1L a carretera recién asfaltada abandonaba
Santa Fe y seguía su camino hacia el oeste a través de los pinares. Un sol de rayos ambarinos se hundía en el entramado de nubes emborronadas que asomaba tras los picos nevados de las montañas Jemez, proyectando un espectacular mosaico de luces y sombras sobre el paisaje. Nora Kelly conducía la desvencijada ranchera Ford por aquella carretera, bajando por las colinas jalonadas de chamizos y atravesando los barrancos. Era la tercera vez que viajaba hasta allí en otros tantos meses.
Cuando salía del barranco de Buckman en dirección a lo que antaño habían sido los Llanos de la Liebre, vio un arco luminoso por detrás de los pinares. Al cabo de unos segundos, su camioneta dejó atrás unos setos verdes muy cuidados. Sobre el césped, un aspersor automático trastabillaba y cabeceaba bajo el sol, disparando chorros de agua con una cadencia regular y parsimoniosa. Un poco más allá, sobre una cuesta, se erguía el nuevo edificio del club Fox Run, una estructura gigantesca de falso adobe. Nora apartó la vista.
La ranchera pasó traqueteando por encima de una valla de protección que había en el extremo opuesto de Fox Run y, de repente, la carretera se convirtió en un camino de tierra lleno de baches. Dejó atrás varios buzones viejos y dispersos y el destartalado letrero de madera, maltratado por el paso de los años, donde se leía: rancho de las cabrillas. Por unos minutos le asaltó el recuerdo de un día de verano veinte años atrás; una vez más se hallaba de pie bajo el abrasador sol, sosteniendo un cubo en la mano, mientras ayudaba a su padre a pintar el cartel. Éste le había explicado que los mejicanos llamaban cabrillas a un tipo de pez, pero también era el nombre de las Pléyades, las estrellas de la constelación del Toro y que, según él, parecían patinadoras sobre agua cada vez que las contemplaba sobre la superficie brillante de un estanque. «¿Qué me importa a mí el ganado? —recordaba haberle oído decir al tiempo que pintaba las gruesas letras con la brocha—. Compré este lugar por sus estrellas.»
Tras doblar una curva, enfiló una cuesta y Nora decidió aminorar la velocidad. El sol ya había desaparecido y la luz se desvanecía rápidamente del cielo inmenso del desierto. Allí en medio, en un valle cubierto de hierba, se erguía el viejo caserón, con las ventanas tapiadas por tablones, y junto a él, el desastrado conjunto del establo y los corrales que en el pasado habían formado parte de la hacienda familiar de los Kelly. Hacía cinco años que estaba deshabitada. No fue una gran pérdida, se dijo Nora. La casa era una estructura prefabricada de mediados de los cincuenta, que ya se venía abajo cuando ella era una cría. Su padre se había gastado todo el dinero en las tierras.
Abandonando la carretera justo bajo la cima de la colina, dirigió la mirada hacia el arroyo cercano. Alguien había arrojado subrepticiamente un montón de escombros de hormigón ligero. Puede que su hermano tuviese razón cuando le decía que debía vender aquel lugar; los impuestos estaban subiendo y no había posibilidades de hacer reformas y arreglar la casa. ¿Por qué seguía aferrándose a ella? No podía permitirse el lujo de construir su propia casa en aquellos terrenos; desde luego, no con el sueldo de una profesora adjunta.
Vio luces encendidas en casa de los Gonzales, a unos cuatrocientos metros de distancia. Aquél sí era un rancho de verdad, y no como el cuchitril que había mandado construir su padre para pasar las vacaciones. En la actualidad Teresa Gonzales —su compañera de juegos en la infancia y con quien había crecido—, era la encargada de dirigir el rancho, ella sola. Teresa era una mujer fuerte, lista y valiente, y en los últimos años había decidido encargarse también del cuidado del rancho de los Kelly. Cada vez que un puñado de adolescentes se aventuraba a entrar en la casa con ganas de juerga o que un grupo de cazadores borrachos se ponían a disparar en el rancho por diversión, Teresa los sacaba de allí a patadas y dejaba un mensaje en el contestador automático de Nora, en el apartamento de la ciudad donde vivía habitualmente. Las últimas tres o cuatro noches, justo al ponerse el sol, Teresa había visto unas luces borrosas dentro y alrededor de la casa, así como a varios animales de gran tamaño —o eso le había parecido— merodeando por allí.
Nora esperó unos minutos, para ver si había señales de vida en la casa, pero el lugar estaba en silencio y desierto. Puede que no fuesen más que alucinaciones de Teresa. En cualquier caso, quienquiera que fuese el responsable de aquellas extrañas luces parecía haberse marchado de allí.
Atravesó la verja con la camioneta y recorrió los últimos dos metros del camino, aparcó en la parte trasera y apagó el motor. A continuación, extrajo una linterna de la guantera y salió despacio del vehículo. La puerta de la casa estaba abierta y se sostenía al quicio únicamente mediante un gozne, pues el cerrojo hacía ya tiempo que había sido arrancado con unas tenazas. Una ráfaga de viento barrió el jardín, levantando una polvareda a su paso y sacudiendo la puerta con un susurro inquieto.
Nora encendió la linterna y subió los escalones del portal. Empujó la puerta, que se movió a un lado y luego dio un vaivén, volviendo a su posición inicial con pesadez. Contrariada, Nora le dio una patada y la puerta cayó al suelo del porche, dando un golpe seco que retumbó en el silencio expectante. Finalmente la mujer entró en la casa.
Las ventanas tapiadas hacían casi imposible vislumbrar algo en el interior, aunque ese algo no fuese más que un triste eco de los recuerdos de la casa en que había crecido. Había varias botellas de cerveza y vidrios rotos desperdigados por el suelo, y alguien había pintado con spray una de las paredes, arrancado algunos de los tablones que cubrían las ventanas y destrozado la moqueta y los cojines del sofá que, rajados, yacían esparcidos por la habitación. También había varios agujeros en la pared posterior, junto con unos cuantos casquetes del calibre veintidós.
Lo cierto es que la casa no parecía estar en peor estado que la última vez. Las rajas en los cojines eran nuevas, así como los agujeros de la pared, pero recordaba todos los demás detalles de su anterior visita. Su abogado ya le había advertido que, en sus actuales condiciones, la casa podía suponer un auténtico problema. Si un inspector del ayuntamiento se pasaba por allí, la declararía en estado ruinoso sin pestañear y puede que incluso la expropiase. El único problema era que el mero hecho de demolerla le costaba más dinero del que tenía... a menos, claro está, que la vendiese.
Dejó la sala de estar para dirigirse a la cocina. El haz de luz de su linterna iluminó el viejo Frigidaire, que seguía tendido en el suelo, tal como lo habían dejado. Alguien había sacado los cajones recientemente y los había diseminado por la habitación. El suelo de linóleo estaba levantándose a trozos y alguien se había encargado de acelerar el proceso arrancando las tiras y rompiendo los tablones para dejar al descubierto el hueco que había debajo. Debe de ser agotador esto de ser un vándalo, pensó. Mientras volvía a recorrer la habitación con la mirada, la asaltó una súbita inquietud. Había algo distinto esta vez.
Salió de la cocina y empezó a subir por las escaleras, apartando de una patada puñados del relleno de los colchones, mientras trataba de concentrarse en saber qué era lo que le extrañaba tanto. Cojines destripados, agujeros en las paredes, el suelo enmoquetado y el linóleo levantado... Por alguna extraña razón, aquellas señales recientes de violencia no le parecían tan fortuitas como otras veces; era como si alguien hubiese estado registrando la casa en busca de algo. En mitad de la escalera, en plena oscuridad, se detuvo.
¿Qué era aquel crujido de cristales bajo sus pies? Se quedó inmóvil, aguardando, en la penumbra. No se oían más que los débiles gemidos del viento. Si hubiese llegado un coche, lo habría oído.
En el piso superior aún estaba más oscuro, pues los tablones que tapiaban las ventanas permanecían en su sitio. Giró a la derecha en el descansillo y enfocó con la linterna hacia su antiguo dormitorio. Una vez más sintió aquella punzada familiar al recorrer con la mirada el papel pintado de la pared, de color rosa, ahora colgando en tiras y manchado como un viejo mapamundi. El colchón era un gigantesco nido de ratas, el soporte para su oboe estaba roto y oxidado; los tablones de madera del suelo, levantados. Un murciélago lanzó un chillido por encima de su cabeza y Nora recordó el día que la pillaron in fraganti tratando de capturar uno para que fuera su mascota. Su madre nunca había entendido la fascinación que aquellos animalillos ejercían sobre ella.
Avanzó por el pasillo hacia la habitación de su hermano, que también estaba destrozada. Bueno, no es que sea muy distinto de la pocilga donde vive ahora, pensó. Sin embargo, a pesar del hedor a abandono y ruinas, creyó percibir otro olor, más débil, de flores prensadas en el aire de la noche. Qué raro... Las ventanas están cerradas... Avanzó de nuevo por el pasillo hacia el dormitorio de sus padres.
Esta vez era imposible que aquello fuese producto de su imaginación: volvió a oír el débil tintineo de los cristales rotos en el piso de abajo y se detuvo otra vez. ¿Sería una rata escabulléndose por el suelo del salón?
Retrocedió sigilosamente hasta lo alto de la escalera, en el descansillo, y luego permaneció inmóvil. De pronto oyó otro ruido, una especie de golpe seco. Mientras esperaba en la oscuridad sonó un nuevo crujido, esta vez más fuerte, como si un cuerpo pesado estuviese pisoteando los fragmentos de cristales rotos.
Nora exhaló el aire de sus pulmones muy despacio, al tiempo que un apretado nudo muscular le comprimía el pecho. Lo que había empezado como una irritante obligación familiar se había convertido en algo totalmente distinto.
—¿Quién anda ahí? —preguntó a voz en grito. Sólo se oyó la respuesta del viento.
Enfocó con la linterna el hueco de la escalera, vacío. Por lo general, los chiquillos echaban a correr en cuanto veían aparecer su camioneta, pero esta vez no había sido así.
—¡Esto es propiedad privada! —gritó, tratando de conservar la calma—. Y no puede entrar sin autorización. La policía viene de camino.
En los minutos de silencio que siguieron, se oyó una nueva pisada, más cerca de la escalera.
—¿Teresa? —exclamó Nora de nuevo, esperando contra toda esperanza que fuese ella.
Acto seguido, oyó algo más, un sonido gutural y amenazador parecido a un gruñido.
Perros, pensó con una súbita e inmensa oleada de alivio. Sin duda los perros salvajes de las inmediaciones habían estado utilizando la casa como guarida. Decidió no razonar por qué aquella explicación le parecía un consuelo.
—¡Eh! —exclamó, blandiendo la linterna—. ¡Fuera de aquí! ¡Fuera de esta casa!
Una vez más, sólo obtuvo silencio como respuesta. Nora sabía cómo manejar a los perros callejeros. Bajó las escaleras con paso decidido, hablando en voz alta y con tono firme. Al llegar al último escalón, iluminó la sala de estar con la linterna.
Estaba vacía. Los perros debían de haber huido al oírla aproximarse.
Nora respiró hondo. A pesar de que aún no había inspeccionado la habitación de sus padres, decidió que ya era hora de marcharse.
De camino a la puerta principal, oyó otro paso sigiloso, y luego uno más, angustiosamente lento y calculado.
Enfocó la linterna hacia el lugar de donde provenían los pasos, al tiempo que percibía el sonido de un resuello débil y entrecortado, una especie de murmullo ronroneante y monótono. El mismo aroma de flores invadía el aire de la estancia, esta vez con mayor intensidad.
Permaneció inmóvil, paralizada por la sensación tan inusual de sentirse amenazada, dudando entre apagar la linterna y esconderse o salir corriendo de allí.
Unos segundos después, con el rabillo del ojo, vio una enorme figura peluda corriendo por la pared. Estaba volviéndose para enfrentarse a ella cuando de pronto recibió un fuerte golpe en la espalda.
Cayó al suelo, sintiendo el contacto de algo peludo y rugoso en la nuca. Se oía un bramido húmedo y maníaco, como si una jauría de perros rabiosos estuviera devorándose. Le propinó una violenta patada a aquella bestia, que lanzó un gruñido pero relajó sus garras por un instante, dando a Nora la oportunidad de zafarse de ella. Justo cuando se disponía a dar un salto hacia adelante, una segunda figura la atacó con furia y la derribó, aterrizando justo encima de ella. Nora se retorció mientras las diminutas partículas de vidrio se le clavaban en la piel y aquella forma oscura se abalanzaba sobre ella para retenerla contra el suelo. De pronto vio un vientre desnudo, cubierto de manchas relucientes y rayas, como las de un jaguar; unas garras afiladas y peludas; un vientre frío, húmedo y animal... con un cinturón de conchas de plata. Unos ojos pequeños, terroríficamente rojos y brillantes, la miraban atentos a través de unas hendiduras mugrientas hechas en una máscara de gamuza.
—¿Dónde está? —le preguntó una voz con dureza y brusquedad, hablándole directamente a la cara e impregnándola con la dulce pestilencia de la carne podrida.
Nora no logró articular palabra.
—¿Dónde está? —repitió la voz, cruda e imperfecta, como si fuera una alimaña imitando la voz humana.
Unas garras implacables le asían el cuello y el brazo derecho como tenazas.
—¿El qué...? —logró articular con voz ronca. —La carta —farfulló la bestia, agarrándola aún con más fuerza—. O te arrancamos la cabeza.
Nora trató de zafarse desesperadamente de aquellas garras, pero la presión sobre su cuello era cada vez más intensa. Sintió que le faltaba el aire y empezó a toser de dolor y miedo.
De pronto, un fogonazo de luz y una ensordecedora explosión atravesaron la oscuridad. La presión en su cuello se aflojó y, retorciéndose frenéticamente, Nora logró liberarse de las garras de su captor. Se apartó a un lado, rodando por el suelo, cuando una segunda explosión abrió un boquete en el techo y proyectó una lluvia de fragmentos de yeso y madera sobre su cabeza. Desesperada, Nora se puso de pie al tiempo que los cristales se desparramaban por la estancia. La linterna se le cayó al suelo y la mujer empezó a dar vueltas sobre sí misma, desorientada.
—¿Nora? —oyó cómo alguien la llamaba—. ¿Eres tú, Nora? —Enmarcada por la tenue l