Buscando a Ashley

Danielle Steel

Fragmento

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La luz del sol se reflejaba sobre el cabello oscuro y brillante de Melissa Henderson, que llevaba recogido en un moño suelto, mientras las gotas de sudor se deslizaban por su rostro, y los músculos de sus largos y ágiles brazos se tensaban por el esfuerzo mientras trabajaba. Es­taba abstraída y concentrada, lijando una puerta de esa casa situada en las montañas de Berkshire, en Massachusetts, que había sido su salvación. La había comprado cuatro años atrás. Cuando la encontró estaba en muy mal estado y necesitaba urgentemente una reparación. Nadie había vivido allí en los últimos cuarenta años, y la casa crujía tanto cuando caminaba por ella que pensó que las tablas del suelo podrían ceder. Solo llevaba veinte minutos en la casa cuando se dirigió al agente inmobiliario y al representante del banco que se la enseñaban, y dijo en voz baja y segura: «Me la quedo». Supo que se encontraba en su hogar desde el momento en que puso el pie en lo que había sido una hermosa casa victoriana de un siglo de antigüedad. Tenía cuatro hectáreas de terreno alrededor, con huertos, enormes árboles viejos y un arroyo que atravesaba la propiedad en las estribaciones de los Berkshire. El acuerdo se cerró en un par de meses, y desde entonces no había dejado de trabajar en esa casa. Rehabilitarla casi se había convertido en una obsesión, y ella misma parecía haber cobrado vida. Era su gran pasión y le dedicaba prácticamente todo su tiempo.

Había llamado a un contratista para cambiar el tejado, y había recurrido a obreros y operarios cuando había sido necesario. Pero siempre que era posible, Melissa se encargaba ella misma de las reparaciones. Había aprendido carpintería —y, por supuesto, cometido muchos errores al principio— y había tomado clases básicas de fontanería. El trabajo manual la había salvado tras los cuatro peores años de su vida.

Tan pronto como la casa fue oficialmente suya, puso su apartamento de Nueva York a la venta, cosa que su exmarido, Carson Henderson, habría preferido posponer hasta que supiera si le gustaba vivir en Massachu­setts. Pero Melissa, testaruda y decidida, nunca se echaba atrás en sus decisiones y rara vez admitía sus errores. Además, sabía que eso no había sido un error. Había querido comprar una casa y abandonar Nueva York de una vez por todas, y eso fue exactamente lo que hizo. Jamás se había arrepentido de esa decisión. Todo lo que tenía que ver con su vida allí le resultaba apropiado, y era lo que en estos momentos necesitaba. Amaba esa casa con pasión, y desde que se había mudado a ella, toda su vida había cambiado de manera radical.

Los cuatro años anteriores a la compra de la casa fueron los más duros de su vida. Melissa se sentaba en el porche y pensaba a veces en ellos. Era difícil imaginar ahora por lo que Carson y ella tuvieron que pasar cuando a su hijo de ocho años, Robbie, le diagnosticaron un glioblastoma. Lo habían intentado todo, pero se trataba de un tumor cerebral maligno inoperable. Lo llevaron a especialistas de todo el país e, incluso, a uno de Inglaterra, pero el pronóstico era siempre el mismo: le daban de doce a veinticuatro meses de vida. Murió con diez años, dos años después de ser diagnosticado, en los brazos de su madre. Melissa no había descansado en todo ese tiempo intentando encontrar una posible cura y a alguien que pudiera operarle, pero desde el principio luchaban contra lo inevitable. Ella se había negado a aceptar la sentencia de muerte de Robbie hasta que esta tuvo lugar. Y entonces, todo su mundo se derrumbó. Él era su único hijo y, de repente, había dejado de ser madre.

Los dos años posteriores a su muerte eran un recuerdo borroso para ella, debido al estado de aletargamiento y enajenación en el que se sumió. Melissa había sido una famosa autora de best sellers, con cinco éxitos de ventas en su haber, pero no había escrito una sola palabra en los últimos siete años. Dejó de escribir un año después de que su hijo enfermara y juró que nunca volvería a hacerlo. Escribir había sido una fuerza que la había empujado a lo largo de su vida, pero ahora no tenía ningún deseo de hacerlo. Todo lo que le importaba era su casa y quería convertirla en el hogar victoriano más hermoso del mundo. La casa había sustituido en su vida a todo lo demás, incluidas las personas. Era la válvula de escape con la que aliviaba todas sus penas, y le permitía desahogar la rabia y el dolor insoportables que había sentido. La agonía era ahora un poco más llevadera. Trabajar en la casa era la única manera de disminuir el dolor que experimentaba, usando sus manos, moviendo vigas pesadas, arreglando las chimeneas, ayudando a los hombres a transportar el equipo, y encargándose ella misma de la mayor parte de las labores de carpintería.

La casa ahora estaba preciosa. El terreno que la rodeaba era exuberante y se encontraba en perfecto estado y la vieja mansión había sido restaurada hasta el punto de que brillaba. Era algo de lo que podía sentirse orgullosa y un símbolo de su supervivencia. Todo en ella era un homenaje a Robbie, que ahora tendría dieciséis años.

Su matrimonio con Carson murió con su hijo, seis años atrás. Durante dos años habían luchado infructuosamente por mantener a Robbie con vida y después de su muerte ya no le importaba nadie más. A veces, pensar en eso la dejaba todavía sin aliento, pero ahora con menos frecuencia. Había aprendido a vivir con ello, como con un dolor crónico o un corazón débil. Carson también había estado paralizado por el dolor. Ambos se hundían, demasiado perdidos en sus propias miserias como para ayudarse uno al otro. El segundo año después de la muerte de Robbie fue peor que el primero. A medida que el entumecimiento desaparecía, eran aún más conscientes de su dolor. Y entonces descubrió que Carson tenía una aventura con otra mujer, una escritora de la agencia literaria donde trabajaba. No lo culpaba por esa infideli­dad. Ella no habría tenido fuerzas para estar con otro hombre, pero reconocía de buen grado que para entonces llevaba dos años dándole la espalda a Carson, y era ya demasiado tarde para dar marcha atrás. No intentó recuperarlo ni salvar el matrimonio. Su relación ya estaba muerta, y ella se sentía muerta por dentro.

Después de la universidad había trabajado para una revista y había estado redactando artículos por cuenta propia durante varios años antes de escribir su primer libro. Carson había sido el agente literario de sus cinco novelas de éxito. Lo conoció cuando, por recomendación de un amigo, le llevó el manuscrito del primero de sus libros. Ella tenía entonces treinta y un años. A él le impresionaron tanto su talento, la pureza y la fuerza de su escritura que firmaron un contrato inmediatamente. Su primer libro se convirtió en un gran éxito editorial y ella lo atribuyó al brillante primer contrato que Carson le consiguió. Tras varias copas de champán, acabaron en la cama para celebrarlo y un año más tarde se casaron. Robbie nació diez meses después de su boda. Su vida fue feliz hasta que su hijo cayó enfermo. La racha no había estado mal: habían tenido once años de felicidad desde que se conocieron.

Carson era un agente respetado y poderoso, pero su modestia lo condujo a no atribuirse ningún mérito en el éxito deslumbrante de Melissa. Decía de ella que era la escritora de mayor talento con la que había trabajado. Cuando dejó de escribir para cuidar de Robbie, ninguno

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