Todo lo que quiero (Serendipity Magazine 2)

Hollie Deschanel

Fragmento

todo_lo_que_quiero-2

Capítulo 1

Hugo se frotó el rostro con una mano, cansado. Su despacho debía ser el lugar más tranquilo de aquel edificio y, sin embargo, esa mañana estaba inundado de personas que hablaban en diferentes idiomas mientras Recursos Humanos adaptaba la sala de reuniones. Por supuesto, no se mostró esquivo ni puso malas caras al verlos toquetear sus lápices, su teclado y el bloc de notas que descansaba sobre su escritorio. Ya había asumido que le tocaba estar al frente de aquel concilio antes de que Holden, su mejor amigo y director de la revista, perdiese la cabeza.

Y nadie quería ver al bueno de Holden decapitado.

—Cacarean como gallinas —farfulló, apoyado en la pared, con la sensación de estar sumergiéndose en un estanque de fango capaz de engullirlo por completo—. Lo peor es que encima luego se pondrán a chillar ahí dentro.

Hablaba solo, por supuesto. El director estaba reunido con ellos y el resto del equipo de la revista no metía sus narices en ese tipo de asuntos.

Bueno, o casi todos. Siempre había excepciones.

—¿También se tiran de los pelos o eso solo pasa en las películas?

El hombre se sobresaltó al oír una voz femenina muy cerca de donde estaba. Solo tuvo que ladear la cabeza a tiempo de ver una cabecita rubia que le llegaba por debajo del hombro.

—Diría que es un mito, pero con esta gente… Quién sabe.

Vega le sonrió a modo de respuesta. Esa mujer estaba besada por el sol, y la prueba estaba en el rubio de su pelo, que brillaba más en verano, en el dorado de sus ojos y en el bronceado de su piel. Estaban a mitad de septiembre, con el bochorno correspondiente, y ella seguía luciendo la señal del bikini en el cuello. Suponía que también en el resto de su cuerpo, pero no iba a preguntárselo.

—Holden lleva toda la semana paniqueando. —Ella, con el descaro que la caracterizaba, apoyó la mano en su hombro y sonrió más amplio—. ¿Quiénes son?

—Los accionistas de las tres revistas. La inglesa, la española y la francesa. Creo que intentan llegar a un concilio para expandir horizontes, pero va a salir fatal.

Cualquier persona le habría advertido a Hugo que no hablase de esos temas con una empleada, pero era Vega, la mejor periodista que tenían en el equipo, la primera que contrataron y que había demostrado con creces, en los últimos tres años, que se merecía todos los honores. Con ella era fácil hablar porque no había que dar muchas explicaciones, simplemente responder sin más.

—Eres muy poco halagüeño, eh. ¿Qué pasa si todo va bien y hacéis que la revista sobresalga? Este año estamos vendiendo muchos más ejemplares y nos llaman de muchos más sitios.

Sí, era cierto. Y ese honor había que concedérselo a la empleada temporal que tecleaba al otro lado de la oficina. Martina Nogués, sin pretenderlo, consiguió poner a Serendipity Magazine en el punto de mira y darle una publicidad que les hacía muchísima falta. Algo de lo que él se quejó al principio, por supuesto. Hasta que comprendió que esa mujer, que no tenía vena de periodista, no se merecía ninguna bronca. Al contrario, todos allí dentro tenían que darle las gracias por el empujón. Ella puso el mecanismo a funcionar y, en ese momento, Holden y él tomaban el relevo.

El principal problema que lo tenía con ojeras bajo los ojos y una actitud pesimista era que ese tipo de gente que se aglomeraba en su despacho no era fácil de tratar. En realidad eran expertos en quejarse por todo y en defender arcaicas formas de dirigir una empresa. Pero Holden y él tenían modos diferentes de hacer las cosas y no pensaban claudicar tan fácilmente.

De ahí que se escondiera en el pasillo mientras acomodaban la sala de reuniones. No quería poner buena cara demasiado tiempo, no le quedaba paciencia para eso. Hugo debía ser la persona más pasota de los que habitaban allí dentro normalmente, y el que menos sabía mantener una conversación por cortesía. La sinceridad le quemaba por dentro como un fuego a plena potencia. Y al conocerse tan bien, evitaba los conflictos y se limitaba a elegir las guerras en las que merecía la pena luchar.

—¿Ves ese grupo de ahí? —Señaló la puerta abierta de su despacho. Al otro lado la gente reía y hablaba como si nada—. Son hienas peleándose por el último trozo de carne. El que consiga quedar por encima de los demás, se lleva el premio gordo. Da igual que vendas más que ellos, o que hagas las cosas bien; si creen que estás haciéndolo de forma indebida, tratarán de amedrentarte hasta que cedas.

—Impresionante. Ahora me pasaré toda la mañana imaginándolos como las hienas de El rey león —se quejó Vega, dándole un toquecito en el hombro antes de apartarse.

Hugo no se sorprendió por sus palabras. Ella era así, imposible de comprender. Su mente iba en una línea tan diferente a la suya que lo raro era que se soportasen más de cinco minutos ese día. Normalmente él se alejaba todo lo posible de su trayectoria por muchas razones, entre las que se encontraba su manera de expresarse y las carcajadas que soltaba en los momentos más inoportunos, o su impetuosa forma de ser. Vega Ballester debía ser la única mujer en el mundo nacida de un huracán.

Y lo peor de todo era que era guapa a rabiar. Eso nunca lo había dicho en voz alta, pero tenía ojos en la cara. La miraba cada día y sentía que el mundo estaba muy mal repartido. Su melena rubia era larguísima, ondulada, e incluso cuando se la recogía en una coleta alta había algunos mechones que lograban soltarse y agolparse en su rostro redondeado. Tenía facciones de duende, con la nariz respingona, al igual que su barbilla, y los ojos grandes y castaños. Un marrón precioso que atrapaba en su interior diminutas motas de oro. Y por si eso no fuera suficiente, encima tenía los labios llenos y rosados, unos dientes tan rectos que parecían sacados de un anuncio de dentífrico, y la estatura perfecta.

Su metro cincuenta y nueve era el acompañamiento ideal para todas las curvas que tenía. Hugo sabía que, de haber estado en otra época de su vida, donde su corazón no estuviera emponzoñado y su mente al punto del colapso, se habría atrevido a derrapar por todas y cada una de ellas.

Pero claro, era Vega. La irreverente, impulsiva y escandalosa Vega Ballester. Y a las mujeres como ellas era mejor mantenerlas lejos. De esa forma los problemas no lo alcanzaban.

Quizá por eso le caía tan mal. Lograba sacarlo de quicio casi todos los días que asomaba la cabeza por la redacción.

Excepto ese.

Curiosamente estaba de lo más tranquila y eso nunca era bueno.

—¿Hoy no tienes nada que hacer?

—Sí, pero es que esto es más interesante. Y necesitaba café.

Dios, un café le iba de perlas en ese momento.

—¿Podrías prepararme uno a mí también?

Vega enarcó una de sus delgadas y rubias cejas, preguntándose a qué venía tal alarde de amabilidad por su parte.

«¿Y este qué se habrá fumado hoy? Si casi siempre pasa por al lado de los demás como si no existieran», pensó.

—Bueno, supongo que puedo hacer el trabajo de esa secretaria que te niegas a contratar. —Encogió uno de los hombros y se marchó hacia la sala del café.

Hugo trató de respirar con tranquilidad, pero percibió el perfume de Vega y se le re

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