Pack Enredos con la ley

Ruth M. Lerga

Fragmento

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Capítulo 1

Era una vista a puerta cerrada, solo la jueza, un par de abogados y el responsable de Jefatura de la operación a tratar se hallaban en la Sala del Juzgado de Instrucción de lo Penal número Dos. Tras la exposición y la presentación de las pruebas la magistrada hizo muchas preguntas, después pidió aclaraciones e inquirió documentación. Y siguieron más preguntas.

El inspector Llagaria, de la Udyco, no era tonto y sabía que se iban a cepillar su orden de registro —una cagada del nuevo se había cargado la prueba—, así que trataba de mantener el aspecto sereno, a pesar de que por dentro estuviera hirviendo de rabia, mientras anticipaba en su cabeza lo que iba a escuchar; aunque no imaginó tanta educación, le concedió el punto a la magistrada: el único punto que pensaba darle dado que iba a joderle a base de bien.

—Me temo, letrado, que voy a tener que resolver la desestimación de la solicitud de… —telita con el nombrecito, se dijo Laura, como cada vez que le caía en la mesa una de sus peticiones— del Grupo IV de Estupefacientes de la Unidad de Drogas y Crimen Organizado de la Brigada de la Policía Judicial de Valencia.

Previendo ella cuánto iba a importunar su fallo, tocó la campanilla para cerrar el juicio y comenzó a quitarse la toga a toda prisa, deseosa como nunca de largarse de la estancia. A veces, vigilar el estricto cumplimiento la ley era una mierda, y si además a quien cabreabas era a Martín Llagaria, entonces era una putada. Pensaba esconderse en el baño —sí, huiría cual rata por tirante— hasta estar segura de que se había marchado del juzgado.

Una lástima; solía buscar algún motivo de índole legal para tener una charla a solas con él en cuanto se presentaba la ocasión. Siempre se ceñían a lo profesional, aquel hombre parecía tener menos sentido del humor que Risto Mejide, pero a ella le gustaba mirarle. A ella y, al parecer, a la mitad de las mujeres de la Ciudad de la Justicia de Valencia, porque cada vez que corría el rumor de que había una causa de su unidad aparecían por el pasillo desde chicas del equipo de limpieza hasta compañeras de magistratura, haciéndose las encontradizas, muy cucas ellas. Un tío bueno era un tío bueno y eso no entendía de edad, condición o estado civil, que a fin de cuentas a nadie le amarga un buen dulce.

Sobre sus tacones de aguja de diez centímetros y medio enfiló el pasillo sintiendo cómo los abogados le taladraban la nuca y salió directa a los baños de caballeros, que estaban casi al lado, metiéndose en el aseo de minusválidos. Ya dentro se sentó sobre la taza, cerrada, se quitó los stiletto dejándolos caer con placer y estirando los dedos de los pies para relajarlos, y sacó del bolso el Kindle. «Diez minutos de paz y salgo, lo prometo».

No contaba con que su huida solo aumentaría la mala leche del policía, que la siguió dispuesto a decirle un par de cositas sobre su sentencia. Se sorprendió al verla entrar en los lavabos equivocados. Aunque pensándolo bien, tanto mejor para él: la intrusa sería ella.

Abrió la puerta menos de medio minuto después, se aseguró mirando por debajo de las puertas de que no hubiera nadie más —reconoció sus zapatos en el último cubículo, el más grande, y no encontró más pies en los otros baños—, y colocó el cono con el aviso de «no pasar, suelo mojado» fuera de los aseos, en el pasillo, cerrando tras él.

Laura oyó que alguien entraba pero le dio igual, estaba acostumbrada a que otros usaran el váter mientras ella estaba allí, en uno de los poquísimos lugares sin cobertura telefónica en todos los juzgados. Así que los escuchaba orinar y se entretenía contando cuántos se lavaban las manos después.

Estaba molesta con toda la situación de aquel proceso: que un error de novato la obligara a rechazar un registro de sota, caballo y rey y tener que denegárselo, para colmo, precisamente a Llagaria. De todas las veces que habían coincidido en los tribunales, aquella era la primera oportunidad que habría tenido de verlo en la calle. Se corrigió al punto: de que la mirara fuera de su trabajo. De haber aceptado, habría podido ir con su unidad hasta el domicilio del presunto delincuente y así la habría visto por primera vez sin la horripilante bata negra, bajo la que podía esconderse un cuerpo espigado como el suyo o uno enorme como el del juez Rosales, tan ancha era la maldita toga.

—¿Señoría?

¡¿Pero qué mierdas…?!, interrumpió sus pensamientos aquella voz que creyó reconocer como la del inspector. «Sííí, mis ganas», se mofó.

—Señoría —repitió la voz de nuevo, y sí, para su histeria y sus ganas sí que era él—, no se esconda, sé que está en el aseo de minusválidos, veo la suela roja de sus zapatos, ¿puede salir? O como diría usted: me temo que tengo que resolver pedirle que salga —acabó con retintín.

Vaya, al parecer podía ser gracioso cuando quería, el colega.

—Haz lo que tengas que hacer y déjame —le respondió con voz autoritaria.

Era la primera vez que la descubrían allí y se sintió algo avergonzada, pero también invadida, aquel era, después de todo, su refugio.

Martín sintió que le estaba vacilando: le tuteaba cuando él la había tratado según la formalidad establecida, le hablaba como si la enfadada fuera ella y, para colmo, le echaba del baño de hombres. Iba lista si pensaba que se marcharía.

—Lo que voy a hacer es empezar a cagarme en todo.

Laura torció el gesto, divertida por su expresión, y le respondió desde la protección que la puerta le ofrecía.

—Si lo que desea es defecar ha venido al lugar adecuado, enhorabuena. Por favor, tenga la bondad de hacer uso de mi envío cuando acabe.

Y dio una patadita al bote de ambientador que tenía escondido detrás del inodoro, que la había salvado de morir por gases tóxicos en más de una ocasión.

El frasco rodó por el suelo hasta él. No le hizo ninguna gracia la bromita.

—Lo que quiero es hablar contigo —¡a la mierda los formalismos!—, así que sal de ahí.

—Lárgate —insistió, rebelde. No tenía ganas de enfrentamientos estando enfadada.

—No me iré hasta que no salgas —le insistió, con el tono de quien habla con una cría cabezota.

Martín incluso se cruzó de brazos, como si ella pudiera verlo, y apoyó un hombro contra la pared.

¿Hablaría en serio?, se preguntó Laura. ¿Sería capaz de esperarla? Había huido cual rata y la había atrapado en su propia ratonera. Claro, como estaba como un queso, el tío…

—Puedo denunciarte por acoso —probó de ahuyentarlo.

—Y yo hacer saber a todo el edificio que te acosaba en el váter de tíos. ¿Sales?

Una tenía que saber cuándo había perdido y aquello era una derrota en toda regla.

—Voy —le confirmó, asegurándose de que su voz se oyera de lo más digna.

Se calzó de nuevo con calma, se alisó la falda, estiró los puños de su camisa y tiró de la manija.

Nada.

Repitió la maniobra un par de veces, extrañada.

Nada de nada.

Martín escuchaba desde fuera los ruidos de la cerradura bloqueada.

—Quita el pestillo —le pidió, exasperado.

—El pestillo salta solo cuando abres, listillo.

Oyeron los dos cómo le daba otra vez al manubrio, sin éxito.

—¿Es un truco para no encararme? —Porque era lo que le faltaba para acabar de calentarse del todo.

—No digas chorradas e inténtalo tú. —A pesar de no estar asustada, su voz salió algo más aguda. Aquello no le estaba haciendo ni pizca de gracia.

El policía se separó de la pared y trató de abrir la puerta, pero no pudo.

—Creo, señoría, que te has quedado encerrada.

—¡Pues haz algo, joder!

Levantó las cejas al escuchar la palabrota: la magistrada era siempre muy correcta, jamás la había escuchado jurar en arameo.

—¿Tienes algún problema con los espacios cerrados? —se preocupó por ella.

—¿Tienes tú algún problema en abrirme? —lo retó a cambio, con voz seca.

Soltó una carcajada sin poder evitarlo: así que aquella mujer tenía genio e ingenio, después de todo. Las veces que habían hablado le había parecido muy seria, distante incluso. Le resultaba imposible mantener una conversación personal con ella y saber algo de su vida, ¡y eso que su trabajo consistía en averiguar cosas sin que se notara que interrogaba!

Desde el otro lado de la puerta a Laura le sorprendió el sonido: nunca le había escuchado reír. Así que después de todo el inspector no era tan formalito, se animó. Lo veía siempre tan serio y correcto, con su uniforme y su semblante grave.

—Pues dadas las circunstancias, creo que podríamos aprovechar para tener una pequeña conversación.

Justo de lo que ella había tratado de escaquearse, metiéndose allí.

—Esto es un váter, no un confesorio. Abre la puerta y no me agobies.

—¿Estás segura de que no tienes claustrofobia?

—¡Que abras la puta puerta, te digo! —perdió las formas, nerviosa.

Ya no sabía si era el encierro lo que la estaba poniendo medio histérica o era que él pareciera estar divirtiéndose a su costa. Y no es que fuera orgullosa, el humor era su vía de escape y se mofaba de todo, de ella misma la primera, pero Martín Llagaria la ponía tensa, estaba demasiado bueno. Sus hombros anchísimos, la enorme espalda, los ojos negros, el pelo ondulado del mismo color —no lo llevaba tan corto como otros compañeros suyos— y su voz. Era grave, sexi. Fijo que podría haber trabajado en una línea caliente. La ponía muy tensa y le ponía un poco, dicho fuera de paso.

Ante la exigencia, gritada de malos modos, se puso en acción. Sacó del bolsillo unos ganchos y se arrodilló delante de la puerta.

—Dame un minuto, llevo un juego de ganzúas, voy a ver qué puedo hacer…

—Qué bien preparado vas, ¿no? —se burló ella, volviendo a descalzarse, sentándose otra vez—. Ni MacGyver.

—¿Conoces a MacGyer? —lo escuchó casi interrogarla con diversión—. Te hacía más joven, ¿cuántos años tienes?

—¡Vete a la mierda! Tengo un hermano mayor, eso es todo. —Pasaba de su interrogatorio.

De nuevo Laura lo escuchó reír. Debería sentirse halagada porque la viera tan joven como para no conocer la serie del agente que con un chicle y un petardo te hacía una bomba atómica; y total, tenía solo treinta y tres años.

—Confiesa tu edad o dejaré de hurgar en la cerradura.

Y como para hacerle saber que iba en serio, dejaron de escucharse los ruiditos del gancho removiéndose. La amenaza funcionó.

—La dichosa edad de Cristo.

—Eso explica que seas un martirio.

—¡Oye! —se quejó, más seria esta vez.

—Olvídalo. Nada —se rindió—, que el maldito pomo no salta.

—Sigue intentándolo.

—No tiene caso. Por cierto, ya podrías usar el «por favor» alguna vez —le reprochó al tiempo que seguía probando a ver si podía hacer saltar el pestillo, poco esperanzado.

—Por favor, puerta, ábrete —dijo burlona, evitando pedírselo a él.

—¿Quién te crees que eres, Ali Babá? Deberías probar entonces con «ábrete Sésamo», ¿o no te contaron bien el cuento?

—¡Tú sí que tienes cuento! A ti esto te divierte, ¿no? La idea de llamar a los bomberos y que todo el mundo se entere de que suelo encerrarme aquí.

Qué perra tenían las mujeres con los bomberos, de verdad. Si la gente respetara la mitad al Cuerpo Nacional de Policía otro gallo les cantaría. Pero no, todo para el equipo rojo, nada para el equipo azul.

—Entiendo por tus palabras que el hecho de que hoy estés aquí no es algo excepcional, por tanto.

—Abre. La. Puerta.

—No. Puedo.

—¡Pues dale una patada y adentro, joder! —acabó por exasperarse.

Martín estaba cachas, debía hacer ejercicio muy a menudo, pesas si tenía que apostar. Podía tumbar la puerta si quería, como en las películas.

—La puerta se abre hacia afuera y la ley Corcuera —que permitía abrir una puerta sin permiso del juez si se sabía que se estaba delinquiendo detrás de esta— fue declarada inconstitucional en 1993, deberías saberlo.

—Si siguiera vigente no habrías venido esta mañana al juzgado a pedirme un imposible, como si yo fuera el genio de la lámpara.

Se maldijo por sacar el tema de su sentencia.

—Hablando de eso…

—¿De mi genio? —se esperanzó.

—Sabes que no.

—¿De mi fallo, entonces? —se resignó.

—Me alegro de que reconozcas que ha sido un fallo garrafal, me has ahorrado medio discurso.

—Déjate de gilipolleces y sigue con la ganzúa… —le espetó.

No quería hablar del juicio, de verdad que no quería. Ni quería estar allí, con él al otro lado de la puerta. Ya puesta a hacer el ridículo, ¿por qué no estaba él dentro encerrado con ella, eh? Al menos hubiera sido más morboso.

—Sabes perfectamente que el tipo al que queremos detener es un cabrón de primera: tráfico de estupefacientes, de personas, de armas… Vamos, que estás dejando escapar una joyita.

—Eso me dice mi madre cada vez que me presenta a alguien. Y en su caso tampoco tiene gracia.

—No, no la tiene —le confirmó él, serio de pronto.

Su voz había perdido cualquier rastro de buen humor y volvía a ser el tipo duro de siempre.

Pero es que el sujeto de la orden estaba siendo investigado por la Policía Judicial desde hacía meses, había un par de causas en instrucción abiertas contra él. Registrar su domicilio y su lugar de trabajo habría ayudado mucho, y no solo en ese caso.

—Llagaria, no puedo obviar que un guardia se saltó ciertas garantías para obtener las evidencias contra él.

—La maldita teoría del árbol envenenado.

Por la cual no se podían tener en cuenta pruebas obtenidas de manera ilegal.

—¡Vaya!, estás muy puesto en derecho.

—Me licencié en el 2006.

«Treinta y seis de edad si fue a curso por año», calculó ella al instante.

—¿Y qué pasó para que prefirieras el Cuerpo Nacional de Policía a los juzgados? ¿Te sentaba mejor el uniforme que la toga?

—Eso tampoco tiene gracia —le respondió igual de serio.

Clic.

Saltó el cerrojo y se abrió la puerta. Martín se puso de pie y plegó y guardó el juego de varitas de metal en el bolsillo.

—¡Por fin! —exclamó ella, levantándose también, acercándose a la salida con los zapatos en la mano, deseosa de largarse y alejarse de él, también.

—No tan deprisa, señoría. Usted y yo tenemos una conversación pendiente y no hay mejor momento que el presente.

Y la empujó adentro sin violencia entrando él en el baño también, cerrando la puerta a su espalda.

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Capítulo 2

—¡No la…! —gritó demasiado tarde, él ya había activado el cierre automático—. Mierda.

La miró ceñudo, sin entender, divertido por su amplio vocabulario.

—Voy a tener que lavarte la boca con jabón.

Martín le miró los labios mientras le advertía, unos labios que había fantaseado con besar alguna vez.

—Puedes intentarlo. —Se encogió Laura de hombros. Él le señaló la pila con intención—. No seas gracioso y comprueba que no estamos confinados de nuevo.

—¿Por qué tendríamos que…? —preguntó mientras bajaba la manivela; la puerta no se abrió—. ¿Lo sabías? —Insistió con el pomo como antes lo hiciera ella, con idéntico fracaso—. Ya podías haber avisado, no es por nada.

—No lo sabía, pero era una posibilidad a tener en cuenta dado que me acababa de ocurrir a mí. Y he intentado detenerte, que lo sepas, pero es como querer parar un tren.

No pensaba reconocer su error ni quería disculparse, así que desvió el tema.

—¿Has dicho que estoy como un tren? A ver quién acosa a quién ahora, señoría.

Como un tren, para hacerle un favor, más bueno que comer con los dedos… que eligiera la expresión que más rabia le diera, pero estaba buenísimo.

—La cuestión es que volvemos a estar encerrados, así que arréglalo. A fin de cuentas tú la has liado.

—¿Siempre eres tan mandona? —la regañó, antes de fijarse en la cerradura y soltar un taco.

Era la primera vez que ella le escuchaba una palabra malsonante. No supo por qué pero le gustó oírlo decir palabrotas. Era grosero, no masculino, y aun así le encantó.

—¿Qué? —se interesó, pasando de su taco; ella decía más y desde luego no era femenino—. ¿Algún problema?

—En este lado no hay cerradura.

Se callaron unos segundos, asumiendo lo que eso significaba. ¿No había bromeado Laura en su fuero interno con tenerlo encerrado en el baño con ella? Pues ¡deseo concedido! Y no le parecía una escena para nada caliente, la verdad. Para aumentar su frustración, él sonreía.

—¿Te parece divertido?

—No es por eso —se justificó el inspector—. Es que eres pequeña.

¡Encima!

—No lo soy, mido casi uno setenta.

—Uno sesenta y cinco, diría yo. —No discutieron ese punto, tenía razón él—. No había caído en que sin esos taconazos serías pequeña.

No lo comprendía, pero verla diez centímetros más baja y descalza, además, le inspiraba ternura.

—¡Que no soy pequeña!

—¡Tranquila, fierecilla, que en horizontal todos somos iguales! —dijo mientras levantaba las manos, rindiéndose.

Odiaba esa frase.

—Sí, pero no se puede estar en misa y repicando —murmuró, malhumorada.

—¿Qué has dicho? —No estaba seguro de haberla entendido, ni a ella ni la alusión sexual que suponía.

—Nada, cosas de mi ex, que medía casi dos metros y era un imbécil.

Surgió la competitividad masculina: «Más alto que yo, pero seguro que no está tan en forma». Iba al gimnasio a diario.

—¿No tienes pareja, pues?

Laura volvió a sentarse e ignoró la cuestión de su vida sentimental.

—¿De qué querías hablarme?

No necesitaba preguntar si él tenía novia, sabía que estaba soltero, ya lo había averiguado. Vio cómo se ponía serio al entrar en materia.

—De tu decisión —respondió Martín sin preámbulos—: te has cargado una investigación de ocho semanas.

—Si el crío no la hubiera cagado esto no habría pasado, lo sabes tan bien como yo. ¿En qué leches estaba pensando para coger esos papeles de su despacho?

—Se precipitó.

—¿Se precipitó? —repitió ella, poniéndose tan seria como él—. No, precipitarse es meterte en la ducha cuando aún no sale agua caliente. Lo de tu grupo fue una cagada monumental.

—Lo sé, pero no hace al delincuente menos culpable.

—Todos tenemos derecho a que se respeten nuestras garantías constitucionales —le recordó con mala leche.

—Ese hijo de perra no tiene derecho a nada —le discutió con ferocidad.

—Has estudiado leyes, lo sabes tan bien como yo. —Se encogió de hombros, impotente.

En eso la jueza tenía razón y no pudo rebatirla.

—De todas formas pudiste ignorar la procedencia de la documentación.

—O tú entrenar mejor a tu equipo.

—¿Me estás culpando a mí?

Su voz sonó helada. Y verlo tan serio, tan frío, hizo que sintiera placer en lugares de lo más inadecuados.

—¿Que si me estás culpando a mí? —le repitió, la furia contenida.

¡Wow! ¿Sería insano querer enfadarle? Porque telita cómo se ponía…

—No, no te culpo. Pero si lo que buscas es justicia, esto es un tribunal, aquí se aplica la ley: somos jueces, no justicieros.

Otra jodida verdad incontestable que detestaba.

—Pues os equivocáis a menudo.

Escuchar decir que se equivocaba en su trabajo la sulfuró, pero prefirió mostrarse serena, como él. Y atacar era siempre una buena defensa, lo veía a diario en Sala.

—¿Nos equivocamos tanto como tu novato cogiendo un archivo de la mesa del presunto?

A punto estuvo Martín de perder los nervios. No tardarían en hacerlo inspector jefe, por méritos y por su capacidad para mantener la calma, pero aquella mujer sacaba todo de él.

Y todo era todo.

—Mira, Laura, no quiero discutir.

Le sorprendió que la llamara por su nombre, pero le gustó así que no lo criticó.

—Pues dale una patada a la puerta y sácanos de aquí, será lo mejor.

—Solo si me dejas tú darle una patada a la puerta de ese criminal.

—Ni p’atrás. —Lo vio cruzarse de brazos y apoyarse en el marco, socarrón—. No me importa, ya entrará algún caballero a los váteres a quien pedir ayuda.

La sonrisa de él se torció, sarcástica.

—Y te sorprenderán conmigo encerrada en un baño. De acuerdo, mis compañeros sumarán dos más dos, les dará cinco y me pondrán una medalla.

Lo miró, retándolo.

—Tal vez sean mis compañeras quienes me la pongan a mí.

Impactado por sus palabras, echó la cabeza atrás y se rio con ganas, rompiendo la tensión.

—¿Qué te hace tanta gracia? —En verdad estaba intrigada.

—Ser una especie de objeto sexual.

—No te lo creas tanto —se burló, desdeñosa.

¿Sabría que era, en efecto, el policía más deseado de los juzgados?

—Lo has dicho tú —levantó las manos, haciéndose el inocente—, no yo.

Le señaló la pistola que portaba en el cinturón.

—No sé por qué levantas las manos, si eres tú quien va armado.

En cambio, para él, la peligrosa era ella.

—¿Y qué hay de ti?, ¿no te gusta saber que media comisaría te desea?

«Y la otra media también, qué cojones», reconoció para sus adentros Martín.

—Permíteme dudarlo. —No estaba siendo modesta—. Aunque si les puede poner algo será la toga, porque nunca me han visto sin ella.

Para su sofoco, tras sus palabras él la examinó despacio, de arriba abajo. Sintió calor en cada punto que su vista repasaba y se concentró entre sus piernas.

«¡Mierda, mierda, mierda!» repitió de carrerilla. «Por favor, pupilas, no os dilatéis, que el inspector se las sabe todas».

—De todas formas no esperes a ningún caballero —cambió Martín de tema, dándose cuenta de que comérsela con los ojos había sido perjudicial para su serenidad—, no entrará nadie a socorrerte.

—¿Por qué? —le inquirió, petulante.

La ironía en su gesto fue muy visible.

—Porque he puesto el cartel de no pasar.

—¡¿Que has hecho qué?!

¿Qué había dicho que había hecho? Lo mataba. Ahora sí que la pillaban in flagrante delito, ya fuera estar donde no debía o asesinato, que estaba por decidir.

—Ya me has oído. Pero no te preocupes… —Y le mostró su móvil, engreído.

—No te molestes —lo desanimó—, en este punto no hay cobertura, por eso vengo aquí. Es uno de los tres lugares de todo el edificio que no la tienen, y el más cercano a mi sala. El segundo está en el cuarto de los folios, en la tercera planta, y es el más próximo a mi despacho —su voz iba mostrando su resignación mientras hablaba—. Y el tercero, que uso solo en casos graves, en el sótano, en la sala de archivo. Pero solo desde los juicios desestimados de 1987 hacia atrás —se explicó ante la mirada de extrañeza que estaba recibiendo a cambio de su confesión—: A veces una necesita un poco de tranquilidad, y encontrar un huequito donde ni el teléfono me moleste es un lujo.

Comprobó él su móvil: pues sí, ni una mísera rayita. Completamente fuera de cobertura.

—No llevo el walkie —lamentó.

—Miremos la parte positiva, inspector: al menos es el de minusválidos y no estamos apretujados.

—Fantástico, ahora resulta que eres una optimista.

Parecía cabreado, así que volvió a su Kindle, olvidado desde que entrara allí interrumpiéndola, decidida a ignorarle.

Llagaria la miró a placer mientras leía, concentrada, más de cinco minutos. Un diablillo se apoderó de él, que se aburría en grado máximo.

—¿Es porno?

Laura levantó la cabeza, espantada.

—¿Qué has dicho?

La sonrisa de Martín era de órdago.

—Que si lo que lees es porno. Lo digo porque estás muy atenta. —Y su gesto aún se ensanchó más.

¿Habría podido alcanzar a entender las líneas, de lejos y estando al revés para sus ojos?, se preguntó Laura, escamada. Estaba leyendo una novela romántica y había llegado a la escena hot: «La penetraba con fuerza mientras ella gemía y le pedía que le diera más, que se lo diera todo». ¡Oh, joder, que no la hubiera descubierto!

—Tú estás fatal de lo tuyo —dijo indignada.

—Y tú tienes cara de culpable —insistió.

—No digas tonterías, es una historia de asesinatos.

Y volvió al libro. Algo en la cara de la jueza le dijo que le estaba mintiendo, y tenía tanta curiosidad como ganas de divertirse.

—No te creo. Léemelo en voz alta, anda.

—No —le estaba costando contener el azoramiento.

Y la risa.

—Pues dime de qué va, al menos.

Eso era más sencillo, imaginación al poder.

—Trata de una asesina en serie que se dedica a matar inspectores listillos.

—¿Te parezco listo? —preguntó con engreimiento.

—Me pareces un listo —respondió más para sí que por ser escuchada, volviendo a su escena, intentando no sonrojarse a pesar de lo caliente que se estaba poniendo.

«Él la cambió de postura, colocándola de espaldas. Las manos le cubrieron los pechos y le pellizcó los pezones con los dedos. El gemido de placer lo puso más duro y volvió a entrar en ella con fuerza renovada. “Es así cómo lo quieres, ¿verdad?, Ana” Ella no podía contestar, temerosa de correrse si…».

—Ahora entiendo por qué nunca sales: pasas todo tu tiempo libre leyendo novelas de asesinas de inspectores.

Molesta por la interrupción levantó la vista del ereader.

—¿Qué te hace pensar que no salgo? ¿Acaso alguien te ha mentido?

Satisfecho al tener de nuevo su atención, contestó como si fuera una evidencia:

—No te he visto por ninguno de los garitos de Ruzafa, ni en El Carmen tampoco.

—¿Me has buscado? —Ahora era ella la engreída.

«Más de lo que puedas imaginar», reconoció aunque no fuera a confesárselo ni harto de vino.

—Tal vez.

—¿Estoy bajo investigación?

No creyó ni una palabra de lo que le decía, ella misma lo había buscado cuando salía por esos mismos dos barrios y no lo había visto nunca.

—¿Has hecho algo que se pueda considerar delictivo, acaso?

Ella puso cara del gato que se ha comido al canario.

—No hablaré si no es en presencia de un abogado.

—Aquí no hay abogados, señoría. ¿Se niega al interrogatorio?

Simuló pensarlo detenidamente.

—Ni de coña te confieso mis pecados, Martín. Te quemaría las orejas…

Lo vio pasar del Kindle y agacharse despacio, poniéndose a su altura. Acercó la cara a la suya hasta que pudo oler su aftershave, que le embargó los sentidos. Seguro que pudo sentir cómo tomaba aire ante su cercanía y su olor.

—Tienes cara de inocente —bromeó, apartándose.

Había notado cómo le afectaba su proximidad, no presionaría más. Era más de lo que esperaba, ya buscaría un momento más propicio para profundizar en aquella reacción.

—¿Me absuelves pues del delito de fallar en tu contra?

La miró simulando severidad.

—Bueno, ya que pareces arrepentida y siendo obvio que no vas a hablar más…

Se volvió a la puerta, le dio una patada sin avisar siquiera y esta se abrió al momento.

También ella se levantó como un resorte.

—¡Podías haber hecho eso hace más de quince minutos! —lo acusó.

No se molestó en negarlo, mirando cómo se calzaba y se acercaba a él señalándole con el dedo, con la seguridad que le daban los centímetros extra de los tacones.

—No hubiera sido tan… edificante.

—¿Edificante? ¿Qué tiene de edificante estar encerrado en un baño?

La tenía frente a frente, con los ojos brillantes. Enfadada estaba para comérsela. Así que entornó la puerta y le susurró:

—Lo edificante ha sido encerrarme contigo, señoría.

Y bajó los labios a su rostro, dispuesto a darse un festín.

Laura no esperaba que la besara. No esperaba nada ni pensó tampoco. Se aceró más a él, abrió la boca y buscó su lengua, ansiosa. Debió de gustarle su descaro porque sintió al momento las grandes manos en su culo, pegándola a su pelvis y respondiendo a los envites de su beso. Lo imitó, le encantaba su trasero prieto, que se adivinaba con los pantalones oscuros del uniforme.

Oyeron de repente una puerta cercana abrirse y unos pasos indecisos, al tiempo que una voz preguntaba.

—¿Hay alguien? ¿Hola?

La separó veloz de su cuerpo, haciéndola a lado, asegurándose de que el intruso no la vería. Se asomó él y vio a un hombre con un carrito de limpieza. Se adelantó a cualquier pregunta insidiosa.

—Me había quedado encerrado en el baño, si llega usted a aparecer un minuto antes no hace falta llamar a los de mantenimiento —y con la cabeza señaló el pomo, que había saltado de su sitio y se hallaba en el suelo.

—Vaya mala suerte. He visto el cartel de «recién fregado» y como no lo había colocado yo, que me encargo de los váteres de hombres de todo el edificio, he entrado a ver si es que había algún problema. Ahora quitaré la prohibición.

—Ni idea —dijo, encogiéndose de hombros, como si no supiera de qué le estaba hablando.

Y se acercó a la pila de dentro del baño a lavarse las manos como si nada, viendo el reflejo de ella a un lado, contra la pared, con cara de pilla, como si acabara de atracar un banco. Se la hubiera tirado allí mismo, tentado estaba de cerrar la puerta de nuevo.

—Hasta luego —se despidió el señor de la limpieza.

—Adiós —le respondió.

Cuando escucharon la puerta cerrarse ella soltó una carcajada. Él, en cambio, la observaba con gravedad.

—Será mejor que salgas antes de que te vean. —Y siguió lavándose las manos, evitando volver a mirarla.

Sintiéndose ignorada de pronto, recogió el Kindle, lo metió en el bolso y se lo cargó al hombro.

—Sí, mejor. Nos vemos —medio preguntó, medio afirmó.

—Sí, claro, nos vemos.

Sin más que decir, se fue sin mirarle, más contrariada que ofendida.

Cuando la oyó salir Martín suspiró sonoramente. Había besado a su jueza como si no hubiera un mañana y ella le había calentado la sangre como cuando era un adolescente. Laura era una mujer apasionada y, o la echaba del baño, o la encerraba otra vez y pegaban un polvazo que pasaría a los anales de su historia.

Porque ahora lo tenía claro: ellos dos iban a tener una historia, sí o sí.

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Capítulo 3

Era lunes y había sido un principio de mañana infernal, con tiempo apenas para un café. Una vista en la que los letrados parecían tener algo personal entre ellos más allá del pleito, un proceso en que había tenido que intervenir la policía judicial para poner orden cuando el acusado había intentado golpear a la demandante, y un caso complicado que en la fase probatoria estaba poniéndose muy cuesta arriba. ¡Todo lujo y diversión, yupi!

Necesitaba un respiro, uno de los grandes, así que se quitó la toga, cogió el bolso y puso rumbo a los ascensores. Pulsó el sótano y, una vez abajo, saludó a uno de los que se encargaba del archivo, y se dirigió a las causas sobreseídas. En 2005 contrataron a un equipo para que escaneara toda la documentación, pero tres años después los recortes había suspendido el proyecto sine die y seguían acumulándose documentos en papel. Los dos empleados de aquella especie de biblioteca apenas tenían tiempo para escanear, además de cumplir sus tareas.

Llegó a los legajos de 1987, comprobó que el móvil estuviera fuera de cobertura y se sentó sobre una mesa que debía de estar allí desde antes de que ella aprobara la carrera. Sacó el Kindle pero no lo encendió, no lo había vuelto a conectar desde la memorable escena del baño. Su cabeza no estaba para lecturas, había pasado todo el fin de semana dándole vueltas al beso del inspector Llagaria. Cuando el jueves se separaron creyó que tendría noticias suyas al día siguiente, siendo que trabajaban los dos, pero no fue así. Estaba convencida de que Martín tenía su número y de que, si no, podía pedirlo sin levantar sospechas, pues en Jefatura tenían los teléfonos de los jueces de instrucción para casos de emergencia.

Del mismo modo ella podría haber conseguido el suyo, pero no lo hizo, segura de que no iba a ser necesario.

Así, el viernes noche lo dedicó a recorrerse Ruzafa y El Carmen buscándolo, de bar de copas en bar de copas, sin éxito. Y el sábado noche también, para qué engañarse. Su amiga Amparo había acabado harta de tanto paseíllo, pero como mejor amiga que era, la acompañó sin protestar demasiado.

Era la mañana del lunes, sobre las… miró el reloj de muñeca… doce del mediodía, y seguía sin saber de él. Pues qué bien.

Podía justificar su silencio del viernes si había tenido turno de tarde o alguna emergencia que le hubiera impedido comunicarse con ella. Agradecía, de hecho, que no hubiera aparecido de paisano —dando por sentado que hubiese tenido el viernes por la mañana libre, lo que era mera especulación—, no quería dar que hablar, se sabía muy respetada por sus colegas y cuando cumpliera los quince años preceptivos de carrera pretendía postular a la Audiencia Provincial; mientras menos se hablara de su vida personal, mejor para sus planes de futuro.

Así que el viernes podía eximirlo de toda culpa. Pero había transcurrido el fin de semana y seguía sin saber de él, y no quería más excusas para el sábado y el domingo, tendría que asumir que lo que no había era interés. Que pasaba de ella más que de la mierda, vamos.

No podía evitar la sensación de haber sido despreciada. A pesar de ser una mujer segura de sí misma, Martín le gustaba, y todavía le gustó más cuando supo que tenía sentido del humor y que besaba de miedo. Al parecer, ella no le había causado tan buena impresión. ¡Tanto gilipollas que se había quitado de encima y para uno que quería que se le pusiera encima, no había manera! El karma, ese pequeño cabrón.

De todas formas quizá no fuera ella, sino él, sus ambiciones profesionales. Sabía que también el inspector tenía una carrera bien proyectada y que un affaire con una jueza sería caldo de cotilleos, pero ¡joder! ya podía haberle dicho algo en lugar de desaparecer sin más.

«Algo ¿cómo qué? —le preguntó la misma vocecita zorra que llevaba amargándola desde el viernes por la tarde—, ¿algo como que se divirtió pero no lo suficiente para repetir?, ¿algo como que no le moló la escenita?, ¿o algo como que fue con idea de reprenderte por tu sentencia, vio la oportunidad de meterte mano y no la desaprovechó?».

Si encontraba el volumen que desactivaba a esa conciencia de mierda, la desconectaría.

—¡Hombres! —se quejó al vacío, frustrada.

El error fue suyo —siguió machacándose— por mostrarse tan dispuesta. El muy inútil habría confundido sencillo con fácil y no valoró su arrojo. Si se lo volvía a encontrar… si lo pillara en ese momento…

Comenzó a pensar en venganzas absurdas, desde denegarle todas las causas que llegaran del Grupo IV hasta ignorarlo en público y largarse toda digna; eso suponiendo que se decidiera a dar señales de vida, claro.

No, no pensaba volver a hacerle caso, que le dieran al inspector Llagaria, por más bueno que pudiera estar.

***

Martín hubiera regalado sus últimos tres días a quien se los pidiera. El delincuente cuyo domicilio pretendían registrar, sospechando que andaban tras él, intentó destruir pruebas incriminatorias. Por fortuna, la Udyco había estrechado la vigilancia a la que estaba siendo sometido tras la denegación de entrada por parte del juzgado, y habían tratado por todos los medios de evitarlo. Hasta conseguirlo, de hecho. Fue el sábado por la noche cuando, por fin, obtuvieron nuevas pruebas para incriminarle. Entonces sí, el juez de guardia, que para su decepción no era Laura Mora sino Manuel Rosales, había extendido la orden judicial, haciendo que la noche se alargara muchísimo. El día siguiente había sido un día de lo más movidito, también.

Organizó el dispositivo la madrugada anterior a la operación y eligió a los compañeros, despertó a un comisario para pedirle refuerzos y, en resumen, apenas durmió. El domingo a las seis, con el sol todavía oculto, había más de treinta hombres a su mando en comisaría, ya esperándolo con el equipo a punto: ariete, escudos, pasamontañas… Los colegas de Seguridad Ciudadana cercarían la zona, imposibilitando cualquier vía de escape. A las nueve de la mañana las detenciones se habían practicado ya y comenzó la labor más minuciosa de inspeccionar el escenario y registrar todo el material incautado. Se le hicieron las once de la noche, y había pedido turno de mañana el lunes para buscar el teléfono móvil de la jueza, si es que no tenía ocasión de acudir a la Ciudad de la Justica.

A pesar de ir hasta arriba de trabajo su imagen se le había cruzado por la mente con frecuencia y había revivido el placer del beso.

Agotado, hacía diez minutos que había llegado a los juzgados, vestido de uniforme, so pretexto de entregar en mano el informe, y se había asomado a su sala, para no encontrarla allí. Indeciso, se acercó a su despacho, donde tampoco se hizo con ella. En un último intento, había ido a la cafetería, pero nada, tampoco.

Al parecer no trabajaba ese día. Conseguiría su número en cuanto llegara a Jefatura y le enviaría un whatsapp, no quería pedirlo a su secretaria si no era estrictamente necesario y, total, si no estaba, era muy difícil que llevara el móvil del trabajo.

Fue ya en la salida del edificio cuando, al pensar en el móvil, tuvo una corazonada. Siguiendo su instinto volvió a subir a la tercera planta y preguntó por la secretaria judicial, cambiando de opinión y preguntando cómo localizarla.

En cuanto estuvo en un lugar menos transitado, la llamó: el teléfono al que llama está apagado o fuera de cobertura en este momento.

Con sonrisa lobuna bajó a la planta baja y buscó en el baño de minusválidos, que halló vacío. De ahí subió a la tercera planta —iban a pensar que estaba acechándola— y preguntó por el cuarto de las fotocopias. Si al oficial judicial al que paró le sorprendió su destino, no lo dejó ver, pero ¿qué pintaba la nacional en esa estancia enana? Llegó al cuartucho pero cosechó la misma suerte: desierto.

Le iba a hacer pagar tanto paseo, se relamió pensando en el castigo que le aplicaría. Convencido de que la iba a encontrar, regresó al ascensor y pulsó la planta del sótano. Allí encontró a un funcionario, mostró la placa y le inquirió por los casos desestimados.

—Segundo pasillo de la izquierda, al fondo, casi al final. ¿Qué año busca?

—Mediados de los ochenta, creo —respondió con vaguedad, disimulando.

—Tendrá que llegar al fondo del aravico, ese pasillo acaba en 1985 y desde ahí sigue por el tercero desde 1984.

—Gracias.

—Si se encuentra a la jueza Mora no se preocupe, suele husmear en esa zona de vez en cuando. De hecho ha entrado hace cinco minutos.

¡Por fin la había atrapado! Con sigilo recorrió el corredor hasta divisar unos zapatos en el suelo: unos de tacón alto y suela roja. Como si de Pulgarcito siguiendo migas de pan se tratara, llegó hasta ellos y por ende hasta Laura, que estaba sentada de espaldas, concentrada, y no le vio llegar.

—¡Hombres! —la escuchó quejarse, y no pudo evitar sonreír.

Se había referido a ellos como si fueran el quinto jinete del Apocalipsis, una plaga y una pandemia, todo junto.

—¿Te molestan todos ellos en general o alguno en concreto? —le inquirió divertido, asustándola.

—¡Aaah! —gritó, volviéndose a buscar al dueño de aquella voz, no esperando ser interrumpida en su lugar de descanso favorito.

Lo miró como si fuera el ejército invasor. Martín levantó las manos, un gesto de supuesta rendición que a ella le recordó su encierro juntos.

—Lo digo por si puedo ayudarte con alguien en particular. Ya sabes, nuestro lema es servir y proteger, y más a una mujer tan bella.

«¿Ahora soy guapa? ¿Ahora? Ahora lo que puedes hacer es buscar un bosque y perderte», estuvo a punto de soltarle, enfadada. «Un bosque o donde sea que has estado todo el fin de semana, ignorándome».

—Qué colaborador has venido, Llagaria, algo querrás a cambio —lo acusó—. ¿Cómo sabías dónde encontrarme?

—Seguí la estela de tu perfume.

—¡Y una mierda!

Se echó a reír. Le divertía su desparpajo, tan alejado de su pose seria y distante en Sala, cuando ejercía.

—De acuerdo, de acuerdo, nada de perfumes. Aunque —y le guiñó el ojo, juguetón— me encanta el tuyo. En todo caso te recuerdo que el jueves me dijiste cuáles eran los tres lugares en lo que solías esconderte…

—Yo no me escondo.

—… y por eso te he encontrado.

Ya. En qué mala hora se lo había contado. Quiso recordarle que era lunes, pero no le haría saber que le había estado esperando.

—¿Y has acertado a la primera? ¡Qué listo eres! Ni yo misma sabía que vendría.

—No, no ha sido a la primera —reconoció—, sino a la tercera. Te he estado buscando en el baño y donde las fotocopias. Y eso después de acercarme a tu sala, a tu despacho y a la cafetería. Confío en que nadie crea que es por algo personal.

Saber que la buscaba le gustó, casi tanto como que le dijera que estaba allí por un asunto que nada tenía que ver con el trabajo. Aun así no se mostraría accesible, que ya lo había hecho en el aseo. Que se lo currara él.

—Pues ya me has encontrado.

—Sí.

No dijo más, se conformó con mirarla. Estaba preciosa con unos vaqueros, descalza, y con la larga melena rubia, que tan bien contrastaba con su toga cuando la vestía, recogida en una coleta.

—¡Martín! —se exasperó al ver que no decía nada, sintiéndose avergonzada por el escrutinio al que la estaba sometiendo, tan parecido al del jueves, cuando acabaron besándose como unos posesos.

El viernes se puso un vestido y botas esperando verlo. Ese día, como signo de rebeldía, de «me importa una mierda si viene o no», había preferido vaqueros y recogerse el pelo. Apenas llevaba maquillaje.

—Este fin de semana hemos detenido a…

—Lo sé, lo he visto esta mañana —le interrumpió—. Enhorabuena.

—Gracias.

—¿Has venido a reprocharme que no fuera yo quien extendiera la orden, acaso? —Pero su tono había perdido beligerancia.

—No —negó, acercándose a ella, dando la vuelta a la mesa para colocarse frente a frente—. Ya te he dicho que he venido por un asunto personal. Muy personal —acabó, bajito.

Su cercanía la puso nerviosa. Le llegaron en cascada las sensaciones de sus labios y su cuerpo pegados a su propia figura.

—¿Entonces? —susurró también ella, expectante.

—¿No puedo estar aquí solo porque quiero verte? ¿Por qué me moría de ganas de volver a saborearte?

Quiso soltarle que ya la había visto y que se quedaría con las ganas de algo más, que podía volver por donde había venido, o que sí que habían tardado las ansias de verla bien lejos, o cualquier otra fresca. Pero la prudencia le dijo que se callara y lo dejara hablar a él.

—Ajá —fue todo lo que murmuró, una palabra ridícula pero en absoluto comprometedora.

La miró con fijeza, expectante.

—Ahora es cuando tú deberías decir algo así como que también te alegras de verme, ¿no?

—Ajá —repitió.

El inspector creyó entender su juego.

—¿Estás enfadada porque te besé y no he venido a verte hasta hoy? Porque sería tan sencillo responderte que tampoco tú me has buscado. —No había reproches en su voz.

Y a pesar de que no la retaba, cuatro o cinco respuestas se agolparon en su lengua, mas prefirió pensar bien qué decir. Martín esperó, en absoluto incómodo con su silencio.

¿Le confesaba Laura que lo había estado buscando, que no era de las que se quedaba esperando a que un hombre la llamara? ¿Le reprochaba que no le hubiera enviado ni siquiera un mensaje? No: mejor lo acusaba de haber cortado cualquier puente entre ellos.

—Lo hubiera hecho si no me hubieras largado del baño como si tuviera la peste.

Mierda. En cuanto lo hizo, el jueves después de ser sorprendidos, supo que había cometido un error, pero no pudo salir después a buscarla, hubiera sido demasiado público, y lo que fuera tenía que ser privado, solo para ellos.

—No pretendía ser desagradable, solo alejarte y evitar que te sorprendieran en el baño equivocado, y con un hombre, además.

Si llega a decir «y con el hombre equivocado» le hubiera dado una señora patada en las pelotas. Así, casi tenía que agradecérselo. Pero ni de coña lo haría.

—Ya, qué caballeroso por tu parte, darme puerta sin mirarme siquiera a la cara. Y aún me preguntas por qué no me he acercado a ti. Muy lógico todo, de verdad que sí.

Dispuesta a ignorarlo, encendió el ereader y se puso a lo suyo.

Él se lo tomó de las manos para evitar que dejara de lado la conversación. Vio cómo en su cara se dibujaba la alarma, y eso le hizo bajar los ojos a la pantalla.

¡Nooo!, gritó a todo pulmón la jueza en su interior. No había leído en todo el fin de semana, seguro que continuaba en la escena de sexo del jueves, recordó. ¿Por qué a ella, Dios, por qué a ella?

La cara de sorpresa tras leer las primeras palabras y el interés con el que continuó su lectura le confirmaron que, en efecto, tenía frente a sus ojos la escena hot.

—Vaya, vaya, así que después de todo sí era porno —sonrió despacio, una sonrisa ladeada llena de anhelo.

No pudo enfadarse, la mirada preñada de ganas que le estaba lanzando, cargada de deseo, la dejó sin respiración.

—No lo es —se justificó—, es una novela romántica, pero esa es la parte caliente, cuando se acuestan juntos.

—¿Quiénes? ¿La jueza y el inspector?

Martín se había acercado todo lo que la mesa le permitía y tenía una mano a cada lado del cuerpo femenino, rozándole los muslos, olvidado ya el Kindle.

—La jueza asesina, no lo olvides —quiso bromear, tanto se había tensado el ambiente.

—¿Cómo una mantis religiosa, que se come a su pareja después de copular?

—Mira, no es una mala idea —dijo sin pensar, pretendiendo amenazarlo.

Pero Llagaria no pensaba en la muerte sino en el sexo. ¡Dulce manera de morir, si es que era necesario no ver un nuevo día! No elegiría a otra para que lo matara.

Agachó la cabeza, dándole tiempo a que se apartara si así lo quería, para rozar sus labios con delicadeza. En cuanto supo que ella no le rechazaría cambió el tono del beso a uno más húmedo y abrasador. Le abrió la boca al tiempo que sus manos subían hasta la estrecha cintura y tiraba de toda ella hasta el borde de la mesa para acercarla a él hasta que no cupo ni una ráfaga de aire entre sus cuerpos. Presa de la misma urgencia, ella abrió las piernas y le rodeó las caderas con ellas, cruzando los pies a su ancha espalda como para asegurarse de que esa vez no se apartaría.

Con una mano Martín le cogió la coleta y tiró un poco de ella para colocarla en mejor ángulo para descubrir su cuello y bajar la boca por la deliciosa piel, hambriento, y lamerle las clavículas que la camisa dejaba al descubierto, para subir después hasta su oreja y darle un mordisquito en el lóbulo.

Friccionó su pelvis contra la de ella mientras lo hacía.

—¿Me sientes duro? —Recibió un gemido por respuesta—. El jueves estaba excitado, también, y o te echaba del baño o te ponía contra la pared y te la metía sin importarme si nos sorprendían o no.

Sus palabras penetraron en ella, la disculpa, la escena caliente que le presentaba. Le cogió la otra mano y se la llevó a su propio seno, pidiéndole más.

Él no necesitó más estímulo, subió ambas manos a su torso y se los amasó, pellizcó sus pezones, y después hizo lo mismo con su boca, desabrochando con rapidez los botones y bajando la cabeza hasta allí, apartando el sujetador, que para fortuna de ambos se desabrochaba por delante.

—No te detengas —le susurró Laura, famélica de su atención.

Siguió agasajando sus pechos, mordiéndolos y lamiéndolos un poco más, antes de apartarla y forzarla a mirarlo.

—¿Estás segura? —Vio que lo observaba confusa, sin saber bien a qué se refería; ni siquiera recordaba haberle pedido que continuara—. De que no quieres que pare ahora, ¿estás segura?

No tuvo que pensarlo:

—Sí —murmuró, volviendo a buscar su contacto.

Pero él no se lo permitió, manteniendo una distancia prudente hasta estar él seguro también de que lo había entendido.

—Laura, estamos en los Juzgados: tu puesto de trabajo. Y si no me detengo ahora ya no querré hacerlo después. —Aunque si se lo pedía lo haría, claro que lo haría y ambos los sabían.

Lo miró y cogió aire. Tenía razón, la ocasión era de todo menos propicia, quizá fuera eso lo que la hacía tan interesante. ¡Qué leches!, lo deseaba como nunca había deseado a otro hombre y, a fin de cuentas, en todas las veces que había estado allí nunca la habían sorprendido. ¿Por qué tendría que ser diferente esa mañana?

—Te quiero dentro de mí, Martín. Sin dilaciones.

El tono, entre exigente y desesperado, y la expresión, tan profesional, le hicieron perder la razón. Aprovechando que estaban todavía separados puso las manos en los botones de los Levi´ s de ella y se los desabrochó sin dejar de mirarla, como tampoco separó sus pupilas de las suyas mientras tiraba de las perneras para quitarle el pantalón y las braguitas al mismo tiempo. Lejos de avergonzarse, Laura abrió las piernas para acercarlo de nuevo mientras volvía a pegarse a sus labios y sus pequeñas manos se perdían en el enorme pecho del inspector. Cuando sintió un dedo introducirse en ella volvió a gemir.

—Estás ya preparada —murmuró, maravillado.

—¿Y a qué esperas?

Sonriendo con ternura ante su impaciencia, sacó del bolsillo de atrás la cartera y buscó un preservativo; ella pudo ver su placa. Se bajó el pantalón y el bóxer negro ceñido, se colocó el condón y entró en su cuerpo sin delicadeza. Un gemido más gutural acompañó el movimiento.

—Fóllame duro —le pidió Laura, demasiado ansiosa para soportar un polvo lento.

—Sabía que eras una mandona —se burló él.

Pero obedeció, ¡vaya si obedeció! Concatenó una serie de embestidas imponentes al tiempo que la besaba para evitar que los gritos de ambos fueran escuchados. En menos de un minuto habían alcanzado el orgasmo, juntos.

Apoyaron las frentes una sobre la otra y se miraron mientras iban recuperando la respiración y el control de sus mentes. Finalmente, Martín se apartó y recompusieron sus ropas.

—Tienes la coleta… —Realizó un gesto con la mano, sin saber cómo explicar que la tenía hecha un desastre.

Con una sonrisa ella se quitó la goma del pelo, buscó en el bolso un cepillo y se la volvió a hacer.

—¿Ya?

—Sí, ahora sí. —Callaron unos segundos—. Laura, no puedo demorarme mucho más aquí, he venido a entregar en mano un expediente, lo que nunca hago yo, por cierto, no en persona. He de volver a Jefatura o mi ausencia suscitará preguntas.

Entendió la jueza que se disculpaba por largarse justo al acabar, pero esa vez no le preocupó. Sospechaba que no sería un encuentro aislado.

—Es lo que tiene hacerlo en el sitio equivocado.

Sabiendo que se entendían, que esa vez era diferente a la del baño, la besó con delicadeza.

—Esta noche pienso hacerte el amor despacio y en una cama. ¿Me mandas tu ubicación?

Lo miró, engreída.

—No sé qué me alucina más, que des por senado que tengo tu número o que lo que des por seguro es que te voy a decir que sí.

Pellizcándole la nariz, volvió a besarla, un roce ligero esa vez, y solo contestó:

—Mándame la ubicación, por favor.

Y se marchó sin despedirse. Ella se quedó unos minutos más, a la mierda el juicio de la una si llegaba un poco tarde. Estaba demasiado eufórica para entrar en sala.

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Capítulo 4

Aquella noche le abrió la puerta nerviosa, con unos vaqueros, una camiseta blanca, descalza y a cara lavada. La vería pequeña, se mofó de sí misma, y no estaba segura de que le fuera a gustar tan informal, sin maquillaje que realzara sus facciones o sexi con un vestido de infarto.

El beso que recibió de Martín a modo de saludo la tranquilizó. No arreglarse había sido una especie de reivindicación, decirle que no esperara que fuera perfecta para él en todo momento. Aunque pareció no importarle qué llevara puesto —en realidad no podía saber que Llagaria se moría por quitárselo todo—, ella se lo comió con los ojos: también con unos vaqueros y camiseta negra, estaba para zampárselo sin masticar siquiera.

—Estás preciosa —la piropeó—. ¿Puedo pasar?

—Siéntete en tu casa. —Le franqueó la puerta, aunque no pasaron de la entrada—. ¿Has cenado?

—Todavía no —eran las ocho y media, después de todo—. He dormido un rato, han sido tres días de locos. Creí que la invitación incluía cena.

Rio ella.

—Vaya, vaya, el señor espera cama y comida. A ver si te vas a creer que esto es un hostal, inspector.

Compuso un gesto grave al escuchar sus palabras.

—Laura, sobre eso…

Fue su turno de ponerse seria. ¿Qué le ocurría?

—¿Qué?

—Mira… yo… —Se pasó una mano por el pelo, nervioso—. ¿Podemos sentarnos?

Lo llevó al comedor y le indicó el sofá, tensa toda ella.

—¿Y bien?

No pudo evitar ponerse a la defensiva, brazos cruzados y mirada fría.

Martín se armó de valor.

—Sé que nos conocemos únicamente del trabajo, y que solo hemos… hemos…

—¿Pegado un polvo? —lo ayudó, más molesta todavía sin saber por qué.

Había esperado besos y caricias, no una charla seria que apuntaba muy malas maneras.

—Sí, eso. Escucha…

Si iba a dejarla ya podía haberlo hecho en el juzgado, en lugar de quedar en su casa. Claro que en el sótano del edificio había parecido interesado. ¿Habría cambiado de idea?

—¿Has cambiado de opinión? —atajó, no queriendo alargarlo.

Martín alucinó ante sus palabras. ¿Tan mal lo estaba haciendo?

—¿Qué? ¡No, claro que no! —Pillándola por sorpresa, le robó un beso rápido pero feroz para distender el ambiente—. Lo que quiero decirte es que no voy acostándome por ahí con…

—¿No? —Aunque no tuviera derecho, saberlo la alivió.

—No —le confirmó—, y menos si ella es una jueza a la que tengo que pedir órdenes de registro.

—Yo tampoco.

—Me alegro —respondió sin pensar, temiendo que lo acusara de machista.

Pero Laura sospechaba lo que venía después y el estómago se le llenó de mariposas. Además, habían pensado lo mismo.

—¿Entonces?

—Entonces quiero que esto sea algo más que sexo. Para un polvo no me meto en este berenjenal.

La mirada llena de ilusión que recibió por respuesta lo tranquilizó del todo. Era obvio que ella también quería intentarlo, quería una relación.

—¿Y si me lo tengo que pensar, inspector? —respondió juguetona.

—¿Estás negándote a la autoridad?

—Hmm. Tal vez.

Se levantó y tiró de ella, poniéndola de espaldas, pegada al tabique.

—Eso es constitutivo de delito, señoría, así que voy a tener que detenerla. Contra la pared. Y las manos donde pueda verlas —le pidió en tono firme al tiempo que la tomaba de las muñecas y con una mano se las subía por encima de la cabeza, inmovilizándola de un modo que no estaba escrito en el protocolo.

—Creo que esto podría considerarse abuso de autoridad, inspector.

—No, lo que estoy haciendo es asegurarme de que no eres una jueza asesina. ¿Cómo decía tu novela?: Entonces la cambió de postura, poniéndola de espaldas, y restregó su pene contra ella. —Lo hizo y ella gimió—. Exacto, ella gemía —le susurró en el oído—. Y entonces le puso las manos en los pechos y le pellizcó los pezones… Así… mientras ella se retorcía de placer contra él… Lo estás haciendo muy bien, Laura.

Sentía que iba a correrse si continuaba narrándole lo que iba a hacerle… que fue lo que ocurrió. Sin dejar de murmurarle al oído, le bajó los pantalones y el tanga y la penetró, sabiendo que la encontraría ya húmeda y preparada. Y se movió despacio y con fuerza dentro de ella, gestando poco a poco un orgasmo que los hizo gritar.

Ya relajada, todavía con él dentro, le preguntó con voz ronca:

—¿Cuándo lo haremos con calma y podré tenerte en mi boca?

—Después, mañana, siempre. Tenemos todo el tiempo para saborearnos.

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Epílogo

Tres meses después

Se acercó para ayudarla con los cubatas. Estaban en la plaza del Negrito, en el mismo centro del barrio de El Carmen, de copas. Se colocó detrás de ella y le besó el cuello, un roce ligero.

—¿Te lo estás pasando bien?

—Mucho. —Era cierto.

—¿Y por qué has venido a refugiarte a la barra?

—Por si queríais hablar de vuestras cosas —le contestó, insegura, encogiéndose de hombros.

Martín se había mudado a su casa el fin de semana anterior, aunque hacía casi un mes que vivían juntos de facto. Había informado a sus superiores de la situación y esa noche, tras resolver una operación complicada, la había invitado a salir con sus compañeros a celebrarlo. Se sentía cohibida, no era un secreto que el CNP y Magistratura solían tener una relación tirante.

—No hay cosas que tú no conozcas, eres la jueza instructora del caso.

—No me refiero a eso y lo sabes.

Sus colegas no habían tenido conocimiento de que mantenían una relación hasta que había aparecido en la cena. No estaba segura de que no la consideraran una intrusa.

—Te adoran.

—Veremos si no dejan de hacerlo cuando os deniegue una petición —se lamentó.

—No, no lo harán porque ya estaban locos por ti antes de saber lo nuestro. A quien odian es a mí porque soy el único que puede meterse en tu cama.

Se echó a reír, contenta, y se volvió hacia él con una sonrisa.

—¿No me dijiste que si se enteraban te pondrían una medallita?

—No conté con la envidia —protestó con exageración, riendo también—. Pero ¿sabes lo que te digo?

—¿Qué?

—Que será mejor ir acostumbrándolos.

Y sin avisarla siquiera la cogió por la nuca y la besó, un beso de verdad, de esos besos que la dejaban temblando.

Desde el fondo del local escucharon ánimos, silbidos y risas.

Confirmado, se dijo aliviada: el Grupo IV de la Udyco la había aceptado.

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Nota de autora

Espero que hayáis disfrutado con esta pequeña historia cuya única pretensión es hacernos más ligero el confinamiento que estamos viviendo estos días.

¿Por qué una jueza de instrucción y un policía? Solo os diré que de muy niña ya quise ser jueza de instrucción de la Audiencia Nacional, como lo era un tío mío que esta enfermedad se ha llevado.

Lo de Nacional es algo muy personal.

¿Y por qué en un baño? ¡Eso no os lo cuento ni harta de vino!, que al final querréis saberlo todo, ja, ja, ja.

Pasadlo lo mejor que podáis en esto días, sed responsables y, sobre todo, cuidaos mucho.

Besos,

Ruth M. Lerga

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¡Manos arriba!

Enredos con la ley 2

Ruth M. Lerga

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A vosotras, las lectoras, que impulsasteis un relato tan corto como ¡Contra la pared! en las listas de ventas y lo convertisteis en esta serie, «Enredos con la ley», con la que os pienso dar la brasa mientras me lo permitáis.

No sé si os merezco, pero no lo dudéis: os adoro.

Gracias

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Capítulo 1

—O sea, que lo mejor para los desengaños es tirarme a un desconocido un sábado por la noche con una copa de más, ¿no? —Aitana intentaba hacerse oír por encima de la música pero sin que las escucharan los de la mesa de al lado.

—¡Exacto!

Isabel, amiga desde la facultad de Medicina y de las pocas personas con las que no había perdido el contacto al marcharse de Valencia diez años antes, la había invitado a ir «de fiesta, por los viejos tiempos» a los dos días de regresar a su ciudad natal. Habían sido tremendas durante sus salidas universitarias.

—¿Y le pregunto cómo se llama?, ¿o no es necesario? —le siguió la broma, porque esperaba que estuviera de cachondeo y no hablando en serio.

—Si quieres, hazlo, ¡pero no le digas tu nombre! Ni lo lleves a tu casa, tampoco.

«Eso seguro», corroboró, dado que todavía no había acabado de instalarse. Una empresa de mudanza había llevado los muebles y cajas llenas de objetos y ropa, pero aún había muchas cosas que colocar, y más todavía de las que deshacerse.

—¿Qué tiene de malo mi nombre? Después de treinta y ocho años le he cogido cariño. Y Aitana es una sierra preciosa, además.

—Ni nombre ni dirección, hazme caso. Cuando entres en su casa envíame la ubicación para que sepa dónde estás. Y que no se te olvide avisarme al salir. ¿O eres de las que se queda a dormir? —¿A dormir con un desconocido sin tener ni siquiera una muda para ducharse a la mañana siguiente? Antes muerta—. No me pongas esa cara, no puedes haber olvidado todo lo que te enseñé. En fin, si a las once de la mañana no tengo noticias tuyas sabré dónde comenzar a buscar, al menos.

Aquella conversación se estaba poniendo demasiado seria.

—Isa, no flotes. ¿Acaso tú te has acostado alguna vez con un completo desconocido?

Sacudió la otra la mano izquierda, como restándole importancia a su inexperiencia, mientras con la derecha cogía su mojito y le daba un sorbo.

—¡No, claro que no!, pero yo soy médico, estoy en urgencias. No te imaginas lo que me encuentro los sábados y los domingos por la mañana si estoy de guardia. Se te van las ganas de tener sexo anónimo.

La tranquilizó saber que, a pesar de todas las locuras de juventud, su compañera de correrías seguía siendo prudente.

Le respondió con la misma cantinela:

—Pues si tú ves cosas de escándalo en urgencias, ¡imagina lo que me puedo encontrar yo!, que soy médico forense —fue su réplica medio en broma medio en serio.

Su amiga casi escupió su trago.

—Eres una cortarrollos, Aitana. ¿Qué probabilidades hay de que te maten por ir a pegar un polvo con un desconocido?

—Desconozco las estadísticas de aquí —encogió el hombro derecho—, pero te aseguro que a nivel nacional no son alentadoras. De todas formas, no hay que ser un genio de las matemáticas para saber que solo necesitas una vez para que ocurra. Es como lo de coger una enfermedad de transmisión sexual o quedarse embarazada.

Isabel se levantó, seria.

—Con esa actitud morirás sin volver a follar, lo sabes ¿verdad? —Rieron las dos—. Voy a la barra a por otro par. ¿Era Tankeray con Fever-Tree?

—Tankeray Rangpur con Fever-Tree —especificó.

Ambas tenían gustos caros cuyas nóminas no podían cubrir. Y también padres con dinero. El ático al que Aitana se había trasladado, en una calle peatonal al lado de la Bolsa de Valencia, fue de su abuela. Su familia lo había reformado tres años antes, cuando aquella murió. También el coche que llevaba estaba por encima de sus posibilidades: fueron sus padres quienes se lo compraron cuando tuvo un accidente de coche leve, argumentando que con un todoterreno como aquel no habría sufrido ni un rasguño y que hacía demasiada carretera, yendo y viniendo desde Salamanca tan a menudo. Habían pasado siete meses desde aquello. Ya había pedido el traslado al Ministerio del Interior cuatro meses antes, al romper con Carlos, y, por fin, le habían concedido Valencia.

Habría quien se avergonzaría de su dinero o quien, por el contrario, presumiría; ella simplemente agradecía haber nacido en el seno de una familia adinerada que le había permitido estudiar lo que quiso y, sobre todo, no haber tenido que compartir piso durante la residencia.

Apuró de un trago largo su gin-tonic y lo dejó en la mesa, volviéndose a otear la pista. La alegre salsa sonaba en el local y un montón de parejas se movían a su son. Bailaban bien, era un lugar habitual para sociales[1]. Había tomado clases de salsa, bachata y kizomba con Carlos, prescripción de su terapeuta de parejas para intentar salvar una relación que se hundía inexorablemente. No funcionó, pero le cogió el gusto al estilo. Adoraba bailar, había hecho años de ballet de niña. Para su suerte, Isabel compartía su afición, había ido a una academia en la ciudad y era quien había elegido dónde ir esa noche.

Regresó su amiga con sendas copas.

—Deberíamos entrar allí. —Señaló el centro de la discoteca—. Hemos venido a eso, ¿no?

—Primero bebamos y elijamos víctima —bromeó una vez más, guiñándole el ojo.

Después de diez minutos alguien en la pista llamó su atención. Sonaba una bachata y un hombre bailaba con una chica inexperta, a juzgar por la inseguridad de sus movimientos. Observó con más atención: era él quien le hacía los adornos, le llevaba los brazos e, incluso, rotaba su cintura en los momentos lentos. Ella se limitaba a hacer el paso básico y dejarse llevar, o lo intentaba.

«He ahí un tío que sabe moverse», reconoció para sí. Estaba convencida de que podría hacer bailar a un palo.

Pasó toda la canción, cuya letra prefirió ignorar, fascinada viendo cómo la manejaba. En su mente imaginaba cómo hubiera ella ejecutado alguna figura o la corregía si erraba en el pie de salida. Le sorprendió la paciencia de él tanto como su habilidad para adaptarse a sus fallos.

En cuanto la canción terminó se dieron dos besos y se separaron, cada cual en busca de nueva compañía, ella con una sonrisa radiante. Que te hicieran bailar cuando no sabías era una experiencia reconfortante.

Vio alejarse unos hombros anchos, una espalda amplia y un trasero fantástico.

—Diría que ya has elegido, Aitana. Y está buenísimo, te lo reconozco.

Apartó la vista del cuerpazo de más de metro ochenta que se alejaba y se volvió a Isabel, asombrada.

—¿Lo has visto bailar?

—¿A quién, a Alberto? Un montón de veces, es un asiduo.

—¿Has bailado con él?

—Claro.

La miró con ojo crítico.

—¿No te lo habrás montado con él, por un casual?

Le molestaba pensarlo. No se acostaban con los ligues de la otra, era una norma que dejaron bien clara cuando comenzaron a salir juntas de marcha. Había hombres suficientes, no hacía falta darles pie a comparaciones y vaciladas de críos inmaduros.

—No, todo tuyo. —No es que fuera a acostarse con él, claro… o no de entrada… pero le encantó saber que no le estaba vetado—. Y deja de mirarlo como si fuera un bistec, al final se va a molestar.

Roja, giró la cabeza. En efecto, se lo estaba comiendo con los ojos.

—Tienes razón, pero… ¿tú lo has visto bien?

—Moreno, ojos negros, labios carnosos, uno ochenta y cinco de altura y unos ochenta kilos de puro músculo. No, no lo he visto en mi vida, ¡no te jode! Tendría que estar ciega. Yo y todas las mujeres de la sala.

Se acabó el cubata, se cambió los zapatos por los de baile, amarillos con pequeños cristales cosidos que brillaban conforme se movía, y se puso en pie.

—Voy a ver si muevo el culito un poco, ¿vienes? ¿Segura? Vale, pues vigila las cosas hasta que te canses de beber.

Caminó sola hasta la pista y se quedó en un lado, esperando a que la balada terminase. A partir de ese momento no dejó de bailar, cambiando de pareja en cada canción. Una hora después necesitaba un respiro, así que se acercó primero a la barra a por un par de bebidas y después a la barandilla que separaba la pista de la zona de mesas, solo para vips —su amiga conocía al organizador de aquella velada, que se celebraba una vez al mes en un lugar distinto—, elevada un par de escalones y separada por la balaustrada de metal, y pidió por señas a Isabel que cogiera la suya. Dio un trago a su gin-tonic y cogió aire despacio, recuperando la respiración después de la última salsa rápida.

Supo que el guaperas estaba detrás de ella porque su amiga comenzó a hacer muecas, era eso o que le estuviera dando un síncope. Y malditas las ganas que tenía de colocarla en horizontal y montar un numerito.

—No irás a decirme que ya no vas a bailar más, por favor. —El «por favor» había sido una mera formalidad, la voz sensual; no pedía aunque no exigía—. Me romperías el corazón —terminó con voz divertida.

Se giró a él con una sonrisa. Su voz había hecho que se le acelerara el pulso, como cuando era una adolescente. El alcohol, tres cubatas después de meses sin beber, le robó la vergüenza.

—Si no te importa bailar con alguien que va un pelín achispada, adelante.

Tomó la mano que le tendía y se colocaron al fondo, en la zona más oscura. Como no se calmara, la que iba a colapsar sería ella.

En cuanto escuchó la batida reconoció el estilo, y en el siguiente compás, la canción: «Paraíso Perdido». Le encantaba la kizomba francesa, tan suave, tan íntima. Levantó los brazos, la mano derecha con su mano izquierda, grande y cálida, y la otra sobre su hombro ancho. En dos estrofas él le cerró la posición, abrazándola de algún modo, las manos de Aitana reposando alrededor de su cuello. Se movieron con sensualidad, a ritmo, con agilidad. Como sospechara cuando lo vio, ese hombre sabía bailar y manejaba su cuerpo con facilidad.

Sus fosas nasales se vieron invadidas por su olor: Chanel Egoiste Platinum. Cada varón que baila elige una colonia y Aitana era capaz de reconocerlas casi todas. La mezcla de jazmín con sándalo, musgo y cedro la excitó. Era, para ella, la combinación perfecta en un hombre, la masculinidad hecha perfume.

Su mente caprichosa se preguntó si en la cama se lo montaría igual que en la pista, con movimientos suaves y seguros, dictando el ritmo; o si tal vez se volviera más exigente en sus demandas, no dejándose llevar.

Pero a diferencia de otras veces, por primera vez sentía una curiosidad real por saberlo y no le pareció tan mal lo de tener sexo con alguien nada más conocerlo. Estaba soltera y nada le impedía… bueno, la corrigió su mente, faltaba que el interés fuera mutuo, además de las estadísticas de…

Comenzó una bachata y la miró, demandándole otro baile. Cambiaron de postura y Aitana dejó de pensar y se dejó llevar por sus brazos, que la guiaban sobre los costados; sus manos, cuando bajaban a la cadera para mecerla o a la cintura para plegarla; por el contacto constante de sus muslos y por las caricias de la palma de su mano cuando la pasaba por la nuca. Todo el cuerpo de aquel desconocido bailaba y la hacía mecerse a ella sin importar qué sonara. Él era todos los acordes que Aitana necesitaba.

Pasaron mucho tiempo juntos sin hablar, con caricias disimuladas que fueron volviéndose más obvias hasta que fue ella quien, casi sin querer, le dio un ligero beso en el cuello.

—Quizá deberíamos irnos a un lugar más tranquilo, ¿no te parece? —le susurró al oído la voz grave, excitada de él.

La había derretido, estaba rendida contra su cuerpo, el deseo venciendo cualquier objeción.

—Vamos.

Sin soltarle la mano, la acompañó hasta la barandilla de nuevo. Isabel no estaba, a Aitana sin embargo no le preocupó. Cogió su chaqueta y su bolso.

—¿Quieres buscar a tu amiga?

—Le enviaré un mensaje —dijo, levantado el hombro derecho, eludiendo explayarse.

—Vamos, entonces.

Salieron al frío de la calle, la semana anterior habían sido Fallas.

—¿Has venido en coche? —preguntó, dudosa.

Era preferible no aparcar su todoterreno en la calle, había mucho idiota que rayaba los coches con una llave solo porque eran caros, así que por la noche solía moverse en taxi. Además de que, como esa noche, podía darse el caso de que bebiera.

—¿Y tú? —preguntó a modo de respuesta; Aitana negó con la cabeza—. El mío está en la siguiente manzana.

Pasearon en silencio. Se estaban acercando a un Volkswagen Golf cuando sus luces se encendieron, intermitentes. Él le abrió la puerta, esperó a que entrara y la cerró antes de rodear el coche y subirse al asiento del conductor.

Todo un caballero además de estar como un tren, se felicitó ella por su elección.

—¿Dónde quieres ir? —volvió a preguntarle él con voz serena.

Al parecer era ella quien debía elegir. Le gustó no sentirse presionada.

Contigo, al fin del mundo, como en el anuncio, pensó con la mente algo obnubilada. Demasiado Tankeray…

¿Le dejaría elegir también en la cama qué prefería o sería menos dócil sobre el colchón? El cuerpo le cosquilleó y sintió que se le endurecían los pezones.

—¿Tu casa? —se decidió.

Lo vio asentir y arrancar el coche. Alberto —recordó su nombre— puso música y permanecieron el viaje sin hablar, acompañados de una suave kizomba, hasta Algirós, el barrio aledaño al Cabañal. Se detuvo frente a

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