Amor y odio tienen cuatro letras

Eleanor Rigby

Fragmento

1. Con la puerta en las narices

Capítulo 1

Con la puerta en las narices

¿A qué diríamos que sabe el orgullo? ¿A jarabe para la tos o a huevos podridos? Porque hay una tendencia mundial a evitar eso de tragárselo. Yo no soy la excepción, pero he tenido que hacerlo y ahora puedo confirmar que se atraganta bastante.

Después de haber sido rechazada en cuatro editoriales en el transcurso de dos días, mi orgullo está criando malvas a cuatro metros bajo tierra. Tengo que sacar fuerzas de donde no las hay para enfrentarme a mi última oportunidad con optimismo.

Si mis padres no me hubieran despedido en la puerta de casa con toda la pompa y boato imaginables, prometiéndome que arrasaría en las entrevistas, no me habría creído capaz de presentarme a un puesto acorde con mi trayectoria profesional. Ahora tengo claro que debería haber salido a la calle con las expectativas más bajas. O no haberme movido del sofá. Ya sabía que con solo decir mi nombre me iban a mandar a tomar viento fresco. Algunas van con la muerte en los tacones, y yo, por lo que se ve, me he quedado con la puerta en las narices. Esa es la razón por la que llevo dos años en paro. No me daba la gana de buscar empleo porque estaba convencida de que no me iban a contratar en ninguna parte. Mi exjefe se tomó muy en serio la tarea de difamarme en el mundillo literario y ahora estoy gafada.

«¿Y por qué no te buscas un trabajo que no sea de lo tuyo?».

Buena pregunta. Quizá la respuesta condicione la opinión que se tenga de mí de ahora en adelante, pero es mi deber ciudadano sincerarme: habría sido deprimente ponerme una redecilla en el pelo teniendo una licenciatura y dos másteres. Y, para ser del todo franca, tampoco andaba desesperada por un empleo pudiendo chupar del bote en mi casa.

Mis padres me han llamado desde tiquismiquis hasta clasista, pero estaba decidida a no conformarme con menos que un contrato de editora. Es lo que sé hacer. Y es, también, algo que no habría vuelto a hacer jamás si mis queridos progenitores no hubieran amenazado con echarme de mi habitación de la infancia. Puedo jurar que después de un despido agresivo, una amenaza de demanda judicial y el desprecio de todos tus compañeros se te quitan las ganas de retomar tu carrera. Y de salir a la calle. Y de volver a enamorarte.

Y de vivir.

Pero aquí estoy, intentando cambiar mi actitud para recomponer mi vida, empezando por el ámbito laboral. Y con «aquí» me refiero a la salita anexa al despacho del director general, donde espero a que le apetezca colgar el teléfono y recibirme.

No parece que eso vaya a suceder en este plano astral.

Normalmente no es el director general quien se encarga de las entrevistas, pero por lo que me ha parecido intuir, no hay coordinador ni editor jefe. No solo han reducido la plantilla a lo básico, sino que las tres plantas que hasta hace poco constituían las oficinas de la editorial Aurora se han reducido a una sola.

Aunque es evidente que no están pasando por un momento de esplendor económico —ni tampoco comercial, por lo que he podido observar en las listas de ventas—, al menos la zona de trabajo es amplia y luminosa. Se nota que de la decoración se ocupó una mujer con buen gusto. La mayoría de los despachos están acristalados, y láminas en distintos tonos del atardecer —melocotón, bronce y champán— recubren las paredes de los pasillos. El parquet de los suelos y las réplicas de Gustav Klimt combinan a la perfección y cumplen el objetivo de transmitir una abrumadora sensación de calidez.

Si tengo que poner una pega, es que los mandamases son de esos cutres a los que les gusta enmarcar sus diplomaturas. Ya hay que ser gañán para colgar la licenciatura universitaria en el lugar de trabajo.[1]

De todos modos, parece que el diseño interior ha quedado desfasado. La pintura está a medio rascar, señal de que quieren repintar, y reina el desorden mire donde mire. Las placas de los departamentos siguen sin colgar, muchos se mudan de cubículo, hay decenas de cajas de cartón amontonadas y solo funciona un teléfono: el de la gerencia.

La gerencia que lleva media hora haciéndome esperar.

No sigo aquí porque me guste que me desairen o quiera que se me quede el culo encajonado en el asiento, sino porque la editorial Aurora está pasando por una mala racha y, por mucho que apeste mi reputación, no pueden permitirse dejarme ir. No si tuvieran un mínimo de sesera. Antes lo he intentado en empresas florecientes y otras ya consagradas porque «el no ya lo tenía» y sabía que en esta tendría el puesto asegurado. El novio de mi hermana, que cubría el departamento legal cuando aún podían pagar un abogado, me ha contado que las dimisiones y despidos en masa los han dejado con un par de correctores.

Eso son buenas noticias. Aunque la editorial se vaya a la ruina en una semana, que es lo más probable, estoy preparada para ocupar un lugar en mi sección y cerrar la boca a mis padres. No podrán decir que no tuve iniciativa.

Así de desesperada estoy. No solo se ha puesto en tela de juicio mi madurez y mi capacidad de recuperación frente a la adversidad, sino mi valía como empleada, y por ahí no paso. Yo no estoy en esta situación porque no pudiera defender un puesto, sino porque ellos no supieron ser profesionales.

—Cuando lo llama su exmujer puede pasarse hasta dos horas pegando voces al teléfono. Hoy ha batido el récord: lleva tres ininterrumpidas.

Me giro, alertada por la voz femenina, y ahí está la sensación del bloque. Solo un tipo de mujer lleva las uñas de las manos y los pies pintadas a juego: las tigresas. Por si acaso a alguien le cupiera alguna duda, ella reitera su poderío felino vistiendo un chaleco de visón y una blusa con estampado de leopardo.

—¿Qué me sugieres? ¿Venir mañana, desconectarle el teléfono o recomendarle un buen abogado en el que delegar sus frustraciones?

—Buscarte otro lugar donde trabajar. Esto ahora mismo es el purgatorio.

Lanzo un silbido admirativo y me quito uno de los auriculares. Alicia Keys sigue chillándole a mi oído izquierdo que un hombre real no puede negar la valía de una mujer. El derecho es ametrallado con los golpes, pisadas, conversaciones y traqueteos de la destartalada cafetera de la editorial en funcionamiento.

—He estado en el infierno y he sobrevivido, así que esto me parecerá celestial en comparación.

—¿Has estado en el infierno de verdad? Entonces Valdés te sonará familiar. Es el que suele ir por allí con el tridente, el látigo y los cuernos en la cabeza. —Se los dibuja sobre el impecable alisado japonés—. Dobles cuernos, en realidad. Los tenía antes de que su mujer se los pusiera.

No me suelen hacer gracia este tipo de bromas, pero la mujer habla con el desparpajo de las tenderas de negocio local y mi grupo social preferido son las peluqueras de barrio. Soy susceptible a todos sus encantos.

—¿El jefe se ha atrevido a llorar en tu hombro por eso, o lo has descubier

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