La venganza de Ken Malory

Nieves Hidalgo

Fragmento

la_venganza_de_ken_malory-1

Prólogo

Texas. Rancho Siete Estrellas. 1869

Se estaba muriendo.

El hecho en sí apenas le importaba. Lo que sí le afectaba, lo que le hacía renegar era la frustrante sensación de haberle fallado a Lidia.

Desde el aciago día en que perdió a su esposa y al hijo que esperaban había tratado de vengarlos, y en ese momento, con la guadaña de la muerte cerniéndose sobre él, en lo único que podía pensar era en que no había cumplido su promesa.

Alguien hablaba a su lado, pero Kenneth Malory apenas captaba las palabras, los sonidos se desvanecían igual que las luces y los colores dejando a su alrededor un vacío, un frío contra el que ya no se veía capaz de luchar.

En imágenes superpuestas y aceleradas rememoró lo acontecido desde aquella tarde, cuando su vida dejó de tener sentido…

Había salido con el grueso de sus hombres para recuperar algunas cabezas de ganado dispersas por el valle. Esa destemplada madrugada nada indicaba que su mundo pudiese ponerse cabeza abajo. No quiso despertar a Lidia al marchar, pues la noche anterior se durmieron tarde, jugando ambos sobre el lecho revuelto como dos adolescentes, entre risas y caricias, haciendo después el amor de forma sosegada.

Lidia era una chiquilla, apenas había cumplido los dieciocho años; morena y delgada como los juncos del río, de piel suave, delicada, femenina. Una criatura capaz de convertir al mismísimo diablo en San Miguel Arcángel. Al conocerla, él había pensado que era justo lo que necesitaba, lo que le hacía falta después de haber participado en una guerra despiadada de la que guardaba infaustos recuerdos, que lo había marcado a sangre y fuego. Se enamoró de ella y fue correspondido.

Esperaban un bebé, faltaban apenas tres meses para el alumbramiento y él se sentía en el séptimo cielo desde que supiera la noticia. La vida les sonreía. Tenía veintiocho años, un rancho próspero, más de tres mil cabezas del mejor ganado y el tesón suficiente como para ampliarlo.

Pero la maldita tormenta que había estallado la noche anterior lo trastocó todo. Un rayo había destrozado una de las empalizadas, algunas reses escaparon y él había tenido que ausentarse para recuperarlas.

No le gustaba alejarse de su esposa estando ella en aquel estado, a pesar de que apenas existían conflictos en el territorio. Por otro lado, su rancho se encontraba alejado de la ciudad, lo suficiente como para que apenas recibieran visitas, aunque iban con cierta frecuencia al rancho de su hermana Vicky, felizmente casada con el bueno de Clay. Dejó a dos hombres de guardia: el joven Conrad y Bob Bradfort, un cascarrabias que ya había trabajado para su padre. Bradford conocía el rancho como la palma de su mano y, protestón o no, era eficiente en su trabajo, por lo que tenía su plena confianza y su aprecio.

Pero recuperar las reses había llevado más tiempo del previsto, el ocaso pintaba de rojo el horizonte cuando regresaron a Siete Estrellas agotados y sudorosos.

Fue su abuelo quien le diera nombre al rancho inspirándose en las creencias de los indios, por quienes siempre mostró un respeto que inculcó a sus descendientes: los lakotas hablaban de Siete Personas Originales y tenían Siete Fuegos de Consejo, y los pawnees se guiaban por la posición de las Siete Estrellas —las Pléyades— para determinar el año ceremonial.

Faltaba algo menos de media milla para llegar al rancho cuando distinguieron la columna de humo negro. Con el corazón oprimido por un miedo súbito, espoleó a su montura dejando al resto de sus hombres atrás.

La casa estaba en llamas.

Descendió del caballo con el nombre de su esposa en los labios, antes incluso de que el animal frenara la alocada carrera a la que lo había obligado. La visión de los cuerpos de Bob y Conrad, acribillados a balazos en la escalinata de la entrada, lo dejó paralizado unos segundos antes de lanzarse de cabeza hacia las llamas, que ya lamían los muros y el tejado, parte del cual se derrumbó apenas atravesó el umbral.

No escuchó nada salvo el latir desacompasado de su sangre, estaba sordo a las voces de sus hombres que, desesperados y puestos ya manos a la obra para intentar apagar el incendio, gritaban previniéndole sobre el peligro de un desplome total. Esquivando cascotes y vigas ardiendo cruzó el salón, con la esperanza de que Lidia estuviera a salvo de aquel desastre.

Al empujar la puerta del dormitorio se quedó clavado en el suelo.

Ella estaba allí, sobre la cama, con el vestido cubierto de sangre.

Le sobrevino una arcada y cayó de rodillas. Quiso morir en aquel instante. Cerró los ojos para no ver, pero la imagen de ella seguía allí, lacerándolo, atorando la rabia en su garganta, enloqueciéndolo. Lloró. Y se explayó furioso gritando contra todo y contra todos, incluyendo a Dios, por haber permitido semejante barbarie.

Doblado sobre sí mismo, medio ahogado por el humo que le impedía respirar, no encontró fuerzas para incorporarse. Fue su capataz quien, con riesgo de su propia vida, lo sacó de aquel infierno. En cuanto pisó el porche se derrumbó y no supo más. Ni siquiera se enteró de que sus muchachos rescataron el cuerpo de su esposa antes de que el fuego consumiese la vivienda por completo.

Al despertar, minutos más tarde, la casa no era sino unos cuantos muros ennegrecidos de los que continuaban saliendo volutas de humo. Preguntó por Lidia y le indicaron el granero. Rechazó la ayuda de uno de sus jornaleros para llegar hasta allí, aunque le ardía la garganta, sus piernas parecían de gelatina y caminaba a trompicones.

Habían colocado los cadáveres en el suelo, cubriéndolos con mantas. Volvió a ser presa de las náuseas, pero se rehízo para llegar hasta el cuerpo de su esposa. Lo descubrió, se dejó caer de rodillas y acarició su rostro con mano trémula. Salvo por la sangre del vestido, ella parecía dormida.

No recordaba haber llorado desde que fuera un mocoso, una vez que vio a su abuelo dispararle a un caballo que se había roto una pata, pero en ese momento las lágrimas se le desbordaban sin control, sin vergüenza alguna, como el único consuelo para soportar el horror.

Los enterraron en la pequeña colina que dominaba el valle. Él mismo cavó las tres tumbas aquella misma noche, negándose a que lo ayudaran, como si agotarse en la penosa tarea fuera un modo de expiar su culpa por no haber estado en el rancho cuando fue atacado, por no haber estado donde debía para protegerlos.

Al alba hicieron recuento porque, además de sembrar la muerte, los asesinos les habían robado: faltaban seis hermosos caballos. Los asaltantes de Siete Estrellas no dejaron testigos, pero sí pistas. Y una tenía firma: la de un inconfundible mustang de color café con el morro blanco, un magnífico animal de buena alzada e impetuoso que él mismo había cazado y domado personalmente para regalárselo a su esposa. Arion, que así lo llamó Lidia, era una montura fácil de rastrear, le ayudaría a encontrar a los asesinos y se juró dar con ellos, aunque fuera lo último que hiciese en la vida.

Dejó la reconstrucción de su casa en manos de su hermana y su cuñado, el gobierno del rancho a su capataz y, apenas dos días después de enterrar a su esposa, salió en busca de los criminales.

Sus pesquisas dieron fruto un poco más tarde, en un pueblo c

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos