Alex, la indómita sobrina del conde (Un romance en Londres 5)

Nieves Hidalgo

Fragmento

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Prólogo

Londres. 1819

El intenso olor penetraba por los resquicios de la ventana que aún no se había reparado, desgajada por un rayo que se había colado por ella y recorrido la galería de lado a lado dos noches antes. Por más que intentó sujetar los tablones que, de momento, cubrían los desperfectos, las intensas ráfagas de viento los soltaban una y otra vez. Era como si el cielo hubiera querido castigar Londres durante los últimos quince días: las calles se encontraban casi intransitables y el Támesis, utilizado como alcantarilla de la ciudad, se había desbordado en diversos puntos, provocando que la pestilencia se extendiese por toda la urbe.

Jerome Graham recolocó el tablón y maldijo en voz alta, en un tono tan subido que su reverberación le sobrecogió. Se cerró cuanto pudo el cuello de su levita de paño grueso y se dispuso a acabar la ronda.

No le gustaba aquel trabajo, pero daba gracias por tenerlo; al menos, podía llevar un plato de comida caliente a su casa, lo que ya era mucho después de haberse pasado meses buscando ocupación. Allí se estaba caliente y la tarea no era fatigosa. Sin embargo, tener que deambular solo durante las grises tardes por las distintas salas, una vez cerradas a los visitantes, lo ponía nervioso.

La enorme mansión del siglo XVI en el barrio de Bloomsbury había sido adquirida por el Gobierno a cambio de veinte mil libras, para convertirla en el museo que había abierto al público sesenta años antes, justo el 15 de enero de 1759. El funcionario que lo contrató le aseguró que era una suerte servir de celador en un lugar repleto de cultura y obras de arte, pero a él le importaban poco los libros, manuscritos o cuadros, así como las antigüedades egipcias, griegas, o de donde procedieran. Lo único que le movía a hacer sus solitarias rondas, provisto del candil de aceite, era el digno jornal que permitía comer y vestirse a su familia. Por él, hubiera vuelto a los muelles; entre el barullo de los estibadores no tenía que estar constantemente mirando a su espalda. Allí, por el contrario, el silencio del museo lo impresionaba de tal manera que en cada rincón creía ver figuras que se movían, y con los susurros del aire por cualquier corriente el vello se le ponía de punta.

Sobre todo, aquella tarde. Juraría que había escuchado pasos en la sala donde se exponían los restos egipcios, pero se convenció de que su imaginación, siempre propensa al recelo, le jugaba una mala pasada. ¿Quién iba a colarse en el museo para robar? Todo cuanto se exponía en vitrinas o sobre pedestales era más viejo que Matusalén y la mitad estaba roto. Incluso aquella piedra, que habían traído de lejos y que todo el mundo iba a admirar, no era más que un trozo de basalto lleno de garabatos que ni el más listo podía entender.

Desde luego, si él fuera un ladrón, la casa Montagu sería el último lugar al que entraría a desvalijar.

Con andar cansino atravesó la sala en la que se custodiaban los famosos manuscritos de sir Hans Sloane, aquel médico y naturalista que dejó en testamento su herencia al Gobierno británico, pasó después por otra anexa que contenía cientos de volúmenes antiguos, y se dirigió hacia la zona del museo en la que se encontraban los restos del antiguo Egipto. Esas salas en concreto eran en las que con más recelo hacía su ronda. Cada vez que entraba en ellas tenía la sensación de que alguien tiraba de su desgastada levita. Procuraba inspeccionarlas lo antes posible, sin detenerse a mirar los ojos vacíos de las estatuas o los cuerpos envueltos en putrefactas vendas que descansaban en las vitrinas.

Comprobado que todo estaba en orden, tomó el camino de las escaleras que bajaban a los sótanos. Allí había multitud de cajas sin abrir, cuadros envueltos en papel aceitado y hasta un féretro de solo Dios sabía la época. Su rutinario trabajo pasaba por confirmar que todo estuviera tranquilo y si, por casualidad, se hubiera colado alguna rata en el recinto, acabar con ella. Alzando el farol por encima de su cabeza recorrió el lugar, miró a un lado y otro, revisó los rincones donde días antes viese algún roedor muerto y regresó hacia las escaleras. Dio un vistazo al reloj de bolsillo, única herencia de su padre, y comprobó que en una hora más acabaría su turno. Peter Sunset lo reemplazaría para hacer el de la noche.

Ascendía ya cuando creyó oír un crujido. Se volvió, levantó el candil y sus ojos atisbaron el lugar. El sonido se repitió. Ya no le cupo duda de que algún infecto bichejo estaba haciendo de las suyas. Renegando entre dientes desanduvo el camino y se armó con la porra que siempre colgaba de su cadera.

—Ven aquí, precioso —dijo a la oscuridad—. Ven con papá.

El silencio lo envolvió como un mal presagio, pero siguió su avance tratando de ubicar al animalejo. Algo se movió detrás de una pila de cajas y Jerome mostró su dentadura mellada forzando una sonrisa, seguro de haber localizado al intruso. Avanzó con cautela dispuesto a aporrearlo, rodeó el féretro de madera pintada y…

Antes de que pudiera saber lo que estaba sucediendo, un objeto contundente chocó contra su cráneo obligándole a sumirse en la inconsciencia.

La figura embozada que lo había dejado fuera de combate pasó por encima del cuerpo, escondió la pequeña estatua que acababa de sustraer bajo los pliegues de su capa y desapareció en la oscuridad.

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Capítulo 1

Londres. 1819

Regresar a Londres había sido, sin duda alguna, una de las peores decisiones de su vida.

Lejos de Inglaterra, abstraída por la vorágine que suponía cada hallazgo, el recuerdo doloroso de su desdén se había mitigado, aunque, no por ello, estaba olvidado. Si algo tenía era buena memoria y jamás se lo perdonaría.

La afición de su madre por la cultura egipcia arrastró a su padre, años atrás, a abandonar su trabajo como profesor en Eton para sumarse al equipo arqueológico de Giovanni Battista Belzoni. Ella, por tanto, se había criado a caballo entre Londres y la tierra de los faraones, llegando a convertirse en una aplicada colaboradora.

Como cualquier joven, a veces echaba de menos acudir a las fiestas londinenses, aunque en Egipto no faltaron las veladas en algún hotel o en la mansión de un millonario excéntrico deseoso de agasajarlos. Ella procuraba alejarse de toda la parafernalia que, por costumbre, seguían manteniendo sus padres: acicalarse para las cenas, aunque estuvieran rodeados de dunas y polvo. Lo veía una estupidez suprema, a la que la mayoría de las veces tenía que plegarse para no enfadarlos. Como el esnobismo de Belzoni de tener que utilizar a un capataz de intermediario cuando quería preguntarle algo a uno de los egipcios que achicaban tierra. En más de una ocasión se lo dejo ver porque para ella cualquier hombre era igual a otro, pero el italiano solo sonreía, se encogía de hombros y la dejaba con la palabra en la boca.

Lo que sí echaba de menos cuando no estaba en Londres eran la

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