La diosa araña (Pandora English 2)

Tara Moss

Fragmento

Capítulo 1

1

Miré a la modelo de la sesión y confirmé que no estaba muerta.

Era una rubia impresionante, muy maquillada, y se encontraba sentada en el centro de un estudio grande de paredes blancas y bien iluminado que olía a pintura fresca, a productos cosméticos y un poco a plástico quemado, por los potentes focos. Parecía una no muerta porque tenía una delgadez similar y el mismo tipo de cutis perfecto. ¿Serían sus ojos los que me hicieron dudar? Pero no... El sol no se había puesto todavía. Definitivamente estaba viva, decidí.

Era la segunda vez que llegaba a esa conclusión en las últimas dos horas.

—Dile a como se llame que se dé prisa y me traiga el café.

Fue el fotógrafo quien habló y me sacó del ensimismamiento. Era un hombre atlético y distante, que llevaba unos vaqueros muy a la moda y una camiseta de manga corta ceñida. Estaba tan delgado que también me provocó dudas.

Me estaba hablando a mí. «Como se llame.» Bueno, en realidad no me había hablado directamente, sino que se había dirigido a su asistente refiriéndose a mí. Ninguno de los dos había reconocido mi presencia en todo el día, ya no digamos hablarme, pero no era una experiencia novedosa en mi caso.

Me llamo Pandora English. No soy rica, famosa ni poderosa y, según he descubierto, la gente no suele hablarte en Nueva York a menos que seas una de esas tres cosas. Soy de un pueblecito poco conocido llamado Gretchenville (que tiene una población de 3.999 habitantes después de mi reciente e inaudita marcha). Mientras crecía, jamás imaginé que acabaría en Nueva York, y mucho menos en una sesión de fotos para una revista de moda; el tipo de revista que leía durante la adolescencia.

Así que allí estaba yo, observando mi primera sesión de fotos. Y, para mi sorpresa, no era nada emocionante. Fíjate tú.

Había descubierto que no me interesaban mucho la ropa de diseñador, los cosméticos caros y todas esas cosas que había codiciado mientras vivía en mi poco glamuroso pueblo natal, porque lo que me interesaba era descubrir si la gente que me rodeaba era humana. Mis experiencias más recientes en la ciudad habían hecho que me cuestionara ese tipo de cosas. Durante los últimos meses, se habían producido muchos cambios en mi vida. Me había mudado desde el pueblo, había conseguido mi primer trabajo en el mundo de las revistas de moda, había tenido mi primera cita con un chico y había conocido a unos cuantos no muertos. Eso último había sido bastante esclarecedor. La vida y la muerte, y los estados intermedios, eran mucho más complicadas de lo que jamás había imaginado. Y teniendo en cuenta cómo llamaba mi difunto padre a mi «portentosa imaginación», te puedes hacer una idea.

—¿Hola? ¿El café? —dijo el fotógrafo con impaciencia y hablando muy rápido.

Me acerqué a él llevando en las manos la bandeja de bebidas calientes que me habían enviado a comprar a una cafetería emplazada en la misma calle del SoHo, donde hacía mucho frío.

—Mmm..., aquí tienes el café —repliqué con una sonrisa nerviosa sin soltar la bandeja.

El asistente volvió la cabeza para mirarme un instante, porque estaba muy ocupado sujetando un enorme reflector circular plateado en un ángulo que debía de ser incómodo. El fotógrafo seguía haciendo fotos sin parar.

Otra vez miré a la modelo que estaba fotografiando bajo los haces de luz de los focos. Había tantos apuntándola que no entendía cómo podía mantener los ojos abiertos. Cada varios segundos cambiaba la expresión un poco; de seductora a enfurruñada con morritos y vuelta a empezar. El proceso me parecía más bien mecánico. Las fotos en las revistas no daban esa impresión.

Me miré las manos. No llevaba guantes y las tenía un pelín amoratadas. Era invierno en Nueva York, y en el exterior hacía un frío gélido. La bufanda de lana que llevaba arrebujada al cuello se me había movido, dejando expuesta parte de la piel, que agradeció el calorcillo del montón de focos que me rodeaba. Estaba deseando beber un sorbo del té calentito que había comprado para mí. Una mano se acercó a la bandeja y cogió uno de los cafés. Era el fotógrafo. Bebió un sorbo y frunció el ceño.

—¿Es un café con leche desnatada? —preguntó de mala manera sin mirarme siquiera, aunque estaba a su lado.

Si algo he aprendido del mundo de la moda durante los últimos dos meses es que nadie bebe leche entera. Y que todos parecen tener un sorprendente problema con los hidratos de carbono, que, según tengo entendido, están en casi todos los alimentos de todas formas. Parecen creer que la leche entera y los hidratos de carbono son el mal. Ojalá hubieran visto el mal que he visto yo.

—Sí, es leche desnatada —le confirmé y me resistí a recordarle mi nombre otra vez. Al fin y al cabo, no era tan difícil de recordar, teniendo en cuenta que daba la casualidad de que era el mismo que el de la revista que le pagaba por hacer ese trabajo. Esa sesión de fotos era para Pandora, la revista de moda para la que yo trabajaba.

Que acabaran contratándome en la revista fue un poco raro. Vine a Nueva York por invitación de mi tía abuela Celia, que, en fin..., es un poco diferente. Tiene un don misterioso para enterarse de muchas cosas, como cuando se produce una vacante de asistente en una revista de moda o la ropa que debo llevar para conseguir el trabajo. No me preguntes cómo lo hace. Se entera sin más. Según he descubierto, lo llevamos en la sangre.

—Una foto más —anunció el fotógrafo después de beber un sorbo de café.

Al oírlo, la modelo clavó la mirada en el suelo y arqueó una ceja. Fui la única que captó la expresión y oyó su suspiro resignado. Entendía por qué estaba impaciente. Habíamos oído lo mismo tres veces durante la última hora, y que me hubieran mandado a comprar café tampoco indicaba que la sesión estuviera a punto de acabar. El sol se pondría pronto y seguro que yo no era la única con ganas de volver a casa para darse un baño y cenar algo calentito. La modelo estaría pensando lo mismo que yo, aunque lo haría posiblemente de otra manera ya que llevaba algo llamado «punto transformador».

Cuando llegué a Nueva York, el chic vampírico era el último grito... Más bien debería ser un «alarido», en mi opinión. Pero parece que la próxima temporada se llevará el «punto transformador». El punto es el nuevo negro. Sobre todo si la prenda es de punto negro, supongo.

La modelo que tenía delante, perfecta en todos los sentidos, iba vestida de punto de arriba abajo y llevaba un montón de coloridos collares de bisutería con cuentas esmaltadas, algunas de las cuales eran muy grandes. Las ceñidas prendas de punto servían para «moldear sutilmente la figura». Un detalle interesante, ya que habían elegido a una modelo con una figura perfectamente proporcionada que no necesitaba que la moldearan ni la transformaran. El mundo de la moda era de lo más raro.

—Menta. Genial —murmuró el asistente del fotógrafo, que se llevó mi té con menta de la bandeja.

—¡Ese es mío...! —exclamé, pero ya estaba en la otra punta del estudio. Yo también solté un suspiro resignado.

El fotógrafo bebió otro sorbo de café y le echó un vistazo a un enorme monitor que había instalado en un carrito con ruedas. La cámara que usaba era digital, de manera que las imágenes que tomaba aparecían casi de inmediato en el monitor. Observó la pantalla con los ojos entrecerrados y le murmuró algo al asistente, que se dispuso a examinar otras fotos anteriores. Usó el zoom para ampliar algunas partes de las imágenes, concretamente la cara de la modelo, de manera que sus diminutos poros y los defectos del maquillaje se hicieron bien visibles bajo la lupa de la alta definición. Acto seguido y con un par de clics, alisó una arruga que yo ni siquiera había visto que tuviera. Increíble.

—Vamos a cambiar. Tanto negro es demasiado... negro. Necesitamos un poco de color para la portada. ¿Qué tal si usamos las prendas de Sandy Chow? ¿Han llegado?

—No —contestó la estilista, que estaba revoloteando también junto al monitor, observando las imágenes ampliadas como si ocultaran la clave del significado de la vida—. Han tenido una megacrisis. Solo han llegado las prendas de Smith & Co, las de Helmsworth, las de Mal y esas que lleva ahora. Las de Victor Mal tienen algo de color.

—Demasiado ochenteras —dijo el fotógrafo.

—¿Puedo tomarme el café, por favor? —preguntó la modelo con un tono de voz quejicoso—. ¿El extralargo? —Era evidente que no le gustaba trabajar tantas horas seguidas.

Me adentré en el círculo de luz para ofrecerle su café extralargo.

—Aquí tienes. Estoy segura de que ya estamos acabando —añadí en voz baja para animarla, aunque ella siguió frunciendo el ceño. En fin, estaba muy guapa con esa expresión enfurruñada. Igual por eso la usaba tan a menudo.

Me alejé con la bandeja vacía y al cabo de unos segundos se oyó un gritito.

—¡Oooh!

La modelo, que estaba sentada en el suelo, empezó a retroceder impulsándose con las manos y los talones, con la cara desencajada por el miedo. ¿Se habría quemado los labios con el café? No. El vaso seguía intacto en el suelo del estudio. Qué raro, pensé.

—¡Una araña! —gritó alguien a mi espalda.

Vi al bicho y a punto estuve de tirar la bandeja que tenía en las manos. Sí, era una araña. Pero no era una araña cualquiera. Era muy grande, gorda y peluda.

La miré como hipnotizada, al igual que estaban haciendo todos los demás presentes en el estudio. Había oído que las cucarachas de Manhattan eran tan grandes como ratas y que las ratas eran tan grandes como gatos, pero ¿que hubiera arañas de ese tamaño?

—¿Es una... tarántula? —pregunté. «¿En Nueva York? ¿En invierno?»—. No. Es imposible. ¿Tal vez es una araña lobo? ¿O...?

—¡Me piro! —gritó la modelo, que se puso en pie de un brinco. Se quitó el top de punto ceñido y atravesó el estudio a la carrera en dirección a la diminuta zona que hacía las veces de cambiador, vestida tan solo con el sujetador y los pantalones capri negros. Se despojó de dichas prendas en tiempo récord. En la vida había visto a alguien desnudarse tan rápido. La maquilladora estaba de pie en una silla, murmurando algo ininteligible. La modelo pasó de ella. No tardó nada en ponerse su propia ropa y en echar a correr hacia la salida.

Su despedida fue un portazo.

—Esto..., ¿hay alguna tienda de animales cerca o algo? —pregunté, pero nadie me escuchaba.

El fotógrafo y su asistente estaban apoyados en la pared del extremo opuesto del estudio, mientras la estilista retrocedía despacio sosteniendo un jersey a modo de capote de torero. Todos se habían quedado mudos al ver la enorme araña, que seguía avanzando por el suelo blanco. Era gorda y peluda, y tan grande como la palma de mi mano. De repente, se detuvo, se volvió un poco y se detuvo de nuevo. ¿Y si le gustaban las luces?

—Yo la cojo —dije al final. Me agaché y solté con cuidado la bandeja de cartón de los cafés. Avancé despacio para coger el vaso extragrande de la modelo, cuyo contenido vertí en el suelo. (Supuse que a nadie le importaría el estropicio.) Una vez que vacié el vaso de poliestireno, empecé a avanzar lentamente—. Ven aquí, chiquitina... —canturreé, dirigiéndome a la araña.

—¡Mátala! —chilló el fotógrafo con voz aguda.

—No, voy a... —protesté.

Y, de repente, la vi allí delante de mí, a menos de medio metro. Sentí sus ocho diminutos ojos posados en mí y algo más. Esa araña me estaba observando. No solo observaba los cambios en la luz y los movimientos o la presencia de una persona que se acercaba a ella, no. Sabía quién era yo. Me pareció algo ridículo, pero sentí una especie de vínculo con la araña. No un vínculo amistoso en sí mismo, pero no dejaba de ser un vínculo. Además, experimenté una sensación rara en el estómago... Algo frío, como me pasaba a veces.

A menudo sufría lo que puedes llamar «sensaciones raras». A veces sabía cosas para las que no tenía una explicación científica ni lógica. Cuando era pequeña, mi padre siempre me regañaba por mi «imaginación portentosa» cada vez que insinuaba que podía predecir algunos acontecimientos, intuir verdades, percibir la magia o hablar con los muertos. Hasta hace poco tiempo siempre le di la razón, pero mi tía abuela me ha dicho que es un «don» que poseo. Afirma que estoy «genéticamente predispuesta a la percepción extrasensorial y que soy susceptible a lo sobrenatural», y que mi madre poseía un don similar, al igual que su madre antes que ella. Es un don compartido por las Lucasta. Me ha dicho que soy la Séptima. Sea lo que sea eso. Es algo nuevo para mí.

Todavía no acabo de entender del todo las sensaciones que experimento y no estoy segura de poder distinguirlas de las sensaciones normales, pero ahí están. La tía abuela Celia cree que debería prestarles atención.

Así que esa araña tan grande me provocaba una sensación muy rara y, mientras me miraba con esos ocho ojillos negros y redondos, me pareció que el sentimiento era mutuo.

—Ahora quédate quietecita, ¿vale, amiga? —logré decir. Esperaba que se levantara con agresividad sobre las patas traseras y que me enseñara los dientes, pero se limitó a quedarse quieta, mirándome. Acerqué el vaso y vi que la araña se movía un poco hacia un lado—. No pasa nada... —Y así, sin más, le coloqué el vaso encima un poco ladeado y la empujé con la bandeja de cartón. Mantuve una mano sobre el vaso, porque una araña de semejante tamaño no tendría el menor problema en salir y largarse corriendo. No tardé en encontrar un trozo de cartón plano con el que taparlo—. Dame un trozo de cinta adhesiva, por favor —dije, y el asistente del fotógrafo cobró de nuevo vida ante mis ojos. Me lanzó un rollo de cinta aislante, manteniendo la distancia.

—¡No dejes que se escape! —chilló.

—Solo es una araña —repliqué—. No es peligrosa.

Supuse que, efectivamente, se trataba de una tarántula. Nunca había visto una tan cerca, pero había leído sobre ellas en los libros de mi difunta madre cuando estaba en Gretchenville. Las tarántulas parecían impresionantes y tenían unos colmillos con los que podían asestar buenas mordeduras, pero su veneno estaba destinado para presas más pequeñas, de manera que no resultaba letal para los humanos. El hábitat natural de las tarántulas eran los climas tropicales y subtropicales. Así que esa debía de haberse escapado de alguna tienda de animales o de algún terrario privado que estuviera cerca, y había seguido deambulando en busca de refugio o de calor. Nuestra pequeña competición de miradas me había dejado una impresión indeleble, pero supuse que cualquiera se impresionaría al ver una tarántula perdida.

—No irá a ningún sitio —les aseguré a los presentes en el estudio al tiempo que colocaba el vaso de lado para que la araña no estuviera apretujada en el fondo. Sentí que sus patas arañaban el vaso de poliestireno mientras se movía de lado a lado. Aseguré con cinta aislante el cartón que hacía las veces de tapadera. Aguantaría.

Se produjo un suspiro colectivo.

—¡Madre del Amor Hermoso! —oí que exclamaba la maquilladora mientas se bajaba de la silla.

Me mantuve en el centro de la estancia con el vaso en la mano a la espera de instrucciones, pero nadie habló.

—Bueno —dije por fin—, ¿esto significa que la sesión ha acabado?

Salí al frío exterior de las calles del SoHo con el bolso de cuero al hombro y la bufanda bien colocada en torno al cuello. En la mano derecha llevaba el vaso de café con la tarántula viva. No era precisamente el recuerdo que quería llevarme de mi primera sesión de fotos para la revista. El estudio no quedaba muy lejos de las oficinas de la revista Pandora, así que conocía la zona sin necesidad de tener que mirar mi arrugado callejero de Nueva York. Cogería el metro en la calle Spring y regresaría a la casa de mi tía abuela. No veía la hora de meterme en la bañera.

Acababa de dar un par de pasos por la acera cuando vi que alguien me estaba esperando.

Un coche largo y negro estaba aparcado junto a la acera, y a su lado aguardaba un hombre altísimo con pintas de guardaespaldas, que tenía los pies separados y las manos unidas. El sol acababa de ponerse; sin embargo, llevaba gafas de sol oscuras, y, aunque la acera estaba muy concurrida, él parecía demasiado tranquilo e inmóvil entre los peatones. Si respiraba, no se le notaba.

—Hola, Vlad —lo saludé. No esperé réplica. Era el chófer de mi tía abuela Celia. Nunca hablaba o, si lo hacía, no hablaba cuando yo estaba cerca. No había solicitado sus servicios, pero allí estaba. Mi tía abuela debía de haberlo enviado. A veces lo hacía.

«Supongo que no voy a coger el metro.»

Vlad me abrió la puerta con elegancia y me acomodé en el asiento trasero del coche con el bolso en los pies y el vaso en el regazo.

—Gracias —dije.

No tardamos en poner rumbo al centro, aunque pillamos atasco en Madison Avenue. Pasamos frente al museo Guggenheim a paso de tortuga y, después de recorrer el Upper East Side, enfilamos la carretera que atraviesa Central Park y que tanto me gustaba. En esta ciudad monumental de asfalto y hormigón, todavía me seguía impresionando y sorprendiendo descubrir la magnífica extensión verde de Central Park. Y justo después, esa estrecha calzada de un solo carril serpenteaba entre las sombras y desaparecía en el interior de un túnel cubierto de niebla. El túnel que llevaba a Spektor, el barrio de Manhattan que no aparece en ningún callejero.

El coche aminoró la velocidad y Vlad aparcó junto a la acera, delante del enorme edificio de estilo gótico victoriano de mi tía, situado en el número uno de la avenida Addams. Lo construyó el doctor Edmund Barrett, el infame científico e investigador psíquico, en 1888, y ocupaba casi una manzana completa en el corazón de Spektor. Jamás he visto otro edificio igual. Parecía estrecho al elevarse hacia el cielo, adornado con una serie de arcos de piedra, torreones y agujas. Tenía cinco plantas en total y unas ventanas excesivamente ornamentales en grupos de dos y tres en la fachada principal. Una persona observadora se percataría de que las ventanas de las plantas intermedias estaban tapadas con tablones por dentro. El edificio seguía pareciendo impresionante pese al aspecto abandonado que reinaba en todo Spektor. Poseía una belleza sobrenatural.

Vlad me abrió la puerta y salí al invernal crepúsculo. La neblina que flotaba en la calle no era nada comparada con el impenetrable muro de niebla que cubría el interior del túnel por el que habíamos circulado.

—Gracias, Vlad —dije, y eché a andar hacia la cancela de hierro mientras me rugía el estómago. Introduje la llave en la cerradura de la pesada puerta de madera y la giré—. Vale, ábrete —murmuré entre dientes, y la enorme puerta me permitió pasar. Me introduje en el interior y sentí la conocida frialdad similar a la de un mausoleo del interior del vestíbulo con sus altos techos. La pesada puerta se cerró a mi espalda levantando una pequeña nube de polvo. Pulsé el interruptor y la estancia cobró vida bajo la parpadeante luz de la antigua araña de techo—. Ya estamos otra vez —murmuré al tiempo que negaba con la cabeza.

La araña volvía a estar torcida. La semana anterior traté de arreglarla, pero la antigua lámpara había adaptado de nuevo su posición habitual. Hasta empezaban a aparecer telarañas otra vez entre los polvorientos cristales. Volví a negar con la cabeza. Pese a la futilidad de mi empeño, quería limpiar ese lugar para mi tía abuela. Celia había hecho mucho por mí y lo menos que yo podía hacer era limpiar unas cuantas telarañas.

El vestíbulo estaba decorado con una solería magnífica y con apliques dorados en las paredes, ambos en mal estado. Una escalera circular ascendía hasta la puerta cerrada de una entreplanta, y un antiguo ascensor aguardaba en el interior de una estructura de hierro forjado con flores de lis..., una de las cuales había desaparecido. Un mes antes yo había usado la flor de lis desaparecida para atravesarle el corazón a una vampira..., perdón, a una sanguínea (al parecer, el término «vampiro» es peyorativo), de ahí mi reciente paranoia con los no muertos. Sin embargo, mi intento de aniquilarla atravesándola con una estaca había sido un desastre metafórico y literal. En contra de todas las reglas de las novelas que había leído, mi agresora no muerta sobrevivió al ataque, y me vi obligada a limpiar la sangre del suelo del vestíbulo, restregándolo tan a fondo que cualquier cirujano podría haber operado a corazón abierto en él. Que fue casi lo que yo hice, por cierto. Pese a todo, el vestíbulo tenía prácticamente el mismo aspecto del día de mi llegada a Spektor, casi dos meses antes. Parecido a una cripta, sí, pero magnífico a su manera.

Sin embargo, no era momento de demorarse.

Después de la puesta del sol tenía amigos entre esos muros, pero también tenía enemigos. Algunas de mis..., bueno, vecinas, no estaban precisamente encantadas con mi presencia. Sobre todo desde el incidente de la estaca de hierro. Con esa idea en mente, cogí un saquito de arroz del bolso y lo sostuve en la mano, lista para usarlo. Esas enemigas mías se veían mucho más afectadas por el contenido del saquito que por cualquier llave de kárate que yo pudiera hacer. O por mi recién encontrada tarántula, ya puestos.

Eché a andar a paso rápido sobre las baldosas.

S-s-h-r-a-a-a-ak...

Me detuve un instante. Era habitual que oyera ruidos en el vestíbulo, como si el edificio se estuviera asentando. Pero nunca había oído un edificio asentarse como lo hacía ese. Por alguna peculiaridad acústica, el extraño ruido parecía proceder de debajo del suelo. Sin demorarme mucho, atravesé el vestíbulo, me subí en el viejo y traqueteante ascensor, y empecé la subida al ático. Observé en silencio cómo iba dejando atrás las demás plantas, siempre atenta a cualquier movimiento en los rellanos.

Cuando llegué al ático de mi tía abuela Celia, llamé antes de abrir la puerta negra azulada de doble hoja. Esa era una de sus reglas. Abrí usando mi propia llave.

—Hola, tía Celia. Estoy en casa —dije. Colgué el abrigo en el perchero eduardiano con espe

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