Tormenta en la villa de las telas (La villa de las telas 5)

Anne Jacobs

Fragmento

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Los habitantes de la villa de las telas

LA FAMILIA MELZER

Johann Melzer (1852-1919), fundador de la fábrica de telas Melzer

Alicia Melzer (1858), de soltera Von Maydorn, viuda de Johann Melzer

LOS HIJOS DE JOHANN Y ALICIA MELZER Y SUS FAMILIAS

Paul Melzer (1888), hijo de Johann y Alicia Melzer

Marie Melzer (1896), Hofgartner de soltera, esposa de Paul Melzer, hija de Luise Hofgartner y Jacob Burkard

Leopold, llamado Leo (1916), hijo de Paul y Marie Melzer

Dorothea, llamada Dodo (1916), hija de Paul y Marie Melzer

Kurt, llamado Kurti (1926), hijo de Paul y Marie Melzer

Elisabeth, Lisa, Winkler (1893), Melzer de soltera, separada de Klaus von Hagemann, hija de Johann y Alicia Melzer

Sebastian Winkler (1887), segundo marido de Lisa Winkler

Johann (1925), hijo de Lisa y Sebastian Winkler

Hanno (1927), hijo de Lisa y Sebastian Winkler

Charlotte (1929), hija de Lisa y Sebastian Winkler

Katharina, Kitty, Scherer (1895), Melzer de soltera, viuda de Alfons Bräuer, hija de Johann y Alicia Melzer

Henny (1916), hija de Kitty Scherer y Alfons Bräuer

Robert Scherer (1888), segundo marido de Kitty Scherer

OTROS MIEMBROS DE LA FAMILIA

Gertrude Bräuer (1869), madre de Alfons Braüer y viuda de Edgar Bräuer

Tilly von Klippstein (1896), primera mujer de Ernst von Klip­pstein, Bräuer de soltera, hija de Edgar y Gertrude Bräuer

Ernst von Klippstein (1891), exmarido de Tilly von Klippstein

Elvira von Maydorn (1860), cuñada de Alicia Melzer, viuda de Rudolf von Maydorn

LOS EMPLEADOS DE LA VILLA DE LAS TELAS

Fanny Brunnenmayer (1863), cocinera

Else Bogner (1873), criada

Maria Jordan (1882-1925), doncella

Hanna Weber (1905), chica para todo

Humbert Sedlmayer (1896), criado

Gertie Koch (1902), antigua doncella

Christian Torberg (1916), jardinero

Gustav Bliefert (1889-1930), jardinero

Auguste Bliefert (1893), doncella

Liesl Bliefert (1913), ayudante de cocina, hija de Auguste Bliefert

Maxl (1914), hijo de Auguste y Gustav Bliefert

Hansl (1922), hijo de Auguste y Gustav Bliefert

Fritz (1926), hijo de Auguste y Gustav Bliefert

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PRIMERA PARTE

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1

Augsburgo, mayo de 1935

Faltaba poco para las diez de la mañana. El dormitorio de los señores estaba ordenado, los baños limpios, los preparativos para el almuerzo terminados: ahora los empleados tenían tiempo para tomar un café con leche y un pequeño desayuno en la cocina. A fin de cuentas, llevaban desde las cinco y media en pie.

—Por allí viene en su bicicleta el postalero —dijo Auguste, que estaba junto a la ventana de la cocina oteando la entrada de la villa de las telas.

—La villa siempre al final. ¡Para que los señores no tengan el correo sobre la mesa hasta la hora del almuerzo! —gruñó la cocinera Fanny Brunnenmayer.

—Hoy le preguntaré si reparte para el servicio postal del Reich o para el de los caracoles —comentó Humbert.

Hanna, que quería poner en la larga mesa de la cocina la cesta con los panecillos que les habían sobrado a los señores, se detuvo del susto.

—Ten cuidado, Humbert —le advirtió temerosa—. A ese no le gustan las bromas, se dice que ya ha denunciado a gente.

El cartero anterior llevaba medio año jubilado, algo que todos los habitantes de la villa de las telas lamentaban porque era muy simpático. Su sucesor no estaba cortado por el mismo patrón. Era joven, ni siquiera había cumplido la treintena, estaba flaco como un galgo y tenía el semblante pálido y un carácter gruñón. Encima era un rígido miembro del partido, uno de los primeros nacionalsocialistas, algo de lo que siempre se vanagloriaba. Seguramente así consiguió el puesto en el servicio postal.

—¡Antes no habrían contratado a semejante idiota! —exclamó Fanny Brunnenmayer—. Tres veces por semana nos trae cartas que no son para nosotros, ¡y no quiero pensar a quién le entrega nuestro correo!

Sin embargo, lo más molesto del «postalero», como lo habían bautizado en la villa, era su ostentoso saludo a Hitler. Siempre que entraba en el patio levantaba el brazo derecho y rugía con vehemencia «Heil Hitler», tan alto que se le oía hasta en la Haagstrasse. Si el saludo impuesto por el Estado no era debidamente correspondido, podía ponerse desagradable. Dos días antes amenazó a Hanna, que le había contestado con un amable «Que Dios te bendiga», con que pronto meterían en vereda también a los obstinados católicos. Era ridículo, desde luego, pero logró impresionar a la apocada Hanna.

—Ya está llegando al patio —informó Auguste.

Hanna se arregló el delantal y se dispuso a salir corriendo para abrir la puerta principal, pero Humbert la agarró del brazo.

—¡Tú no! —exclamó con decisión—. Ya voy yo a recibirlo como merece.

—¡Por favor, no, Humbert! —suplicó ella—. Mejor no pelearse con alguien así.

—Entonces voy yo —afirmó Liesl, y tapó la cafetera con un calentador acolchado para que no se enfriara el café.

Sin embargo, a Fanny Brunnenmayer no le pareció buena idea porque Liesl era su protegida y con el tiempo se había convertido prácticamente en su sucesora.

—¡Tú desde luego que no, Liesl! —ordenó—. Trabajas aquí de cocinera, no de criada.

Auguste puso cara de impaciencia al ver que se lo iban a endosar a ella. Hacía casi dos años que volvía a trabajar en la villa de las telas porque cuando Gertie dejó su puesto la sustituyeron dos doncellas que no gustaron nada a la señora Elisabeth. Auguste se sentía feliz y orgullosa con ese golpe de suerte, y estaba decidida a conservar ese puesto de trabajo hasta el fin de sus días.

—Ya voy yo —anunció—. Ese conmigo no puede. Yo digo «Heil Hitler» muy amable, y si me dice que debería levantar el brazo derecho le haré saber que tengo una artrosis tremenda que no me deja ni rascarme la nariz.

Además, en ese momento el cartero ya estaba entrando con su bicicleta en el patio y hacía sonar el timbre de un modo muy molesto. Rabioso, Humbert se quedó junto a Hanna al lado de la ventana para observar la escena y se les sumó Liesl; solo Fanny Brunnenmayer permaneció sentada en su silla porque volvía a tener las piernas hinchadas y le costaba estar de pie.

—Ya está levantando el brazo —dijo Liesl—. Y ni siquiera se ha bajado de la bicicleta…

—¡Jesús! —exclamó Hanna—. ¡Esto no pinta bien!

—¡Creo que no! —se alegró Humbert—. Ahora se le ha ido el mani

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