1
Sevilla, septiembre de 1817
Los ojos almendrados y oscuros de María Vélez se entornaron al mirar a su nieto y observar sus rasgos aristocráticos. Estaba sentado frente a ella, en uno de los sillones de mimbre, y mantenía los párpados cerrados y las piernas estiradas, una bota sobre la otra. Le vio mover una mano con dejadez para espantar a la impertinente mosca que le zumbaba junto a la oreja y sonrió. Era como ver a un animal salvaje en reposo, en apariencia inofensivo, pero en cuyo interior latía el ímpetu peligroso de la juventud.
María acercó la copa de jerez frío a sus labios y bebió un pequeño sorbo.
—¿Cuándo piensas regresar a Inglaterra?
—¿Tantas ganas tienes de perderme de vista, abuela? Cuando tú regreses conmigo.
—Entonces, nunca.
La respuesta hizo que los ojos de Jason Rowland, vizconde de Wickford y futuro conde de Creston, se abrieran. Tan oscuros como los de ella, tenían en ese momento una intensidad tormentosa, ese tipo de mirada que seducía a las mujeres e intimidaba a los hombres. Pero de inmediato perdió el punto de dureza y se tornó en otra más abierta, levemente cáustica. Se sentó derecho, tomó su copa y bebió fijando la mirada en el rostro arrugado, pero aún señorial y hermoso, de la anciana.
—Si entendiera tu punto de vista, tendría ganado el cielo. Pero no lo entiendo. Permanecer aquí, a la sombra de la injusticia de un rey que se ha burlado de las decisiones de su pueblo derogando la Constitución de Cádiz y persiguiendo sin tregua a los liberales, es de locos.
—¿Acaso estaría mejor en un país regentado por un hombre con muy pocos escrúpulos, que dedica su tiempo a francachelas y festejos, y además es bígamo?
—No defiendo a Prinny y lo sabes, pero aquí no estás segura porque tus miras políticas te acarrearán enemigos.
—Soy una vieja a la que ya nadie hace caso y España es mi hogar.
—Tu hogar ha sido Creston House desde que te casaste con el abuelo. Y allí es donde deberías estar, con tu hijo y conmigo.
—Tu abuelo nos abandonó hace ya años, Dios le tenga a su lado. Retornar a los lugares en los que compartimos nuestra felicidad sería una tortura, por eso decidí volver a Sevilla. En Inglaterra todo me recordaba a él.
—Aún lo echas de menos.
—Lo haré hasta mi último aliento.
—Mi padre no deja de añorarte a ti.
—James tiene muchas ocupaciones, yo solo sería una carga para él.
—Ahora, la que dice tonterías eres tú.
—Quiero ser enterrada aquí, cerca del Guadalquivir. Sin embargo, a ti sí que te echarán en falta. Y no creo que tenga que recordarte que tienes una esposa.
El rostro de Jason se tensó con la mención de la mujer a la que odiaba. Dejó la copa sobre la mesa de hierro forjado con demasiada rapidez, como si con el gesto quisiera desprenderse de la alusión a ella, y desvió la mirada hacia los parterres de geranios.
—Ni mi padre ni ella notarán mi ausencia —dijo, reticente.
—No eres nada justo.
—¿Eso crees? —Se inclinó hacia ella y apoyó los codos sobre las rodillas—. Cassandra estará encantada dilapidando mi fortuna a manos llenas sin la necesidad de tener que soportar mi presencia; no me extrañaría que ya hubiera encontrado a algún avispado que caliente su cama. En cuanto a mi padre...
—¡Jason, no seas vulgar!
—En cuanto a mi padre —repitió con un retintín irónico, haciendo caso omiso de la regañina—, tiene lo que quería: una nuera. Que no le haya dado un nieto aún, no es mi culpa. Yo te aseguro que hasta que mi «adorable» esposa me traicionó y echó de su cuarto, hice todo cuanto debía para engendrar un heredero.
—¡Es suficiente, muchacho! —Palmeó enojada el brazo del sillón.
—Perdona, abuela. Siento haberte hablado así, pero has sido tú quien ha vuelto a sacar el tema.
—Tu padre te quiere a rabiar, lo creas o no. Es vuestro carácter irascible el que os ha enfrentado desde que eras un mocoso, ambos sois demasiado tercos. Alguno de los dos debería, como decimos aquí, apearse del burro.
Jason se echó a reír: los dichos y refranes de su abuela conseguían casi siempre devolverle el buen humor.
—Lo que pasa es que no soporto que se meta en mi vida.
—Vas a cumplir treinta años y es lógico que él espere un nieto. Un nieto al que mimar. Y yo, de paso, un bisnieto que alegre mis últimos días. Creston House necesita un heredero y lo sabes muy bien. Por tradición y por lógica, es inapelable. En cuanto a tu esposa... Dale tiempo, hijo, apenas os conocéis, ni siquiera la cortejaste como suele ser habitual. Además, eso de que te traicionó...
—Lo hizo. Pero no fue un cortejo al uso, desde luego, eso sí lo reconozco. De todos modos, ella apenas me puso trabas para meterse entre mis sábanas.
—¡Jason!
—Mi padre me quería casado, yo estaba harto de discusiones y ella es muy hermosa. ¿Por qué no pedirle matrimonio? Era el mejor modo de que él me dejara en paz de una vez por todas.
—Puede que te pareciera el mejor, pero muy poco apropiado para forjar la base de una convivencia estable.
—Lo hubiera sido de no comportarme yo como un imbécil. Me enamoré y ella, por el contrario, me engañó y pisoteó mi orgullo. Eso sí, durante el escaso tiempo que nos mantuvimos juntos, no me puedo quejar en absoluto de su comportamiento en la cama.
—¡¡Ya está bien!! Por muy vizconde que seas, aún puedo cruzarte la cara de una bofetada —amenazó la anciana, ya muy incómoda por las expresiones de su nieto.
Jason recostó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos. Lamentaba su escasa delicadeza, pero no conseguía que no perdiera los estribos cada vez que hablaba de su condenada esposa: la miserable que se burló de él, que le despreció y echó su corazón a los perros.
Cuando quiso darse cuenta, ella no estaba en el patio. Se levantó, pesaroso y avergonzado por haberla hecho enfadar y fue en su busca. La encontró en las cocinas hablando con Rocío, a la que saludó con un guiño. Abrazó a su abuela por la espalda, besó sus blancos cabellos y rogó:
—Perdóname una vez más, nana. Soy un imbécil sin remedio.
María se giró en sus brazos y él volvió a besarla, ahora en la frente.
—Lo que eres es un bribón.
—Aun así, supongo que algo me tocará de lo que habréis preparado de comer, porque estoy famélico. ¿Qué tenemos para hoy?
—¿Qué le parece un gazpacho y unos andrajos con bacalao, señorito?
La cocinera estaba pendiente de todos sus caprichos, como el resto de los sirvientes de la casa, y no había día que no le sorprendiera con algún nuevo plato. Era bajita, regordeta, con el cabello negro como la noche y unos ojos que siempre relucían de buen humor.
—Suena fantástico, Rocío. Salvo eso de los andrajos. Porque además de bacalao, ¿qué lleva?
La mujer sonrió y movió la cabeza sin dejar de picar tomates.
—Ajos, tomates, pimentón, cebollas, almejas... Un poquito de hierbabuena. Usted déjeme a mí. ¿Alguna vez le he puesto en la mesa algo que no se haya comido hasta hacerle rebañar el plato?
—No tiene mucho mérito —bromeó, enlazándola por la ancha cintura—; soy un estómago agradecido.
—Eso sí que es cierto. Come como una lima, no entiendo cómo puede estar tan delgado.
—¿Qué tal un poco de crema andaluza de postre? Pero dulce, dulce; la de la semana pasada tenía un extraño sabor a... comino.
—¡Comino! —Se escandalizó ella, volviéndose hacia él de golpe—. ¿Que yo he puesto comino en mi crema?
Jason saltó hacia atrás porque Rocío blandía el cuchillo y lo movía bastante cerca de sus narices. Alzó las manos en señal de rendición y se echó a reír. Le encantaba hacerla rabiar.
—Me la tomaría, aunque echaras sal.
Ella torció un poco la cabeza y se quedó mirándole unos segundos.
—Es usted un pícaro de tomo y lomo, señorito. ¡Hala, hala, fuera de mi cocina! Déjeme trabajar, si es que quiere comer pronto.
Tras ese divertido paréntesis, abuela y nieto regresaron al porche.
—Comino, dice el muy bandido... —Escucharon tras ellos la queja de Rocío—. ¡A nadie se le ocurre más que a él! Señor, Señor, acabará por volvernos locos a todos.
2
Inglaterra, junio de 1818
Cassandra Matheson, Rowland desde su matrimonio con el vizconde de Wickford, levantó su rostro en dirección hacia las escaleras de la posada y se recolocó el velo negro que le cubría la cara.
Le embargaba una extraña sensación mientras aguardaba que apareciera la persona a la que había citado allí. Habían pasado casi cuatro años desde su marcha y se preguntó, por enésima vez, si acudiría; de haber estado ella en su lugar, sin duda no lo habría hecho. Pero Nicole no era ella.
Mientras esperaba, presa de los nervios, no pudo evitar hacer balance de su vida hasta ese momento.
Había escapado de su casa a la edad de dieciocho años con un hombre mayor que ella, al que creyó adinerado e influyente. Se dejó seducir por promesas de lujo, diversión y aventuras, antítesis de lo que hubiera vivido de haberse quedado en Melrose. Ella no quería casarse con un hombre elegido por su padre, concebir hijos, criarlos y languidecer de apatía en una ciudad con escasas distracciones. Porque, aunque pertenecía a una familia adinerada, su progenitor se había estancado en el siglo anterior y apenas se relacionaban con algunos vecinos. Para él los eventos sociales no existían. Ella se merecía vivir, soñaba con fiestas, con lucir bonitos vestidos y joyas. Sabía que era hermosa y consideró que ese don no debía marchitarse, esperando tan solo procrear y envejecer en un entorno muy tradicional y aburrido. Tenía una abundante cabellera rojiza, bonitos ojos azules y una figura espléndida que ensalzaban todos los hombres que conocía. Y tenía tenacidad. Sí, era porfiada y decidida; virtudes con las que, imaginó entonces, podría conseguir lo que se propusiera en la vida.
Pero nada salió como ella pensaba. Tres meses después de su fuga se encontró sola en Londres y sin un penique; lamentablemente para ella, después de comprobar que el sujeto con el que escapara no era más que un jugador del tres al cuarto que, además, la arrastró al juego. No estaba dispuesta a vivir durante más tiempo en posadas infectadas de chinches ni a soportar las borracheras de aquel indeseable. Lo abandonó. Pero no podía regresar a su casa como una perra apaleada, humillada y avergonzada, así que no hizo ascos a aceptar la ayuda de un protector viejo y rico. Le siguió un caballero, también mucho mayor que ella, al que consiguió encandilar hasta el punto de presentarla en sociedad como su prometida.
Claro está que ese carcamal al que se entregó lo justo para tenerlo comiendo de su mano, no era la pieza que ella anhelaba. Aspiraba a ser algo más, por mucho que él babeara a su paso, le hubiera prometido matrimonio y se hiciera cargo de sus pérdidas en las mesas de juego. Quería un marido joven, a su medida y lo encontró. O eso creyó al principio.
Cuando conoció a Jason, él acababa de tener una trifulca monumental con su padre quien, una y otra vez, le reprendía por su vida disoluta y porque no se centraba en el futuro; un futuro que se sintetizaba, sobre todo, en un heredero para Creston House. Según le contó él mismo más tarde, era un tema recurrente por el que siempre terminaban discutiendo y que le había llevado, incluso, a alistarse en el ejército, tomando parte en la batalla de Leipzig en octubre de 1813; un enfrentamiento que le dejó marcado y en el que hubiera muerto de no haber sido por sus amigos, el vizconde de Maine, el barón de Sheringham y Daniel Bridge.
El vizconde de Wickford acaparó de inmediato la atención de las féminas que asistían a la fiesta. A uno y otro lado, Cassandra escuchaba con interés las loas de las jóvenes casaderas a su apostura y los comentarios de las damas de edad acerca de la conveniencia de un partido semejante, uno de los mejores, con una considerable fortuna y heredero del título de conde. A ella le irritó sobremanera encontrarse allí en aquel momento acompañada por sir Norman Blake, su protector y supuesto futuro marido.
Minutos después de entrar en el salón, Jason clavó su mirada intensa y oscura en la muchacha que destacaba como una llama entre las sombras, ataviada con un vestido que se amoldaba a su esbelta figura como una segunda piel y cuyo pronunciado escote monopolizó en el acto toda su atención. Ella captó su interés y le dibujó una breve sonrisa, escondiendo luego su rostro tras el abanico. Él entonces, sin pensárselo dos veces, se dirigió hacia su posición espoleado por el hecho de que la muchacha estuviera acompañada por un hombre por el que sentía cierta inquina.
Blake no pudo negarse a que Jason bailara con la joven y antes de finalizar la fiesta ambos habían desaparecido. Días después corría por todo Londres la noticia de que el heredero de Creston House y la joven habían contraído nupcias.
Hasta ahí, todo había salido a pedir de boca para ella: tenía un marido rico y atractivo, y su matrimonio, además, conllevaba el título de vizcondesa de Wickford y futura condesa de Creston.
Esa situación idílica, sin embargo, duró poco. Pronto se dio cuenta de que la boda había sido muy precipitada. Había entrado en un juego del que siempre quiso huir: Jason era un hombre demasiado fogoso en la cama, y ese sentido de posesión la disgustaba porque ella solo soportaba limitadas muestras de afecto y sexo. Que él se enamorara, solo sirvió para que se fuera alejando poco a poco de él, buscando distracciones que le exigieran menos dedicación. Ni siquiera trató de esconder sus flirteos, la convivencia se volvió insostenible y Jason, tras una fuerte discusión, se apartó de ella.
Prescindiendo de sus recuerdos, Cassandra volvió a centrar su mirada en la escalera que ascendía al piso superior. No tenía demasiado tiempo para solucionar su problema, Jason regresaría en breve a Inglaterra y ella no podía permitirse echar a perder la situación de privilegio de la que gozaba.
Por fin, la figura de la persona que esperaba comenzó a descender por la escalera. Siguiendo sus instrucciones, vestía de negro y disimulaba también el rostro con un velo. Observó que, mientras bajaba, dudaba un instante al descubrirla y entonces se aferró al pasamanos con fuerza. Sin mediar palabra, Cassandra se dirigió hacia el cuarto que el posadero le tenía reservado, abrió la puerta y esperó a que la otra llegara hasta ella. Permitió que su hermana entrara al reservado y luego cerró a sus espaldas.
La primera en alzar su velo fue Cassandra. Luego lo hizo Nicole. Durante un momento que se les hizo infinito, ambas se miraron en completo silencio, estudiando mutuamente sus facciones, como si se vieran reflejadas en un espejo.
Nicole dio el primer paso, dejó escapar un sollozo y se abrazó a su hermana repitiendo su nombre varias veces. Cassandra correspondió estrechando a su gemela y después, con palmaditas de consuelo en la espalda, se fue apartando de ella con disimulo tan pronto como le fue posible. Se dio la vuelta y, del aparador donde había solicitado al posadero que dispusiera una bandeja con licores, sirvió un par de copas de clarete, entregó una a su hermana y le pidió que tomara asiento.
—¿Cómo estás, Nick?
Asintió esta con la cabeza, sin pronunciar palabra, porque las lágrimas resbalaban por sus mejillas y tenía un nudo en la garganta. Solo podía mirar ese rostro idéntico al suyo, sin acabar de hacerse a la idea de haber recuperado por fin a una hermana que creía perdida para siempre. Se tragó el llanto, bebió un pequeño sorbo de la copa y el vino pareció serenarla.
—¿Y tú?
—En la cima del mundo.
Una afirmación tan rotunda desconcertó a Nicole, que la observó con más detenimiento. Cassandra estaba cambiada. Su cabello seguía siendo precioso, pero ahora lo llevaba recogido en un moño austero que le hacía parecer mayor. Sus ojos habían perdido el brillo jubiloso que ella conoció, empequeñecidos por arrugas, muy sutiles todavía, pero visibles ya, que parecían esconder un fondo de hastío.
«En la cima», repitió las palabras de la otra, y no le gustó nada el significado oculto que creyó intuir tras una respuesta tan altanera.
—¿Por qué no has dado señales de vida en todo este tiempo, Cassie? ¿Qué ha sido de ti? ¿Por qué nos has mantenido en la zozobra, sin saber dónde ni cómo estabas, si te encontrabas bien o habías sido víctima del hombre con el que escapaste? Padre y madre casi enloquecieron buscándote por todas partes, desconcertados, confusos y como almas en pena.
—Lo imagino. Con mi marcha perdían la posibilidad de anexionar las tierras de Duffy, mi estúpido pretendiente, a las suyas.
—¡Cassandra, eso es una mezquindad!
La vizcondesa se inclinó hacia ella y tomó las manos de su gemela entre las suyas. A la vez, se suavizó su gesto y en su mejilla derecha apareció el hoyuelo de siempre cuando sonreía.
—No me hagas caso, estoy cansada del viaje. ¿Están todos bien?
—En casa, sí. Pero la tía Emma falleció hace un año.
—¡Pobre tía Emma! Lo siento —dijo, aunque a Nicole le pareció un formulismo y no un pesar sincero.
—Padre sigue administrando las tierras y madre ha puesto en marcha una escuela para los hijos de los arrendatarios; ella misma imparte las clases y yo ayudo. Nuestro hermano Ian está cortejando a una muchacha: Aileen, supongo que la recuerdas.
—¿De veras? —preguntó con sorna, dibujando una media sonrisa—. O sea, nuestros padres, como siempre, una pareja atada a sus principios: uno se comporta como un aparcero y la otra como una maestra de pueblo. De ti, no me lo esperaba, pero de tal palo, tal astilla. En cuanto a Aileen, siempre me pareció una chica sosa y con escaso atractivo.
Nicole retiró las manos de entre las de su hermana con gesto irritado y se levantó.
—No has cambiado en absoluto. Sigues creyéndote en posesión de la verdad, con la insolencia de una mujer que está de vuelta de todo, con una hostilidad que no se aminora con el paso de los años.
El semblante agrio de Cassandra se transformó de inmediato, tornándose de nuevo en otro más afable.
—Perdóname, no sé lo que me digo; estoy irascible, muy poco sociable y, en ocasiones, hasta me doy asco a mí misma. Por favor, siéntate y hablemos. —Esperó a que su hermana lo hiciera, condescendiente, antes de continuar—: Estoy en un apuro. En un buen apuro, Nicole, y solo tú puedes ayudarme.
¿Su hermana excusándose? Eso sí que era nuevo. Que ella recordara, Cassie nunca había pedido perdón por nada, ni siquiera de niñas, dejándole cargar a ella con las culpas de sus travesuras. Suspiró, tomó otro sorbo de clarete y decidió que iba a escuchar lo que tenía que decirle. Si se rebajaba a pedir disculpas era que necesitaba ayuda perentoriamente y, al fin y al cabo, era su hermana, ella la quería y no la iba a dejar en la estacada si podía evitarlo.
—¿Qué te ocurre?
3
Cassandra comenzó a hablar, y el regocijo con que Nicole recibió la noticia de que se había casado con un buen partido se transformó en asombro después, al oír las explicaciones de su hermana, inconsistentes y egoístas. Le costaba creérselo, se le agrandaban los ojos y el color huía de su rostro, de modo que, cuando la otra terminó sus argumentos interesados, tras explicarle que no solo había engañado a su esposo, sino que estaba embarazada de otro hombre, se limitó a mover la cabeza porque se negaba a asimilar lo que acababa de escuchar.
—No es posible que hayas sido capaz de...
—Necesito que me ayudes, cariño. ¡Tienes que hacerlo! Eres la única persona a quien puedo recurrir.
Nicole se encontraba abrumada. Del tono y la petición de auxilio de su hermana se desprendía la gravedad de su situación, pero ella no sabía qué contestar, y tampoco qué podía hacer para ayudarla.
Al recibir la sorpresiva carta que le ponía al tanto de que Cassandra seguía viva, después de tanto tiempo sin noticias suyas, le había embargado la alegría. Que le pidiera no contar a nadie sobre ella, citándola en aquella apartada posada cerca de Londres y disfrazada de viuda, debería haberla puesto sobre aviso, pero ese grado de excitación y contento con que recibió las buenas nuevas ni siquiera le llevó a sospechar lo extraño de la demanda. Cassie le había escrito utilizando la clave de cuando eran niñas, de modo que, aunque hubieran interceptado la carta, nadie, salvo ella, podría haberla comprendido. Y como en tantas otras ocasiones en que le pidió favores, fue a su encuentro sin tener idea de lo que tramaba. Cassandra era la gemela mayor y siempre solía llevar la voz cantante para lo bueno y lo malo. Ella, solo la seguía. Así que, una vez leída la carta, dijo que iba a visitar a una antigua amiga del internado a Reading y salió de Melrose en cuanto pudo, acompañada por una criada y uno de los cocheros de la familia. Ya en casa de Therese Darnell, que acogió su sorpresiva llegada con alegría, no le fue difícil buscar su colaboración para encubrirla durante su ausencia. Llegó pues a la posada a bordo de un carruaje de alquiler, ansiosa por volver a abrazar a su hermana y deseando, a su regreso, poder dar la buena noticia a todos de que estaba viva.
Y ahora, se sentía estafada.
—¿Cómo has podido, Cassie? ¿Cómo has tenido valor para hacer cuanto me has contado?
Se encogió esta de hombros y se excusó con absoluta frialdad.
—Algo tenía que hacer para que mi marido no se enterase del dinero que perdí en aquellas malditas partidas. Ha hecho efectivas otras, pero no de esa cuantía.
—Dices que estás casada, pero no veo que lleves ningún anillo.
—No amo a Jason, así que me lo he quitado.
—Me asombra tu frialdad y el modo en que lo has engañado.
—Tampoco tiene tanta importancia.
—¿Que no? ¿No la tiene?
—No seas pusilánime, cariño, entre la aristocracia, la infidelidad está a la orden del día.
—¡Pero acabas de decirme que estás embarazada de ese sujeto, por el amor de Dios!
—No eran esas mis intenciones, te lo puedo asegurar. Y no me mires así, como si tuviera dos cabezas. ¿Crees que Jason no tiene a sus amiguitas? Claro que sí, no es un dechado de virtudes, lo que sucede es que los hombres no han de afrontar luego las consecuencias si algo sale mal. No hacemos vida matrimonial, de todas formas, y el flirteo con ese hombre solo duró unas semanas.
—Suficiente para ponerte en una situación complicada —rezongó su hermana—. Lo que hagan otros no es el espejo en el que debes mirarte. Eres una mujer casada y se supone que te debes a tu marido, te guste o no. ¿O es que has olvidado la moralidad en la que nos educaron?
—Debí perderme esa clase —ironizó—. Pero dejemos los reproches a un lado, Nicole. Lo que necesito saber ahora es si vas a ayudarme.
—No puedo creer que hayas sido tan estúpida como para quedarte encinta. Aun así, eres mi hermana y veré lo que se puede hacer. Imagino que querrás divorciarte, aunque a tu esposo le resultará costosísimo y, además, va a ser un escándalo, pero...
—¿Divorciarme? ¿De qué estás hablando? No tengo intención de dejar a Jason ni la regalada vida que llevo y, además, cuando muera el padre de mi esposo seré condesa. He luchado mucho para estar donde estoy, Nicole, por fin tengo lo que siempre quise.
—¿Incluso el embarazo?
Cassandra puso mala cara ante la pulla.
—No has perdido las uñas, ¿eh? Sigues teniendo la lengua afilada y el mismo genio. Quedarme encinta ha sido un grave error, lo reconozco, pero todo tiene arreglo. ¿No te imaginas por qué te he llamado?
—Supongo que vas a decírmelo.
—Necesito que traigas aquí a Ethel. Convéncela para que venga y me ayude a hacer desaparecer el problema. Le pagaré muy bien. Dentro de una semana podré escaparme un par de días, de modo que deberíamos planificar el...
Nicole se levantó tan deprisa que volcó la silla. Le enervaba la osadía de su hermana, la vileza inmoral de su petición. Se sujetó al borde de la mesa, se inclinó hacia ella y la miró con ojos centelleantes de indignación.
—¡Te has convertido en un monstruo! ¿Después de estos años de silencio me haces venir hasta aquí para pedirme esa... esa... atrocidad?
—¿A quién demonios quieres que recurra? ¡Eres mi hermana y tienes que ayudarme!
—No he sido tu hermana durante todo este tiempo. No te has acordado ni de mí ni de nadie de tu familia, no hemos sabido si vivías o estabas muerta. Pero ahora sí, ahora te acuerdas. Claro. Y recurres a mí para pedirme algo espantoso. ¡La reina necesita socorro, sabe que debe esconder su pecado como sea y llama a su dulce y tonta hermanita!
Los ojos de Cassandra se entrecerraron viendo la fuerza de la razón en aquel rostro exacto al suyo. Y le dio miedo, miedo de verdad. Si Nicole no le prestaba ayuda, estaría perdida. No tenía otra salida, debía conseguir que cambiara de idea.
—Nunca has sido tonta, bien lo sabes, sino una mujer decidida en la que siempre pude apoyarme. Incluso aquella vez, en la que Sean Dunport...
—No me vengas con halagos, ni me presiones con episodios tan amargos —rogó su hermana, que pareció plegarse un tanto y se alejó unos pasos.
Cassandra asintió. Estaba jugando sucio. Sacar a colación el triste suceso del pasado era una treta alevosa porque sabía que su gemela difícilmente iba a olvidar aquella tarde en la que, para salvarla, acudió a enfrentarse con Sean; había tonteado con él, lo había incitado hasta tal punto que el muchacho estaba desesperado y la seguía día y noche. Dunport, confundiéndola, creyendo que se trataba de ella, cometió el crimen más deleznable con que un hombre puede agraviar a una mujer. El escándalo se tapó, Sean pidió perdón, se humilló e incluso quiso suicidarse al ver lo que había hecho. Acabó por desterrarse de Melrose, pero nadie en la familia lo había olvidado.
—Lo siento. ¡Nick, lo siento tanto...! Debería haber sido yo quien estuviera en tu lugar. ¡Y no sabes cuánto me alegra que se cayera del caballo, debería haberse roto el cuello en lugar del brazo!
—Es agua pasada —respondió sin volverse a mirarla— y no debe uno alegrarse de la desgracia ajena. Pero no vuelvas a nombrarlo nunca más.
—Sé lo mucho que te he fallado —admitió Cassandra tras una breve pausa.
Nicole se volvió hacia su hermana y entonces reparó en las lágrimas que rodaban por sus mejillas, circunstancia esa tan infrecuente en ella que consiguió conmoverla y volatilizó su cólera. Sacó un pañuelo de la manga de su vestido y se lo tendió.
—Sécate los ojos, llorar no va contigo.
—Tienes que convencer a Ethel si no quieres acudir a mi entierro —suplicó con ánimo decidido—. No conoces a Jason. Es un hombre horrible: frío, orgulloso y despreciable. Me matará si se entera de lo que he hecho. Me ha pegado muchas veces, Nicole, por eso me alejé de él. Y cuando se emborracha... —Estalló en sollozos y se cubrió el rostro con las manos, pero no dejó de observar el semblante apenado de su hermana por entre los dedos.
—Pero ¿es que no puedes hablar con él? ¿O con el padre de tu hijo, en todo caso? Alguien, no sé quién, que te impida hacer esa locura.
—¿Hablar? No con Jason Rowland. No con el arrogante vizconde de Wickford. En cuanto al padre... no lo sabe y no lo sabrá nunca. ¡Por favor, cariño, ayúdame!
—Aunque yo lo hiciera, Ethel no aceptará practicarte un aborto. Si estás decidida a esa ignominia, busca a un médico en Londres.
—¿A un matasanos que podría arrastrarme a la muerte dejando que me desangre? ¡No digas tonterías! Solo confío en nuestra antigua niñera, y ella puede regresar a Melrose con una buena cantidad de dinero.
—No es cuestión de dinero, sabes que sus convicciones no se lo permiten.
—Entonces dile que lo haga por el amor que nos ha tenido siempre, por los cuidados con que nos crio cuando era nuestra niñera. ¡Dile lo que quieras, por Dios, pero tráela! Sin vuestra ayuda acabaré muerta a manos de Jason.
Nicole se agotaba en una batalla que no sabía cómo ganar, ni siquiera sabía cómo tenía que afrontarla. Levantó la silla derribada y se dejó caer en ella, permaneciendo callada durante unos minutos.
—Solo puedo prometerte que la pondré al tanto de tu problema. Pero será ella quien decida lo que debe hacer —resolvió.
—Es posible que por mí no moviera un dedo, pero a ti te atenderá, lo sé, siempre fuiste la niña de sus ojos.
—Solo prometo contárselo, no puedo hacer mucho más —insistió.
—Para mí, ya es mucho, Nick. Gracias.
—Sea como fuere y haga Ethel lo que haga, una vez que todo esto acabe olvídate de que existo. No quiero volver a saber nada de ti. Jamás.
Cassandra agachó la mirada e hizo un esfuerzo para que no se reflejara de ningún modo el alivio que sentía. ¿No quería volver a verla? Mucho mejor. Tampoco ella deseaba tener contacto con su familia, no les había echado de menos durante esos años. La futura condesa de Creston no podía permitirse estar emparentada con unos burdos escoceses, sus miras eran mucho más altas.
—No quiero robarte más tiempo, no tenemos mucho. Te acercaré al pueblo y, en el trayecto, planearemos la mejor manera de volver a citarnos aquí.
4
—¡Bienvenido a casa, milord! —saludó con entusiasmo el hombre que le abrió la puerta, cediendo de inmediato el paso—. No le esperábamos aún. ¿Cómo fue su viaje?
—Largo y aburrido. ¿Qué tal todo por aquí, señor Till?
—Igual que siempre, milord. ¿Milady se encuentra bien?
—Mejor que yo. ¿Y mi padre?
—Lord Creston fue a Brighton. De haber sabido que llegaba no se hubiera marchado. Milady, sin embargo...
—He traído algunos recuerdos de España —le interrumpió. Lo último que deseaba era saber acerca de Cassandra—. Deme unos minutos para quitarme el polvo del camino y reúna al servicio en el salón principal, por favor.
—Por supuesto, milord —contestó el sirviente, consciente de que el joven amo obviaba las noticias sobre la vizcondesa—. Ahora mismo hago que le preparen el baño.
—Gracias.
Jason subió las escaleras de dos en dos mientras escuchaba de fondo al mayordomo saludar a Perkins, su ayuda de cámara, que ya entraba dando instrucciones a los lacayos que cargaban con su equipaje. Era un hombre de su confianza, tradicional, el clásico inglés que respiraba aliviado de estar en casa, al que poco le había faltado para ponerse de rodillas y besar el suelo cuando tocaron tierra inglesa. Perkins había añorado Inglaterra todos y cada uno de los días que permanecieron en España, pero se negó a regresar y dejarle solo sin, como él decía, alguien que le atendiera. De constitución fuerte, mentón cuadrado y abundante cabellera entrecana, se asemejaba más a un recio capitán de barco que a la clásica figura del ayuda de cámara y, en ocasiones, venía bien llevarlo al lado porque su porte intimidaba.
Entró en su recámara y dio un rápido vistazo. Estaba de nuevo en casa, pero bullía en su interior una presencia, invisible aún, que lo desazonaba como si se encontrara a las puertas del infierno. La lluvia, que los había acompañado desde la misma escalerilla del barco, seguía persistente, repiqueteaba en los cristales y, a pesar de ser no mucho más del mediodía, la oscuridad sumía la habitación en la penumbra. Comparó el desapacible tiempo con la claridad diáfana del sol andaluz, torció el gesto y maldijo haberse visto obligado a volver. Pero también tuvo claro que a su abuela no le faltaba razón: como heredero de Creston House, no podía estar indefinidamente ausente de Londres.
Se empezó a quitar la ropa sin esperar a Perkins, pero fue interrumpido por una llamada que, con su aprobación, dio paso a un par de lacayos cargados con baldes de agua para su baño. Le hicieron una reverencia y Jason les saludó a ambos por su nombre de pila. En cuanto se fueron acabó de desvestirse y se metió en la bañera lo justo para eliminar las huellas del pesado viaje, dando tiempo a Perkins a cumplir con su encargo antes de que subiera a prepararle ropa limpia.
Cuando bajó, los integrantes del servicio le aguardaban ya en el salón. Tras los oportunos saludos de Jason y las palabras de bienvenida de los criados, les fue haciendo entrega de los obsequios, una costumbre que inició su abuela y que él había querido mantener como homenaje a ella.
—Un empleado contento es un tesoro —solía repetir María Vélez.
Jason nunca había conocido a nadie siempre tan certero en sus apreciaciones como su abuela. Solía ir más lejos en sus valoraciones que ninguno y luego razonaba el porqué.
Le complacieron las caras, primero expectantes y luego alegres, de aquella que, de algún modo, también era su gente, desde el viejo mayordomo hasta el último de los jardineros. Con ayuda de Perkins, había adquirido variados presentes en España: pañoletas de vivos colores, cuencos de cerámica pintados a mano, broches, abanicos, dedales, pañuelos de caballero y tabaco comprado en los alrededores de Toledo, donde ya se cultivaba desde que Francisco Hernández de Boncalo llevara las primeras semillas a España.
—Por cierto, señora Fox —le dijo Jason a la cocinera—, tengo unas cuantas recetas que darle de parte de mi abuela.
—¿Le dijo usted que todos la echamos de menos, milord?
—Lo sabe. Y se encuentra bien, no se preocupen,