El buen padre (Indira Ramos 1)

Santiago Díaz

Fragmento

cap-2

1

La calle principal de la urbanización de chalés se iluminó con el azul de las sirenas. Uno de los Zetas frenó en la rampa del garaje y el otro derrapó en el jardín de entrada, llevándose por delante un rosal y una pequeña palmera. Los cuatro agentes —tres hombres y una mujer— salieron de los coches y fueron a aporrear la puerta.

—¡Policía! ¡Abran!

Ante la ausencia de respuesta, el más veterano dio un par de pasos atrás.

—Apartaos.

—¿No deberíamos pedir una orden? —titubeó su compañero.

—No hay tiempo para eso —respondió la agente con determinación.

Después de varias patadas, la cerradura cedió y la puerta quedó abierta de par en par, con el pomo incrustado en la pared de escayola. La luz intermitente que llegaba del exterior inundó el vestíbulo.

—¡Policía! ¡¿Hay alguien en casa?!

Desenfundaron sus pistolas y entraron alumbrando con sus linternas. Nada más llegar al salón, se quedaron paralizados al descubrir una mancha de sangre en el techo. La observaron en silencio durante unos interminables segundos, presintiendo que sería una noche difícil.

—Es arriba —dijo uno de ellos, como si sus compañeros necesitasen esa información para atar cabos.

—Habría que avisar al Grupo Especial de Operaciones...

—La víctima todavía podría seguir viva —dijo el que había abierto la puerta negando con la cabeza.

Subieron por la escalera intentando recordar cuál era el protocolo en ese tipo de situaciones. Pero cuando de la teoría se pasa a la acción real, uno se olvida de todo.

Al entrar en el dormitorio, encontraron la explicación a los gritos pidiendo auxilio que había denunciado una vecina; en el suelo, boca abajo, en medio de un charco de sangre, yacía el cuerpo sin vida de Andrea Montero. Aunque todavía no había empezado a descomponerse y apenas desprendía un ligero olor metálico, bastó para que al agente más joven se le revolvieran las tripas.

—Informaré a la central —atinó a decir antes de salir a buscar un lugar donde echar la cena sin contaminar la escena del crimen.

La agente, con algo más de aguante que su compañero, le dio la vuelta al cadáver y descubrió una imagen que tardaría tiempo en borrar de su memoria: la cara era un coágulo de sangre y no se distinguían las facciones; bien podría ser una chica de veinte años o una mujer de cincuenta. Por una foto que había sobre la cómoda, dedujo que tendría unos cuarenta. Le tomó el pulso sin ninguna esperanza de encontrárselo y vio que, aparte de las al menos cinco cuchilladas en diferentes partes del cuerpo, tenía marcas defensivas en manos y brazos, y un corte en el cuello que le había seccionado la yugular y que sin duda fue lo que le causó la muerte.

—Hijos de puta —dijo apretando los dientes con rabia.

—¡Aquí! —gritó el joven agente que había salido unos segundos antes—. ¡No se mueva! ¡Las manos en la cabeza!

Sus compañeros corrieron hacia el lugar del que procedían los gritos. En medio de la habitación contigua había un hombre de mediana edad arrodillado, la típica persona que pasaría desapercibida en cualquier lugar, con rasgos demasiado comunes y cara de buena gente, alguien a quien los vecinos seguramente describirían como muy educado y agradable, incapaz de matar una mosca. Pero la primera impresión que los policías se llevaron de él decía todo lo contrario: tenía la ropa, la cara y las manos manchadas de sangre. Parecía en estado de shock, como si no comprendiera qué sucedía ni por qué habían tomado su casa. A su lado, en el suelo, había un cuchillo de trinchar ensangrentado. Uno de los agentes lo apartó de una patada al entrar en la habitación.

—¿Qué está pasando? —preguntó paseando la mirada por aquellos policías que le apuntaban con sus armas.

—¡Las manos en la cabeza, no se lo volveré a repetir!

El hombre consideró que era mejor obedecer y, en cuanto sus dedos se entrelazaron por detrás de la nuca, los agentes le cayeron encima y lo esposaron.

Al día siguiente, los informativos dirían que Andrea Montero había sido la trigésimo séptima mujer asesinada a manos de su pareja en lo que iba de año.

UN AÑO DESPUÉS

2

La inspectora de Homicidios Indira Ramos examina el vaso de zumo con detenimiento, buscando alguna marca que le haga sospechar que no está tan limpio como debería. La camarera se arma de paciencia ante una escena que se repite todos los domingos desde hace casi medio año.

—¿Qué? ¿Está a su gusto o no está a su gusto?

—El vaso lo has lavado a mano con jabón neutro, ¿verdad?

—Sí, señora... —responde harta—, igual que los cubiertos, el plato y la taza de café. ¿No cree que va siendo hora de que confíe en mí?

En lo relativo a la higiene, Indira no confía ni en la camarera ni en nadie, y eso que cuando su psicólogo le puso como ejercicio obligatorio salir a desayunar una vez a la semana, eligió esa cafetería porque es la más limpia que encontró, a pesar de que está en la otra punta de Madrid. Cuando a una le han diagnosticado un TOC (un trastorno obsesivo-compulsivo que le impide tener un comportamiento medianamente normal), cualquier precaución es poca.

—Gracias, Cristina —responde al fin.

La camarera fuerza una sonrisa y vuelve tras la barra. Indira limpia con una servilleta la tarrina de mantequilla y la abre para extenderla sobre el cruasán a la plancha. Es uno de los pocos caprichos que se permite en toda la semana y quizá no debería, pero ya le sobraban siete kilos antes de empezar con esa rutina. Debe de ser el aire lo que le engorda, porque si no, no se lo explica. Menos mal que, aparte de ese ligero sobrepeso, también tiene unas facciones lo suficientemente bonitas para permitirse ir con la cara lavada porque, como tantas otras cosas, el maquillaje le da alergia. Lo que empieza a preocuparle son las canas. A sus treinta y seis años, todavía son pocas y consigue mantenerlas a raya, aunque por si acaso, más por higiene que por moda, lleva el pelo corto. El problema llegará cuando tenga que teñirse: está convencida de que el tinte le producirá una terrible erupción cutánea.

Apenas se ha llevado el primer trozo de cruasán a la boca cuando suena su móvil. Lo ignora, pero la insistencia de su joven ayudante, Lucía Navarro, finalmente le obliga a contestar.

—¿Tú no sabes que hoy es domingo, Navarro?

—Los asesinos no entienden de festivos, jefa.

Antes de acercarse a hablar con el forense y con los de la Policía Científica, la inspectora Ramos se pasea por delante de los curiosos que se han congregado alrededor del Estanque Grande del Buen Retiro, convencida de que entre ellos está el asesino. En muchos de los libros de criminología que ha devorado a lo largo de su vida aseguran que es cierto que algunos homicidas acostumbran a volver al lugar de los hechos, que no es solo un recurso sin fundamento que utilizan con frecuencia escritores y guionistas. Hay asesinos que vuelven para comprobar que el cadáver es rescatado tal y como llevan fantaseando desde que lo depositaron en el sitio donde debe ser encontrado. A algunos les da morbo, otros simplemente quieren asegurarse de que no han cometido algún error por el que vayan a cogerlos. Lo malo es que un domingo por la mañana hay allí demasiada gente congregada y la inspectora no logra distinguir nada más incriminatorio que gestos de sorpresa, de repugnancia y de curiosidad.

Todavía está a diez metros de la cinta policial que mantiene a los domingueros alejados del cuerpo y ya siente el profundo rechazo de sus compañeros, miradas reprobatorias que la señalan como una traidora capaz de delatar a otro policía por colocar la prueba que llevaría a un hijo de puta a la cárcel. Siete meses después de aquello, el hijo de puta sigue en la calle y a la inspectora Ramos le cuesta un triunfo encontrar algo de comprensión y respeto.

Pero ¿qué le vamos a hacer? Ella ha sido así desde que nació, le viene de serie una impopular rectitud que siempre le ha causado problemas: cuando en el recreo pegaban a alguien, solo tenían que preguntarle a ella para que señalase a los culpables; cuando en el instituto un profesor se ausentaba durante un examen, solo necesitaba pedirle a Indira que vigilara. Quizá entonces se empezó a fraguar su vocación, pero nunca se sintió traidora ni chivata por denunciar a quien incumplía las reglas.

«Haber estudiado hasta las cinco de la mañana como hice yo anoche y no tendrías que copiar, gilipollas.»

Esa integridad y sus numerosas manías la alejan de ser una policía querida en su comisaría. Cuando pasa junto al agente que custodia la zona, no puede evitar fijarse en que lleva un faldón de la camisa por fuera del pantalón. Intenta morderse la lengua, pero es superior a sus fuerzas.

—Perdona, ¿podrías colocarte bien la camisa, por favor?

El agente la mira con suficiencia y, en lugar de la camisa, opta por colocarse las gafas de sol empujando el puente con su dedo anular.

La inspectora está más que acostumbrada a ese tipo de reacciones y se limita a perdonarle la vida con la mirada y a sacar de su bolso unos guantes de silicona el doble de resistentes que los que le dan en comisaría y una mascarilla FFP3 con válvula de exhalación, por lo que pueda pasar.

El forense está agachado junto a una maleta abierta. Indira llega a su lado y no puede evitar apartar la mirada al descubrir que, en su interior y rodeado de discos de pesas como los de los gimnasios, se encuentra el cuerpo de una mujer de mediana edad en una posición imposible, desnudo e hinchado grotescamente. Aunque lleva ya más de diez años en Homicidios, hay cosas a las que no consigue habituarse.

—Inspectora. —El forense saluda con un gesto de cabeza y la rutina dibujada en sus ojos, como si esa misma mañana ya se hubiera enfrentado a tres policías chivatos y a otros tres cadáveres en condiciones similares.

—¿Qué tenemos?

—Mujer de unos cuarenta y cinco años. Por el estado del cadáver diría que lleva muerta alrededor de dos semanas. Murió a causa de un disparo. —Le retira el pelo y le muestra un agujero redondo con los bordes blancos, una herida sin sangre—. Después la tiraron al fondo del estanque, seguramente esperando que nadie la encontrase hasta que volvieran a vaciarlo, pero debido a los gases la maleta ha subido a la superficie.

—¿Es que la gente ya no ve series para saber que a los cadáveres en el agua hay que abrirlos en canal si no quieres que floten?

El forense se encoge de hombros y sigue con su trabajo. La joven agente Lucía Navarro se acerca, diligente.

—Buenos días, jefa.

—Eso según para quién.

La inspectora la mira de arriba abajo, examinándola. Navarro, acostumbrada a sus excentricidades, aguanta paciente mientras piensa que menos mal que su jefa no tiene rayos X en los ojos para darse cuenta de que el sujetador y las bragas son de conjuntos distintos. Finalmente, la inspectora Ramos le quita una mota de polvo de la chaqueta y ya puede centrarse en el caso.

—¿Qué has averiguado?

—El cadáver fue hallado a primera hora de la mañana por un grupo de corredores. Al ver una maleta en la orilla, la abrieron y se encontraron el percal. No hay rastro de su documentación y tampoco tenía pulseras, cadenas o tatuajes que puedan ayudarnos a identificarla.

—Y supongo que el estado del cadáver dificultará hacerlo a partir de las huellas dactilares. Hay que comprobar las denuncias por desaparición del último mes.

—El oficial Jimeno ya está con ello.

—¿Esto tiene mucha profundidad? —pregunta la inspectora oteando el contorno del estanque.

—Medio metro en la parte que menos cubre y casi dos en la que más.

—O sea, que el asesino quería que encontrásemos a la víctima.

—O vio la oportunidad para deshacerse del cadáver y la aprovechó.

—No... —La inspectora Ramos niega con la cabeza—. Nadie con dos dedos de frente tira un muerto en un estanque tan poco profundo pretendiendo que desaparezca para siempre.

—A lo mejor es idiota.

—Puede que sí... pero para traer esa maleta hasta aquí sin que nadie te vea se necesita algo de planificación. Sabía lo que hacía y sabía que al cabo de dos semanas subiría como una boya.

—¿Entraría por la noche?

—Seguro. Hay que pedir las grabaciones del ayuntamiento y de las tiendas de los alrededores. ¿Cuál es la calle más cercana?

—O’Donnell, Menéndez Pelayo y Alfonso XII quedan más o menos a la misma distancia.

—Probablemente ya hayan borrado los vídeos después de tanto tiempo, pero pasaos por todos los comercios con vigilancia y aseguraos.

—Como es domingo, la mitad estarán cerrados.

—Pues id a los que estén abiertos.

Navarro asiente, procurando no contrariar a su maniática jefa, y se marcha a hablar con los dueños de los comercios. Un estallido seco seguido de un olor nauseabundo que atraviesa su mascarilla hace que la inspectora se vuelva hacia la maleta. La visión no puede ser más repugnante: el cadáver está expulsando por el vientre un chorro de sangre mezclada con un líquido amarillento que el forense trata de contener con las manos.

—¿Qué ha pasado? —pregunta horrorizada.

—Que los gases ya han encontrado por dónde salir —responde el forense con cara de circunstancias.

—Qué asco, por favor. No voy a poder librarme de este olor en una semana.

—Cómprate gel de café.

El hedor no tarda más que unos pocos segundos en llegar a los curiosos, que empiezan a taparse la nariz y la boca con sus prendas de ropa y a abandonar el lugar entre arcadas y toses, como cuando los miembros de la secta japonesa Verdad Suprema liberaron gas sarín en el metro de Tokio. La inspectora los observa sin perder detalle, pensando que tal vez el culpable no tenga tantos escrúpulos y quiera aguantar hasta que termine el espectáculo, pero allí no queda nadie.

—Ya sabemos cómo ahuyentar a los curiosos de la escena de un crimen —comenta el forense una vez que ha logrado contener el pestilente géiser con un tapón de gasas.

—Que el juez levante el cadáver de una vez.

La inspectora Ramos abandona el lugar oliéndose la ropa, convencida de que no hay desinfectante en el mundo que pueda quitarle ese olor de encima, y se marcha a casa a ducharse, a cambiarse y a lavarse las manos por tercera vez esa mañana hasta casi desollárselas.

3

El abogado Juan Carlos Solozábal, recién cumplidos los cuarenta, lleva dos días secuestrado, o al menos eso cree él; la débil luz que emite la bombilla del techo las veinticuatro horas le ha hecho perder por completo la noción del tiempo.

Se levanta del camastro con los músculos entumecidos tras tantas horas de inactividad y abre una de las botellas de litro y medio de agua que hay apiladas junto a una pesada puerta de metal. Nada más despertar, después de darse cuenta de que le habían drogado y trasladado a una especie de búnker de cinco metros cuadrados, sin ventanas y aislado del exterior por unos gruesos muros de hormigón ante los que de nada sirve gritar, encontró cuatro paquetes con seis botellas de agua cada uno, varias cajas con alimentos enlatados y un papel con una única palabra escrita: «Adminístrate». En ese aspecto está tranquilo, sabe que tiene más que suficiente para sobrevivir mes y medio; Juan Carlos tuvo una novia médico que siempre le repetía que no se necesita beber tanto como se dice, que mear transparente es casi tan malo como hacerlo marrón. Coge una lata de atún, tira de la anilla que retira la tapa y se queda mirando su filo, valorando si cortarse las venas y acabar con todo de una maldita vez. Está seguro de que se ahorraría muchos sufrimientos, pero su instinto de supervivencia se lo impide.

Al volver en sí, aturdido por la anestesia, pasó las primeras horas aporreando la puerta y suplicando que le dejasen salir, pero al no obtener respuesta, empezó a desesperarse. Cuando al fin le venció el agotamiento y la voz se le rompió, se miró las manos tumefactas por tanto golpe y se sentó en el catre a esperar resignado a que llegasen sus captores para machacarle. Tiene claro que, si sus sospechas sobre el motivo de su encierro son ciertas, jamás saldrá de allí con vida. Solo reza para que sea algo rápido, que no lo dejen en manos de Adriano; según le han contado, disfruta inventando nuevos métodos de tortura y se cabrea cuando sus víctimas se le mueren demasiado pronto.

Pero si algo le extraña en todo esto es haber encontrado junto a la puerta los víveres. ¿Por qué tomarse tantas molestias para mantenerlo bien alimentado cuando su vida ya no vale una mierda? Eso le hace tener la esperanza de que quizá se equivoque y no esté allí por lo que cree. Además, tampoco es normal llevar encerrado tantas horas sin que nadie lo haya visitado. Tendría sentido si pretendieran que se ablandase y empezase a temer por su integridad, pero sus supuestos captores son cualquier cosa menos sutiles.

4

Mientras espera a que llegue su equipo, la inspectora Indira Ramos lee el informe preliminar que le ha enviado el forense. No hay en él demasiados datos, pero sí los suficientes para empezar a crear un perfil tanto de la víctima como de su asesino. Mientras piensa en el caso, coloca en un perfecto orden cuanto hay sobre la gran mesa de reuniones, casi sin darse cuenta. Al terminar, parece que por allí haya pasado un batallón de solícitas secretarias de una Cumbre del G-20; entre un bolígrafo y otro hay la misma separación, los papeles están alineados con las esquinas de la mesa, y los vasos llenos de agua hasta el mismo punto y colocados frente a los respaldos de las sillas, que han quedado a justo diez centímetros de la mesa. La primera en llegar es la agente Lucía Navarro, que aparece comiéndose un trozo de empanada que ha traído una mujer de la limpieza desde Galicia. Indira la mira con una mezcla de angustia por las miguitas que le caen sobre la camisa y de envidia porque, aunque Lucía se pasa el día comiendo, su juventud y su constitución le permiten mantenerse en plena forma.

—Dime que has encontrado algo, Navarro...

—Ninguna de las cámaras que hay en la zona enfoca hacia la valla del parque, jefa —responde Navarro negando con la cabeza—. Aun así, he pedido las grabaciones de dos bancos y dos tiendas de ropa por si viéramos a alguien paseando con la maleta.

—No lo creo, pero hay que intentarlo.

Enseguida llega el subinspector Iván Moreno con aspecto de no haber dormido más que un par de horas, a pesar de que es lunes y casi nadie trasnocha los domingos. Si fuera por la inspectora, le echaría de su equipo de una patada en el culo, pero sabe que no encontrará a un policía con más instinto que él. Y la verdad es que, debido a la animadversión que ella suele provocar, tampoco es que tenga mucho donde elegir. Moreno, por su parte, está allí como castigo por la cantidad de cagadas que ha cometido. A pesar de cumplir con los requisitos necesarios para presentarse al examen de ascenso a inspector, tiene causas disciplinarias abiertas por enfrentamientos con su jefa que le impiden progresar en el escalafón. Sabe que debería controlarse, pero le resulta imposible reprimir el desprecio que siente por ella después de que fuera precisamente a su mentor y mejor amigo a quien Indira delatase meses atrás. De momento, y hasta que pueda hacérselo pagar, le basta con tocarle los cojones siempre que tiene ocasión. La inspectora sabe que Moreno tiene éxito entre sus compañeras, pero ella no ve ningún atractivo en su pelo despeinado y su barba de tres días. Además, le horroriza cómo viste; por muy a la moda que pueda ir, le parece un hortera integral. La irregularidad y cantidad de rotos de sus vaqueros le ponen de los nervios.

—¿Te has enganchado en una valla cuando venías hacia aquí?

Moreno le dedica una mirada desafiante, se sienta en su sitio y, fingiendo no darse cuenta, descoloca tanto sus papeles y bolígrafos como los de sus vecinos. La inspectora aparta la mirada, como si hubiera sido testigo del atropello de un cachorro de labrador.

Más tarde llegan la subinspectora María Ortega y el oficial Óscar Jimeno. Indira y María compartieron habitación durante su formación en la Academia de Ávila y, aunque no puede decirse que sean íntimas, aprendieron a respetarse. Su pelo rojo natural hace que le resulte imposible pasar inadvertida, pero ella se niega a cambiárselo aunque los delincuentes la vean llegar desde un kilómetro de distancia. Jimeno, por su parte, es un joven abogado, psicólogo y criminólogo. Todo lo que le falta de arrojo lo suple con un cociente intelectual a la altura de Albert Einstein. Desde niño quiso ser policía, pero estaba capacitado para ser juez, neurocirujano o ingeniero espacial, lo que le hubiese dado la gana. Como buen genio que es, el cuidado de su aspecto físico ha quedado en un segundo plano.

—Ya tenemos el informe preliminar del cuerpo hallado en el estanque del Retiro —dice Indira—. La ejecutaron con un calibre nueve después de romperle todos los dedos de la mano izquierda hace más o menos dos semanas.

—¿Un ajuste de cuentas? —pregunta la subinspectora Ortega.

—Tiene toda la pinta.

—¿Sabemos ya quién es? —pregunta el subinspector Moreno.

—¿Óscar?

Todos se vuelven hacia el oficial Jimeno. A pesar de su inteligencia —o tal vez a causa de ella—, la mayoría de la gente lo describiría como una persona torpe. Se pasa más de un minuto rebuscando entre sus papeles, subiéndose las gafas a intervalos regulares y sonrojándose por momentos debido a su tardanza.

—Por Dios... —La inspectora resopla—. Como después de todo esto digas que no sabes quién es, te vas a enterar.

—Sí lo sé, jefa... —responde el oficial, aliviado al encontrar por fin lo que buscaba—. No podría certificarlo al cien por cien, pero he analizado las probabilidades a partir de los datos que tenemos y las denuncias de desaparición del último mes y yo apostaría por Alicia Sánchez Merino, de cuarenta y tres años. Su marido denunció su desaparición hace doce días. Aquí tengo la copia de la denuncia.

—Ahora vamos tú y yo a hablar con él, María —le dice Indira a la subinspectora Ortega, haciéndose con el papel.

—En veinte minutos tengo que ir al juzgado a declarar por lo del apuñalamiento de Usera —responde la policía.

—Yo te acompaño, jefa... no sea que al detenerle te rompas una uña y entres en crisis —dice el subinspector Moreno, incisivo.

La inspectora Ramos le fulmina con la mirada mientras los demás se ocultan detrás de sus papeles, procurando no reírse.

—¿Sabemos algo de la maleta? —pregunta finalmente, intentando obviar el comentario.

—Es un modelo de Loewe de hace seis o siete temporadas —responde Jimeno—. Es muy caro, pero por ahí no creo que lleguemos a nada. Podría haberse comprado en cualquier sitio. En cuanto a las pesas que había dentro, son del Decathlon.

5

La inspectora Indira Ramos y el subinspector Iván Moreno suben en el ascensor de un lujoso edificio de oficinas cerca del estadio Santiago Bernabéu, sede del Real Madrid Club de Fútbol. Durante el ascenso hasta la última planta pueden admirarse varios de los seis kilómetros y medio que mide el paseo de la Castellana, una de las principales arterias que vertebra la capital de norte a sur; hacia el norte se distingue el Palacio de Congresos, con su gran mural de azulejería basado en un diseño original de Joan Miró, el edificio del Ministerio de Defensa, con sus cientos de monótonas ventanas, y la plaza de Cuzco. Hacia el sur el Corte Inglés, el distrito financiero de Azca —centro neurálgico de negocios de Madrid— y los Nuevos Ministerios, un enorme complejo de edificios gubernamentales que ocupan el lugar en el que, hasta 1933, estaba ubicado el Hipódromo de la Castellana.

—Para trabajar aquí hay que haber estudiado mucho o tener muy pocos escrúpulos, una de dos —dice Indira—. ¿Qué sabemos del marido?

—Miguel Ángel Ricardos, empresario de cuarenta y ocho años —informa el subinspector consultando su libreta—. Toca todos los palos: hoteles, restaurantes, salas de fiesta, concesionarios de coches... Tiene a su nombre un piso en Serrano, un chalé en Zahara de los Atunes y una finca en Jaén. Hace unos años fue investigado por Hacienda y le pusieron una multa de tres millones de euros, pero ya la ha pagado y ahora está limpio.

—Un tío con tanta pasta nunca puede estar limpio. ¿Y la mujer?

—Alicia Sánchez, hija única de un banquero de los de toda la vida. Menos propiedades que el marido, pero tampoco iba mal servida. Lo más destacable es un chalé en Sotogrande. Igual el marido se lo quiso quedar para él solo.

—Un marido no le rompe los dedos de una mano a su mujer antes de asesinarla.

Al abrirse las puertas del ascensor, una mujer está esperándolos. Si no fuera porque ella misma se presenta amablemente como la secretaria de Miguel Ángel Ricardos, la habrían tomado por una modelo que ha ido allí a hacer algún casting. Mientras la siguen a través de un largo pasillo enmoquetado y plagado de cuadros con motivos cinegéticos, el subinspector Moreno no puede evitar mirarle el culo hipnotizado. Al volverse hacia su jefa en busca de su complicidad, se encuentra con una mirada de profundo desprecio.

Un par de guardaespaldas que aguardan junto a una puerta de cristal traslúcido se ponen en tensión al ver acercarse a los policías, pero vuelven a relajarse cuando el señor Ricardos, con el pelo engominado y un traje de más de cinco mil euros, les hace pasar a un despacho con una decoración minimalista, pero que rezuma dinero por los cuatro costados.

—Buenos días —saluda estrechándoles la mano—. ¿En qué puedo ayudarles?

«¿Cómo que en qué puedo ayudarles?», piensa la inspectora Ramos. Alguien que ha denunciado la desaparición de su esposa días atrás debería tener claro que, si recibe la visita de la policía, por fuerza tiene que estar relacionado con ello.

6

En la improvisada celda de la jueza Almudena García, de cincuenta y nueve años, han dejado las mismas botellas de agua y cajas con alimentos que en la del abogado Juan Carlos Solozábal. Y sobre ellas, también una nota sugiriéndole que se administre. Pero, a diferencia del lugar donde permanece encerrado el abogado, este más que un búnker parece el despacho de una fábrica abandonada, con las paredes cubiertas de grafitis y la puerta y las ventanas selladas con muros de ladrillos y cemento. El zumbido de la solitaria bombilla del techo y el silbido de la rejilla de ventilación que hay encima del catre son los únicos sonidos que evitan que se encuentre completamente aislada.

La incertidumbre de no saber por qué se está retenido es peor aún que la falta de libertad, aunque la jueza tiene la vaga sospecha de que la han secuestrado por alguna de las sentencias que ha dictado a lo largo de su carrera. Es lo que pasa cuando lo peor de la sociedad te odia visceralmente: en los últimos años le han avisado al menos en tres ocasiones de que planeaban atentados contra ella en alguna cárcel. Almudena sabe que no siempre ha sido todo lo justa que requería su cargo, que a veces la vida y la experiencia la han llevado a dictar sentencia obedeciendo más al corazón que a la razón. Pero cuando tienes ante ti a alguien que irradia culpabilidad, aunque no pueda demostrarse más allá de la famosa duda razonable, es inevitable ejercer el poder que te ha sido otorgado. Ella sospecha que ha enviado a más de un inocente a la cárcel, pero el sistema no es perfecto y en su fuero interno está convencida de que, aun siendo una desgracia, eso es mucho mejor que dejar a culpables en la calle.

Aunque lo que a ella le quita el sueño no es lo sucedido dentro de los juzgados, sino alrededor de una mesa de juego. La jueza Almudena García tiene un secreto que condiciona su vida desde la primera vez que echó el cambio del café en una máquina tragaperras y que, de conocerse, acabaría con su carrera fulminantemente. En aquel momento no estaba pasando por una buena racha: acababa de separarse de su marido debido a una infidelidad de este, no lograba controlar a su hijo adolescente y en el juzgado llevaban un retraso de meses, con decenas de acusados a punto de agotar la prisión preventiva. Almudena encontró una escapatoria a tanta presión en la repetitiva y estridente musiquita que salía de la máquina colocada junto a la puerta del bar donde desayunaba a diario. Al principio lo tomaba como un simple desahogo, algo inocente y hasta cierto punto excitante, aunque pronto se convirtió en una obsesión con la que soñaba día y noche y que la llevaba a conducir decenas de kilómetros para encontrar un bar donde nadie la conociera, donde le dieran exactamente igual las miradas condescendientes y los cuchicheos a sus espaldas. Pero aquello solo fue el principio.

7

Miguel Ángel Ricardos aguarda en la sala de interrogatorios mientras la inspectora Ramos y su equipo lo observan a través de las cámaras de vigilancia. Después de identificar positivamente el cadáver de su esposa, ha accedido a acudir a la comisaría para responder a unas preguntas rutinarias. Al principio le pareció una buena idea para disipar sospechas. Ahora, cuando ya lleva esperando media hora, empieza a pensar que no debería habérselo puesto tan fácil a esa inspectora. La forma de hablarle y de mirarle cuando lo visitó en su oficina enseguida le hizo comprender que ella no era de las que se dejan engañar, y mucho menos sobornar.

—No parece muy nervioso —apunta el oficial Óscar Jimeno—. Y un hombre que ha matado a su mujer y va a ser interrogado por la policía tendría que estarlo.

—Deberíamos empezar antes de que se arrepienta de no querer llamar a su abogado, ¿no? —comenta la agente Navarro.

La inspectora asiente pensativa y se dirige a la subinspectora María Ortega.

—Entra conmigo.

—Lo siento, pero si he ido yo a su oficina, también me toca interrogarlo —dice el subinspector Moreno, y se dirige a la sala de interrogatorios sin esperar la aprobación de su jefa.

A Indira cada vez le cuesta más contenerse ante los desplantes de Moreno y decide que tiene que cortarlos en seco. En cuanto cometa algún error, no dudará en redactar un informe negativo, otro más. Solo debe esperar.

El oficial Óscar Jimeno se ha equivocado en una cosa: el sospechoso sí está nervioso, pero sabe disimularlo. La inspectora se da cuenta porque, a pesar de que el aire acondicionado está a tope, una gota de sudor recorre el nacimiento de su pelo hasta perderse en su barba perfectamente cuidada.

—¿Debería llamar a mi abogado? —pregunta Ricardos en cuanto ve entrar a los policías, tratando de mostrarse tranquilo.

—Está en su derecho, pero depende de si es usted o no culpable —responde el subinspector Moreno—. Si no lo es, dentro unos minutos podrá marcharse a casa.

—¿Mató usted a su mujer, señor Ricardos? —La inspectora empieza fuerte.

—¡Por supuesto que no! —responde indignado—. Yo la quería. Era la madre de mis hijos.

—¿Qué edad tienen sus hijos?

—Doce y ocho años. Y por cierto, debería estar con ellos en este momento. No sé cómo reaccionarán cuando se enteren de lo ocurrido.

—¿No había empezado a prepararlos?

—Tenía la esperanza de que Alicia regresara sana y salva.

—¿Sabe quién podría querer verla muerta?

La mirada de Miguel Ángel Ricardos se nubla durante una milésima de segundo, lo suficiente para que los policías sepan que van bien encaminados.

—¿Le repito la pregunta, señor Ricardos?

—No, no es necesario. En los ambientes en los que yo me muevo no es difícil crearse enemigos. Supongo que muchas personas querrían hacerme daño, y no me extrañaría que lo intentasen a través de mi esposa o mis hijos.

—¿A qué se dedica usted exactamente?

—Compro empresas, las desmantelo y las vendo después por partes.

—De todas las personas a las que ha jodido, ¿cuál sería capaz de matar a su esposa?

—No creo que deba acusar a nadie sin pruebas.

—Verá, señor Ricardos... —La inspectora le clava la mirada—. Si nos oculta información sobre un asesinato, como mínimo podríamos acusarle de encubrimiento, así que yo en su lugar empezaría a contar todo lo que sepa.

Las gotas de sudor dejan de ocultarse en el contorno del pelo y empiezan a bajarle directamente por la frente hasta la punta de la nariz. Cuando una de ellas cae sobre la mesa, para la inspectora Ramos ya no existe nada más.

—Ve a buscar un pañuelo —le dice muy nerviosa a Moreno.

—No creo que sea el momento, inspectora.

—Va a poner la mesa perdida, joder. —Ramos se bloquea al constatar que ya son tres las gotas que han caído sobre la mesa.

Moreno se baja la manga de la camisa y limpia el charco de sudor ante la mirada de asco de su jefa y la estupefacción del sospechoso, que no entiende nada.

—Entonces, ¿qué? —dice el subinspector Moreno retomando el interrogatorio—. ¿Va a contarnos lo que sabe o le acusamos formalmente?

—Será mejor que llame a mi abogado —responde finalmente Miguel Ángel Ricardos, entre la espada y la pared.

Que los abogados todo lo complican es una realidad, pero el del millonario es un auténtico grano en el culo. Interrumpe cada pocos segundos para protestar por la forma, el fondo o la intención de las preguntas, y cuando los policías por fin la formulan a su gusto, recomienda a su cliente que responda a medias, de la manera más neutra posible. Tras más de una hora de interrogatorio fallido, la inspectora Ramos se harta y da una fuerte palmada en la mesa.

—¡Basta ya, abogado! Si su cliente no contesta a nuestras preguntas, pasará a estar en condición de detenido, se le trasladará a una celda y mañana volveremos a intentarlo. Pero le aseguro que terminará hablando.

El abogado se dispone a protestar una vez más, pero el empresario lo detiene, dándose por vencido.

—Está bien, Felipe. Será mejor que les cuente lo que sé.

—¿Estás seguro, Miguel Ángel? —pregunta el letrado con gravedad, más preocupado por las posibles represalias que por las consecuencias legales.

—Ya han matado a Alicia y no creo que vayan a detenerse ahí.

—¿Quién ha matado a su esposa, señor Ricardos? —le presiona la inspectora.

El señor Ricardos se lleva el vaso de agua a los labios, tembloroso. Por primera vez desde que fueron a visitarle la inspectora Ramos y el subinspector Moreno, ha dejado de disimular. Cuando un culpable se ve descubierto, suele experimentar un profundo alivio al no tener que seguir mintiendo: o eres un psicópata de manual, o el haber matado a alguien pesa sobre la conciencia de cualquiera. Lo que ahora siente el viudo es un miedo profundo ante lo que se dispone a contar.

—Una de las empresas que compré el año pasado pertenecía a un colombiano llamado Walter Vargas. Lo que yo no sabía en aquel momento es que se trataba de una sociedad dedicada a blanquear dinero del narcotráfico. Cuando quise dar marcha atrás a la operación, ya era demasiado tarde y el señor Vargas consideró que debía indemnizarle por haberle arruinado el negocio.

—¿Cuánto dinero le reclamaba?

—Cinco millones de euros.

Los policías cruzan una mirada, impresionados.

—Como comprenderán —continúa Ricardos—, me negué a pagar. Le ofrecí un cuarto de millón por los inconvenientes que le había causado, pero el señor Vargas no se quedó conforme y me amenazó con hacerle daño a mi esposa y a mis hijos.

—Y sabiendo a qué se dedica ese tal Vargas, ¿no les puso protección?

—Claro que sí. Todos los miembros de mi familia tenemos seguridad las veinticuatro horas, pero mi esposa aprovechó una visita a un centro comercial para despistar a los dos guardaespaldas que siempre la acompañaban.

—Lo que no entiendo —interviene el subinspector Moreno— es por qué querría su esposa quedarse sola cuando sabía que podían hacerle daño.

El señor Ricardos mira a su abogado, que ya se ha rendido al pensar en lo que supone la declaración de su cliente y termina encogiéndose de hombros.

—Ya que has empezado, cuéntaselo todo.

—Mi esposa tenía un amante desde hacía más de un año, cuando descubrió que yo me acostaba con mi secretaria. Desde entonces hacíamos vidas separadas aunque siguiésemos viviendo juntos. Al empezar todo esto tuvo que dejar de verle y supongo que le resultó demasiado duro. Cuando ya no aguantó más, cometió una locura.

—¿Cómo se llama el amante de su mujer?

—Rodrigo Blanco. Es el profesor de natación de nuestros hijos, pero les aseguro que no tiene nada que ver con esto.

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Noelia Sampedro, de veintidós años y con aspecto de modelo de Victoria’s Secret, golpea regularmente las tuberí

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