Un amor del pasado

Arlene Sabaris

Fragmento

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Capítulo 2

Sus ojos café brillaban irresistibles esa noche, pensó ella, a pesar de que apenas levantó la vista. Se incorporó y decidió cambiarse los pantalones cortos y la camiseta que llevaba por un vestido de playa con flores lilas y azules que le llegaba al tobillo; el vaivén de su ancha falda imitaba el movimiento de las olas. También se puso unas sandalias azules adecuadas para caminar en la arena y se colgó un bolso diminuto donde apenas cabía su teléfono celular. El cabello, ahora largo a media espalda, un poco distinto a como lo llevaba cuando se conocieron, estaba recogido en el inicio de su cuello con sencillez; no quería parecer muy arreglada. Salió del cuarto y caminó por el pasillo escudriñando los cuadros en las paredes y procurando no hacer ruido. Sabía que ellos eran los únicos en la casa, pero la costumbre de salir de casa a hurtadillas de su hija pudo más y se dirigió con sigilo a la sala. Allí lo encontró sentado con la impaciencia típica de los hombres cuando tienen hambre, moviendo la rodilla derecha descontroladamente y mirando el reloj de pulsera que apenas marcaba diez minutos desde la última vez que se vieron.

—Podemos irnos… ¡Estoy lista! ¿Dónde quieres cenar?

—¡Por fin! —La molestó él, como siempre hacía—. Lo que quieras, podemos ir al restaurante que está en La Marina.

—De acuerdo.

La villa donde estaban hospedados pertenecía al lujoso y popular complejo vacacional Villas Paraíso, que se erguía presuntuoso en la línea de playa de Las Galeras en la península de Samaná. Múltiples celebridades tenían propiedades allí, por lo que encontrarse a algún actor en la playa era cosa de todos los días. También las familias de alto abolengo disfrutaban los fines de semana en sus villas privadas, respirando aire fresco mientras las aguas del cristalino océano Atlántico se mecían a sus pies y el sol en eterno verano del Caribe Tropical bronceaba sus espaldas. En Villas Paraíso al traspasar la entrada principal viajabas a una dimensión paralela donde no había cuentas que saldar; solo estaban el mar, la música, las piñas dulces, las copas de vino y tú. Un verdadero paraíso tropical donde no pasaba nada pero a la vez podía pasar cualquier cosa; el cielo era literalmente el límite.

Andrés y Virginia salieron sin prisa, subieron al carrito de golf en el que podían trasladarse dentro del complejo y se dirigieron al restaurante. Él conducía y ella pretendía mirar el paisaje. Hablaron del clima, como era de esperarse, y, finalmente, para hacer más ameno el camino, ella le preguntó qué le parecía el novio… Cierto, estaban allí por una boda, la de una amiga en común. Iveth se había casado y divorciado muy joven y ahora había encontrado el amor en Gastón, un joven fotógrafo muchos años menor que ella, a quien había conocido en sus clases de yoga. Era un chico apuesto y caballeroso que había nacido y vivido en Grenoble, Francia, hasta el traslado de su padre a la República Dominicana en una misión diplomática el año anterior. Se había instalado con su familia, compuesta solamente por Gastón y su madre, Elise. Recién graduado en Periodismo por la prestigiosa universidad de su ciudad natal, había hecho también estudios especializados en fotografía, por lo que encontró quehacer rápidamente y abrió un estudio fotográfico especializado en exteriores. Hablaba, además del francés, un español fluido, un portugués respetable y un inglés vergonzoso. Todo un galán. Como hubiese dicho la tía Esther, si ella tuviera 20 años menos… En fin, Iveth y Gastón llevaban juntos unos seis meses cuando decidieron casarse y allí estaban todos unos meses después, esperando a los invitados internacionales, a los familiares y amigos cercanos de la pareja. Un grupo de amigos de la novia decidió rentar una villa y la organizadora de la boda, una chica simpática llamada Lourdes, se encargaría de gestionarla. Cuando Andrés recibió su llamada para que confirmara si iba acompañado y si podía compartir habitación, él le dijo que iría solo y que no necesitaba alojamiento, pues usaría la villa de sus padres. De inmediato, ella le preguntó si podía cederle lugar allí para guardar algunas cosas en los días previos a la celebración y si había espacio para acoger a algunos invitados de emergencia, a lo que él respondió que estaría allí desde el lunes para gestionar algunos temas de mantenimiento, por lo que estaba a la orden si necesitaba algo.

Esta boda tenía un itinerario largo, pues primero habría un ensayo el jueves, luego una cena de compromiso el viernes y, finalmente, la celebración sería el sábado. Algunos invitados llegarían desde el miércoles para el ensayo, por eso Virginia estaba allí, era una de las damas de honor y debía traer desde la ciudad todo el ajuar de la novia y otros encargos. Lourdes no tenía villas contratadas hasta el jueves, así que cuando ella llegó, debió alojarse en la villa de Andrés.

Cuando sus miradas se cruzaron en la puerta, se dieron el susto de sus vidas. Ninguno de los dos estaba esperando encontrarse con el otro, él no sabía quién era la visita que iba a alojar y ella no sabía que iba a alojarse con él… Ambos querían la cabeza de Lourdes en aquel momento. Casi dos años sin verse cara a cara y encontrarse así de repente, sin tiempo para pensar un saludo adecuado. Se verían en la boda, eso estaba claro, ambos lo sabían, pero había tiempo y alcohol suficientes para preparar el momento. Ahora, frente a frente, en el recibidor de la villa diecisiete, las palabras no les salían, el tiempo se hizo infinito y una fina llovizna de verano comenzó a caer ese 21 de junio a las dos de la tarde. Este día de solsticio sería muy largo…

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Capítulo 3

Llueve a cántaros en la carretera de camino a Samaná, pasa del mediodía y Virginia solo piensa en llegar a la villa, entregar los paquetes que le encargaron llevar a la organizadora y sentarse a escribir el informe que esperan en su oficina. Su empresa de asesoría inmobiliaria está asociada a una multinacional a la que debe rendir informes cada mes y, a pesar de que el de junio no se vence hasta el viernes 23, debido a los días feriados de La Fête nationale du Quebec, su casa matriz solamente recibiría informes hasta el miércoles 21. Las horas en carretera la habían aburrido inmensamente. Se había pasado las tres horas del camino desde la capital ensayando una conversación imaginaria con Andrés, en la que él respondía justo las líneas que ella había redactado en su cabeza para él; enfrentaban sus fantasmas del pasado y quedaban como amigos por y para siempre. Sin silencios incómodos, sin confesiones inconclusas y, sobre todo, sin ilusiones. Sería inevitable verlo en la boda o inclusive antes, así que debía estar lista.

Lourdes esperaba las decoraciones con ansias y la había llamado un par de veces para comentarle que tenía el alojamiento listo, que ya estaba esperándola en la Villa 17 para recoger todo y que ella no tuviera que moverse innecesariamente. Aparcó al lado de un jeep negro en el estacionamiento de la casa; en la entrada

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