INTRODUCCIÓN

Estaba nerviosa. Una mezcla de sensaciones se había apoderado de todo mi ser desde que Madison, mi mejor amiga, y yo decidimos hacer aquella locura. Miedo, ganas, incertidumbre... Llevábamos pensándolo meses, y esa noche, tumbadas en la playa y mirando las estrellas, como tantas otras, habíamos tomado la firme decisión de hacerla realidad. Estábamos convencidas. Se nos podía caer el pelo por llevarla a cabo, y con caerse el pelo me refiero a estar castigadas durante semanas. Reíamos suponiendo todo lo que podíamos perder si nos hacíamos aquellos tatuajes que tanto nos gustaban. Que no podía ser poco.
—Tenemos que falsificar bien las firmas de la autorización —dije, pensando en que éramos menores de edad—. Podemos meternos en un buen lío.
—¿Con lío te refieres a que nos metan en la cárcel y tengamos que pasar las noches encerradas en una celda minúscula con una ladrona de gasolineras tatuada y con el pelo rapado?
—Por ejemplo.
Nos reímos y el pecho nos convulsionaba sobre la arena.
—Mis padres son abogados. No permitirían que pasáramos la noche en el calabozo.
—¿Tú crees? Tal vez piensen que sería una buena lección.
—Ahora no te eches atrás —manifestó, a sabiendas de que no cabía esa posibilidad.
—Claro que no.
—¿Crees que dolerá?
Lo pensé durante unos segundos.
—Un poco...
—¿Un poco? —Se incorporó y me señaló con el dedo—. ¡Seguro que duele!
—¡No seas miedica! —La imité—. Solo será un ratito. Brandon se hizo uno el verano pasado y me ha dicho que no es para tanto.
—Brandon. ¡Pero si lloró mientras se lo hacían! —Alzó las manos.
Volvimos a reírnos.
El sábado nos encontramos junto a su coche a las nueve de la mañana. Se acababa de sacar el carnet y sus padres le habían comprado un Mazda descapotable color azul eléctrico que nos encantaba a las dos.
—Creo que estoy demasiado nerviosa para conducir —expresó, con las llaves en la mano.
—Podemos ir caminando.
—¿Cinco kilómetros?
—No es tanto.
—Tengo que volver temprano. He quedado con mi madre para ayudarla con la comida. Vienen los Davis a cenar.
—¿Brandon?
—No me lo recuerdes. —Bufó.
Solté una sonrisilla, a la que ella contestó:
—No te rías tanto que tu familia también está invitada.
—¿Qué?
—Que vas a tener que aguantarlo.
Madi levantó las cejas y yo hice un puchero.
—Como intente tocarme por debajo de la mesa, le corto los dedos con el cuchillo de la carne —advertí.
—Yo te ayudo, hermana.
Chocamos las manos y volví a notarla nerviosa.
—¿Quieres que lo lleve yo? —propuse, mirando el coche.
—No, no. Estoy bien. Anda, sube. Iremos despacio.
Eso esperaba porque estaba segura de que vomitaría de un momento a otro.
Parecíamos dos perritos perdidos cuando nos detuvimos en la puerta del estudio de tatuajes. Ninguna de las dos daba el primer paso para abrir la puerta y entrar en el mundo de los grabados en la piel por siempre jamás, pero ni ella ni yo queríamos echarnos atrás a esas alturas. Fui yo la que, después de respirar un par de veces y recordar cómo me sentía sobre las olas, agarré el pomo y tiré de la hoja de hierro y cristal.
Sonaba una música muy melódica que nos sorprendió y, al mismo tiempo, nos relajó. Supuse que estaba estudiada y que pretendía que los clientes asustadizos como nosotras pasaran el rato con menos ansiedad. No es que Madi y yo fuéramos unas miedicas; todo lo contrario. No nos daba miedo nada, hasta rozábamos la temeridad en muchas ocasiones, sin embargo, las consecuencias de lo que estábamos a punto de hacer podían ser catastróficas. ¿Y si nos prohibían surfear? ¿Qué iba a ser de nuestras vidas?
Dimos los buenos días a un chico que nos miraba con una sonrisa y le enseñamos la autorización con las firmas falsificadas de nuestros padres. Las manos nos temblaban tanto que bien podía haber supuesto que padecíamos de Parkinson. Se presentó como Josh y nos miraba saltando de una a la otra como esperando que confesáramos un asesinato. Casi nos ponemos a llorar y a revelar que hace diez años matamos (por error) un escarabajo que nos encontramos en la playa. Hasta le hicimos un entierro digno de un presidente.
—¿Quién va a ser la primera? —preguntó.
Madison ni parpadeaba, así que me presenté voluntaria.
—Yo.
—Pasad dentro.
Me preguntó dónde lo quería exactamente y sacó el diseño que le había enseñado en mi móvil.
—Te lo voy a marcar en la espalda y me dices si está todo correcto. Si no te gusta, dilo.
—Vale.
Me miré en un espejo y casi me pongo a llorar. Cinco mariposas sobrevolaban mi espalda en dirección ascendente hasta llegar a la parte trasera de mi hombro izquierdo. ¡Me encantaban! ¡Y aún no tenían color! Cuando volví a ver mi reflejo en el espejo y pude observarlas terminadas, algo en mi corazón se conmovió, comenzó a latir con más fuerza, con más entusiasmo, con más brío. Fue como una inyección de vida, porque eso es lo que parecía, que estaban vivas sobre mi piel.
Mis cinco mariposas azules volaban.
Madi optó por algo más pequeño y específico. Una ola, también en azul, dibujaba el interior de su muñeca. Diseños muy diferentes, pero con el mismo significado: el amor por el surf, el mar y el sentimiento de libertad que todo ello nos regalaba.
Nunca jamás hubiera llegado a pensar en todo lo que aquel tatuaje iba a marcar mi vida, su rumbo y la forma de ver el día a día. Ese tatuaje fue una brújula que guio nuestro camino.
El suyo.
Y el mío.
1
MI VIDA EN MANHATTAN

Hace tiempo me propuse seguir unas rutinas. Tenía que hacerlo y me obligué a ello. Años atrás me envolvió un huracán y me mantuvo durante meses girando en su ojo a cien metros del suelo. Acabó golpeándome sobre el duro asfalto y todavía trato de sobreponerme del amargo trance que me provocó. A tal fin me planteé ordenar mi vida dando pasitos cortos que me han llevado a conseguir una cierta tranquilidad, como la que ahora me rodea. Trato de que los lunes sean iguales que los martes, los martes idénticos a los miércoles, y así sucesivamente, pero no siempre lo consigo. Es más, mi vida es un caos; un caos ordenado en el que intento buscar mi propio equilibrio.
Me dedico a la abogacía. En realidad, estudio para obtener la maestría en Derecho a la vez que trabajo, con un contrato de prácticas, en uno de los mejores bufetes de abogados de Manhattan. Así que trabajo por las mañanas y estudio por las tardes, o por las noches; busco tiempo de donde sea para poder terminar el doctorado en pocos meses. Mi vida ha variado de una manera radical en los últimos años, y, aunque tuve que cambiar mis planes de futuro de forma brutal y dramática, me gusta lo que hago.
Mis frenéticos días afectan a mi círculo más cercano: mi familia. Mi madre se queja de que no voy a verles desde hace dos años, y mi hermana pequeña rumia las penas y se desahoga gritándome por teléfono que ella ya no tiene una hermana. Tal vez la falta de tiempo no sea la principal razón por la que no he vuelto a casa desde entonces, pero me sirve como excusa que, además, todo el mundo acepta sin presionarme demasiado. A mi chico también lo veo poco, pero sus constantes viajes son la razón por la que hay semanas que casi ni coincidimos. Yo vivo en casa, y sí, hay días que yo tampoco duermo en nuestra cama, pero es él el que pasa semanas enteras fuera. No le reprocho en absoluto que se forje un futuro prometedor. Ha luchado tanto como yo para conseguir llegar donde está, y se ha ganado a pulso ser asesor sénior de una empresa que exporta productos de toda índole al extranjero. No obstante, a veces no puedo evitar pensar que me mudé aquí para estar con él y paso la mayor parte del tiempo sola. Pero ¿volver? Ni se me pasa por la cabeza. En Los Ángeles no solo tengo malos recuerdos, sino un montón de personas, lugares y olores de los que huyo como si de la peste se tratara. Sé que no podré evitarlo siempre y que algún día tendré que, por lo menos, hacer una visita; pero lo seguiré retrasando hasta que no tenga más remedio que enfrentarme a todo lo que dejé atrás y que me aterra.
El miedo, esa emoción primaria difícil de controlar, se ha convertido en una prisión en la que he encerrado parte de mí y de mi corazón. Parece cruel admitir que ese lugar, que guarda tantos sentimientos, no sea libre, pero el músculo que bombea sin parar cerró sus puertas con llave y con un sofisticado sistema de seguridad cuando todo ocurrió, y, en contra de lo que puedas pensar, hay cosas que están mejor guardadas y congeladas, a dejarlas salir y que enturbien lo que ahora sí tengo. Mi libertad se basa en la decisión que tomé. Encarcelé mi corazón, sí, pero conseguí dejarlo todo atrás y seguir adelante, que, al fin y al cabo, es lo que importa. Fíjate un objetivo y lucha por él, y todas esas memeces.
El despertador digital suena a las cinco en punto de la mañana. Lo apago con la mano y me incorporo en un acto reflejo. Poso los pies descalzos sobre el suelo, cálido gracias a la calefacción subterránea, y respiro hondo. La oscuridad envuelve la habitación y solo la luz azul de los números del reloj digital me dejan comprobar que vuelvo a levantarme sola. Camino hasta la cocina y enciendo la cafetera que dejé programada la noche anterior. Abro el frigorífico en busca de la leche y, al cerrarlo, leo la nota dejada por mi chico, escrita de su puño y letra, colgada con un imán que me trajo de Londres hace dos meses.
No he querido despertarte. Nos vemos en cuatro días. Te echaré de menos. Te quiero.
La cojo y sonrío. Yo también lo echaré de menos. No me acostumbro a pasar tanto tiempo separados. Él dice que soy demasiado sentimental y yo respondo que él es demasiado frío. No lo es. Es detallista, amable, cariñoso y cuida de mí tanto como puede. Mucho, pero a veces está demasiado lejos para poder agarrarme de la mano las madrugadas que me ahogo. Suelo tener pesadillas en las que mi mayor miedo me atrapa y no me deja respirar. Aún no estoy preparada para contarte de qué se trata, pero lo haré en cuanto esté lista y no me tiemble la voz y se me acelere el pulso al hablar de él. Sé que lo conseguiré. No solo hablar de él, sino enfrentarme cara a cara al ogro que me turba a cualquier hora del día o de la noche.
Zapatillas de deporte amarillas, mallas negras, sujetador deportivo, camiseta estrecha negra y sudadera gris. Este es mi atuendo para salir a correr. Vierto el café en una taza, le doy dos sorbos (ni uno más ni uno menos), conecto los auriculares que llevo en las orejas mediante bluetooth y Where The Strets Have No Name, de U2, comienza a sonar con fuerza en mis oídos.
Salgo del ascensor, y Sam, el portero del edificio, ya me aguarda con la puerta abierta y una amable sonrisa en los labios.
—Buenos días, señorita Campbell.
—Buenos días, me gusta tu uniforme —le informo sin detenerme.
—Lo sé. Lo hizo mi mujer. —La cierra detrás de mí.
—¡Llámame Ash! —grito ya a unos metros de distancia. Pero de sobra sé que mañana volveremos a mantener la misma conversación. Lo hacemos cada vez, forma parte de nuestro ritual antes de esprintar hacia la zona sur de Central Park.
Tardo diez minutos en llegar y adentrarme en sus jardines durante otros cuarenta, que, sumados a los diez de vuelta, hacen un total de una hora. Sesenta minutos que me dedico a mí misma y en los que me permito soltar todo el estrés que me causan los acontecimientos de cada día. Trabajar en W&W supone un desgaste de energía mental muy grande y, en muchos momentos, llegan a ser estresantes y agobiantes las situaciones que se crean. A veces no me gusta las decisiones que se toman, o que tengo que tomar, o estoy en contra en muchos aspectos de la política de la empresa. Pero por eso son los mejores, porque en cada juicio, en cada negociación y en cada reunión apuestan sin miedo todo lo que tienen. Claro que para ellos perder no está permitido, y nunca lo hacen. Quien contrata a Watson & Wood sabe que va a ganar, sin lugar a dudas. Por esta razón, cobran lo que cobran.
Miro el reloj de mi muñeca y me doy cuenta de que aún puedo correr quince minutos más. Decido rodear la zona norte antes de bajar y volver a casa y aprovechar, aunque una llovizna muy fina caiga sobre mi cabeza. Suelo hacer esto cada día. Sentir cada segundo el viento frío en la cara es una necesidad. Mi cuerpo se acostumbró de muy joven a hacer ejercicio al amanecer y, aunque este no tiene nada que ver con el de entonces, activarme desde bien temprano se convirtió, desde que tengo recuerdos, en algo imprescindible. Solo he estado sin hacer ningún tipo de ejercicio físico durante un año. El año más difícil y duro de mi corta vida.
Perdóname, no me he presentado, me llamo Ashley, Ashley Campbell, pero todos mis amigos me llaman Ash. Tengo veinticuatro años, vivo en Nueva York, aunque soy de Los Ángeles, California. Y sí, echo de menos el sol, el calor y la playa, sin embargo, desde el día que llegué, la magia de esta ciudad me atrapó y supe hacerla mía. Nada es comparable a abrir los ojos con los primeros rayos de sol, que el azul del mar se refleje en la mirada y la brisa salada impregne tu piel con su olor; no obstante, la vida de esta urbe me mantiene despierta y activa; Nueva York nunca duerme y siempre hay alguien con quien hablar. Mis características físicas no me parecen importantes, pero supongo que así te puedes formar una idea más concreta de mí. Tengo el pelo muy rubio y bastante largo, en varias ocasiones he pensado cortarlo, y siempre termino por arrepentirme antes de entrar en el salón de belleza. Mi piel, que solía estar muy morena, ahora luce un poco más clara, aún sin perder su color original y combinar con mis ojos marrones. De estatura media, poseo complexión delgada y atlética, consecuencia de hacer surf desde que aprendí a caminar.
2
PIEL MORENA

Los Ángeles. Unos años antes
Cerré los ojos y aspiré con fuerza. Me gustaba sentir los destellos de los nacientes rayos de sol sobre mi morena piel. El olor a sal me cautivaba desde pequeña, desde esos primeros recuerdos en los que corría por la arena y daba mis primeros pasos hacia la libertad, esa que me daba vivir en una gran casa de madera con enormes ventanas sobre la playa junto a Pacific Coast Highway. Escuchar las olas romper contra la orilla y percibir la suavidad de la arenisca acariciar mis pies descalzos eran algunos de los privilegios de crecer allí. Siempre me creí y supe afortunada.
Con una mano agarré mi tabla de surf y, como cada mañana, me dispuse a inyectarme adrenalina durante, al menos, una hora. No podía negar que estaba nerviosa, y no eran las olas de más de tres metros que tenía delante las que provocaban en mí tal desazón, sino el hecho de que ese día empezaba una nueva etapa de mi vida. Llevaba años soñando con ir a la universidad, asistir a fiestas, conocer a gente nueva y disfrutar, amén de estudiar, aprender y convertirme en una gran profesional. Pero en esto me sabía una privilegiada. Los genes de mi padre, un reconocido cirujano plástico, me dotaron de una memoria muy poco común que, a veces (y aún no sabía cuánto), me jugaba muy malas pasadas. Muchas universidades me habían aceptado en todo el país; sin duda, las mejores. No obstante, decidí quedarme en Los Ángeles y estudiar en la UCLA. Lo soñaba desde pequeñita. Quería quedarme en casa, en mi playa, y seguir surfeando cada amanecer.
Inspiré y solté el aire a la vez que dejé que mis pupilas se deleitaran con el paisaje durante unos segundos más, y me permití meditar sobre la decisión de Madison, mi mejor amiga, que había resuelto quedarse conmigo y rechazar una beca para ir a Harvard. Crecimos juntas, nos conocimos justo el día que sus padres se instalaron en la casa de al lado cuando solo contábamos con un año de edad, y, desde entonces, jamás nos habíamos separado. Todo lo hacíamos juntas y al mismo tiempo. Hasta nuestro primer beso sucedió la misma noche. Besamos a dos hermanos gemelos en la fiesta de Halloween de un compañero de clase. Ninguna de las dos llegamos a más con ninguno de ellos. Besaban de pena, y eso que no teníamos con quién compararlos, pero no nos hizo falta experiencia para adivinar que los chicos dejaban mucho que desear en ese tema. Volvimos a casa riendo a carcajadas y corriendo, empapadas por el chaparrón que caía sobre el asfalto.
—Nunca podría abandonar este lugar —aseguró Madison, a mi lado, mirando el mar.
—Yo tampoco —contesté, sin saber todo lo que vendría después y lo lejos que me iría.
—¿Estás nerviosa?
—No me da miedo el mar. —Levanté la comisura derecha de mi labio, deseando meterme y sentir el agua resbalar sobre mi piel.
—Me refiero...
—Sé a qué te refieres, Madison Evans —la corté, asintiendo con la cabeza.
—¡Vamos, chicas! ¿A qué estáis esperando? ¿Os dan miedo unas pequeñas olitas? —Connor pasó por nuestro lado a toda velocidad con su tabla debajo del brazo. Mi hermana pequeña, Payton, lo seguía.
Ambas sonreímos y la miré con urgencia.
—¿Preparada?
Asintió con la cabeza un par de veces y comenzamos a correr hacia la orilla.
La playa junto a Pacific Coast Highway, una de las mejores de Malibú, era nuestra, o así la sentíamos. Nuestro sitio, nuestro hogar, nuestro confidente. Ese lugar en el que deseábamos pasar el resto de nuestra existencia. Allí reíamos, en ella llorábamos, al viento que surcaba la arena le contábamos entre susurros nuestros miedos e inseguridades. Y nos entendía, nos escuchaba y nos aconsejaba. Era nuestra amiga, nuestra familia. Ella era nosotros y nosotros éramos ella. Formábamos dos partes de un todo que no necesitaba más.
Entramos en el agua detrás de mi hermano mayor y no me pasó desapercibida la mirada que mi amiga le dedicó. Hasta el momento, nunca había admitido que le gustaba, pero lo sabía desde mi décimo cumpleaños, cuando se chocó con una farola porque no pudo dejar de mirarlo.
Para los cuatro, surfear era como volar, como tocar el cielo con las manos. No podía explicarlo, pero todos los problemas desaparecían allí, dentro del agua, con la tabla bajo nuestros pies y deslizándonos sobre las olas. El mar diluía cualquier malestar y, por esto, pasamos la siguiente hora disfrutando el momento, riendo y soñando con la utópica idea de poder hacerlo siempre.
Pasara lo que pasase, nosotras nos prometimos, una mañana de hace muchos años, que el surf no lo cambiaríamos por nada.
Le di el último sorbo a mi zumo de pomelo y lo dejé en el fregadero en el momento justo en el que escuché el claxon del coche de Madison a lo lejos; así que despedí a mi madre con un beso en la mejilla y me alejé mientras me deseaba mucha suerte en mi primer día.
—Recuerda, ¡sonríe y todo irá bien! —gritó tras de mí.
—Sí, mamá —contesté, a la par que salía por la puerta con una radiante sonrisa en los labios y el bolso del ordenador colgado del hombro derecho.
Entré en el descapotable de mi vecina de un salto y me clavé en el asiento. Le cambié la música a la radio y Don’t Call Me Angel comenzó a sonar y cantamos envolviéndonos con las voces de Ariana Grande, Miley Cyrus y Lana del Rey.
Dejamos el coche en un hueco que localizamos y miramos hacia todos lados asombradas por el gentío y el bullicio creado. Un par de semanas antes visitamos la universidad para familiarizarnos con ella y parecía casi desierta, muy diferente a como la encontramos ahora.
—Dicen que estos serán los mejores años de nuestra vida —comentó, parando a mi lado.
—Confío en que sea así. —Sonreí—. ¿Estás preparada?
—Nací preparada —afirmó.
—Te veo muy segura.
—Porque tú estás a mi lado.
—Prometimos no ponernos sentimentales.
—Hola, chicas. —Un joven con unos flyers en la mano se acercó hasta nosotras y nos dio uno a cada una—. No os perdáis la fiesta de bienvenida que dan las animadoras junto al campo de fútbol. ¡Se recordará durante años! —Se alejó tal y como llegó y siguió repartiendo la información.
—Invitadas a nuestra primera fiesta y aún no hemos pisado las clases. Esto va a ser genial —dije, animada.
—Nuestra primera borrachera como universitarias. —Se lo llevó delante de la cara y leyó el papel amarillo con trazos negros—. ¡Cerveza gratis! ¡Y nadie nos pedirá el carnet!
—Yo no estaría tan segura. —Reí.
—Un poco de fe, hermana de olas. —Levantó las cejas y puso mala cara—. Prometiste que no lo recordarías —refunfuñó.
—Yo no he dicho nada. —Solté una carcajada y me tapé la boca—. Será mejor que me vaya. Voy a llegar tarde. —Traté de huir antes de que me obligara de nuevo a prometer con mi sangre que no sacaría a la luz nunca la noche en la que la descubrieron con un carnet falso y llamaron a la policía. Yo también me vi implicada, por cierto. Aún la recuerdo lloriqueando y suplicando que no la esposaran.
—Eres una mala amiga, pero aun así me da pena. Aquí nos separamos. —Hizo un exagerado puchero.
—Nos veremos a la hora de comer, no seas drama. —Agarré mi bolso y me dispuse a alejarme.
—Te echaré de menos. —Me dio un corto pero fuerte abrazo y se fue gritando que no la dejara tirada por un chico guapo el primer día de clase.
Caminé sobre el empedrado rumbo a mi facultad, con ganas de comerme el mundo y disfrutar al máximo mi vida estudiantil. Todo el recinto lo ocupaba una multitud de jóvenes. Algunos leyendo, otros tomando café sobre el césped, jugando al fútbol y riendo... Detuve el barrido ocular sobre uno de estos últimos. Un joven rubio, de piel morena y bastante alto, le pedía a otro que le lanzara el balón. Vi a este levantar el brazo y todo sucedió demasiado rápido. Una bicicleta pasaba por mi lado derecho y me aparté lo justo para evitar el atropello, escuché a alguien gritar: «¡Cuidado!», miré en esa dirección y vi, a cámara muy lenta, cómo la pelota en cuestión, venía hacia mí, más concretamente hacia mi cara.
«Pum», escuché y sentí un golpe seco contra mi nariz y todo se volvió borroso, la parte baja de mi espalda dio contra el suelo y, por unos segundos, perdí la noción del tiempo.
3
MOTAS VERDES

Me doy una ducha, me pongo una chaqueta negra con falda de tubo del mismo tono, blusa blanca y abrigo granate; me recojo el pelo en un moño elegante y sencillo y me maquillo de una forma muy leve. Todo esto siguiendo el protocolo de la empresa, en la que destacar por tu vestuario, una forma de hablar inadecuada, o una reacción fuera de lugar, son motivos inmediatos de despido, además de desterrarte de esta profesión en dos mil kilómetros a la redonda.
Paro un taxi y en menos de quince minutos entro por las inmensas puertas del One World Trade Center. El trasiego de personas es constante y masivo, y tengo que esperar varios minutos para poder subir en el ascensor. Bajo en la planta noventa, sobrada de tiempo, y me dirijo a Dylan, mi secretario, para desearle buenos días y pedirle los informes actualizados que tengo que estudiar para asistir a un juicio dentro de una hora. Supe anoche, por las noticias, que el caso que nos parecía un paseo por las nubes, se acababa de convertir, al conseguir la otra parte que compareciera en juicio y declarara la hija de Caden Donovan, en una guerra en la que habrá que sacar toda la artillería. Recuerda: aquí nunca se pierde. Si metes la pata, te vas a tu casa a pudrirte en la miseria. Así de duras están las cosas en esta planta. No me da tiempo a revisar el dossier entero, cuando la secretaria del señor Watson, uno de los socios fundadores, interrumpe mi concentración y me informa de que hemos conseguido que el juicio se posponga dos semanas, pero que volamos a Chicago en una hora para asistir a una reunión con la empresa que llevamos negociando la construcción de tres submarinos cuatro meses: C.O.K. No los vamos a construir nosotros, no nos dedicamos a eso, pero nuestro cliente más importante sí, y conseguiremos que se haga con el contrato.
Me paso por su mesa a recoger la documentación que necesitamos, como me ha pedido, y me repito como un mantra que no debo ponerme nerviosa porque tendré para estudiarlos a la perfección durante las dos horas y media que dura el vuelo. En realidad me los sé de cabo a rabo. Llevo trabajando con tesón en este tema desde que me pusieron al tanto de ello y depositaron en mí un poco de responsabilidad, además de la confianza plena que tengo en mí misma, en mi memoria, en mi capacidad de reacción y de amoldarme a los cambios (en cuanto a mi trabajo se refiere), a mi aptitud para ser una profesional y actitud para enfrentarme a los contratiempos de este tipo.
Los recojo, les echo un vistazo para comprobar que todo está en orden y los cierro. Me sobran veinte minutos antes de que el coche me recoja y me lleve al aeropuerto. Aprovecho cinco de ellos para redactar una demanda y pedirle a Dylan que la presente en el juzgado a lo largo de la mañana.
Me pongo el abrigo, agarro el café que me ofrece mi secretario con una mano, mi maleta de viaje para estas emergencias (previsibles) en la otra, mi maletín de cuero negro colgado del hombro y desaparezco en el pasillo que va hasta una de las salidas.
El chófer me espera con la limusina aparcada muy cerca, me saluda con un golpe de cabeza y me abre la puerta. Cuando tomo asiento, me encuentro con mi mayor enemigo en esta empresa, Caleb Bailey, un chico de mi edad que lucha conmigo por la única plaza que oferta actualmente este imperio. Nos saludamos cordialmente y en ese momento, nuestro mentor, Owen Watson, entra y se sienta junto a mí. Caleb lo saluda como si tuviera al presidente de Estados Unidos enfrente y le informa de que ha tenido la osadía de reservar en un restaurante muy bueno para cenar esta noche. No me entero del nombre porque, mientras hablan, me estoy repitiendo lo pelota que puede llegar a ser y las cosas que hace para convertirse en el elegido.
—Tienes un gusto exquisito, Bailey.
—Gracias, señor. Mi madre es de River North.
Pongo los ojos en blanco y abro la carpeta para comprobar un detalle que se me viene a la cabeza como si fuera una fotografía, nítida y a todo color. Tener una memoria privilegiada y fuera de lo común es una gran arma en mi trabajo, pero en lo que respecta a mi pasado, se convierte en el azote de mi cordura. Es complicado obviar algunos hechos que se marcaron a fuego y de los que recuerdas hasta el más ínfimo detalle: como las gotas de agua flotando, las motas verdes de su pupila, el color de la madera que nos hacía volar...
—Campbell, ¿aún preparándote? —pregunta Caleb, en un tono muy sarcástico y relajándose sobre el cuero marrón, aprovechando que nuestro jefe atiende una llamada y no está pendiente de nosotros.
—Revisando las últimas modificaciones de Carla Manson —replico, y en mi cara se dibuja una sonrisa pérfida en cuanto se remueve en el asiento, nervioso; coge su maletín, lo abre y busca como un loco lo que acabo de comentar.
Nuestras conversaciones, la mayor parte del tiempo, trascurren entre disputas sibilinas y ocultas para ojos que no sean los nuestros, mas siempre están ahí. Trabajamos con una tensión que, en el fondo, agradezco, porque no me deja despistarme ni pensar en otra cosa que no sea lo que tengo entre manos, o el largo orden del día de cada jornada. Me mantiene despierta y alerta ante lo que pueda ocurrir en todo momento y me obliga a prever cualquier situación para no equivocarme y provocar que me echen antes de que se me acabe el contrato y termine, por fin, mis estudios.
Por fortuna, esta tarde no tengo que asistir a mis clases en la universidad y no faltaré como sucede tantas otras veces. Aun así, la mayoría de mis profesores del doctorado lo entienden y me reciben fuera del horario lectivo. Detalle que les agradezco desde el fondo de mi corazón, y con alguna que otra investigación que realizo y que se publica en importantes revistas legales y que le dan publicidad gratuita a la facultad. No es que la necesite, pero el reconocimiento nunca está de más, para ellos y para mí. Todo suma puntos a la hora de escalar puestos para conseguir el trabajo por el que me dejo la piel a diario.
La reunión sale exactamente como esperábamos, con la otra parte entre la espada y la pared, y retirándose a tiempo sin arrastrar la dignidad por los suelos delante de los medios de todo el país. Me disculpo y me retiro a mi habitación del hotel, mientras quedamos para cenar en media hora en el hall. Me doy una ducha, me cambio de ropa y me miro en el espejo. Mi melena rubia cae sobre los hombros y contrasta con el negro del vestido y mi morena piel, más blanquecina desde que vivo aquí y el sol no la tuesta cada día. No soy la misma, pero no le doy demasiadas vueltas al hecho de que a veces no me reconozco, y asumo que los traumas cambian a las personas, no solo por dentro, sino también por fuera. El sonido de mi teléfono desdibuja mi imagen frente al espejo y camino hasta el filo de la cama donde lo dejé. Es la cuarta llamada de mi madre desde ayer y, por consiguiente, la cuarta que ignoro. Sé lo que va a decir y no me apetece tener que volver a negarme a su proposición y explicarle las razones por las que no me parece buena idea. Razones que le enumero en cada conversación, las mismas que ella desecha y a las que hace caso omiso, volviendo a insistir tras un tiempo prudencial, que para ella suele ser dos o tres semanas.
Paso la mayor parte de la cena viendo cómo Caleb le dora la píldora a Watson de una manera muy poco ortodoxa y tratando de mantener la calma y no ponerlo en evidencia, cosa que ya hace él solito. Es vergonzoso, solo le falta bajarse los pantalones y pedir que le dé cachetadas en el culo (siempre y cuando a nuestro jefe le vaya ese rollo, cosa que dudo).
Volvemos a Nueva York el jueves por la mañana temprano y no tengo tiempo de pasarme por casa, ataviarme con ropa deportiva y salir a correr. Hoy tendré que buscar otra manera de desestresarme, no obstante, a las tres de la tarde asumo que no voy a tener libre ni siquiera cinco minutos para comer un sándwich. Dylan me deja un café sobre mi mesa pasadas las siete y me informa de que todo el mundo se ha marchado y que él, si no necesito nada más, se va también.
—Gracias, Dylan. —Cojo el vaso y le doy un sorbo. Es lo único que trago desde las cinco de la mañana y desayuné en el hotel—. Vete a casa y saluda a Kris de mi parte.
—Está bien. Le he dicho a Bruno que te quedas. Él te acompañará a la salida y te abrirá.
Salgo del edificio acompañada por el vigilante de seguridad y cojo un taxi que me lleve a casa. En muchas ocasiones hago el trayecto andando, pero el cansancio acumulado de la última semana me hace tomar la decisión.
El teléfono fijo suena sobre la encimera de la cocina justo cuando abro la puerta y me quito el abrigo. Es mi madre, y decido enfrentarme a ella y a lo que sé que va a decir.
4
ANTIGUOS DEMONIOS

—¡Ashley! ¡Por fin consigo hablar contigo!
—Hola, mamá —respondo cansada, sentándome sobre uno de los taburetes altos de acero, en los que solemos comer.
—¿Va todo bien? ¿Vuelves a estar sola?
—No estoy sola. Me llevo todo el día rodeada de gente en la oficina. Acabo de llegar.
—¿Qué hora es allí? ¿No es un poco tarde? Trabajas demasiado.
—He parado a cenar con una compañera —miento, para que se relaje y no empiece a explicarme el listado de cosas que me puede pasar en una ciudad tan grande como esta. Entre los primeros puestos está que me atraquen, que me acuchillen o que me rapten y me lleven a otro país y me enreden en una trama de trata de blancas, seguido de que me asesinen con una pistola o me atropelle un coche. Exagera, y de una manera descomunal. No digo que aquí nunca pase nada, pero hasta ahora esta ciudad me ha demostrado que es bastante segura. Al menos, por los sitios en los que me muevo.
—¿Y te ha acompañado a casa? No habrás caminado por ahí sola.
—He venido en taxi. No tienes de qué preocuparte.
—Hace un año que no veo a mi hija, creo que es mi deber y mi derecho preocuparme porque esté bien.
Dramatiza. Vinieron hace unos meses de visita, ella y mi padre. En principio mi hermana también iba a venir, sin embargo, le surgió un imprevisto de última hora y no pudo hacerlo. Me hubiese encantado verla, la echo muchísimo de menos, mucho más de lo que ella cree.
—Estoy bien. El trabajo va bien. El doctorado va bien. Todo va bien —repito la palabra a conciencia para que quede clara mi situación actual.
—Te he llamado para hablar contigo de algo. —Lo sé—. Pronto será el Cuatro de Julio. Y, como sabes, coincide con el cumpleaños de tu hermano. El año pasado notamos tu ausencia. Este año tienes que venir.
—No puedo, mamá. Tengo mucho trabajo.
—A Connor le encantaría que estuvieras aquí.
Sé que a mi hermano mayor le agradaría que fuera y celebrara su cumpleaños, pero también sé de primera mano que prefiere que no vaya hasta que no esté completamente preparada. Es con el pariente que hablo más a menudo. Sobre todo porque trabajó en Nueva York durante algunos meses. Dice que le salió una oferta que no pudo rechazar, pero yo sé que lo hizo para estar cerca de mí y poder cuidarme hasta que me manejara por mí misma.
—He hablado con él. No le importa que no esté. —Además, intuyo que algo le ocurre con mis padres porque cada vez que le pregunto por ellos me responde que no los ve demasiado. Se excusa con eso de que tiene mucho trabajo, pero a Connor le encanta ir a casa, coger su vieja tabla y surfear en su playa de siempre. Algo ocurre y no quiere decirme qué es.
—Necesito ver a mi familia reunida después de dos años. Hazlo por mí y por tu padre.
—No puedo, mamá. Tengo la agenda muy apretada durante el próximo mes.
—Ash, te lo pido por favor, hazlo también por ti. Tienes que pasar página.
—Ya lo hice. Me vine a Nueva York, ¿recuerdas? Dejé atrás mi vida en contra de mi voluntad —objeto, a la defensiva.
—Fue la mejor decisión. Todos lo sabemos y tú deberías saberlo también. Pero venir de visita no te va a matar, solo te ayudará a superarlo. Tómalo como una terapia.
«De choque», me dan ganas de contestar.
—Lo siento. Es imposible. Tal vez para Acción de Gracias. —Este es mi modus operandi, aplazar mi visita a Los Ángeles una y otra vez.
Escucho a mi madre suspirar tras la línea.
—Prométeme que lo pensarás. —Se da por vencida, por ahora.
—Lo haré. Da un beso a papá.
Cuelgo con dos sentimientos aflorando por encima de todos los demás. La culpabilidad, una compañera muy común desde hace varios años, vuelve a hacer acto de presencia, esta vez por mentir a mi madre como tantas otras veces he hecho. Las dos sabemos que no voy a ir a Los Ángeles, pero ella no pierde la esperanza y sigue intentando convencerme. Por otro lado, la añoranza de todo lo que formaba parte de mí y de lo que me hacía ser como era. Sí, era. Hace mucho que dejé de ser la chica risueña a la que todos adoraban e invitaban a fiestas porque sabía beber cerveza y hacer el pino a la vez.
5
NO SOMOS AMIGOS

Sonidos en la lejanía.
Diferentes ecos de voces.
Oscuridad.
Estoy desorientada.
—Pero ¿qué has hecho? ¡Te he dicho que tuvieras cuidado! —Escuché una voz masculina a un par de metros de mí.
—No... Yo no... —respondí, aturdida.
—¡Has sido tú! ¡Tienes muy mala puntería! —sonó otra voz, más cerca. Tan cerca que sentí que me agarraba de la cintura y me apartaba unos mechones de la frente.
—Está abriendo los ojos.
Parpadeé varias veces hasta que logré enfocar y encontré unos ojos color miel que me observaban, preocupados.
—¿Qué... qué ha pasado? —Procuré tragar, aún atolondrada.
—Aquí «El Barri Sanders» te ha golpeado con el balón —explicó el dueño de los ojos bonitos.
—Has sido tú, que no has sabido cazarla —le rebatió el otro.
—¿Te puedes levantar? —El chico rubio captó toda mi atención.
—Me... Me duele... —Llevé las manos a mi cara y me asusté cuando vi el color rojo de la sangre. No me daba miedo, me había pasado de todo sobre la tabla de surf, sin embargo, la cantidad me preocupaba—. ¡Oh, Dios mío! —repetí un par de veces con un alto y estrangulado tono de voz.
—Tranquilízate. No es nada —me pidió, con sus dedos rodeando mis muñecas.
—Me has... Me has... —Me desmayé en ese mismo instante porque no recuerdo lo que ocurrió a continuación.
Desperté en el centro médico de la universidad, tumbada sobre una camilla, sola y confundida. Traté de levantarme, pero un dolor agudo, muy intenso, instalado en mi nariz, subió hasta mi frente y explotó en el centro de mi cabeza. Solté un pequeño quejido y me obligué a reposar de nuevo sobre la almohada.
—Señorita Campbell, me alegra verla despierta. —Un hombre con bata blanca me sonrió—. Voy a llamar a la doctora. Vendrá enseguida.
No me dio tiempo a preguntarle qué había ocurrido. Unos segundos más tarde, apareció acompañado por la susodicha.
—¿Qué ha ocurrido? —la interrogué, después de que se presentara.
—Un balón le ha golpeado en la cara y casi le rompe la nariz. Pero no se preocupe, no hay fractura de ningún tipo.
—Duele...
—Le dolerá durante unas semanas. Le he recetado analgésicos. —Me entregó un papel y me observó de cerca—. Si se encuentra bien, puede marcharse. No tiene hematomas, aunque le saldrán durante los próximos días.
«Genial... Tendré la cara morada.»
—¿Puede venir alguien a recogerla? —siguió.
Llamé cuatro veces a Madison sin conseguir contactar con ella. Debía de tener el teléfono en silencio y estaría concentrada en alguna clase; de otra forma, no me explicaba que pasara de mí. También traté de contactar con Connor, sin embargo, tampoco acudió a mi llamada de auxilio; debía de estar pasando el rato con alguna chica.
Le dije al enfermero que me dejara marchar, pero insistió sobre el hecho de que las normas del centro médico eran muy estrictas al respecto y no me podía entregar el alta si me encontraba sola después de haber estado inconsciente durante media hora.
—Lo siento, es el protocolo.
—Yo me ocuparé de ella —afirmó alguien desde la puerta.
Miré hacia allí, extrañada porque mi oído y mi mente no reconocieran aquella voz, y vi al culpable de que estuviera en el hospital.
—De eso nada —respondí, no sé si en voz alta.
—No se preocupe. Somos amigos. Yo la llevaré a casa —le manifestó el desconocido al enfermero.
—No nos conocemos —rebatí.
—¿Os conocéis o no? —preguntó el sanitario, aturdido.
—¡Sí! —afirmó, rotundo, él.
—¡No! —declaré, a la vez, yo.
Nos dedicó una mirada reprobatoria y terminó dejándola sobre mí.
—Señorita Campbell, si no lo conoce, no la puedo dejar marchar. —Se dirigió a él—. Por favor, váyase.
Lo pensé dos o tres segundos y me di por vencida. No me apetecía seguir en esa habitación hasta que a Madison o a Connor les diera por mirar el móvil. ¡Podrían pasar horas!
—Está bien. Somos... amigos —acepté.
—Aquí tiene el parte de alta. Vuelva si se siente mareada o tiene náuseas.
El chico misterioso y yo nos quedamos a solas y ninguno supo qué hacer, hasta que desbarató los pasos que nos separaban y trató de ayudarme a bajar de la cama.
—Puedo sola —anuncié, no de muy buenas maneras.
Me incorporé y anduve hasta la puerta.
Cruzamos varios pasillos, bajamos en el ascensor y salimos a la calle. Recorrimos todo el trayecto sin dirigirnos la palabra. ¿Qué podían decirse dos completos desconocidos en ese momento?
—Tengo el coche aparcado ahí. —Señaló un Ford de color gris plata.
—No voy a subir contigo en tu pick up. —Levanté las cejas, como si fuera obvio que la idea de subir con un desconocido a su coche nunca hubiera sido buena.
—Ya lo has hecho. ¿Cómo crees que has venido? —Elevó las comisuras de los labios en una sonrisa satisfecha. Sí, le complacía que nos encontráramos en aquella situación y yo no hallaba una lógica plausible.
—¿Cómo te has atrevido? Puedo denunciarte por eso.
—¿Vas a denunciarme por ayudarte?
—Yo diría que eres el culpable de romperme la nariz.
—No está rota.
—¡Pues duele como si lo estuviera! —Cerré los ojos por la presión—. Arggg.
—¿Duele mucho? —Dio un paso hasta mí.
—¿Tú qué crees? —Los abrí y lo vi demasiado cerca.
—Venga, te llevo a casa.
—Tengo clases. Ya he perdido bastantes por tu culpa.
—No he sido yo quien lanzó el balón. Fue Jacob.
—Me da igual. —Lo rodeé y comencé a caminar.
—Ashley, espera. He prometido que cuidaría de ti.
Me detuve en seco en cuanto escuché mi nombre. Giré mi cuerpo y me enfrenté a él.
—¿Cómo sabes mi nombre? —Puse un brazo en jarra.
—Me lo dijiste tú.
—Eso es mentira.
—Que no lo recuerdes, no significa que no sea cierto. Ocurrió.
—¿Cuándo?
—Déjame que te acompañe a clase y te lo cuento.
Inspiré con fuerza y llené los pulmones. Expulsé el aire, levanté el mentón y me fui. Vi cómo bufaba y se tocaba el pelo. Hasta me dio cierta pena, se le veía realmente preocupado y no tenía por qué. Yo estaba bien, pero, además, no nos conocíamos y el campus era tan grande que dudaba de que volviéramos a vernos.
Me dio tiempo de entrar en dos clases, aunque el dolor de cabeza casi no me dejó concentrarme en la explicación del profesor. Me pareció que me había metido en el aula de Chino Mandarín. A mediodía me dirigí a la cafetería principal, donde había quedado con Madison, y busqué un lugar apartado en el que el bullicio no fuera ensordecedor. Tomé asiento en una de las sillas de madera clara y dejé el bolso del ordenador sobre la mesa.
—¿Qué te ha pasado? —Mi amiga me miró con los ojos abiertos y sin parpadear.
—¿Se nota mucho?
—Me has llamado cuatro veces, y sí, tienes la cara muy colorada. —Se sentó frente a mí.
—Un gracioso me ha dado un balonazo y me he desmayado. Me ha llevado al centro médico.
—¿Has estado en el centro médico? —Las cejas casi le llegaron al techo, y tenía varios metros de alto—. Lo siento. No me he enterado.
—Estoy bien, no te preocupes, parece más de lo que es. —Le resté importancia para no hacerla sentir culpable y mal por incumplir la promesa que nos hicimos a los seis años, cuando juramos que nos cuidaríamos y acudiríamos a la llamada de la otra siempre que lo necesitáramos—. ¿Cómo ha ido tu mañana?
—Mejor que la tuya, estoy segura.
Nos levantamos a por la comida y hablamos durante la media hora siguiente de todo lo ocurrido. Descarté lo que no recordaba y rellené los huecos como pude, hasta que me di cuenta de que Madison miraba fijamente hacia un lado.
—Te estoy hablando —la increpé.
—Ese chico no deja de mirarte —murmuró, y señaló a mi izquierda.
Giré la cabeza en esa dirección y mis ojos chocaron de frente con los de color miel que había despedido unas horas antes.
—Es el culpable de esto. —Señalé mi nariz y volví a centrarme en mi amiga, aunque ella siguió sin hacerme el más mínimo caso.
—Es muy guapo.
—No me he fijado —solté una mentira bestial. Era imposible no darse cuenta de su atractivo natural.
—No te lo crees ni tú... —Me miró, por fin—. Viene hacia aquí. Disimula.
¿Que disimulara? ¿Ahora? Ella llevaba observándolo más de diez minutos.
—Hola. ¿Estás mejor? —Se detuvo a mi lado.
—Sí. Gracias —respondí sin mirarlo.
—Él no ha tenido la culpa. —Otro chico habló a su lado. Las dos lo miramos—. Fui yo. Lo siento. —Lamentó su amigo, el que debía ser Jacob.
—Estáis perdonados —zanjé el tema para que se largaran, pero no lo logré, aún.
—Me llamo Ethan. Él es Jacob. —El rubio guapo se presentó formalmente.
—Me gustaría decir que es un placer, pero mentiría. Adiós.
Por el rabillo del ojo vi que el moreno se iba con las cejas y las palmas de las manos levantadas y que el rubio se llevaba las manos tras el cuello en un movimiento nervioso. Meditó si decirme algo más o marcharse, al final, optó por esto último y desapareció detrás de su compañero, que reía por mi contestación.
Madison me miraba con los ojos abiertos de par en par.
—¿Por qué los tratas así?
—¿Has visto cómo tengo la nariz?
Achinó los ojos y los posó sobre mi cara, que observó con detenimiento.
—¿Estás segura de que no está rota?
Cogí mi teléfono e inspeccioné mi reflejo en la pantalla del modo foto. Cada vez estaba más hinchada y amoratada. Respiré varias veces para tranquilizarme y bebí de mi botella de agua.
—Será mejor que me vaya. Mi próxima clase empieza dentro de quince minutos.
—Te acompaño. La mía también.
Recogimos la bandeja con los restos de comida, nos colgamos los bolsos y salimos del local. Ignoré la mirada que me echaba el chico al que ya odiaba con todas mis ganas. No la apartó hasta que cruzamos el patio y desaparecimos.
Mis padres me regañaron despachándose a gusto en cuanto me vieron cruzar la puerta de casa. No se explicaban por qué no los había llamado a ellos en cuanto todo sucedió. Les expuse que ya era mayorcita para cuidarme sola, pero esto solo consiguió que la situación empeorara, con la consecuencia (más que sopesada) de una charla en la que el discurso principal fue que siempre seré una de sus hijitas.
Connor primero se rio de mí, después se enfadó con él mismo por no ayudarme, y con los chicos por golpearme. Me pidió disculpas y admitió que su ocupación se basaba en besar a una chica en las gradas del estadio de fútbol. Como compensación, me invitó a merendar en el muelle de Santa Mónica y consiguió que se me olvidara que mi cara cada vez estaba más deformada.
A finales de la tarde, pasamos a recoger a mi hermana que estudiaba en casa de una amiga y volvimos a Malibú en el jeep descapotable, mientras Payton y yo cantábamos La isla bonita, de Madonna, a voz en grito y nuestro hermano mayor se quejaba por nuestros berridos.
Connor avisó a mi madre de que no cenaría con nosotros porque iría al cine con una chica a ver una comedia romántica.
—¡A ti no te gustan esas películas! —clamé al ver que subía por las escaleras a grandes zancadas, directo a darse una ducha y perfumarse.
Yo hice lo mismo. Me di una ducha y me asusté al verme en el espejo y comprobar el cariz que estaba tomando mi cara. Me eché la crema que me habían recetado y bajé a cenar y a tomar más analgésicos.
«Voy a matar a ese cretino», es lo último que pensé antes de cerrar los ojos y caer rendida tras el primer día de universidad.