensación de lo mórbido y lo antinatural, pero no es literatura de terror cósmico en su sentido más puro. Una verdadera narración de horror de lo extraño debe contener algo más que un asesinato misterioso, huesos ensangrentados o una forma bajo una sábana que hace entrechocar sus cadenas según dictan las normas. Debe estar presente cierta atmósfera de terror susurrante e inexplicable provocado por fuerzas exteriores y desconocidas, y debe haber también, expresada con la seriedad y el tono ominoso apropiados, una insinuación de la idea más terrible concebida por el cerebro humano: la suspensión o derrota maligna y concreta de esas leyes fijas de la naturaleza que constituyen nuestra salvaguarda contra el asalto del caos y de los demonios del espacio impenetrable.

Por supuesto, no se puede esperar que todas las narraciones de lo extraño se adapten por completo a un modelo teórico. Las mentes creativas son irregulares, e incluso el mejor de los tejidos tiene defectos. Además, gran parte de la mejor literatura de lo extraño es inconsciente, y aparece en forma de fragmentos memorables diseminados en obras cuyo efecto global posee a veces un cariz muy diferente. La atmósfera es el elemento más importante, y el criterio final de autenticidad no es el ensamblaje de la trama, sino la creación de una sensación. Podría decirse, como regla general, que una narración de lo extraño cuya intención sea instruir o producir un efecto social, o cuyos horrores se explican finalmente mediante causas naturales, no es una narración genuina de terror cósmico. Aun así, esas narraciones a menudo poseen, en secciones aisladas, toques atmosféricos que cumplen todas las condiciones de la verdadera literatura de terror sobrenatural. Por lo tanto, debemos juzgar una narración de lo extraño no por la intención del autor, o por la mera mecánica de la trama, sino por el nivel emocional que alcanza en su punto menos mundano. Si logra crear las sensaciones apropiadas, ese «punto álgido» debe admitirse por sus propios méritos como literatura de lo extraño, sin importar el prosaísmo que la rebaje más tarde. La única prueba válida de la verdadera literatura de lo extraño es si de verdad estimula en el lector un profundo sentimiento de miedo y de contacto con esferas y poderes desconocidos, una sutil actitud de escucha sobrecogida, como si esperase oír el batir de negras alas o el arañar en la puerta de formas y entidades provenientes del confín más remoto del universo conocido. Y, por supuesto, cuanto más completa y unificada sea la transmisión de ese sentimiento, mejor será como obra de arte en ese género.

H. P. LOVECRAFT

Cuentos de terror

La llamada de Cthulhu

I

El horror en arcilla

Nada en el mundo proporciona más alivio, creo, que la incapacidad de la mente humana para relacionar entre sí todos sus contenidos. Vivimos en una plácida isla de ignorancia en medio de mares negros e infinitos, y no estamos hechos para emprender largos viajes. Las ciencias, esforzándose cada una en su propia dirección, nos han causado hasta ahora poco daño; pero algún día el ensamblaje de todos los conocimientos disociados abrirá tan terribles perspectivas de la realidad y de nuestra espantosa situación en ella que, o bien enloqueceremos ante tal revelación, o bien huiremos de esa luz mortal y buscaremos la paz y la seguridad en una nueva edad de tinieblas.

Los teósofos han sospechado la tremenda magnitud del ciclo cósmico del que nuestro mundo y el género humano constituyen efímeros incidentes. Han insinuado extrañas pervivencias en términos que helarían la sangre, si no quedaran enmascaradas por un optimismo complaciente. Pero no es de ellos de quienes me llegó la fugaz visión de eones prohibidos que me hace estremecer cuando me vuelve a la memoria y enloquecer cuando sueño con ella. Esa visión, como todas las visiones de la verdad, surgió como un relámpago al encajar accidentalmente las piezas separadas, en este caso, un artículo de un periódico atrasado y las notas de un profesor ya fallecido. Espero que nadie más llegue a encajar estas piezas; ciertamente, si vivo, no facilitaré jamás intencionadamente un eslabón a tan horrible cadena. Creo que el profesor también trató de guardar silencio respecto de la parte que él sabía, y que habría destruido sus notas de no sobrevenirle súbitamente la muerte.

Empecé a enterarme del asunto en el invierno de 1926-1927, con la muerte de mi tío abuelo George Gammell Angell, profesor honorario de lenguas semíticas de la Universidad de Brown, Providence, Rhode Island. El profesor Angell era ampliamente conocido como una autoridad en epigrafía, y había sido consultado con frecuencia por directores de prominentes museos; así que muchos recordarán su fallecimiento a los noventa y dos años. Localmente, el interés aumentó debido a la oscura causa de su muerte. El profesor murió cuando regresaba del barco de Newport; se derrumbó súbitamente, como declaró un testigo, tras recibir un empujón de un marinero negro que surgió de una de esas casuchas oscuras y extrañas de la empinada cuesta que constituye un atajo desde el muelle hasta la casa del difunto, en Williams Street. Los médicos no pudieron descubrir ninguna causa visible, aunque concluyeron, después de una perpleja deliberación, que la causa del desenlace debió de ser un oscuro fallo del corazón provocado por el rápido ascenso de una cuesta tan pronunciada para un hombre de tantos años. En aquel entonces no encontré ninguna razón para disentir del dictamen, pero recientemente me inclino a dudarlo... y más que a dudarlo.

Como heredero y testamentario de mi tío abuelo, pues este murió viudo y sin hijos, era natural que yo revisase sus papeles con cierto detenimiento; así que con ese motivo me llevé toda la serie de archivos y cajas a mi casa de Boston. Gran cantidad del material que he logrado ordenar lo publicará más adelante la Sociedad Americana de Arqueología; pero había una caja que me pareció enigmática por demás y no me sentía decidido a enseñarla a nadie. Estaba cerrada, y no encontré la llave hasta que se me ocurrió examinar el llavero personal que el profesor llevaba siempre en el bolsillo. Entonces, efectivamente, logré abrirla; pero fue para toparme tan solo con un obstáculo aún más grande y hermético. Pues ¿qué podían significar el extraño bajorrelieve en arcilla y las notas y apuntes y recortes del periódico que contenía? ¿Se había vuelto mi tío crédulo de las más superficiales imposturas? Decidí buscar al excéntrico escultor que había ocasionado esa supuesta turbación de la paz espiritual del anciano.

El bajorrelieve era un tosco rectángulo de unos dos centímetros de espesor, y una superficie de doce por quince centímetros, de origen moderno evidentemente. Sus dibujos, no obstante, no eran modernos ni mucho menos, tanto por su atmósfera como por lo que sugerían; pues, aunque los desvaríos del cubismo y del futurismo son muchos y extravagantes, no suelen reproducir esa misteriosa regularidad que encierra la escritura prehistórica. Y, ciertamente, la mayor parte de aquellos trazos parecía algún tipo de escritura; aunque mi memoria, pese a estar muy familiarizada con los papeles y las colecciones de mi tío, no lograba identificar en ningún sentido aquel tipo de escritura en particular, ni descubrir su más remoto parentesco.

Sobre estos supuestos jeroglíficos había una figura de evidente carácter representativo, aunque su ejecución impresionista impedía hacerse una idea sobre su naturaleza. Parecía una especie de monstruo, o símbolo representativo de un monstruo, de una forma que solo una imaginación enferma podría concebir. Si digo que a mi imaginación algo extravagante le sugirió imágenes de un pulpo, un dragón y una caricatura humana, no sería infiel a la naturaleza del diseño. Una cabeza pulposa, tentaculada coronaba un cuerpo grotesco y escamoso, dotado de unas alas rudimentarias; pero era el contorno general lo que lo hacía más estremecedor. Detrás de la figura, un vago bosquejo de arquitectura ciclópea servía de fondo.

El escrito que acompañaba a esta rareza, aparte del montón de recortes de periódico, estaba redactado con la más reciente letra del profesor Angell, sin la menor pretensión literaria. El principal documento, al parecer, era el que llevaba por título EL CULTO DE CTHULHU, escrito cuidadosamente en caracteres de imprenta para evitar la lectura errónea de palabra tan insólita. Dicho manuscrito estaba dividido en dos secciones; la primera se titulaba: «1925. Sueño y obra ejecutada en sueños, de H. A. Wilcox; Thomas St., 7, Providence, R. L.»; y la segunda: «Informe del inspector John R. Legrasse; Bienville St., 121, Nueva Orleans, La., a la A. A. Mtg., 1928. Notas sobre la misma, y declaración del profesor Webb». Los demás escritos eran todos anotaciones breves; algunas, referencias a extraños sueños de distintas personas; otras, citas de libros teosóficos y revistas (en particular, La Atlántida y la Lemuria perdida, de W. Scott-Elliott), y el resto, comentarios sobre pasajes de textos mitológicos y antropológicos como La rama dorada, de Frazer, y El culto de las brujas en la Europa occidental, de Margaret Murray. Los recortes de periódicos aludían ampliamente al desencadenamiento de una extremada enfermedad mental y accesos de locura o manía colectiva en la primavera de 1925.

La primera mitad del manuscrito principal relataba una historia muy curiosa. Parece ser que el 1 de marzo de 1925, un joven delgado, moreno y de aspecto neurótico y excitado había ido a visitar al profesor Angell, con el singular bajorrelieve de arcilla, entonces excesivamente húmedo y fresco. Su tarjeta ostentaba el nombre de Henry Anthony Wilcox, y mi tío le había reconocido como el hijo más joven de una excelente familia ligeramente conocida suya, el cual había estudiado no hacía mucho escultura en la Escuela de Bellas Artes de Rhode Island y había vivido solo en la residencia Fleur-de-Lys, próxima a dicha institución. Wilcox era un joven precoz de reconocido genio, pero de gran excentricidad, y había llamado la atención desde niño por las extrañas historias y singulares sueños que acostumbraba relatar. Decía de sí mismo que era «físicamente hipersensible», pero la gente seria de la antigua ciudad comercial le tenía simplemente por «raro». Al no relacionarse demasiado con sus semejantes, se había ido alejando gradualmente de la visibilidad social, y ahora solo era conocido de un reducido grupo de estetas de otras ciudades. El Círculo Artístico de Providence, deseoso de preservar su conservadurismo, lo había considerado un caso perdido.

En esa visita, decía el manuscrito del profesor, el escultor recabó precipitadamente los conocimientos arqueológicos de su anfitrión para que identificase los jeroglíficos del bajorrelieve. Hablaba en un tono altisonante y pomposo que delataba afectación y que le impedía suscitar simpatía alguna; y mi tío le contestó con cierta sequedad, pues el evidente frescor de la tablita presuponía cualquier cosa menos que se relacionara con la arqueología. La respuesta del joven Wilcox, que impresionó a mi tío hasta el punto de recordarla después y consignarla al pie de la letra, fue de una naturaleza tan fantásticamente poética que debió de simbolizar su conversación entera, y que más tarde he observado como característicamente suya. Dijo:

—Es reciente, en efecto, pues la hice anoche mientras soñaba con extrañas ciudades; y los sueños son más antiguos que la taciturna Tiro, la contemplativa Esfinge o la ajardinada Babilonia.

Y entonces comenzó a relatar esa peregrina historia que, súbitamente, brotó de su memoria dormida, acaparando febrilmente el interés de mi tío. La noche de antes, había habido un ligero temblor de tierra, el más fuerte que se había notado en Nueva Inglaterra desde hacía años, y la imaginación de Wilcox se había visto hondamente afectada. Una vez en la cama, había tenido un sueño sin precedentes sobre ciudades ciclópeas de gigantescos sillares y monolitos que se erguían hasta el cielo, que rezumaban un limo verdoso e irradiaban un aura siniestra de latente horror. Los muros y pilares estaban cubiertos de jeroglíficos, y desde algún lugar indeterminado de la parte inferior había brotado una voz que no era voz, sino una sensación caótica que solo la fantasía podía transmutar en sonido, pero que él intentó traducir en una impronunciable confusión de letras: «Cthulhu fhtagn».

Este galimatías fue la clave del recuerdo que excitó y turbó al profesor Angell. Interrogó al escultor con minuciosidad científica y examinó casi con frenética intensidad el bajorrelieve en el que el joven se había sorprendido a sí mismo trabajando, muerto de frío y en pijama, cuando, paulatinamente, se despertó desconcertado. Mi tío atribuyó a su avanzada edad, dijo después Wilcox, su lentitud en reconocer los jeroglíficos y el dibujo. Muchas de sus preguntas parecieron sin sentido a su visitante, en especial las que pretendían relacionarlo con cultos o sociedades extrañas; y Wilcox no logró comprender las repetidas promesas de silencio que le ofreció a cambio de que admitiese su afiliación a alguna sociedad religiosa mística o pagana de ámbito mundial. Cuando el profesor Angell se convenció de que el escultor ignoraba por completo todo culto o sistema de ciencia críptica, asedió a su visitante con peticiones de que le tuviese al corriente sobre sus nuevos sueños. Su petición produjo cierto fruto, pues, a partir de la primera entrevista, el manuscrito registraba visitas diarias del joven, durante las cuales le contaba fragmentos espantosos de fantasías nocturnas, cuyo contenido se relacionaba siempre con algún terrible escenario ciclópeo de oscura y rezumante piedra, con una voz o llamada subterránea que gritaba monótonamente en forma de enigmáticos impulsos sensitivos imposibles de describir. Los dos sonidos que se repetían de modo más frecuente son los que podrían transcribirse por las palabras «Cthulhu y R’lyeh».

El 23 de marzo, proseguía el manuscrito, Wilcox dejó de acudir; y, al preguntar por él en la residencia, el profesor se enteró de que le había dado una fiebre de origen desconocido y había regresado a casa de su familia en Waterman Street. Había empezado a gritar por la noche, despertando a varios otros artistas que vivían en el edificio, y desde entonces su estado vital alternaba entre periodos de inconsciencia y de delirio. Mi tío telefoneó inmediatamente a la familia, y a partir de entonces siguió el caso de cerca, acudiendo frecuentemente al despacho del doctor Tobey de Thayer Street, el médico que atendía al joven. La mente febril de este repetía con insistencia, al parecer, cosas extrañas, y el médico se estremecía cada vez que hablaba de ellas. No solo repetía lo que había soñado al principio, sino que aludía a un ser gigantesco que tenía «kilómetros de estatura» y caminaba o avanzaba pesadamente. En ningún momento describió a este ser por completo, pero, por las palabras frenéticas que el doctor Tobey recordaba, el profesor se convenció de que debía de ser la misma criatura monstruosa que había tratado de representar en su escultura. Cada vez que el joven aludía a ese ser, añadió el médico, era invariablemente preludio de una recaída en el letargo. Su temperatura, cosa rara, no era muy superior a la normal; pero su estado parecía deberse más a una fiebre violenta que a un trastorno mental.

El 2 de abril, a eso de las tres de la tarde, cesaron súbitamente todos los síntomas de enfermedad en Wilcox. Se incorporó en la cama, asombrado de encontrarse en su casa, completamente ignorante de cuanto le había sucedido en sueños o en la realidad desde la noche del 22 de marzo. Declarado sano por el médico, regresó a su residencia a los tres días; pero ya no le sirvió de ninguna ayuda al profesor Angell. Con su recuperación desaparecieron todos sus sueños extraños, y, tras una semana de anotar observaciones triviales sobre visiones completamente ordinarias, mi tío dejó de consignar sus figuraciones nocturnas.

Aquí terminaba la primera parte del manuscrito, pero las alusiones a ciertas notas dispersas me dieron mucho que pensar... tanto que solo el arraigado escepticismo que entonces constituía mi filosofía puede explicar mi persistente desconfianza con respecto al artista. Las notas a que me refiero describían los sueños de diversas personas durante el mismo periodo en que el joven Wilcox había tenido sus extrañas visiones. Mi tío, al parecer, había iniciado rápidamente una dilatada encuesta entre casi todos los amigos a quienes podía interrogar sin pecar de indiscreto, pidiéndoles que le contasen sus sueños y le facilitasen los detalles de cualquier visión excepcional que hubiesen tenido anteriormente. La información recibida era muy variada; pero, en definitiva, debió de recibir más respuestas de las que un hombre corriente habría podido manejar sin ayuda de un secretario. No conservó la correspondencia original, pero sus notas constituían una síntesis de lo más completa y significativa. Las gentes corrientes y hombres de negocios —la tradicional «sal de la tierra» de Nueva Inglaterra— dieron un resultado casi completamente negativo, aunque aparecieron casos, dispersos aquí y allá, de inquietantes aunque imprecisas impresiones nocturnas, siempre entre el 23 de marzo y el 2 de abril, periodo del delirio del joven Wilcox. Los hombres de ciencia no se sintieron muy afectados, si bien cuatro de los casos describían vagas visiones de extraños paisajes, y uno de ellos atribuía el miedo a algo anormal.

Fue de los artistas y poetas de quienes recibió las respuestas más interesantes, y comprendo el pánico que se habría desencadenado de haber podido ellos mismos comparar notas. Dado que no existían las cartas originales, deduje que el compilador les había hecho preguntas específicas, o había dirigido la correspondencia con el fin de corroborar lo que personalmente había decidido ver. Esa es la razón por la que seguí convencido de que Wilcox, conocedor de los viejos documentos de mi tío, había estado embaucando al viejo científico. Esas respuestas de los artistas contaban una historia turbadora. Del 28 de febrero al 2 de abril, muchos tuvieron sueños muy extraños, que alcanzaron su máxima intensidad durante el periodo de delirio del escultor. Una cuarta parte narraban escenas y sonidos parecidos a los descritos por Wilcox; y algunos confesaron haber experimentado un gran miedo ante un ser abominable. Un caso, que las notas describían con énfasis, resultaba particularmente triste. El sujeto, un arquitecto muy conocido con afición a la teosofía y al ocultismo, se volvió repentinamente loco el día que el joven Wilcox sufrió el ataque, y murió unos meses más tarde, gritando incesantemente que le salvaran de cierta criatura escapada del infierno. De haber dejado mi tío la referencia nominal de estos casos, en vez de reducirlos a números, yo habría intentado alguna comprobación; de este modo, en cambio, solo pude seguir la pista de unos cuantos. Todos, sin embargo, corroboraron plenamente las notas. Me he preguntado a menudo si todos aquellos a quienes el profesor había interrogado se sentirían tan intrigados como estos. Bien está que no hayan llegado a saber jamás la explicación.

Los recortes de prensa, como he dicho ya, referían los casos de pánico, manía y excentricidad durante dicho periodo. El profesor Angell debió de contratar los servicios de una oficina de recortes de prensa, pues el número de extractos era enorme, y además procedían de todas las partes del mundo. Uno hablaba de un suicidio en Londres durante la noche, en que un hombre se había levantado de la cama y arrojado por la ventana, luego de lanzar un grito espantoso. Otro era una carta incoherente dirigida a un periódico sudamericano, en la que un fanático auguraba un espantoso futuro por las visiones que había tenido. Otro era un despacho procedente de California que relataba que una colonia de teósofos empezó a vestirse en masa con ropas blancas para cierto «glorioso acontecimiento» que nunca llegaba, mientras que otras noticias de la India hablaban cautelosamente de una grave agitación entre los nativos que había tenido lugar a finales de marzo. Las orgías del vudú se habían multiplicado en Haití, y las agencias africanas de noticias hablaban de murmullos presagiosos. Los oficiales americanos con destino en Filipinas habían observado la inquietud de algunas tribus en este mismo tiempo, y algunos policías neoyorquinos habían sido atropellados por orientales histéricos la noche del 22 al 23 de marzo. En el oeste de Irlanda también corrían rumores insensatos, y un pintor llamado Ardois-Bonnot colgó un blasfemo Paisaje onírico en el Salón de Primavera de París, en 1926. Por otra parte, fueron tan numerosos los disturbios registrados en los manicomios que solo un milagro pudo impedir que el cuerpo médico advirtiese extraños paralelismos y extrajese confusas conclusiones. En suma, se trataba de una escalofriante colección de noticias; y, aún hoy, no comprendo qué sequedad racionalista me impulsó a desecharlas. Pero estaba convencido de que el joven Wilcox había tenido noticia de unos casos anteriores citados por el profesor.

II

El relato del inspector Legrasse

Los casos anteriores que movieron a mi tío a dar tanta importancia al sueño y al bajorrelieve del escultor constituían el tema de la segunda parte de su largo manuscrito. Al parecer, el profesor Angell había visto anteriormente la infernal silueta de la anónima monstruosidad, había estudiado los desconocidos jeroglíficos y había oído los siniestros vocablos que podrían traducirse por la palabra «Cthulhu», encontrándolo todo tan horriblemente relacionado que no es extraño que acosara al joven Wilcox con preguntas y precisiones de fechas.

Esta experiencia anterior había tenido lugar diecisiete años antes, en 1908, cuando la Sociedad Americana de Arqueología celebró su congreso anual en Saint Louis. El profesor Angell, debido a su autoridad y a sus méritos, había desempeñado un destacado papel en todas las deliberaciones, viéndose abordado por varios extranjeros que aprovecharon su ofrecimiento para aclarar las preguntas y problemas que le quisieran formular.

El jefe de este grupo de extranjeros, que se convirtió pronto en centro de atención de todo el congreso, era un hombre de aspecto ordinario y de mediana edad que había venido de Nueva Orleans en busca de cierta información que no había podido conseguir de fuentes locales. Se llamaba John Raymond Legrasse, y era inspector de policía. Con él traía el objeto motivo de su viaje: una estatuilla de piedra, de aspecto grotesco y repulsivo, aparentemente muy antigua, cuyo origen no acertaba a determinar.

Eso no significa que el inspector Legrasse tuviera el más mínimo interés por la arqueología. Al contrario, su deseo de saber se debía a consideraciones puramente profesionales. La estatuilla, ídolo, fetiche o lo que fuera, había sido confiscada unos meses antes en los pantanos boscosos del sur de Nueva Orleans, durante una incursión para disolver una supuesta sesión de vudú; y tan extraños y horribles eran los ritos relacionados con ella que la policía no pudo por menos de comprender que acababan de dar con un oscuro culto totalmente desconocido para ellos e infinitamente más diabólico que los más tenebrosos ritos de los círculos de vudú africanos. No pudieron averiguar nada sobre su origen, aparte de las disparatadas e increíbles historias arrancadas por la fuerza a los miembros capturados; de ahí los deseos de la policía de acudir a algún arqueólogo que pudiese ayudarles a identificar el espantoso símbolo y a través de este seguir la pista del culto hasta su fuente.

El inspector Legrasse no se esperaba la impresión que su ofrecimiento causó. La aparición del objeto bastó para provocar en los científicos una tensa agitación, e inmediatamente se congregaron en torno a la estatuilla para contemplar la pequeña figura, cuya rareza y auténticamente inmensa antigüedad hacían vislumbrar perspectivas insospechadas y arcaicas. Este objeto terrible no daba la impresión de pertenecer a ninguna escuela escultórica conocida, aunque parecían haberse inscrito los siglos y hasta los milenios en la oscura y verdosa superficie de su piedra.

La figura, que finalmente pasó de mano en mano para ser examinada cuidadosa y detenidamente, medía unos veinte centímetros de altura y estaba artísticamente labrada. Representaba un monstruo de contornos vagamente antropomorfos, aunque con cabeza de octópodo, y cuyo rostro era una masa de palpos, un cuerpo de aspecto gomoso y cubierto de escamas, garras prodigiosas en las extremidades traseras y delanteras y unas alas estrechas en la espalda. Ese ser, que parecía dotado de una perversidad espantosa y antinatural, dejaba traslucir una pesada corpulencia, y descansaba sobre un bloque rectangular o pedestal, cubierto de caracteres indescifrables. Las puntas de las alas rozaban el borde posterior del bloque, la figura ocupaba el centro, mientras que las largas y curvadas garras de las cuatro patas plegadas llegaban al borde delantero y colgaban una cuarta de la altura del pedestal. Tenía la cabeza de cefalópodo inclinada hacia delante, de suerte que los extremos de los tentáculos faciales rozaban el dorso de las enormes zarpas posadas sobre las rodillas levantadas. La impresión general que producía era de vida anormal y del más penetrante pavor, dado su origen absolutamente desconocido. Su inmensa, espantosa e incalculable edad era innegable; sin embargo, no parecía tener relación con ningún tipo conocido de arte perteneciente a los albores de la civilización... ni, desde luego, con ningún otro tiempo.

Totalmente diverso e ignoto, su mismo material era un misterio; aquella piedra jabonosa, verdinegra, con sus doradas o iridiscentes manchas y estrías, resultaba desconocida para la geología y la mineralogía. Los caracteres de la base eran igualmente desconcertantes, y ninguno de los miembros del congreso, a pesar de que constituían una representación de expertos de medio mundo y cada uno era una autoridad en la materia, pudo aportar la más ligera idea del parentesco lingüístico. Tanto la figurilla como el material pertenecían a algo tremendamente remoto y distinto de la humanidad tal como la conocemos; a algo que sugería de manera estremecedora viejos e impíos ciclos de vida, en los que no participaban nuestro mundo y nuestras concepciones.

Y sin embargo, mientras algunos de los miembros negaban con la cabeza y confesaban su impotencia ante el problema del inspector, un hombre de la reunión confesó que tanto la monstruosa figura como la escritura le resultaban vagamente familiares, y a continuación contó con cierta timidez un extraño incidente. Esa persona era el fallecido William Channing Webb, profesor de antropología de una Universidad de Princeton y explorador de no poca reputación.

El profesor Webb había participado, cuarenta y ocho años antes, en una expedición a Groenlandia e Islandia, en busca de inscripciones rúnicas que no pudo descubrir; y, estando en la costa occidental de Groenlandia, se habían tropezado con una extraña y degenerada tribu de esquimales cuya religión, una rara forma de culto al diablo, les había hecho estremecer por sus deliberadas ansias de sangre y lo repulsivo de sus ritos. Era una fe poco conocida por los demás esquimales, a la que aludían con un escalofrío, y decían que provenía de edades inconcebiblemente remotas, aun anteriores a los comienzos del mundo. Además de los ritos innominados y los sacrificios humanos, había ciertos rituales transmitidos hereditariamente que se dirigían a un demonio supremo y más antiguo o tornasuk; el profesor Webb había tomado cuidadosa nota de la expresión fonética de un anciano angekok o sacerdote-hechicero, y transcribió los sonidos lo mejor que pudo en caracteres latinos. Pero lo más importante ahora era el fetiche que adoraba ese culto, alrededor del cual danzaban sus adeptos cuando la aurora boreal se derramaba por encima de los acantilados de hielo. Era, declaró el profesor, un bajorrelieve de piedra, formado por una figura horrenda y una especie de escritura críptica. Y, por lo que él podía decir, guardaba una semejanza rudimentaria con los rasgos esenciales de la bestial criatura que ahora constituía el centro de atención de toda la asamblea.

Estos datos, acogidos con asombro y duda por los miembros allí reunidos, parecieron incita al inspector Legrasse, quien empezó inmediatamente a asediar al profesor con preguntas. Dado que había copiado una invocación ritual de los adoradores de los pantanos que sus hombres habían arrestado, suplicó al profesor que tratase de recordar lo mejor que pudiese las palabras de los esquimales diabolistas. A continuación, siguió una exhaustiva comparación de detalles, y un silencio espantoso cuando el detective y el científico coincidieron en la identidad virtual de frases en dos rituales demoniacos separados por una distancia de tantos mundos. Lo que en definitiva habían entonado los hechiceros esquimales y los sacerdotes de los pantanos de Luisiana a sus ídolos era algo muy parecido a esto, una vez deducidas las separaciones entre vocablos de las tradicionales pausas en la frase al cantar en voz alta: «Ph’nglui mglw’nafh Cthulhu R’lyeh wgah’nagl fhtagn».

Legrasse había tenido más suerte que el profesor Webb, pues algunos de sus prisioneros le habían revelado la significación de esas palabras. La frase decía más o menos así: «En su morada de R’lyeh, Cthulhu muerto aguarda soñando».

Y a continuación, respondiendo a una insistente petición general, relató lo más detalladamente que pudo su experiencia con los adoradores de los pantanos; y contó una historia a la que, ahora me doy cuenta, mi tío debió de conceder suma importancia. Guardaba cierta semejanza con los sueños más absurdos y disparatados de los teósofos y mixtificadores, y revelaba un asombroso grado de imaginación cósmica, jamás sospechada en una sociedad de parias y de mestizos.

El 1 de noviembre de 1907, la policía de Nueva Orleans había recibido una llamada de los pantanos y la región situada al sur de la laguna. Los colonos, gentes primitivas en su mayoría, pero afables descendientes de los hombres de Lafitte, se sentían presa de un insuperable terror a causa de algo desconocido que les había sorprendido en plena noche. Al parecer era un rito vudú, pero de una naturaleza más terrible que los conocidos hasta entonces por ellos. Y, desde que empezó el incesante batir del tam-tam en el corazón de los negros bosques donde ningún habitante se aventuraba, habían desaparecido algunas mujeres y niños. Se oían gritos enloquecedores y alaridos demenciales, cánticos estremecedores e infernales llamas que crepitaban inquietas; y, añadió el aterrado mensajero, la gente no podía resistirlo más.

Así que, atardecido ya, había salido un cuerpo de policías en dos furgonetas y un automóvil, guiados por un colono tembloroso. Cuando el camino se hizo intransitable, dejaron los vehículos y avanzaron durante varios kilómetros chapoteando en silencio a través de los terribles bosques de cipreses donde nunca penetraba la luz del día. Las raíces retorcidas y el nudoso musgo español obstruían el paso, y de cuando en cuando algún montón de piedras húmedas o los fragmentos de un muro en ruinas intensificaban la opresiva sensación que cada árbol deformado y cada islote fangoso contribuía a crear. Finalmente, surgió ante ellos el poblado de colonos, una miserable agrupación de cabañas; y los histéricos habitantes salieron presurosos y se apiñaron alrededor de las balanceantes linternas. El apagado batir de los tam-tam se oía ahora en la lejanía; y a intervalos prolongados le llegaba un alarido aterrador, cuando el viento soplaba en dirección hacia ellos. Un resplandor rojizo parecía filtrarse a través de la pálida maleza, más allá de las interminables avenidas de la negrura del bosque. A pesar de la repugnancia a quedarse solos otra vez, los colonos se negaron a dar un paso más hacia el escenario del impío culto, de modo que el inspector Legrasse y sus diecinueve hombres se metieron de lleno sin nadie que les guiase en las negras arcadas de horror que ninguno de ellos había hollado jamás.

La región en la que ahora se adentraba la policía tenía tradicionalmente una fama maligna, y en su mayor parte estaba inexplorada por el hombre blanco. Había leyendas sobre un lago secreto jamás contemplado por ojos humanos, en el que habitaba un inmenso ser informe, blancuzco, semejante a un pólipo y de ojos refulgentes; y decían los colonos en voz baja que había demonios con alas de murciélago que surgían volando de las cavernas para adorarlo a medianoche. Afirmaban que estaba allí antes que D’Iberville, antes que La Salle, antes que los indios y antes incluso que las saludables bestias y aves de los bosques. Era una pesadilla, y verlo significaba la muerte. Pero se aparecía en sueños a los hombres, y eso bastaba para mantenerles alejados. La actual orgía vudú se desarrollaba, efectivamente, en los límites de esta zona execrable, pero aun así el paraje era bastante desagradable, y quizá fuera eso, más que los espantosos gritos e incidentes, lo que había aterrorizado a los colonos.

Solo la poesía o la locura podían hacer justicia a los ruidos que oyeron los hombres de Legrasse al abrirse paso a través de las negras ciénagas hacia el rojo resplandor y los apagados sones del tam-tam. Hay vocales que son propias de los hombres y texturas vocales características de los animales; y nada hay más terrible que oír una de ellas cuando su fuente se halla en la otra. La furia animal y la licencia orgiástica se elevaban a unas alturas demoniacas con aullidos y graznidos extáticos que se desgarraban y reverberaban a través de esos bosques tenebrosos como tempestades de pestilencia surgidas de los abismos del infierno. De cuando en cuando cesaban los gritos incoherentes y se elevaba un coro de voces que entonaban la horrenda fórmula ritual: «Ph’nglui mglw’nafh Cthulhu R’lyeh wgah’nagl fhtagn».

Finalmente, los hombres llegaron a un lugar donde los árboles eran más raros, y vieron de repente ante sí el espectáculo. Cuatro de ellos se tambalearon, uno se desmayó y dos prorrumpieron en gritos frenéticos que afortunadamente apagó la demente cacofonía. Legrasse roció con agua el rostro del hombre desmayado; luego se quedaron todos contemplando el espectáculo hipnotizados de horror.

En un claro natural del pantano había una isla cubierta de yerba de quizá media hectárea de extensión, vacía de árboles y relativamente seca. En ella saltaba y se contorsionaba la más indescriptible horda de humana deformidad que nadie, a no ser un Sime o un Angarola, sería capaz de plasmar. Despojados de toda indumentaria, aquella horda híbrida bramaba, rugía y se contorsionaba alrededor de una hoguera monstruosa de forma circular; en su centro, al rasgarse de cuando en cuando la cortina de las llamas, se veía un gran monolito de granito de unos dos metros y medio de altura; en la parte superior, desproporcionadamente pequeña, descansaba la maléfica estatuilla. En diez cadalsos erigidos en espacios regulares formando un círculo en torno a las llamas, colgaban, cabeza abajo, los cuerpos desfigurados de los desdichados colonos que habían desaparecido. Dentro de este círculo, los adoradores saltaban y rugían, girando en masa de izquierda a derecha en una interminable bacanal, entre el círculo de cuerpos y el círculo de fuego.

Puede que fuera solo producto de la imaginación y puede que fuese solo el eco lo que indujo a uno de los hombres, un español nervioso, a creer que había oído respuestas antifonales del ritual desde algún punto lejano, no iluminado, más al interior del bosque de antigua leyenda y horror. Este hombre, Joseph D. Gálvez, a quien fui a ver e interrogar más tarde, era exageradamente imaginativo. Efectivamente, llegó incluso a insinuar que había oído el batir de unas alas enormes y que había visto el brillo de unos ojos fulgurantes y un bulto blancuzco y montañoso, más allá de los lejanos árboles... pero supongo que habría oído demasiados rumores supersticiosos de los nativos.

De hecho, la horrorizada pausa de los hombres duró poco. El deber estaba por encima de todo; y, aunque debía de haber cerca de un centenar de celebrantes mestizos, los policías sacaron sus armas y se internaron decididamente en la repulsiva baraúnda. Durante cinco minutos, el tumulto que se produjo fue indescriptible. Hubo golpes, disparos y carreras; pero al final Legrasse pudo contar unos cuarenta y siete prisioneros, a los que obligó a vestirse apresuradamente y a formar fila entre sus policías. Cinco de los celebrantes murieron, y otros dos, heridos de gravedad, fueron transportados en improvisadas parihuelas por sus camaradas prisioneros. La imagen del monolito, como es natural, fue retirada cuidadosamente y confiscada por Legrasse.

Examinados en el cuartel de la policía, tras un viaje agotador, todos los prisioneros resultaron ser de muy baja condición, mestizos y mentalmente trastornados. La mayoría eran marineros, entre ellos negros y mulatos, casi todos originarios de las islas occidentales, o portugueses procedentes de las islas de Cabo Verde, que daban cierto matiz vudú a ese culto heterogéneo. Pero, tras las primeras preguntas, se puso de manifiesto que dicho culto era infinitamente más antiguo que el fetichismo negro. A pesar de ser ignorantes y depravadas, aquellas criaturas sostenían con sorprendente coherencia la idea central de su repugnante culto.

Adoraban, dijeron, a los Primigenios, que eran muy anteriores a la aparición del hombre y habían llegado al joven mundo desde el cielo. Estos Primigenios se habían retirado ahora al interior de la tierra y bajo el mar, pero sus cuerpos muertos revelaron secretos al primer hombre, mediante sueños, el cual instauró un culto que jamás había muerto. Ese era ese culto, y los prisioneros dijeron que siempre había existido y siempre existiría, ocultándose en alejados yermos y parajes retirados de todo el mundo hasta el tiempo en que el gran sacerdote Cthulhu saliese de su tenebrosa morada en la poderosa ciudad sumergida de R’lyeh y sometiese a la Tierra una vez más a su poder. Algún día vendría, cuando los astros fueran favorables; y el culto secreto estaría siempre allí, dispuesto a liberarlo.

Entretanto, nada más podían decir. Se trataba de un secreto que ni aun la tortura les podría arrancar. La humanidad no era la única clase de seres con conciencia sobre la Tierra, pues había formas que surgían de las tinieblas para visitar a los pocos fieles. Pero estas no eran los Primigenios. Ningún ser humano había visto jamás a los Primigenios. El ídolo esculpido representaba al gran Cthulhu, aunque nadie podía decir si los demás eran o no semejantes a él. Nadie era capaz de descifrar ahora la antigua escritura, si bien se transmitían cosas oralmente. El cántico ritual no era el secreto; este no se expresaba jamás en voz alta. El cántico significaba solo esto: «En su morada de R’lyeh, Cthulhu muerto aguarda soñando».

Solo dos de los prisioneros fueron declarados mentalmente sanos y se les ahorcó; los demás fueron trasladados a diversas instituciones. Todos negaron haber participado en los asesinatos rituales, y afirmaron que las muertes habían sido perpetradas por los Alas Negras, que habían venido desde su inmemorial refugio en el bosque encantado. Pero no hubo manera de sacar en claro una descripción coherente de estos misteriosos aliados. Lo que la policía pudo averiguar se debió mayormente a un mestizo casi centenario llamado Castro, el cual pretendía haber tocado extraños puertos en sus viajes y haber hablado con los inmortales dirigentes del culto en las montañas de China.

El viejo Castro recordaba fragmentos de una espantosa leyenda que haría palidecer las lucubraciones de los teósofos y presentaban al hombre y el mundo como algo reciente y efímero. Hubo milenios en que la Tierra estuvo gobernada por otros Seres que habitaron inmensas ciudades. Sus vestigios, le habían contado los chinos inmortales, se encontraban aún en forma de piedras ciclópeas en las islas del Pacífico. Habían muerto miles y miles de años antes de la aparición del hombre en la Tierra, pero había artes que podían hacerlos revivir, cuando los astros volvieran a la posición correcta en el ciclo de la eternidad. Habían venido, efectivamente, de las estrellas, y habían traído sus imágenes con Ellos.

Estos Primigenios, prosiguió Castro, no estaban hechos de carne y hueso. Tenían forma —¿no lo probaba acaso esa imagen de silueta estrellada?—, pero esa forma no era material. Cuando los astros se hallaban en la posición correcta, Ellos podían precipitarse de un mundo a otro mundo a través del firmamento; pero, cuando los astros estaban en posición adversa, no podían vivir. Sin embargo, aunque ya no viviesen, tampoco morían definitivamente. Reposaban en las moradas de piedra de la gran ciudad de R’lyeh, protegidos por los sortilegios del poderoso Cthulhu, y aguardaban una gloriosa resurrección, el día en que los astros y la Tierra estuviesen una vez más preparados para Ellos. Pero, aun entonces, alguna fuerza del exterior debía ayudarles a liberar sus cuerpos. Los encantamientos que les conservaban intactos les impedían asimismo realizar el movimiento inicial, y solo podían reposar despiertos en la oscuridad y pensar, mientras transcurrían incontables millones de años. Todos Ellos sabían qué ocurría entretanto en el universo, pues su lenguaje era telepático. Aun ahora hablaban en sus tumbas. Cuando, después de infinitos caos, aparecieron los primeros hombres, los Primigenios hablaron a los más sensibles modulando sus sueños; pues solo así podía llegar su lenguaje a las mentes orgánicas de los mamíferos.

Luego, prosiguió Castro en voz baja, esos primeros hombres instituyeron un culto en torno a pequeños ídolos que los Primigenios les mostraron: ídolos traídos en edades lejanas desde las oscuras estrellas. Ese culto no moriría jamás, hasta que las estrellas volvieran a su correcta posición y los sacerdotes secretos sacaran al gran Cthulhu de Su tumba para revivir a Sus vasallos y recobrar Su dominio sobre la Tierra. Sería fácil conocer la llegada de ese momento, pues entonces la humanidad se parecería a los Primigenios: será libre y salvaje y estará más allá del bien y del mal, arrojará a un lado las leyes y la moral, y todos los hombres gritarán y matarán y se refocilarán jubilosos. Entonces los Primigenios liberados les enseñarán nuevas formas de gritar y matar y refocilarse y regocijarse, y toda la Tierra arderá en el holocausto del éxtasis y la libertad. Entretanto, el culto, ejecutado mediante ritos apropiados, debe mantener vivo el recuerdo de esas antiguas formas y evocar la profecía de su retorno.

En otros tiempos, algunos escogidos habían hablado en sueños con los Primigenios que descansaban en sus tumbas; pero luego algo había ocurrido. La gran ciudad de piedra de R’lyeh, con sus monolitos y sepulcros, se había hundido bajo las olas; y las aguas profundas, henchidas de un misterio primitivo, impenetrable incluso para el pensamiento, habían interrumpido la comunicación espectral. Pero el recuerdo no había muerto, y los altos sacerdotes decían que la ciudad surgiría otra vez, cuando los astros fuesen favorables. Entonces saldrían los negros espíritus de la tierra, mohosos y sombríos, y propagarían los rumores recogidos en las cavernas de los olvidados fondos de los mares. Pero de esto último no se atrevió a hablar mucho el viejo Castro. Calló repentinamente, y no hubo medio de persuasión ni de astucia que lograra sonsacarle nada más al respecto. También se negó a dar detalles sobre el tamaño de los Primigenios. En cuanto al culto, dijo que creía que su centro se encontraba en la inexplorada región central de los desiertos de Arabia, donde Irem, la Ciudad de los Pilares, sueña oculta e intacta. No tenía relación alguna con el culto de las brujas en Europa, y era prácticamente desconocido fuera del círculo de sus adeptos. Ningún libro aludía realmente a él, aunque los chinos inmortales decían que en el Necronomicón del árabe loco Abdul Alhazred subyacía un sentido oculto que los iniciados podían interpretar a su criterio, especialmente el discutidísimo dístico:

Que no está muerto lo que puede yacer eternamente,

y con los evos extraños aun la muerte puede morir.

Legrasse, hondamente impresionado y no poco confundido, había tratado sin éxito de averiguar la filiación histórica del culto. Parecía ser que Castro había dicho la verdad al afirmar que era totalmente secreto. Las autoridades de la Universidad de Tulane no pudieron arrojar ninguna luz sobre dicho culto ni sobre la imagen, y ahora el detective había acudido a las personalidades más competentes del país, y se topaba nada menos que con la historia de Groenlandia del profesor Webb.

El febril interés que despertó en la asamblea la historia de Legrasse, corroborada por la estatuilla, tuvo algún eco en la correspondencia que luego intercambiaron los congresistas; en la publicación oficial de la sociedad, en cambio, se citó meramente de pasada. La prudencia es el primer cuidado de quienes están acostumbrados a enfrentarse con el charlatanismo y la impostura. Legrasse dejó la imagen durante un tiempo al profesor Webb, pero a la muerte de este volvió a sus manos, y sigue en su posesión, donde la he visto no hace mucho. Es algo verdaderamente terrible, y se parece de manera inequívoca a la escultura que modeló en sueños el joven Wilcox.

No me cabía la menor duda de que mi tío se había alterado con la historia del escultor; ¿qué debió de pensar, sabiendo lo que Legrasse había averiguado de ese culto, al contarle un joven sensible que había soñado no solo con la figura y los mismos jeroglíficos de la imagen encontrada en el pantano y de la tableta de Groenlandia, sino que, además, había oído en sus sueños tres palabras de la fórmula que pronunciaban tanto los diabolistas esquimales como los mestizos de Luisiana? Evidentemente, era natural que el profesor Angell iniciara una investigación minuciosa; aunque yo sospechaba, personalmente, que el joven Wilcox había oído hablar del culto y había inventado una serie de sueños para acrecentar el misterio a costa de mi tío. Los relatos de los demás sueños y los recortes recopilados por el profesor constituían una sólida corroboración de la historia del joven; pero mi acendrado racionalismo y la extravagancia de todo este asunto me llevaron a adoptar lo que me pareció la conclusión más palmaria. Así que, después de estudiar con atención el manuscrito y cotejar las notas teosóficas y antropológicas con el informe de Legrasse, hice un viaje a Providence para ver al escultor y decirle lo que pensaba de él por haber embaucado tan descaradamente a un sabio de tan avanzada edad.

Wilcox vivía aún solo en la residencia Fleur-de-Lys de Thomas Street, una horrenda imitación victoriana de la arquitectura bretona del siglo XVII, con su fachada de estuco en medio de encantadoras casas coloniales y a la sombra del más fino campanario georgiano que pudiera verse en América. Lo encontré trabajando en sus habitaciones, e inmediatamente descubrí, por las obras que tenía allí, que su genio era profundo y auténtico. Creo que dentro de un tiempo figurará entre los grandes decadentes, pues ha logrado plasmar en barro y en mármol esas pesadillas y fantasías que Arthur Machen evoca en su prosa y Clark Ashton Smith ha hecho visibles en verso y en pintura.

Moreno, endeble y de aspecto algo descuidado, se volvió lánguidamente al llamar yo y me preguntó qué deseaba sin levantarse de su silla. Cuando le dije quién era, manifestó cierto interés, pues mi tío había despertado su curiosidad al estudiar sus extraños sueños, aunque nunca había explicado la razón de su estudio. Yo no le aclaré demasiado el asunto, y traté de sonsacarle con tacto.

Me bastó poco tiempo para convencerme de su absoluta sinceridad, pues me habló de los sueños de un modo que nadie podría tergiversar. Tanto los sueños como su residuo subconsciente habían influido en su arte hondamente, y me enseñó una morbosa escultura cuyos contornos casi me hicieron estremecer por su oscura potencia sugestiva. No recordaba si había visto el original de esa criatura, a no ser en su propio bajorrelieve que modelara en sueños, pero sus perfiles habían surgido inconscientemente bajo sus manos. Era sin duda la forma gigantesca que tanto le atormentara en su delirio. Seguidamente, aclaró que él no sabía en verdad nada del misterioso culto, aparte de lo que las incansables preguntas de mi tío le habían permitido inferir; y de nuevo me esforcé en averiguar de qué manera pudo haber recibido las horribles impresiones.

Habló de sus sueños de un modo extrañamente poético, haciéndome ver con terrible intensidad la húmeda ciudad ciclópea de piedras verdosas y cubiertas de limo, cuya geometría, dijo extrañamente, era totalmente errónea, y oír con aterrada expectación la incesante, semimental llamada que surgía de la tierra: «Cthulhu fhtagn, Cthulhu fhtagn».

Estas palabras formaban parte de aquel espantoso ritual que hablaba del sueño vigil de Cthulhu muerto en la cripta de piedra de R’lyeh, y me sentí impresionado en grado sumo, a pesar de mis convicciones racionales. Wilcox, estoy seguro, había oído hablar del culto de alguna manera casual, y debía de haberlo olvidado poco después, en medio de la masa de sus igualmente inquietantes lecturas y figuraciones. Más tarde, en virtud de su acusada impresionabilidad, debió de encontrar la expresión subconsciente en sus sueños, en el bajorrelieve y en la terrible estatua que ahora yo tenía delante; de modo que su impostura había sido involuntaria. El joven era a la vez un poco afectado y descortés, un tipo de carácter que nunca me ha gustado; pero ahora yo estaba dispuesto a admitir su genio y su honestidad. Me despedí amistosamente de él, y le deseé todos los éxitos a su prometedor talento.

El asunto del culto seguía fascinándome, y a veces me imaginaba a mí mismo alcanzando fama mundial al averiguar sus orígenes y relaciones. Visité Nueva Orleans, hablé con Legrasse y otros sobre aquella antigua redada, vi la espantosa imagen y hasta interrogué a los mestizos prisioneros que aún vivían. El viejo Castro, desgraciadamente, había fallecido hacía unos años. Lo que oí entonces de viva voz, aunque en realidad no fue más que una confirmación de lo que mi tío había escrito, despertó de nuevo mi interés; pues estaba seguro de que me hallaba sobre la pista de una auténtica, secreta y antigua religión cuyo descubrimiento me convertiría en un antropólogo de renombre. Mi actitud era todavía absolutamente materialista, como aún quisiera que lo fuese, y deseché con la más inexplicable perversidad mental la coincidencia de las transcripciones de sueños con los extraños recortes recopilados por el profesor Angell.

Sin embargo, en aquel entonces, empecé a sospechar algo, que ahora me temo que sé con certeza, y es que la muerte de mi tío no fue natural. Se cayó en un estrecho callejón que ascendía del barrio marinero donde pululan los mestizos extranjeros, tras un empujón sin importancia de un marinero negro. Yo no había olvidado la mezcla de sangres y las ocupaciones marineras de los miembros del culto de Luisiana, y no me habría sorprendido averiguar la existencia de métodos secretos y agujas envenenadas hace tiempo conocidas, y tan crueles como los misteriosos ritos. Es cierto que a Legrasse y a sus hombres no los molestaron; pero en Noruega ha muerto un marinero que había visto ciertas cosas. ¿No podría ser que hubiesen llegado a oídos siniestros las averiguaciones de mi tío, tras haber recogido la información del escultor? Creo que el profesor Angell murió porque sabía demasiado, o porque probablemente estaba a punto de sacar a la luz demasiadas cosas. Ahora falta ver si yo voy a correr esa misma suerte, pues he llegado demasiado lejos.

III

La locura del mar

Si alguna vez el cielo desea concederme un don, que sea el total olvido del descubrimiento que hice casualmente al fijarse mis ojos en determinado fragmento de periódico que cubría un estante. Era un ejemplar atrasado del australiano Sydney Bulletin, del 18 de abril de 1925, y no tenía nada que llamase mi atención en mi rutina diaria. Incluso había escapado a la agencia de recortes que en esas fechas andaba recopilando ávidamente material para mi tío.

Yo había abandonado casi por completo mis investigaciones sobre lo que el profesor Angell llamaba el «Culto de Cthulhu», y había ido a visitar a un científico amigo de Paterson, en New Jersey, conservador d

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