La atrevida decisión de Lady Jane (Minstrel Valley 14)

Marcia Cotlan

Fragmento

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Prólogo

Londres, 1836

El reluciente carruaje de la marquesa de Seanfold se detuvo dos calles antes de llegar a su destino: la casa de lady Rowland. La anciana miró a la joven dama de apenas dieciséis años que estaba sentada a su lado y parecía confusa. Le palmeó el brazo con suavidad.

—Nunca conviene llegar la primera a una reunión, querida, por eso nos detenemos. Es mucho menos elegante que llegar la última. No lo olvides —le dijo con cierto tono confesional.

Se sentía en la obligación de darle aquellos pequeños consejos, ya que lady Jane Walpole había perdido a sus padres siendo muy niña y estaba segura de que nadie la había preparado para enfrentarse al mundo, ni su hermano mayor, ni los múltiples tíos que la habían tolerado durante pequeñas temporadas en sus casas, como si fuera una mercancía más que una joven de la familia a la que cuidar y proteger.

Pero la marquesa se equivocaba. Lady Jane era inteligente —tal vez demasiado para su propio bien— y aprendió todo cuanto pudo de las damas que había tenido cerca y le parecieron dignas de ser imitadas. Con una ambición tan desmedida como la suya, más le valía ser exquisita en todos los aspectos. Pretendía convertirse en duquesa, nada menos.

—¿Cree usted que asistirá mi hermano a la velada? Hace cerca de dos meses que no lo veo y lo extraño mucho —murmuró, con esa voz casi infantil que sabía modular a la perfección y que completaba el personaje que se había creado para agradar: el de una jovencita cándida, inocente, cultivada, suave en las maneras y más bien callada. Nadie, al observarla, podría adivinar su viva inteligencia, su ácido sentido del humor y su capacidad de observación, casi rapaz.

—Claro que estará. —La marquesa le guiñó un ojo antes de continuar—. Es el invitado de lord Castleton, han pasado unas semanas juntos en el sur, y lady Rowland debe invitarlos a ambos, ya que acaba de enterarse de que el amigo de tu hermano heredará importantes propiedades de un pariente lejano y le parece un buen partido para esa sobrina suya de Liverpool que nos quiere presentar hoy y a la que pretende casar mejor que a la mayor.

—¿Por qué dice que la hermana de la señorita Margaret Tate no hizo un buen matrimonio?

—Se casó con un comerciante de la calle Powell, una zona de Liverpool muy poco elegante. Tiene una tiendecita bastante bien abastecida, según dicen, pero solo es un tendero, al fin y al cabo. Parece ser que la entonces señorita Tate se casó por amor. Qué barbaridad… Ahora es la señora Robson y se pasa la vida detrás de un mostrador. —La anciana miró a Jane con gesto serio—. Más vale que tú no me des un disgusto así. He jurado por la memoria de tu madre que tu matrimonio sería de alcurnia.

—Por mí no se preocupe, tía. Le aseguro que nunca permitiré que el amor guíe mis decisiones en algo tan importante como el matrimonio.

La marquesa pareció satisfecha con aquella respuesta y dio unos golpecitos en el carruaje para indicarle a su cochero que reanudara la marcha.

Cada vez que la joven la llamaba «tía», sentía un cierto regocijo y se decía a sí misma que, aunque tarde, había hecho todo lo posible por mejorar la vida de lady Jane. Incluso había hablado con el hermano mayor de la joven, el actual conde de Harland, para que pensara en la posibilidad de que una dama de la categoría de lady Acton la aceptara en su exclusiva escuela de señoritas, pero como él carecía de los medios para costear semejante empresa, ella misma se había erigido como su benefactora y se encargaría del pago de las cuotas.

—Recuerda, querida Jane, que si hoy te llevo a esta velada es porque quiero que los caballeros allí presentes sepan de tu existencia. —La miró con sonrisa cómplice—. Hay uno en especial que conviene que te vea: el marqués de Fairfax. A la muerte de su padre, heredará el ducado de Kenwood.

«Futura duquesa de Kenwood, no está mal», pensó la joven, imaginándose ya en tan importante papel.

Minutos más tarde, el carruaje se detenía ante la elegante casa que lady Rowland poseía en St. James. La marquesa de Seanfold entró arrastrando su vestido de seda con aplomo y de inmediato fue recibida por la anfitriona.

—Querida Augusta —saludó lady Rowland, con un afecto que hubiera parecido casi sincero para una observadora menos avispada que Jane.

—Querida Cressida —respondió la marquesa, con el mismo fingimiento—. Permítame que le presente a mi protegida, lady Jane Walpole, la hermana del conde de Harland.

Jane odiaba la palabra «protegida». Sabía que la marquesa la usaba con la mejor de las intenciones, pero a ella la hacía sentir igual que cuando vivía con sus tíos y debía agradecer un simple vaso de agua porque ni ella ni su hermano poseían nada y lo que recibían de sus familiares era pura beneficencia.

Lady Rowland dirigió una mirada glacial a la joven que tenía delante. Internamente reprochaba a la marquesa que hubiera traído a una joven de tal belleza a una velada en la que solo su sobrina debía brillar.

—Encantada de conocerla, querida.

—El placer es mío, lady Rowland —respondió Jane de manera escueta y con una sonrisa tímida.

En Londres había muchas damas hermosas, pero los caballeros las conocían demasiado bien a todas y un rostro nuevo siempre era de agradecer, así que en cuanto lady Jane Walpole pisó el salón se hizo un silencio largo. Era tan hermosa que cortaba la respiración. Su belleza, además, iba acompañada de un cierto candor virginal, de una inocencia y una apariencia de sensatez que eran perceptibles a los pocos segundos de haberla visto comportarse con elegancia regia.

La marquesa le había regalado para la ocasión un vestido digno de una duquesa, pues a eso habían ido a aquella velada: a que el marqués de Fairfax y futuro duque de Kenwood viera por primera vez a la que sería —costara lo que costase— su esposa. Y la vio. Vaya si la vio…

Donald Wetherall, lord Fairfax, se quedó impactado en cuanto sus ojos se posaron sobre la joven. Tenía veintitrés años y se consideraba un experto en mujeres. Se jactaba de poder conocerlas a un simple golpe de vista y hubiera jurado, ante quien quisiera escucharlo, que aquel bello ángel de cabello rubio, exquisitas facciones clásicas y talle delicado poseía un carácter tímido, prudente y dócil. «Perfecta», pensó al ver su majestuoso porte con aquel vestido de seda blanco y aquellos pendientes que podría haber llevado la mismísima reina Victoria. Le había gustado, sí, pero entre sus planes aún no estaba casarse y aquella joven, saltaba a la vista, no era de las que pasarían un rato agradable con él a menos que le hubiera hecho una propuesta firme de matrimonio.

Lady Jane miró con cautela a la gente congregada en la sala y no supo identificar cuál de aquellos caballeros era el marqués —su futuro marido, aunque él aún ni se lo imaginara—, pero no se preocupó porque en algún momento su benefactora se las arreglaría para que fueran presentados. Sin embargo, durante un buen rato, la joven no fue capaz de pensar en ese tema, a pesar de que era una obsesión para ella desde que supo que el aristócrata gozaba de una renta de doce mil libras al año, pues en ese instante estaba siendo testigo de uno de los hechos más insólitos que habría de vivir aquel

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