La chica del pinar (Trilogía Misterios en la Bureba 3)

Reina González Rubio

Fragmento

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Capítulo 1

Sergio conducía el Opel Corsa blanco que su madre le había dejado para el fin de semana. Era la primera vez que sus amigos de la universidad, Adrián y Pablo, iban a la casa que sus padres tenían en Poza. La excusa ante sus progenitores había sido que deseaba enseñarles el pueblo a sus compañeros, y hacer un poco de senderismo por las rutas de la localidad, pero la realidad era muy distinta; y después de hacer un poco de turismo en Oña, para enseñarles el antiguo hospital psiquiátrico y contarles las leyendas que corrían por la localidad sobre los secretos que guardaban sus paredes, se habían ido de copas a la cercana localidad de Briviesca.

Era sábado por la noche, y tenían ganas de divertirse. Habían estado en un par de bares y después se fueron a la discoteca para bailar reguetón. Se atrevió a beber una copa en el primer bar, pero después, y como era él quien conducía el vehículo, se había limitado a tomar refrescos, porque sabía que la Guardia Civil tenía controles de alcoholemia en la salida del pueblo, y lo último que quería era que llegase a su casa una multa por conducir con más alcohol en sangre del permitido.

Aún era novato al volante y sentía cierto respeto al conducir, y aún más de noche, por esas estrechas carreteras regionales que salpicaban la comarca; por eso se decidió a ir por la N-232, dirección Oña, no sin antes haber bebido una gran cantidad de agua y masticar unos granos de café, además de realizar unas cuantas flexiones, con la intención de borrar cualquier vestigio de aquella primera copa y no dar positivo en el caso de que le hicieran soplar con el alcoholímetro.

Al llegar a Cornudilla, miró de soslayo el reloj, las cuatro y veinte de la madrugada, aminoró la marcha y tomó la desviación a la izquierda para coger la carretera de Poza de la Sal. Al comprobar que no se veían las luces de ningún coche, se incorporó a la vía comarcal lentamente. Después de pasar el puente sobre el río Oca, sintió ganas de orinar; la necesidad no era demasiado urgente, así que decidió parar un poco más adelante en alguna de las entradas al pinar.

—Parada para mear en plena naturaleza contra un árbol y oliendo a pino natural, no al químico del limpiador del baño —dijo elevando el tono de voz sobre la música de la banda Direction que sonaba a todo volumen.

El acceso estaba cerca, y nada más girar al tomar la senda situada a la derecha, vio un bulto que parecía la figura de una mujer con un vestido blanco, inmóvil, con los brazos caídos a lo largo de su cuerpo y una larga melena enmarañada que le caía por la espalda hasta casi debajo de las nalgas.

Sergio frenó en seco, y el morro del automóvil se quedó a unos milímetros de esa persona. Un escalofrió recorrió su cuerpo.

—¡Hostia! —dejó escapar Adrián, que se había espabilado rápidamente—, parece «la chica de la curva» —señaló refiriéndose a la célebre leyenda urbana que relata la historia del espíritu de una mujer que vaga por una carretera esperando que un conductor la recoja; cuando lo hace, la mujer se sube en el asiento trasero del coche y advierte de un peligro inminente en el camino. Poco después, se esfuma sin dejar rastro.

Los tres chicos se precipitaron fuera del coche, y en cuanto los vio, la chica se tiró bruscamente al suelo y se hizo un ovillo. Las luces del auto iluminaban su figura con el pelo revuelto y los brazos cubiertos de sangre. Un sonido gutural, semejante a un aullido, salió de su garganta para convertirse poco a poco en un lamento. Sergio se sobresaltó y sintió cómo se le escapaba un poco de orina; imploró para que la oscuridad de la noche cubriese el bochornoso suceso que le acababa de suceder.

—¡Joder! —gritó Pablo—. ¿La has atropellado?

—Te juro que no la he rozado —se defendió Sergio—. Parece una loca que acaba de escaparse de un manicomio.

Adrián corrió al maletero del coche y sacó una manta con la que cubrió el cuerpo de la mujer, que aún permanecía tendida en el suelo. Al echar la cobija sobre la chica, esta levantó levemente la cara y se quedó observándolo fijamente con una mirada penetrante; él sintió un escalofrió al percatarse de que esos ojos: aunque se movían, parecían muertos.

—Hay que llamar a emergencias —gritó, y sin esperar la respuesta de sus compañeros, marcó inmediatamente el número y pidió una ambulancia.

—Diles también que venga la policía —vociferó Pablo.

Al acabar de hablar por teléfono, Adrián se sentó al lado de la mujer y se quedó mirándola, pensando en qué hacer para ayudarla. Parecía tan aterrada que temía que cualquier gesto suyo pudiera asustarla aún más. Deslizó su mano hacia su cabeza y se atrevió a rozar levente el pelo enmarañado, ella dio un respingo y pudo sentir, en la rigidez de su cuerpo, su temor.

—No te asustes —dijo despacio y en voz muy baja—. Viene una ambulancia y te ayudaran. ¿Cómo te llamas?

La mujer levantó levemente la cabeza y sus ojos se posaron en él, pero al instante los apartó, y Adrián decidió que lo mejor era dejarla en paz. Con brusquedad, ella se levantó e intentó correr hacia el bosque, pero Sergio la interceptó, agarrándola por la cintura; ella luchó, intentando escapar, y le apresó la mano enérgicamente entre sus dientes, la sorpresa del ataque hizo que la soltara.

—¡Me ha mordido! —exclamó con incredulidad.

Adrián se puso al lado de la mujer y la agarró con fuerza de una de sus manos.

—No vamos a hacerte ningún daño, ¿me oyes? Hemos llamado a emergencias y va a venir una ambulancia y la Guardia Civil. ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?

Ella volvió a tirarse al suelo y, hecha un ocho, comenzó a sollozar.

—¿Nos puedes decir cómo te llamas? —la interpeló Sergio sentándose a su lado—. Nos gustaría poder llamarte por tu nombre. Solo queremos ayudarte.

Ella no se movió.

También dijo que la ayudaría, antes, mucho antes, y ella se lo creyó. Era todo tan normal, pero luego nada lo fue. Le costaba recordar quién había sido, porque estaba muerta y se había ido al infierno. Nunca de aquella boca salió su nombre, para él solo era «zorra» o «ramera». ¿Cómo la llamaba antes la gente? Recordaba que alguna vez tuvo amigos, se divertía con ellos e incluso amaba a alguien; pero había sido mala, solo a la gente perversa le podían suceder las cosas que le habían ocurrido a ella.

A lo lejos se veían las luces parpadeantes de la ambulancia que habían solicitado. Los chicos la vigilaban sentados a su alrededor, con miedo a que echara a correr y se escapase amparada por la oscuridad de los árboles. Cuando el vehículo se situó detrás del coche de Sergio, este se levantó con prontitud.

—No la dejéis sola —les dijo a sus amigos mientras hacía señas a los sanitarios, que descendían rápido de la ambulancia para prestar su ayuda.

Dos personas se acercaron velozmente.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó uno de ellos.

—La hemos encontramos en el pinar y nos hemos llevado un susto de muerte. Estaba ahí parada... como si hubiera salido de la nada —relataba Sergio de forma atropellada y con signos evidentes de nerviosismo—. Ni tan siquiera la he rozado con el coche, pero está herida. No nos quiere decir su nombre, o tal vez esté tan aturdida que sea

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