La atrevida decisión de Lady Jane (Minstrel Valley 14)

Marcia Cotlan

Fragmento

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Prólogo

Londres, 1836

El reluciente carruaje de la marquesa de Seanfold se detuvo dos calles antes de llegar a su destino: la casa de lady Rowland. La anciana miró a la joven dama de apenas dieciséis años que estaba sentada a su lado y parecía confusa. Le palmeó el brazo con suavidad.

—Nunca conviene llegar la primera a una reunión, querida, por eso nos detenemos. Es mucho menos elegante que llegar la última. No lo olvides —le dijo con cierto tono confesional.

Se sentía en la obligación de darle aquellos pequeños consejos, ya que lady Jane Walpole había perdido a sus padres siendo muy niña y estaba segura de que nadie la había preparado para enfrentarse al mundo, ni su hermano mayor, ni los múltiples tíos que la habían tolerado durante pequeñas temporadas en sus casas, como si fuera una mercancía más que una joven de la familia a la que cuidar y proteger.

Pero la marquesa se equivocaba. Lady Jane era inteligente —tal vez demasiado para su propio bien— y aprendió todo cuanto pudo de las damas que había tenido cerca y le parecieron dignas de ser imitadas. Con una ambición tan desmedida como la suya, más le valía ser exquisita en todos los aspectos. Pretendía convertirse en duquesa, nada menos.

—¿Cree usted que asistirá mi hermano a la velada? Hace cerca de dos meses que no lo veo y lo extraño mucho —murmuró, con esa voz casi infantil que sabía modular a la perfección y que completaba el personaje que se había creado para agradar: el de una jovencita cándida, inocente, cultivada, suave en las maneras y más bien callada. Nadie, al observarla, podría adivinar su viva inteligencia, su ácido sentido del humor y su capacidad de observación, casi rapaz.

—Claro que estará. —La marquesa le guiñó un ojo antes de continuar—. Es el invitado de lord Castleton, han pasado unas semanas juntos en el sur, y lady Rowland debe invitarlos a ambos, ya que acaba de enterarse de que el amigo de tu hermano heredará importantes propiedades de un pariente lejano y le parece un buen partido para esa sobrina suya de Liverpool que nos quiere presentar hoy y a la que pretende casar mejor que a la mayor.

—¿Por qué dice que la hermana de la señorita Margaret Tate no hizo un buen matrimonio?

—Se casó con un comerciante de la calle Powell, una zona de Liverpool muy poco elegante. Tiene una tiendecita bastante bien abastecida, según dicen, pero solo es un tendero, al fin y al cabo. Parece ser que la entonces señorita Tate se casó por amor. Qué barbaridad… Ahora es la señora Robson y se pasa la vida detrás de un mostrador. —La anciana miró a Jane con gesto serio—. Más vale que tú no me des un disgusto así. He jurado por la memoria de tu madre que tu matrimonio sería de alcurnia.

—Por mí no se preocupe, tía. Le aseguro que nunca permitiré que el amor guíe mis decisiones en algo tan importante como el matrimonio.

La marquesa pareció satisfecha con aquella respuesta y dio unos golpecitos en el carruaje para indicarle a su cochero que reanudara la marcha.

Cada vez que la joven la llamaba «tía», sentía un cierto regocijo y se decía a sí misma que, aunque tarde, había hecho todo lo posible por mejorar la vida de lady Jane. Incluso había hablado con el hermano mayor de la joven, el actual conde de Harland, para que pensara en la posibilidad de que una dama de la categoría de lady Acton la aceptara en su exclusiva escuela de señoritas, pero como él carecía de los medios para costear semejante empresa, ella misma se había erigido como su benefactora y se encargaría del pago de las cuotas.

—Recuerda, querida Jane, que si hoy te llevo a esta velada es porque quiero que los caballeros allí presentes sepan de tu existencia. —La miró con sonrisa cómplice—. Hay uno en especial que conviene que te vea: el marqués de Fairfax. A la muerte de su padre, heredará el ducado de Kenwood.

«Futura duquesa de Kenwood, no está mal», pensó la joven, imaginándose ya en tan importante papel.

Minutos más tarde, el carruaje se detenía ante la elegante casa que lady Rowland poseía en St. James. La marquesa de Seanfold entró arrastrando su vestido de seda con aplomo y de inmediato fue recibida por la anfitriona.

—Querida Augusta —saludó lady Rowland, con un afecto que hubiera parecido casi sincero para una observadora menos avispada que Jane.

—Querida Cressida —respondió la marquesa, con el mismo fingimiento—. Permítame que le presente a mi protegida, lady Jane Walpole, la hermana del conde de Harland.

Jane odiaba la palabra «protegida». Sabía que la marquesa la usaba con la mejor de las intenciones, pero a ella la hacía sentir igual que cuando vivía con sus tíos y debía agradecer un simple vaso de agua porque ni ella ni su hermano poseían nada y lo que recibían de sus familiares era pura beneficencia.

Lady Rowland dirigió una mirada glacial a la joven que tenía delante. Internamente reprochaba a la marquesa que hubiera traído a una joven de tal belleza a una velada en la que solo su sobrina debía brillar.

—Encantada de conocerla, querida.

—El placer es mío, lady Rowland —respondió Jane de manera escueta y con una sonrisa tímida.

En Londres había muchas damas hermosas, pero los caballeros las conocían demasiado bien a todas y un rostro nuevo siempre era de agradecer, así que en cuanto lady Jane Walpole pisó el salón se hizo un silencio largo. Era tan hermosa que cortaba la respiración. Su belleza, además, iba acompañada de un cierto candor virginal, de una inocencia y una apariencia de sensatez que eran perceptibles a los pocos segundos de haberla visto comportarse con elegancia regia.

La marquesa le había regalado para la ocasión un vestido digno de una duquesa, pues a eso habían ido a aquella velada: a que el marqués de Fairfax y futuro duque de Kenwood viera por primera vez a la que sería —costara lo que costase— su esposa. Y la vio. Vaya si la vio…

Donald Wetherall, lord Fairfax, se quedó impactado en cuanto sus ojos se posaron sobre la joven. Tenía veintitrés años y se consideraba un experto en mujeres. Se jactaba de poder conocerlas a un simple golpe de vista y hubiera jurado, ante quien quisiera escucharlo, que aquel bello ángel de cabello rubio, exquisitas facciones clásicas y talle delicado poseía un carácter tímido, prudente y dócil. «Perfecta», pensó al ver su majestuoso porte con aquel vestido de seda blanco y aquellos pendientes que podría haber llevado la mismísima reina Victoria. Le había gustado, sí, pero entre sus planes aún no estaba casarse y aquella joven, saltaba a la vista, no era de las que pasarían un rato agradable con él a menos que le hubiera hecho una propuesta firme de matrimonio.

Lady Jane miró con cautela a la gente congregada en la sala y no supo identificar cuál de aquellos caballeros era el marqués —su futuro marido, aunque él aún ni se lo imaginara—, pero no se preocupó porque en algún momento su benefactora se las arreglaría para que fueran presentados. Sin embargo, durante un buen rato, la joven no fue capaz de pensar en ese tema, a pesar de que era una obsesión para ella desde que supo que el aristócrata gozaba de una renta de doce mil libras al año, pues en ese instante estaba siendo testigo de uno de los hechos más insólitos que habría de vivir aquel año: un hombre de ojos rasgados y vestido con la ostentación de un príncipe acababa de entrar en la sala.

—¿Quién es ese… caballero? —preguntó la marquesa de Seanfold a la anfitriona sin despegar los ojos del exótico personaje. No recibió respuesta.

El hijo mayor de lady Rowland se dirigió al invitado con una enorme sonrisa y lo saludó tanto a él como a su acompañante. Este último era un hombre muy alto —aunque no tanto como el oriental—, de piel bronceada y cabello negro, tan apuesto que cuando sus ojos oscuros se cruzaron con los de Jane, ella enrojeció sin remedio y tardó en que un pensamiento coherente cruzara su cabeza. Bastante tenía con seguir respirando con normalidad sin soltar un gemido mientras él la miraba de aquella manera tan insistente.

Los tres caballeros avanzaron hacia las damas, el moreno mirando aún a Jane, casi sin pestañear. Parecía divertido de causarle semejante impresión a la joven, que no podía apartar de él la mirada, roja como una cereza. Fue el hijo de lady Rowland quien habló.

—Madre, permítame que le presente al conde de Mersett y al señor Turner.

Ambos hicieron una leve inclinación de cabeza y Jane los observó con vivo interés. Asumió que el conde era el atractivo moreno que la había mirado con insistencia y que el señor Turner era aquel hombre de ojos rasgados. La marquesa le comentó en alguna ocasión que el hijo de lady Rowland había aumentado el patrimonio familiar de manera considerable gracias a una serie de negocios que había llevado a cabo en China, de modo que asumió que el de ojos rasgados era chino, aunque no se parecía en nada a los que ella había visto retratados en los libros. Este no llevaba una larga trenza, sino que iba vestido a la moda inglesa, aunque llevaba el cabello demasiado corto para lo que era común entre los caballeros ingleses. Era muy bien parecido, además.

Pronto salió de su error, pues el hijo de lady Rowland llamó Mersett al chino y ella comprendió que aquel llamativo personaje era el conde y que el otro, el moreno de la mirada insolente, era el señor Turner.

—Encantada de conocerles, caballeros —dijo lady Rowland, tratando de mantener las formas, pero visiblemente contrariada por no saber cómo comportarse ante aquel exótico invitado—. Les presento a la marquesa de Seanfold y a lady Jane Walpole.

Los caballeros hicieron una inclinación de cabeza, y lady Jane, una rápida y grácil reverencia. Entonces sus ojos volvieron a encontrarse con los del señor Turner, pero los apartó de inmediato, incómoda por haber vuelto a sonrojarse, pero orgullosa de no quedar presa en su mirada, como la primera vez que se había fijado en él.

—El gusto es mío —respondió el conde de Mersett con un marcado acento que no habría sabido identificar ninguno de los que lo escuchaban de no saber que procedía de China.

Lady Jane estaba fascinada de conocer a un noble con tal apariencia. Si no hubiera sido del todo inapropiado, lo hubiese llevado a otro lugar para preguntarle hasta la saciedad sobre su país de origen, pues soñaba con viajar allí desde niña.

—Frecuentaba mucho a su padre cuando ambos éramos jóvenes, lord Mersett. Era un caballero muy agradable —dijo la marquesa de Seanfold con una sonrisa forzada—. Pero recuerdo que ya entonces tenía unos gustos muy particulares. Lo de fijarse en su madre no fue la primera cosa peculiar que hizo.

La alusión insultante al origen chino de lord Mersett en esa expresión, «gustos particulares», escandalizó a lady Jane, pero no despegó los labios para mejorar la situación, aunque bien hubiera podido hacerlo. Tampoco tuvo tiempo de contraatacar lord Mersett, aunque incluso llegó a abrir la boca para decirle algo a la marquesa. Quien sí lo hizo, adelantándose a su amigo, fue el atractivo señor Turner.

—Los gustos particulares son los que distinguen a las personas interesantes del simple rebaño, en mi opinión. —Hugh Turner miró a la marquesa con cierto desprecio.

Ella se volvió hacia él, con altivez.

—Perdone, no recuerdo su nombre… —comentó la anciana, para recalcar la poca importancia que le había dado a su persona y su apellido.

—Turner. —La sonrisa de él era apenas una mueca.

—Señor Turner… No tengo muy claro que los gustos particulares sean garantía de nada bueno.

—Tampoco los gustos propios de su clase son garantía de nada bueno, milady. —Él no daba el brazo a torcer ante la marquesa y eso maravilló a Jane, que, por primera vez, lo miró a los ojos sin dejarse embargar por su belleza masculina, prendada solo por aquel rabioso orgullo que desprendían las palabras y la actitud del hombre que tenía ante ella, a todas luces un simple empleado bien remunerado de lord Mersett, o al menos eso imaginó ella, que nunca había escuchado hablar de semejante caballero.

—Ni mi padre ni yo hemos seguido al rebaño por el miedo al qué dirán, lady Seanfold. De hecho, ambos solemos reírnos mucho del qué dirán —dijo lord Mersett con un tono burlón que no gustó a la anciana.

La marquesa no supo qué responder y emitió un simple ruidito de disconformidad antes de centrar su atención en otra cosa, tal y como hacía siempre que no conseguía salirse con la suya.

—¿Dónde está mi querido lord Fairfax? —preguntó con voz cantarina y despreocupada, queriendo dar a entender lo poco que le había contrariado la tirantez de hacía solo un instante. 

La marquesa se apartó del grupo que la rodeaba, sin despedirse siquiera, tras murmurar: «Jane, querida, acompáñame». La joven vio cómo se alejaban los demás tras ella: lady Rowland, su hijo y lord Mersett. Solo el señor Turner parecía no tener prisa por moverse, de modo que justo antes de seguir a su benefactora, lady Jane se giró hacia él y le dijo:

—Es usted el hombre más admirable o el más imprudente de todo Londres. No logro saber a ciencia cierta en cuál de las dos categorías colocarlo. Tal vez sea ambas cosas a la vez. —Utilizó su voz real, de timbre un poco grave, no aquella vocecilla impostada que usaba cuando quería hacerse pasar por una joven dama inocente.

Hugh Turner la miró sorprendido al principio, pero pronto una enorme sonrisa iluminó su rostro.

—Y usted ha pasado de ser solo una mujer hermosa a convertirse en la persona más interesante de la velada, milady.

La expresión de Jane no varió ni un ápice. Dirigió su mirada al frente y se encaminó hacia donde se encontraba la marquesa, que conversaba ya con un atractivo joven de pelo claro y ojos azules. Apenas la separaban veinte pasos del grupo al que ahora se dirigía, pero en ese corto espacio pudo pensar en lo extraño que era haber sido ella misma con alguien, más allá de su hermano. El señor Turner no era el tipo de hombre al que estaba acostumbrada. De hecho, era lo contrario de lo que le convenía, pero nunca había visto tanto orgullo ni tanta dignidad en las palabras de nadie y eso la impresionó.

—Ah, mi querido lord Fairfax, permítame que le presente a lady Jane. —La voz de la marquesa sonaba tan afectada como la que la propia Jane utilizaba para conducirse en sociedad. 

La joven se acercó al marqués con una sonrisa tímida. Era muy bien parecido, alto, de nariz aguileña y ojos vivos. Se notaba que sabía que resultaba atractivo a las mujeres. Por más que la mirara con el respeto que se le debía a una dama, a Jane no le pasó desapercibido el repaso de casanova que le había hecho tan pronto entró en el salón, cuando ella no sabía que era lord Fairfax, ni él sospechaba siquiera que Jane había ido allí para engatusarlo.

El marqués hizo una leve inclinación de cabeza, y Jane, una reverencia elegante. Ambos se sonrieron, pero ella bajó los ojos de inmediato, metida de lleno en su papel de jovencita inocente y encantadora.

—Mi querida niña es la hermana del conde de Harland —informó la marquesa.

—Oh, sí… conozco a lord Harland. —Lord Fairfax sonrió entonces a alguien que estaba detrás de la joven.

—¡Jane!

La exclamación procedía de una voz de sobra conocida. Se dio la vuelta y se encontró a su elegante y guapo hermano y el corazón se le hinchó de emoción.

—¡Tim!

Él le tomó una mano entre las suyas y se la besó con cariño. Era la primera vez que hacía algo semejante y eso la llevó a pensar que ya era mayor. Mayor de verdad. Por más que siempre fuera su hermana pequeña y en la intimidad siguiera comportándose como si ella fuese una niña, lord Harland la trataría en público como la mujer que ya era y a Jane eso le gustó.

—Te he echado de menos. Tengo mil cosas que contarte —murmuró, guiñándole un ojo. 

—Le permitimos que nos la robe un instante —intervino la marquesa de Seanfold con ternura, tras saludar afectuosamente al joven.

El grupo se alejó de ellos unos pasos y Jane se tomó del brazo de Timothy, que la condujo a un lugar apartado de la sala para poder contarle las novedades que traía.

—¡Cuéntame, Tim! ¿Cómo es?

Se refería a la casa solariega en la que pasarían los dos siguientes meses y que pertenecía a un lejano pariente. Su hermano había estado allí unos días conociendo a la familia que con tanta amabilidad los había invitado a pasar con ellos una larga temporada.

—Inmensa. La renta es más elevada de lo que pensábamos, Jane. El honorable Thomas Walpole, nuestro tío, es un hombre bueno y generoso. Lo es de verdad, no como esos tíos nuestros que nos han humillado toda la vida. Parece encantado de que pasemos un tiempo con ellos. El pueblecito les resulta aburrido y tener a dos jóvenes en la casa será una novedad. Casi parecía agradecido.

Timothy la abrazó. 

—Por cierto, te he visto sonreír al señor Turner. —Su hermano la estaba tanteando.

—No te preocupes, Tim… —Trató de tranquilizarlo.

—No me preocupa. Londres es demasiado pequeño como para que no nos conozcamos casi todos. Sé de sobra que es un caballero.

—Un caballero sin título ni fortuna suficiente para despertar mi interés, querido hermano. Nunca podría tentarme, y lo sabes. Además, acabo de ser presentada a lord Fairfax, es imposible que piense en otra persona. Será duque algún día y nadie tiene una renta más elevada en todo el país.

—Me preocupa bastante más Fairfax que Turner, Jane. Al marqués le gustan las mujeres más de lo debido. De Turner jamás he escuchado nada que empañe su reputación.

La joven se puso de puntillas y depositó un beso tranquilizador en la mejilla de su hermano.

—No aspiro a un matrimonio perfecto, Tim, sino a uno ventajoso, y tú, más que nadie, conoces mis motivos. Prefiero al noble con más defectos de Inglaterra que al más encantador de los hombres sin título ni fortuna. ¿De verdad crees, hermano, que dejaría de ser lady Jane para convertirme en la señora Turner?

Lord Harland no pudo responderle, ya que alguien se le adelantó. Hugh Turner apareció ante ellos con su impecable traje oscuro y una camisa blanca que resaltaba su piel morena. Tenía la mandíbula tensa y a Jane no le cupo ninguna duda: había escuchado la conversación. Estuvo a punto de abrir la boca para disculparse, pero se le adelantó.

—Pensar que yo la convertiría en la señora Turner es demasiado suponer, milady —dijo Hugh, con la misma mirada despectiva que poco antes le había dirigido a la marquesa. Justo después se alejó de ellos tras una reverencia breve que iba más dirigida a lord Harland que a su boquiabierta y petrificada hermana.

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Capítulo 1

Minstrel Valley, dos años después

La tarde estaba nublada, pero no amenazaba lluvia, así que Jane le había pedido permiso a lady Eleanor, la directora, para dar un paseo fuera de las lindes de la escuela. Ninguna otra alumna había querido acompañarla, pues habían organizado una emocionante partida de whist en la salita lavanda que las jóvenes solían usar en su tiempo de ocio, cuando no tenían clases a las que asistir. Por lo tanto, solo lady Jane se estaba beneficiando del aire fresco de aquella tarde primaveral. La acompañaba Lucy Campbell, una de las doncellas, en contra de los deseos de la propia Jane, que hubiera preferido a cualquier otra, aunque todas estaban ocupadas. Lucy le parecía la persona menos recomendable para estar en su compañía. Además, corría el rumor de que, por una cierta cantidad de dinero, pasaba por alto algunas travesuras de las alumnas. Y lo que no eran solo travesuras también. Jane temía que alguien pudiera creer que se hacía acompañar por Lucy para poder sobornarla, y el simple hecho de que cualquiera pusiera en tela de juicio su comportamiento la enervaba. Aspiraba a casarse con el marqués de Fairfax y, para eso, su reputación debía ser intachable.

Había una ligera brisa que mecía las hojas de los árboles y que hacía más agradable el paseo. Lady Jane la disfrutó, pues la tela de su vestido era un poco gruesa, más propia del invierno —acababa de sufrir un constipado y temía enfermar de nuevo— y estaba pasando calor. Las dos jóvenes caminaban por la orilla izquierda del río Oldruin en dirección al viejo molino y se sorprendieron al comprobar que no estaban solas en aquel paraje, elegido por Jane precisamente porque era solitario. Ambas se dieron cuenta de que había alguien sentado en la roca que se encontraba a escasos metros. Las enormes proporciones del corpachón de aquel hombre les indicaron de quién se trataba.

—Es Goliath. Está leyendo —informó Lucy innecesariamente.

Lady Jane asintió. Si había alguien en Minstrel Valley con el que le alegraba toparse, era aquel hombre. Su conversación siempre era de lo más estimulante.

Continuaron caminando hacia él a paso ligero, pero estaba tan absorto en su lectura que no se dio cuenta de su presencia hasta que las tuvo al lado.

Jane nunca lo llamaba por aquel sobrenombre por el que era conocido por todos, Goliath, pues le inspiraba demasiado respeto como para tomarse confianzas con él. Alguien le dijo alguna vez, quizá fuera otra de las alumnas, que así se hacía llamar cuando trabajaba en un circo como forzudo, muchos años antes de entrar al servicio de lady Acton, la dueña de la escuela de señoritas en la que ella estaba siendo formada.

—Buenas tardes, señor Goody —saludó lady Jane con tal ceremonia que parecía que estaba hablándole a un noble de gran abolengo y no a uno de los criados de la escuela.

El hombretón apartó la mirada del libro y la dirigió a las dos jóvenes. En cuanto reconoció a Jane, se puso de pie con una agilidad impensable para la enorme envergadura de su cuerpo.

—Buenas tardes, milady —saludó a su vez.

Jane le sonrió con ternura al comprobar lo diminuto que parecía aquel libro en sus enormes manos.

—¿Sigue leyendo las Meditaciones de Marco Aurelio, señor Goody? —se interesó la joven. Le parecía el mismo libro con el que lo había visto la última vez que se encontraron.

—Sí, milady, lo estoy terminando. ¿Regresan ya a la escuela o continúan con su paseo?

Jane miró el camino que había ante ella y dudó un instante. No quería demorarse más o no tendría tiempo para escribir un rato a solas en la biblioteca antes de la cena.

—Regresamos —respondió al fin.

—Entonces, si me permite, las acompaño. —Guardó el libro en el bolsillo interior de su elegante chaqueta negra—. Lady Acton me necesita en la escuela dentro de media hora.

—¿Irá a visitar a lord Mersett? Él y su esposa acaban de regresar de Londres. —A Lucy le encantaba dejar claro que estaba muy bien informada sobre lo que ocurría en el pueblo.

—Sabe que no me gusta hablar de las cosas privadas de lady Acton, Lucy. A dónde vaya es solo cosa suya, no nuestra. —Goliath era el contrapunto de la criada: discreto y comedido hasta el extremo.

—Lord y lady Mersett llegaron acompañados de ese caballero tan… agradable, el señor Turner, y me consta que desde que pisó el pueblo anteayer, Bella Gibbs no da abasto vendiendo lazos y cintas a las jóvenes casaderas. —Rio entre dientes y después miró a lady Jane con suspicacia—. Creo que usted es la única persona que conozco a la que no le agrada el señor Turner.

Jane dio un pequeño traspié cuando escuchó aquel comentario. El simple hecho de oír el nombre del señor Turner ya la hacía sentir inquieta, pero aquella afirmación por parte de la criada...

—¿Qué cosas estás inventando, Lucy? —Jane a veces olvidaba lo inteligente y observadora que era aquella joven.

—Lo siento, tal vez he malinterpretado sus gestos cuando está cerca del señor Turner. —Había cierto tono burlón en las palabras de Lucy que a la dama no le pasó desapercibido. Hacía mucho tiempo que a Jane había comenzado a parecerle incómoda la compañía de aquella joven y si tenía que salir de la escuela, prefería a cualquier otra. Además de alcahuetear las fechorías de las alumnas a cambio de unas pocas monedas, solía coquetear con descaro con cuanto joven soltero y económicamente solvente se topaba, como los hermanos de las alumnas, por ejemplo. Su propio hermano, el conde de Harland, había sido objeto de estas atenciones por parte de Lucy. Ahora, para colmo, se había dado cuenta de que Jane tenía reacciones extrañas ante el señor Turner.

¿Cómo comportarse con naturalidad ante él? Le incomodaba encontrárselo desde aquella velada, casi dos años atrás, en que ambos habían protagonizado un momento más que embarazoso. Para su desgracia, las visitas del señor Turner al pueblo eran muy habituales.

—¿Está leyendo algo nuevo e interesante, milady? —Goliath, como siempre, trataba de suavizar la situación creada por las impertinentes observaciones de Lucy.

—La señorita Culier nos habló en clase de Prometeo y de otros dioses y héroes de la Antigüedad. He buscado en la biblioteca un libro sobre mitos griegos. Me está gustando mucho.

—¡Prometeo!, qué coincidencia —exclamó Goliath, sorprendido—. Hace un tiempo, lord Mersett me regaló un libro de una joven autora llamada Mary Shelley que lleva por subtítulo El moderno Prometeo. Trata sobre un médico que quiere vencer a la muerte, así que crea una criatura a partir de restos de cadáveres y consigue insuflarle vida.

—¡Qué asco, Goliath! —Lucy se llevó una mano a la boca—. ¿Cadáveres que vuelven a la vida? No podré dormir esta noche.

—¿Lord Mersett le regala libros? —Lady Jane dejó de caminar, tal era el asombro que esta noticia le causaba.

—Así es, milady. Sabe que me gusta mucho leer y suele traerme libros cada vez que va a Londres. Es muy generoso y amable conmigo. Si quiere le dejo este del que acabo de hablarle.

—Sí, gracias. Le agradecería mucho que me lo prestara, señor Goody. Me complace sobre todo porque es una mujer quien lo escribe.

—Eso mismo dijo Deirdre cuando se lo dejé. —El hombre sonrió.

—¿Deirdre ya lo ha leído? Estupendo, así podremos intercambiar opiniones cuando yo lo termine.

—Deirdre no hace más que leer todo el día —intervino Lucy—. Su padre está más que harto de eso. Todo el mundo lo sabe, milady. Discuten mucho sobre el asunto. Deirdre es muy buena chica, pero tiene la cabeza llena de pájaros y eso no les hace bien a las muchachas como nosotras. La vida es lo que es, no lo que quisiéramos que fuera, y los libros nos dan demasiadas esperanzas. Cuanto antes lo aceptemos, mejor.

Lady Jane miró a Lucy como si la viera por primera vez.

—Eso que acabas de decir es muy triste.

—Triste, pero cierto, milady. Piense, si no, en todos esos libros de los que ha hablado con Goliath delante de mí durante las últimas semanas. Ni uno solo cuenta la historia de una pobre criada y sus preocupaciones. Nuestras historias no le importan a nadie. Las protagonistas son siempre grandes damas o ilustres caballeros y, si leemos esas novelas, corremos el riesgo de llegar a creer que nuestras vidas podrían ser como las de ellos… Y eso es imposible. Si algún día encuentra una novela que hable de alguien como yo, recomiéndemela y le doy mi palabra de que la leeré. Pero no habrá una historia así hasta que una criada la escriba. Dígame, milady, ¿de dónde sacaría tiempo una simple criada para escribir?

Lucy tenía razón: para escribir se necesitaba tiempo. Jane soñaba con publicar una novela. ¿Hay algún lector voraz que no haya soñado alguna vez con escribir sus propias historias? Pero era del todo inadecuado para una futura marquesa dedicarse a veleidades artísticas más allá del canto, el piano y el dibujo como meras muestras de refinamiento, no como modo de ganarse la vida o de expresión de los propios sentimientos… Y a pesar de ello, le había encargado a su hermano que llevara las dos únicas novelas que había escrito a un editor de Londres, pero aún no había tenido ninguna noticia al respecto.

—Eres mucho más de lo que aparentas ser, Lucy —declaró Jane. Aquella era la primera vez que se planteaba que antes de juzgar a la criada tan duramente como lo había hecho, debía tratar de comprender qué la llevaba a ser como era y comportarse como se comportaba.

—Todos somos más de lo que los demás piensan. Usted misma, milady… Cualquiera que la observe lo suficiente se da cuenta de que es un espíritu libre esforzándose por parecer la

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