Las cuatro estaciones II

Stephen King

Fragmento

1

Las cosas más importantes son siempre las más difíciles de contar. Son cosas de las que uno se avergüenza, porque las palabras las degradan. Al formular de manera verbal algo que mentalmente nos parecía ilimitado, lo reducimos a tamaño natural. Claro que eso no es todo, ¿verdad? Todo aquello que consideramos más importante está siempre demasiado cerca de nuestros sentimientos y deseos más recónditos, como marcas hacia un tesoro que los enemigos ansiaran robarnos. Y a veces hacemos revelaciones de este tipo y nos encontramos solo con la mirada extrañada de la gente que no entiende en absoluto lo que hemos contado, ni por qué nos puede parecer tan importante como para que casi se nos quiebre la voz al contarlo. Creo que eso es precisamente lo peor. Que el secreto lo siga siendo, no por falta de un narrador, sino por falta de un oyente comprensivo.

Tenía yo casi trece años cuando vi por primera vez a una persona muerta. Ocurrió en mil novecientos sesenta, hace ya mucho tiempo… aunque, a veces, no me parece tanto. Sobre todo, cuando despierto de noche tras haber visto en sueños el granizo que caía en sus ojos abiertos.

2

En Castle Rock teníamos una casita junto a un olmo que se alzaba en un amplio solar. Ahora hay allí una empresa de mudanzas y el olmo ha desaparecido. Progreso. Nuestra casa del árbol era una especie de club social, aunque no tenía nombre. Íbamos al club unos cinco o seis chavales fijos y algunos otros tontorrones que solían merodear por allí y a los que solíamos dejar subir cuando había una partida de cartas y necesitábamos nuevas víctimas. Jugábamos casi siempre a las veintiuna, cinco centavos límite; pero podías ganar el doble con la jota y cinco cartas… o triple con seis cartas, aunque Teddy era el único tan demente como para arriesgarse a eso.

Habíamos hecho las paredes de la casita con tablones que sacamos del muladar que había detrás del almacén de madera y material de construcción de Carbine Road (estaban astillados y llenos de agujeros de los nudos de la madera que habíamos taponado con papel higiénico y servilletas de papel), y el tejado era de hojalata; lo sacamos del mismo lugar, sin perder un segundo de vista al perro, que teóricamente era un gran monstruo devoraniños. En el mismo sitio también, y el mismo día, encontramos una portezuela de tela metálica. Impedía el paso a las moscas, pero estaba realmente herrumbrosa; quiero decir absolutamente herrumbrosa. Fuera cual fuera la hora del día a la que miraras al exterior por ella, siempre parecía la hora del ocaso.

Además de ser un buen sitio para jugar a las cartas, nuestro club lo era también para fumar cigarrillos y mirar libros de mujeres desnudas. Teníamos una media docena de ceniceros abollados de lata, con la palabra CAMEL en el fondo, una cantidad considerable de fotos de las páginas centrales de revistas clavadas a las astilladas paredes, veinte o treinta barajas viejas (a Teddy se las proporcionó su tío, que llevaba la papelería de Castle Rock; cuando este le preguntó un día a qué jugábamos, le contestó que a una juego de cartas llamado cribbage, y a su tío le pareció bien), una serie de fichas de plástico, de póquer, y un montón de revistas con historias policíacas que dejábamos siempre por allí para cuando no había otra cosa en que entretenerse. También habíamos hecho un compartimiento secreto de veinticinco por treinta centímetros bajo el suelo, para esconder todo este material en las contadas ocasiones en que el padre de alguno de los chicos decidía que era hora de darse una vueltecita por nuestro club, ya sabes, esa costumbre de los mayores de «hay-que-ver-qué-buenos-colegas-somos». Estar en el club cuando llovía era como estar en el interior de un tambor jamaicano… pero aquel verano no llovió.

Según los periódicos, era el verano más caluroso y seco desde mil novecientos siete, y el último viernes de vacaciones, víspera del Día del Trabajo, hasta las varas de oro de los campos y las cunetas de los caminos, estaban resecas y sedientas. Aquel verano, ningún huerto había producido lo suficiente para hacer conservas, y las grandes estanterías de material de enlatado de Red & White de Castle Rock esperaban en vano acumulando polvo. Nadie tenía gran cosa que conservar aquel verano, a no ser que quisieran hacer vino de diente de león.

Pues, aquel viernes que digo, por la mañana estábamos en el club Teddy, Chris y yo, mirándonos lúgubremente y lamentándonos del inminente principio de curso y jugando a las cartas e intercambiando los manidos chistes de siempre sobre vendedores y franceses. («¿Cómo sabes que ha pasado un francés por tu corral? Bueno, porque los cubos de basura están vacíos y el perro preñado.» Teddy intentaba hacerse el ofendido, aunque él era el primero en transmitir un chiste en cuanto lo oía, pero sustituyendo a los franceses por polacos.)

El olmo daba buena sombra, pero nos habíamos quitado las camisas para no sudarlas demasiado. Estábamos jugando al scat, uno de los juegos de cartas más estúpidos que se hayan inventado; hacía demasiado calor para pensar en algo más complicado. Hasta mediados de agosto se formaban siempre buenas y concurridas partidas, pero a partir de entonces los chicos se dispersaban. Demasiado calor.

Me tocaba a mí y pintaba picas. Había empezado con trece, conseguido un ocho para hacer veintiuna y no había pasado nada desde entonces. Robó Chris. Tomé mi última mano: nada que mereciera la pena.

—Veintinueve —dijo Chris.
—Veintidós —dijo Teddy, con cierto disgusto.

—A la porra —dije yo, y eché las cartas en la mesa boca abajo.

—Gordie fuera, el bueno de Gordie agarra la bolsa y se larga —trompeteó Teddy y soltó su especial risa patentada Teddy Duchamp, iiii, iiii, iiii, que sonaba igual que un clavo oxidado raspando madera podrida.

Todos sabíamos que Teddy era raro. Tenía nuestra misma edad, casi trece, pero entre las gafas gruesas y el aparato del oído, parecía un viejo. Los chicos intentaban siempre gorrearle cigarrillos en la calle, engañados por el bulto de la camisa, que, en realidad, era la batería del aparato del oído.

Pese a las gafas y al botón color piel enroscado siempre en su oído, no veía demasiado bien ni entendía siempre lo que le decías. Para jugar al béisbol, le colocábamos entre Chris, que se situaba en el jardín izquierdo, y Billy Greer, que lo hacía en el derecho. Y luego nos limitábamos a esperar que no le llegara nunca la pelota, porque, la viera o no, se iría detrás de ella. Alguna que otra vez, de todos modos, recibía un buen porrazo y en una ocasión se dio de morros contra la cerca de nuestro club y se desmayó. Se quedó allí de espaldas con los ojos en blanco casi cinco minutos; yo me asusté. Luego volvió en sí y empezó a dar vueltas, sangrando por la nariz, con un gran chichón en la frente y lanzando insultos contra la pelota.

Sus defectos de visión eran de nacimiento, aunque no así su sordera. Por aquella época estaba de moda llevar el pelo muy corto, de forma que las orejas parecían las asas de un cántaro, bien descubiertas; pues Teddy fue el primero en llevar el pelo estilo Beatles cuatro años antes de que en Estados Unidos se empezara a oír hablar de este conjunto. Sus orejas parecían dos grumos de cera caliente, por eso las llevaba tapadas.

Cuando Teddy tenía ocho años (cuatro años antes de aquel verano) su padre se enfureció con él porque rompió un plato. Su madre estaba trabajando en la fábrica de calzado de Sooth Paris cuando esto ocurrió, y cuando se e

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