Días de tempestad

Brenna Watson

Fragmento

Capítulo 1

1

Londres, Inglaterra, noviembre de 1839

Londres se desperezaba esa mañana de primeros de noviembre sacudiéndose los vapores del sueño, barridos con desgana por un sol tibio que no terminaba de asomar tras las nubes. La ciudad que nunca dormía encadenaba el traqueteo de los carruajes de los ciudadanos más acomodados —que regresaban al amanecer de alguna fiesta que se había alargado demasiado— con el ajetreo de los modestos carromatos que acudían a los mercados y con los trabajadores que deambulaban por sus barrios en busca de su jornal.

En el elegante pero no exclusivo barrio de Bloomsbury, el día había comenzado de la forma habitual, con los criados limpiando y encendiendo los fuegos de las chimeneas, y con los señores disfrutando unas horas más de sus cálidos y confortables lechos. En el número 36 de Great Russell Street, el primero en levantarse fue Conrad Barton, vizconde Bainbridge, que tomó un frugal desayuno antes de encerrarse en su despacho. Cada mañana, sin excepción, revisaba personalmente el estado de sus cuentas, como si de ese modo pudiera controlar el dispendio que suponía ser un noble en aquella época y aquella ciudad. Aunque uno decidiera no salir de casa en semanas, estaba obligado a mantener suficiente personal de servicio para atender no solo a sus moradores, sino también a las eventuales visitas que pudieran acudir a lo largo de la jornada. Y todo el mundo sabía que las esposas de los hombres más prominentes de la urbe no tenían mucho más que hacer que visitarse unas a otras en maratonianas tardes de té y pastas.

Los Bainbridge, por suerte o por desgracia, no se contaban entre los miembros más destacados de aquel microcosmos y, aun así, rara era la semana que no recibían al menos a dos o tres matronas con hijas casaderas en busca de un acercamiento a los dos varones de la mansión: Harold y Justin. Los hijos de Conrad Barton no parecían muy proclives a la idea del matrimonio, a pesar de que el mayor había cumplido ya los treinta y dos y el más joven los treinta. Pese a la insistencia de su madre Blanche de que ya era el momento de que ambos buscaran esposa —a ser posible dueña de una cuantiosa dote—, el padre había decidido no apremiarlos. Más le preocupaba, en cambio, el destino de la benjamina de la familia. Con veinte años, su hija Harmony se encontraba disfrutando de su primera temporada en sociedad, una temporada que estaba a punto de finalizar sin que hubiera recibido una propuesta de matrimonio digna de ser considerada.

Harmony Barton no carecía de encantos. Era una beldad, de piel cremosa y pálida, cabello castaño y sedoso y unos grandes e inocentes ojos azules. De porte distinguido, poseía además una voz melodiosa y una nada desdeñable destreza con el hilo y la aguja. Refinada, educada, dulce y encantadora, reunía en su persona aptitudes más que deseables en una futura dama de la alta sociedad. De haber nacido en una familia con una fortuna mayor que la de los Bainbridge, a esas alturas ya estaría sin duda comprometida. Sin embargo, una dote más bien escasa y la imposibilidad de acudir a todos los actos a los que era invitada, suponían escollos más que notables en su camino hacia el matrimonio.

La temporada oficial londinense se iniciaba en enero, tras la apertura del Parlamento y la presentación de las debutantes ante la reina, y se extendía hasta el verano. Durante el otoño tenía lugar la conocida como «pequeña temporada», en la que participaban todos aquellos que no se hubieran retirado a sus propiedades en el campo hasta el año siguiente. Al menos había sido así hasta poco más de una década atrás. Con la mejora de los caminos y la llegada del ferrocarril, las distancias parecían haberse acortado y ya no era inusual que la pequeña temporada contara ahora con la misma repercusión y casi el mismo número de asistentes que la oficial. Londres tenía tanto que ofrecer que nadie quería pasar demasiado tiempo alejado de la capital. Así que el número de fiestas, bailes y eventos era superior a épocas anteriores, lo que Conrad lamentaba en profundidad.

Bien sabía Dios que había hecho cuanto estaba en su mano para propiciar la buena ventura de su hija. Aunque había retrasado su presentación un año, había realizado una importante inversión para que fuese un éxito. Había comprado un carruaje nuevo pese a que el que la familia poseía estaba aún en muy buenas condiciones. También nuevos caballos y un vestuario que había hecho temblar las cuentas familiares, y eso que al final había accedido a adquirir solo un reducido porcentaje de la lista que su esposa Blanche había confeccionado para la ocasión. ¿Quién diantres necesitaba treinta vestidos nuevos? Si a eso se le añadían docenas de guantes, sombreros, zapatos, ropa interior, sombrillas, pellizas, capas y un sinfín de accesorios tanto para su hija como para su esposa, el montante final habría podido alimentar a la mitad de los habitantes de Whitechapel durante un año al menos. Era un disparate. Necesario si uno quería que su hija asistiera a todas las veladas y eventos de la temporada sin repetir vestido, pero un disparate, al fin y al cabo. Y los Bainbridge, decididamente, no podían permitírselo.

Así que Conrad Barton repasaba las cuentas una mañana tras otra, comprobando que no se habían excedido las diferentes partidas que mantenían viva aquella casa en el corazón de Londres y en pie su preciada propiedad en Kent, a donde estaba deseando retirarse en cuanto Harmony hubiera encontrado al fin un esposo aceptable.

Harmony era muy consciente de las limitaciones a las que se veía abocada por ser una Barton y, aun así, no se habría cambiado por ninguna otra de las jóvenes debutantes que deambulaban por los salones londinenses. Varias de las muchachas que habían iniciado la temporada junto a ella ya se encontraban en distintas fases de sus respectivos cortejos. Sin embargo, no sentía envidia alguna más allá de la de no representar ya una carga para sus progenitores. Esa era la única pena auténtica que le producía la situación en la que se encontraba, porque adoraba a su familia. Casi tanto como adoraba Barton Manor, la casa que poseían en Kent y que, una vez casada, visitaría con menos frecuencia de la deseada. Despedirse de las personas que amaba y de los lugares que la habían visto crecer era un precio demasiado alto por obtener un marido con el que, muy probablemente, tendría muchas menos cosas en común que con sus hermanos Harold y Justin. Menos incluso que con su padre, un hombre casi siempre taciturno, o con su madre, tan rígida y estricta que a veces parecía más una institutriz remilgada que la mujer que la había llevado en el vientre.

En su fuero interno, como imaginaba que hacían todas las jóvenes de su edad, soñaba con casarse por amor, lo único que podría compensar en realidad las pérdidas a las que se enfrentaría. Solo que una mujer de su posición rara vez contraía matrimonio enamorada, y debía conformarse con una unión que satisficiera a ambas partes, principalmente a nivel económico. Hasta el momento, por desgracia para sus padres y por suerte para ella, ninguna de las escasas propuestas que había recibido habían sido del agrado de los Barton. A no ser que ocurriera un milagro en los próximos días, Harmony tendría que asistir a una segunda temporada, con los gastos que eso supondría para la economía familiar.

—No deberías preocuparte por esas cosas —le dijo su padre cuando ella expresó esos mismos pensamientos en voz alta.

Ambos se encontraban a solas en el salón, aguardando la hora de la comida. Conrad Barton tomaba un jerez y ella permanecía sentada con las manos entrelazadas sobre el regazo. Su madre estaba comprobando en las cocinas que todo estuviera en orden y sus hermanos aún no habían regresado de sus correrías matutinas.

—Sé que esta temporada ha supuesto una gran decepción —confesó ella, con la mirada gacha.

—Querida, pero eso no es culpa tuya. —Su padre le sonrió con afecto, e incluso la tomó con cierta torpeza de los dedos—. Los jóvenes londinenses no sabrían apreciar una gema ni aunque les atizaran con ella en un ojo.

—¡Harmony! —exclamó su hermano Harold, que entraba en ese momento en la estancia—. ¿Es que has golpeado a alguien?

Con su cabello castaño ligeramente despeinado y sus ojos azules brillando de diversión, la contemplaba con fingida extrañeza desde el umbral, mientras estiraba los extremos del chaleco sobre su vientre plano.

—Lo cierto es que he sentido unas irremediables ganas de hacerlo en cuanto te he visto entrar —respondió ella con burla.

—Es por mi chaleco, ¿verdad? —Harold bajó la mirada hasta la prenda mientras se reía—. Creo que es de Justin, por eso me va un poco estrecho.

Que los tres hombres de la familia compartieran un único ayuda de cámara provocaba situaciones como aquella, aunque ninguno se habría atrevido jamás a llamar la atención al pobre señor Davis, que llevaba con ellos más tiempo del que ninguno era capaz de recordar.

Con paso resuelto, Harold se aproximó a la mesa de bebidas, se sirvió un dedo de brandi en un vaso tallado y tomó asiento junto a ella.

—Hoy estás especialmente bonita, hermana —le dijo al tiempo que le pellizcaba la mejilla, un gesto que ella había odiado desde siempre. Harmony retiró la cara.

—Mis deseos de golpearte no han hecho ahora más que aumentar —lo amenazó.

—Pues si necesitas ayuda para esa justa causa, cuenta conmigo —anunció teatralmente Justin, quien justo en ese instante aparecía en el salón.

El mediano de los Barton era un hombre agraciado, algo más menudo que su hermano mayor, y con unos profundos ojos marrones, del mismo tono que su madre. Era el más serio de los tres, aunque en ese momento no lo pareciera. Últimamente, además, Harmony había detectado que el humor se le había agriado un tanto, y sospechaba que tenía que ver con su interés no correspondido por la hija de un conde que lo consideraba poco apropiado para su pequeña.

—¿Podríamos cambiar de tema? —intervino el vizconde—. La idea de ver a mis hijos golpearse unos a otros no es precisamente algo en lo que quisiera pensar justo antes de comer.

—Por supuesto, padre —replicó Harold—. Lo dejaremos para la hora del té.

Harmony disimuló una risita y evitó afrontar la mirada admonitoria que su progenitor dirigía a su hermano y luego a ella.

Blanche Conrad eligió ese momento para hacer acto de presencia. La vizcondesa, pese a haber superado con creces los cincuenta años, conservaba una figura estilizada y elegante, en ese momento cubierta con un sencillo vestido de terciopelo verde oscuro que había visto mejores tiempos. Los hombres se levantaron y su esposo le ofreció una copita de jerez, que ella aceptó a la vez que tomaba asiento en una butaca.

—El almuerzo se servirá en quince minutos —anunció con voz grave.

—Estoy famélico. —Harold se frotó el estómago.

—Si hubieras desayunado antes de salir no llegarías a casa con ganas de comerte hasta los muebles —replicó Justin, que se había acodado en la repisa de la chimenea, donde ardía un reconfortante fuego.

—¿Qué te hace suponer que no tomé algo antes de irme? —preguntó Harold con sorna.

—Que el bizcocho estaba casi entero, y las tostadas intactas —respondió su hermano—. De hecho, gracias a ti tuve la oportunidad de repetir.

Harold resopló.

—Tenía prisa —dijo al fin—. Había quedado en encontrarme con George y llegaba tarde.

—¿Podrías hacer el favor de no hablar del vizconde Craxton con tanta familiaridad? —intervino Blanche Conrad—. No resulta apropiado.

—Es mi amigo, madre, y cuando estamos juntos nos llamamos por el nombre de pila.

—Pero imagina que Harmony, a fuerza de escuchar su nombre, se dirija a él en esos términos la próxima vez que se encuentren. Sería escandaloso.

—Harmony jamás haría eso, ¿verdad, hermanita? —Harold hizo amago de ir a pellizcarle la mejilla de nuevo, aunque ella lo esquivó a tiempo.

—Desde luego que no —contestó.

—Además, de no haberme encontrado con él —continuó Harold—, no me habría enterado de que en la fiesta de mañana en casa de los marqueses de Swainboro conoceremos al fin a la Americana.

«La Americana». Así había comenzado a llamar todo el mundo a la mujer que se había instalado casi un mes atrás en la mansión de los duques de Maywood, una de las más grandes y lujosas de Mayfair. Sus dueños, ya de avanzada edad, llevaban un par de años retirados en su propiedad campestre en Lancashire, lejos del bullicio de Londres y de su exigente etiqueta.

—Qué curioso que los Swainboro hayan invitado a una extranjera a su fiesta, y además desconocida —hizo notar la vizcondesa con un mohín de disgusto.

—Según tengo entendido —comentó Harold—, no fue expresamente invitada, aunque acudirá como acompañante de alguien que sí lo ha sido.

—No se me ocurre quién podría hacer de valedor de una extraña, y americana, además —refunfuñó la madre—. Todo el mundo sabe que los americanos carecen por completo de modales y del sentido del decoro.

Harmony se mordió la lengua para no intervenir y señalar que ella sentía verdaderos deseos de conocer a esa mujer de la que todo el mundo hablaba y que aún no se había dejado ver en los selectos círculos londinenses. Y se preguntó, como casi todo el mundo aquella mañana de noviembre, quién habría sido el osado caballero que había decidido acudir a casa de los Swainboro con aquella mujer del brazo.

Unas horas más tarde, en el también elegante pero mucho más sofisticado barrio de St James, un grupo de jóvenes se hacía exactamente las mismas preguntas. Ernestine Cleyburne, la anfitriona, que a la sazón disfrutaba también de su primera temporada, se había rodeado de muchachos de ambos sexos, como venía siendo habitual al menos un par de veces por semana. Los varones allí presentes habían mostrado cierto interés en su persona, aunque la joven sospechaba que eso tenía más que ver con su abultada dote que con sus propios encantos; apenas había intercambiado unos bailes y media docena de frases con cada uno de ellos como para que pudieran apreciar realmente sus virtudes. Las dos chicas que la acompañaban eran antiguas amigas de la escuela de señoritas, no demasiado íntimas pero sí bien relacionadas, y Ernestine se había encargado de mantener viva esa amistad con las miras puestas en el futuro.

Ernestine Cleyburne debía reconocer que esa primera temporada había sido todo un éxito. Había recibido media docena de propuestas de matrimonio y, aunque un par de ellas parecían prometedoras, había logrado convencer a su padre de que deseaba esperar un poco más. Gordon Cleyburne, barón Oakford, rara vez contradecía los deseos de su hija. En ese caso, además, confiaba en las aptitudes de su pequeña para conquistar al hombre más solicitado del momento: el marqués de Wingham. Alto, apuesto y uno de los pares más ricos del reino, parecía esquivar el matrimonio con la misma destreza con la que las matronas lo acosaban sin descanso. A pesar de que el noble no había mostrado en ella un interés mayor o más genuino que en otras jóvenes de su entorno, Ernestine no perdía la esperanza y confiaba en lograr su objetivo más pronto que tarde.

—He oído que no tiene marido —decía en ese momento Mathilda, sentada a su derecha.

—¿Quién? —Ernestine miró a su amiga. No sabía de qué estaba hablando.

—La Americana —contestó Mathilda, balanceando sus rizos color cobre—. Dicen que es soltera.

—Yo he oído decir que es viuda —intervino Hester, sentada frente a ellas.

—Habladurías —repuso Simon Lloyd al tiempo que tomaba una galleta de un plato situado en una mesita lateral—. Su marido es americano y se reunirá con ella próximamente.

—¿Dónde has oído eso? —inquirió Ernestine, vivamente interesada.

—En el club, creo.

—Mi padre dice que los duques de Maywood le han alquilado la casa durante un año, con posibilidad de alargarlo, y que es soltera —volvió a decir Mathilda, que miraba los dulces sin atreverse a probarlos por miedo a ganar más peso del que su madre le permitía.

Ernestine se fiaba más de su palabra, porque su padre, un reputado abogado que era además un baronet, se había ocupado de las gestiones.

—De todos modos, ¿qué nos importa? —señaló Hester, risueña—. Es mayor.

—¿Mayor? —Ernestine alzó una de sus rubias cejas—. ¿Como mi padre?

—Hummm, creo que no tanto. Pero sin duda demasiado mayor como para buscar esposo —aseveró Hester.

—Aunque así fuera —dijo Richard Henson, muy serio, de pie junto a su amigo Simon—, ninguna americana por hermosa que sea podría hacer sombra a tres beldades como ustedes.

Las jóvenes se ruborizaron de placer ante el cumplido y Ernestine aprovechó para dedicarle una caída de ojos de lo más ensayada, a pesar de ser consciente de que su amiga Hester mostraba cierta inclinación hacia el joven de cabello dorado y sonrisa presta.

—¿Y quién es el caballero que acudirá con ella a la fiesta? —preguntó a continuación.

Ernestine no podía explicarse la razón, pero desde que había llegado a sus oídos la noticia de la existencia de aquella mujer, una insana curiosidad no dejaba de rondarla. Era probable que se debiera a un hartazgo de encontrarse siempre con las mismas personas en una fiesta tras otra, o a su natural inclinación por conocer hasta los más nimios detalles de todo el mundo, como su padre le había enseñado a hacer. «La información será siempre tu arma más poderosa», le había repetido con frecuencia desde su infancia, hasta que las palabras habían calado tan hondo que ya no podía borrarlas u olvidarlas. Ernestine se jactaba de conocer a todas las personas de su entorno, al menos lo suficiente como para saber cuándo debía adularlas, ignorarlas o manipularlas a su favor, y aquel nuevo elemento en el tablero de la alta sociedad londinense era aún un enigma.

Confiaba en que no por mucho tiempo.

A solo unas puertas de distancia de aquel salón, Gordon Cleyburne, barón Oakford, leía complacido la prensa, cómodamente apoltronado en una butaca de su despacho. Su nombre volvía a aparecer en el London Sentinel, un periódico que había iniciado su andadura solo un año atrás y que ya parecía haberse convertido en uno de los diarios más leídos de la ciudad. Ahí, en la tercera página, estaba la entrevista que había concedido a Frank Thompson, uno de los periodistas del rotativo, que se había mostrado muy interesado en su exitosa trayectoria como hombre de negocios. Lejos de comportarse como la mayoría de los nobles de su generación, que vivían prácticamente de las rentas que les proporcionaban sus tierras, Cleyburne había optado desde muy joven por abrirse camino en el mundo de los negocios, multiplicando varias veces el valor de su fortuna. Había esquivado con habilidad los detalles de sus inicios y utilizado con una soltura encomiable el relato que se había encargado de construir a lo largo de los años. El periodista dio por bueno cuanto él quiso contarle y el artículo no podía ser más favorecedor, ya que mostraba a un hombre inteligente y emprendedor, un modelo para sus coetáneos.

Dobló el periódico con cuidado, con la intención de guardarlo en su archivo personal, al tiempo que escuchaba a su hija despedirse de sus invitados. Cleyburne detestaba ver su casa invadida por extraños —a no ser que fuera él quien los invitara—, esa casa que tanto esfuerzo le había costado adquirir casi diez años atrás y que ahora se había convertido en el culmen de su carrera, en el símbolo que demostraba lo alto que había llegado. Primero su esposa Augusta y luego él tras la muerte de esta, acaecida dos años atrás, se habían encargado de seleccionar con cuidado al personal que los atendía, así como de escoger con igual mimo a las personas que luego recibían en su mansión, una sólida y bella construcción de tres plantas que era la envidia de sus vecinos.

Con la reciente presentación de Ernestine en sociedad, Cleyburne se había visto arrastrado a modificar sustancialmente sus costumbres. No solo había sido necesario reformar la casa por completo o contratar a más personal, como una nueva doncella, un cochero y un par de lacayos para que la acompañaran, también se había visto obligado a recibir a más personas, no todas ellas de su agrado.

Pero si Ernestine jugaba bien sus cartas, aquella situación no se prolongaría demasiado y todas esas pequeñas molestias habrían merecido la pena.

2

Como tercer hijo de un conde, Alexander Lockhart no estaba destinado a heredar título ni tierras, a no ser que su padre decidiera en su testamento legarle alguna de sus propiedades más lejanas y modestas, en Durham o en Cornualles. Aunque así fuera, él no se veía llevando una existencia plácida en la campiña, lejos del animado ajetreo de una ciudad del tamaño de Londres. Siempre había tenido muy claro que su destino dependería única y exclusivamente de sí mismo. Tras estudiar en Eton y en la Universidad de Oxford, había pasado un par de años en la India —donde casi se había comprometido con la hija de un coronel británico— y tres más recorriendo Europa, desde el puerto de Cádiz hasta la lejana San Petersburgo. Hacía algo más de dos años que había regresado a Inglaterra, con un buen puñado de contactos y con varios negocios en ciernes que no sabía muy bien cómo manejar.

Su padre, el conde de Woodbury, no había tardado en ponerle en contacto con Gordon Cleyburne, barón Oakford, cuya propiedad principal lindaba con la de los Woodbury en Kent, donde Alexander había pasado casi todos los veranos de su infancia. Los dos nobles se conocían desde sus años mozos y su progenitor admiraba el carácter emprendedor de su antiguo vecino y su visión para los negocios. Incluso había invertido en el Banco Cleyburne & Co, la entidad financiera que el barón dirigía ahora en solitario tras la muerte del socio con quien la había fundado.

Alexander no compartía la simpatía que su padre profesaba al banquero, que a él se le antojaba un tanto petulante, pero era innegable que sabía cómo mover el dinero y hacer que este se multiplicara en sus manos. Gracias a él, Alexander había asentado su fortuna y se había convertido en socio del barón por derecho propio en algunos de sus proyectos.

—Quién me iba a decir que aquel niño algo tímido, delgaducho y pelirrojo acabaría trabajando conmigo —comentó Cleyburne, por enésima vez.

—Las vueltas del destino —dijo él, repitiendo la misma frase que usaba en cada ocasión. Le resultaba curioso, porque apenas recordaba a aquel individuo de cabello escaso y cano y facciones duras.

Los dos hombres se encontraban en el despacho del banco, revisando la petición de préstamo de un caballero que había perdido una fortuna en las carreras de caballos —que ambos coincidieron en denegar— y el cuantioso depósito que un conde pretendía ingresar en su entidad, para el que exigía ciertas garantías.

—¿Te veré esta noche en la fiesta de los Swainboro? —inquirió el mayor.

—Tengo un compromiso previo —contestó Alexander, extrañado. El hombre no acostumbraba a preguntarle por su vida social—. Pero si es importante…

—Tal vez sería aconsejable que el conde de Folkston te conociera. —Cleyburne agitó el documento para el depósito del que habían estado hablando—. Tu presencia infunde respeto y estaría bien que sacaras partido de ello.

Alexander no estaba del todo de acuerdo con aquella afirmación. Era cierto que poseía apostura, elegancia y un buen apellido que lo respaldaba, pero también que llevaba desde hacía más de siete años un parche de cuero negro sobre su ojo izquierdo, y estaba convencido de que eso le restaba muchos puntos a las cualidades que le arrogaba su mentor. Durante ese tiempo se había enfrentado al curioso escrutinio de sus semejantes y había vislumbrado en sus rostros expresiones que iban de la suspicacia al asombro y de la fascinación al rechazo.

Sin embargo, Cleyburne insistía en que, a pesar de ese pequeño contratiempo, su talante seguía transmitiendo honestidad y confianza, cualidades muy ventajosas en el mundo de los negocios. Y ahora, además, determinación y solvencia. Alexander, cada vez que se miraba al espejo, trataba de encontrar esos rasgos en su rostro de facciones suaves y frente amplia, y en aquel único ojo de color gris. O en su cabello, más corto de lo que dictaba la moda y de un tono cobrizo, igual que el bigote y la barba poco poblada y muy recortada que dejaba asomar el tono claro de su piel. Pero en realidad pensaba que —dejando a un lado aquel accesorio que adornaba su cara—, si no fuera por su casi metro ochenta de estatura, no se habría distinguido de los cientos de caballeros que se movían por los salones y clubes de la capital.

—Haré lo posible por acudir —convino al fin, mientras tomaba nota mental de enviar recado a los Swainboro aceptando la invitación que previamente había declinado—, aunque llegue un poco tarde.

—Estupendo, estupendo. —El banquero sonrió, satisfecho—. Además, según tengo entendido esta noche contaremos con cierta distracción extra.

Alexander alzó una ceja.

—Al parecer —continuó el barón—, se espera la presencia de alguien que últimamente ha despertado cierto interés.

El joven disimuló una sonrisa mientras lo escuchaba. A veces, Cleyburne no se diferenciaba de esas matronas que formaban corrillos en los salones para chismorrear de unos y de otros.

Si hubiera sabido lo que esa presencia misteriosa iba a desencadenar en su vida, tal vez habría prestado más atención.

Ernestine Cleyburne contemplaba los cuatro vestidos que su doncella Daphne había extendido sobre la cama: rosa pálido, crema, celeste y lavanda. Todos colores claros, como era habitual en las debutantes, y todos de corte similar, elegantes pero no ostentosos. No terminaba de decidirse por ninguno, quizá porque no conocía los gustos del marqués de Wingham, y necesitaba que se fijase en ella esa noche, que la distinguiera entre todas las demás jóvenes que acudirían a la fiesta de los Swainboro.

—¿Ya se ha decidido, señorita? —Daphne, su doncella desde poco antes de iniciarse la temporada, aguardaba con paciencia junto al tocador.

—¿Cuál crees que me quedaría mejor? —le preguntó.

—Estaría preciosa con cualquiera de ellos.

—Pero no quiero estar preciosa —confesó—, quiero estar impresionante.

La sirvienta, una joven que aún no habría cumplido los veinticinco, dirigió sus ojos castaños y vivaces hacia las prendas que yacían sobre el lecho.

—El lavanda entonces —le dijo—. Podría adornar su cabello con una cinta de color violeta y, como lo tiene usted tan claro, destacaría mucho. Y podría hacerle unos pequeños lazos a juego y cosérselos en los puños, tal vez uno también en el escote. Hay tela suficiente.

—Eso nos llevaría demasiado tiempo —resopló Ernestine, a quien la idea le había gustado mucho.

—Soy rápida con la aguja. —Daphne sonrió y mostró sus dientes desiguales y pequeños—. Podría hacerlo mientras toma su baño, si puede prescindir de mi ayuda durante unos minutos.

Ernestine aplaudió entusiasmada y comenzó a desabrocharse el batín, mientras la otra joven revolvía el interior de una gran caja de cintas y lazos. Se echó un rápido vistazo en el espejo y se imaginó con el cabello rubio recogido a los lados, como mandaba la costumbre, y sujeto con aquella cinta que su doncella ya sostenía triunfal entre los dedos. Sí, sin duda el vestido de color lavanda era la mejor opción.

Gordon Cleyburne rara vez echaba de menos a su esposa Augusta, la mujer con la que había compartido casi veinte años y que le había dado a su única hija. Siempre había sido una mujer distante, tan poco interesada en los asuntos de su marido como él en los de ella. Sin embargo, en noches como aquella, admitía que su presencia habría sido de lo más conveniente. A pesar de la confianza que le inspiraba su hija, Ernestine necesitaba una matrona a su lado que sirviese de garante de su virtud y de acompañante en los salones de baile, y que ese papel tuviera que interpretarlo en esa ocasión, como en tantas otras, la madre de una de las amigas de su pequeña era algo que le escocía. Era consciente de que la condesa de Dahlgren lo hacía de buen grado, pero no era responsabilidad suya hacerse cargo de otra joven que no fuese la suya propia. Cleyburne no había logrado convencer a Ernestine sobre la conveniencia de contratar a una dama de compañía, pero estaba resuelto a encargarse de ello en cuanto se iniciase la nueva temporada.

La mansión de los Swainboro apenas distaba dos manzanas de la suya propia, en el mismo barrio de St James, y era casi tan esplendorosa como la que él había adquirido. En el «casi» residía el motivo de su orgullo, porque Cleyburne se había encargado de remodelar la suya por completo cuando se hizo con ella, y en eso también su difunta esposa había jugado un destacado papel. A pesar de su carácter huraño y poco afectuoso, poseía un elevado sentido del gusto y una elegancia innata, uno de los motivos principales por los que la había elegido como compañera. Unos meses atrás, justo antes de la presentación de Ernestine, había vuelto a redecorarla, tratando de mantener el espíritu que la baronesa había dejado como impronta.

El carruaje se detuvo frente a la entrada principal y él y su hija se unieron a la larga fila de invitados que ascendían por la escalinata. Una vez en el interior, evaluó con ojo crítico el enorme recibidor, cuyos paneles inferiores lucían un tono algo apagado, y luego el gran salón de baile, con molduras pasadas de moda y cortinajes demasiado pesados para su gusto. El lugar ya se encontraba bastante concurrido, aunque el baile aún no había dado comienzo. Los asistentes conversaban en pequeños grupos y, tras saludar a los anfitriones, se aproximó con su hija del brazo hasta los condes de Dahlgren. La joven Hester saludó con cierta efusividad a Ernestine y ambas se pusieron a cuchichear, mientras él intercambiaba algunas palabras amables con la pareja.

Las dos jóvenes se alejaron para reunirse con su amiga Mathilda, que también había acudido acompañada de sus padres, y durante unos instantes el barón Oakford no supo de qué hablar con aquel matrimonio. Por fortuna, otra pareja se aproximó a ellos y formaron un pequeño corrillo. Cleyburne los conocía a ambos, a él especialmente. Se trataba del vizconde Seatton, con quien coincidía en el club con cierta frecuencia y a quien había concedido un préstamo unos meses atrás. Debido tanto a su perspicacia como a su papel como banquero, sabía los secretos mejor guardados de buena parte de las personas que se habían congregado allí. En el caso del vizconde Seatton, ese secreto tenía que ver con un hijo ilegítimo del que había decidido hacerse cargo a espaldas de su esposa. Una información que él había guardado a buen recaudo, por si necesitara usarla en el futuro.

La conversación no tardó en derivar hacia uno de los temas que más se habían comentado en fiestas y salones durante las últimas semanas: el reciente compromiso de la reina Victoria con su primo hermano por parte de madre, el príncipe Alberto de Sajonia-Coburgo.

—No entiendo cómo lord Melbourne ha consentido ese compromiso —decía la vizcondesa Seatton en ese momento, refiriéndose al primer ministro británico.

—Dudo mucho que Melbourne tenga tanta ascendencia sobre la reina —apuntó su marido, conciliador.

—Por supuesto que la tiene, ¿o acaso ya no recuerdas lo que sucedió unos meses atrás con Robert Peel y aquel asunto de las damas de la reina?

El episodio que mencionaba había ocurrido en mayo, cuando Melbourne había decidido dimitir tras una derrota ante los tories en la Cámara de los Comunes. Sobre Robert Peel, cabeza visible de los conservadores, había recaído la responsabilidad de intentar formar gobierno. Sin embargo, en una de las peticiones que había dirigido a la reina, la había conminado a sustituir a algunas de sus damas de compañía —todas esposas o familiares de miembros del partido whig— por otras que pertenecieran a la esfera del partido conservador. Victoria, dada su conocida animadversión por el partido tory, se negó en redondo y abortó así la iniciativa que trataba de contrarrestar la influencia whig sobre la joven monarca. Este hecho había provocado que Robert Peel renunciara a formar gobierno y que Melbourne, que siempre había maniobrado en la sombra, recuperara su puesto como primer ministro.

—Además, es evidente lo unida que está la reina a lord Melbourne —intervino la condesa de Dahlgren, la madre de Hester. El comentario iba cargado de intención, pues todo el mundo conocía también los rumores que circulaban en torno al supuesto romance entre Victoria y el político, aunque este le triplicara la edad.

—Eso son solo habladurías —replicó su marido—. Ni siquiera él se atrevería a tanto.

—Su influencia no debe ser tan grande si ha permitido el compromiso con el príncipe Alberto —insistió la vizcondesa Seatton, abanicándose con furia—. ¡Casarse con un alemán!

—Y un alemán pobre, además —puntualizó la condesa de Dahlgren.

—¿Pobre? —Cleyburne intervino por primera vez.

—No me negará que, en comparación con Inglaterra, el ducado de Sajonia es poco más que un villorrio —resopló el vizconde Seatton.

—Es posible —concedió—, pero el tío de ambos es el rey Leopoldo de Bélgica, un hombre muy bien situado en las esferas políticas europeas.

—Menudencias —insistió el vizconde.

—Al menos la duquesa de Kent estará contenta —ironizó su esposa, mientras agitaba de nuevo el abanico.

Cleyburne también estaba seguro de ello. La duquesa de Kent, madre de la reina, que había mantenido a su hija bajo su férrea vigilancia durante años, había visto desde la coronación cómo iba perdiendo su influencia. Por ello, que ahora Victoria fuera a contraer matrimonio con su primo, que era por tanto sobrino de la duquesa, le garantizaba al menos continuar formando parte de su círculo más íntimo.

La conversación se alargó un poco más, y Cleyburne decidió que había llegado el momento de abandonar aquel grupito. Nada de lo que se había dicho allí había aportado información suplementaria a la que ya poseía, así que solo se trataba de chismorrear por chismorrear, y él tenía otros asuntos entre manos.

Recorrió la amplia estancia con la mirada. No localizó a Alexander, aunque no le extrañó dado que le había comentado que llegaría tarde, pero sí vio al conde de Folkston, con quien estaban a punto de cerrar un buen negocio. Se despidió de los condes de Dahlgren y de los vizcondes Seatton y se acercó a saludarlo. Para su sorpresa, en el grupo en el que se encontraba Folkston también se estaba hablando del reciente compromiso de la joven Victoria, y se armó de paciencia para escuchar, de nuevo, las mismas frases y opiniones sobre el particular.

A Harmony Barton le encantaban esas fiestas. Le fascinaba contemplar los hermosos vestidos de las damas y observar a los caballeros, tan elegantes y refinados. Le gustaba tomar aquellas bebidas tan dulces y refrescantes servidas en lujosas copas de cristal. Y la música, oh, la música era lo mejor de todo. Lamentablemente, casi nunca lograba llenar su carnet de baile y siempre se veía obligada a disfrutar de algunas piezas desde su discreto rincón, inmóvil. En ocasiones, su padre, el vizconde Bainbridge, la sacaba a bailar, aunque ello supusiera dejar a su esposa abandonada durante unos minutos. En otras, como esa noche, Harmony tenía la suerte de que uno de sus hermanos —sino ambos— los hubiera acompañado y no se encontrara distraído con otros asuntos que le impidieran danzar con ella.

Precisamente Harold Barton, el hermano mayor, se encontraba a su lado en ese momento —Justin había viajado al norte por un asunto de negocios—, y Harmony estaba deseando que el baile diese comienzo, porque tenía las dos primeras casillas de su carnet vacías y pretendía que él fuese su pareja.

—Ni te atrevas a marcharte —lo amenazó en cuanto vio que saludaba con la cabeza a uno de sus conocidos. Harmony apenas movió los labios y tampoco abandonó la sonrisa, así que no tenía muy claro si Harold había logrado entender ni una sola de sus palabras.

—Por nada del mundo me perdería la oportunidad de bailar con mi hermana favorita —bromeó él, que le lanzó una mirada de soslayo.

En ese momento, Harmony vio pasar a Ernestine Cleyburne junto a sus dos amigas, Hester y Mathilda. Las tres dirigieron una mirada apreciativa a su hermano, pero no se detuvieron a saludar, a pesar de que habían sido presentados formalmente. Harold era un hombre inteligente, atractivo y considerado, solo que su renta anual no era lo suficientemente abultada como para llamar la atención de aquellas jóvenes. Ni siquiera se fijaron en Harmony que, de forma instintiva, retrocedió un paso para ocultarse tras la figura de su hermano.

—No necesitas esconderte de nadie —le aseguró él, con el semblante serio—. Vales tanto o más que ellas.

—Es la segunda vez que uso este vestido este año —se disculpó Harmony.

—Oh, por Dios, de verdad que no entiendo la manía de las mujeres con la ropa. Estás radiante. ¿Qué más puede importar?

—No lo entenderías.

—Me explotaría la cabeza, seguro —rio, en un vano intento por animar a su hermana.

—Harmony, haz el favor de mantener la espalda erguida. —Blanche Barton, vizcondesa Bainbridge, se había materializado junto a ellos.

—Sí, madre —contestó la joven, que hizo justo lo que le ordenaban.

—Debes mantener siempre una postura regia —insistió la matrona—. Como si el mundo fuese a caer rendido a tus pies.

—Al menos una parte de él —susurró Harold en tono de chanza.

—Más te valdría no bromear con estos temas, querido —lo riñó la vizcondesa—. A ti tampoco te vendría mal adoptar una postura más digna si quieres encontrar una buena esposa.

—No creo que el problema sea precisamente mi postura —murmuró tan bajito que solo su hermana logró oír sus palabras.

Entonces se escuchó un runrún junto a la entrada del salón y Harmony volvió la cabeza en aquella dirección. Sin poder evitarlo, sus grandes ojos azules se abrieron un poco más. Bajo el umbral que daba acceso a la enorme estancia se había detenido una pareja singular. Él era un hombre alto y delgado, que superaba con largueza los sesenta años, con el cabello canoso peinado hacia atrás y una media sonrisa en la comisura de su boca. Llevaba del brazo a una mujer al menos treinta años más joven, ataviada con un vestido de seda de color bronce que brillaba bajo la luz de las lámparas del techo, con los puños y el escote adornados con encaje negro. Era un color inusual para una dama —pues se solían evitar los grises o marrones—, pero a Harmony le pareció el culmen de la elegancia. Su cabello castaño, en lugar de peinado a los lados como dictaba la moda, lo llevaba recogido en la parte alta de la cabeza, sujeto con una tiara de diamantes, y los rizos sueltos le enmarcaban el rostro. Un rostro de facciones suaves y atractivas, en el que destacaban los labios bien delineados y pintados de un tono coral y los ojos azul oscuro, ligeramente rasgados. Supo, sin necesidad de preguntar, que se trataba de la Americana.

—Dios mío, no me lo puedo creer —bisbiseó su madre. Harmony pensó que se refería a la presencia y el aspecto de aquella mujer—. ¡Es lord Algernon!

—¿Quién? —Harmony observó al caballero, que había comenzado a saludar a los invitados y a presentar a su acompañante.

—El conde de Algernon —aclaró su madre—. Hacía más de quince años que no asistía a ningún acto social, desde que enviudó.

Harmony volvió a fijarse en él, y en esta ocasión tampoco albergó duda alguna de que aquella dama era el motivo por el que el noble había abandonado su retiro. ¿Se trataría de algún familiar?

¿Tal vez incluso de su prometida?

3

La mujer a la que todo el mundo en Londres había comenzado a apodar la Americana se llamaba Temperance Whitaker. Desde el mismo instante en el que puso un pie en aquel salón, fue plenamente consciente del interés que su presencia había despertado entre los miembros de la aristocracia. Sentía sobre sí las miradas de la gran mayoría de los asistentes, algunas tan poco amistosas como la de la dama que le acababan de presentar, que la observó de arriba abajo antes de dedicarle unas palabras de cortesía tan falsas como su sonrisa. Sin embargo, Temperance se había vestido para la ocasión e irguió aún más la espalda, orgullosa de su aspecto y de lo que se ocultaba bajo aquellos costosos ropajes. Nunca había sido una mujer menuda, y tanto la postura como los elevados tacones de sus botines la situaban casi a la misma altura que su acompañante.

Lord Algernon, en cambio, parecía un tanto incómodo con el escrutinio al que estaban siendo sometidos, aunque años de experiencia en aquellos salones le permitían mantener un porte hierático.

—Milord, es un placer verlo de nuevo —lo saludaba un conde en ese momento y ella intuyó que sus palabras eran sinceras—. Se le ha echado mucho de menos.

—Permítame que lo dude, milord —comentó circunspecto el anciano—. Tengo entendido que han tenido entretenimiento suficiente durante años.

—Nos ha faltado su incisiva mente, no lo dude.

—Pues a mi incisiva mente le gustaría presentarle a la señorita Temperance Whitaker, de Nueva York. La señorita Whitaker es hija de una prima lejana que se marchó a América hace ya algunos años y ha venido a pasar una temporada en Londres.

—Oh, así que viene usted de las colonias —El conde pretendía mostrarse ocurrente, pero a ella le irritó que, varias décadas después de su independencia, algunas personas siguieran refiriéndose a Estados Unidos como parte del Imperio británico. Sin embargo, sonrió con elegancia y le ofreció la mano enguantada, que el noble besó como dictaban las normas sociales.

—Sentía curiosidad por conocer la metrópoli —dijo en cambio, usando el mismo tono que su interlocutor.

—Londres es el centro del mundo —señaló el conde, al tiempo que hinchaba el pecho—. Estamos en la ciudad más grande del planeta, todo lo importante sucede aquí.

—Le recomendaría viajar a Nueva York —continuó ella, sin abandonar su gesto amable—. A no mucho tardar, es posible que le arrebate ese honor a su ciudad.

—Hummm, he leído que está creciendo mucho —convino el noble—, aunque de ahí a convertirse en la sucesora de nuestra querida urbe…

—Nos encantaría continuar con esta agradable conversación, milord —intervino lord Algernon—, pero me temo que aún hay muchas personas que sin duda querrán conocer a mi protegida.

—Oh, por supuesto —se disculpó el conde—. No pretendía acaparar su atención. Señorita Whitaker, ha sido un placer…

Temperance inclinó ligeramente la cabeza a modo de despedida y, sin soltar el brazo de Algernon, continuó recorriendo el salón.

—Procure no enemistarse con todos los asistentes a la velada —le susurró Algernon tratando de aparentar normalidad—. Al menos esta primera noche.

—Haré todo lo posible —accedió ella, que disimuló una sonrisa.

¿Mayor?, pensó Ernestine, recordando las palabras de Hester cuando se había referido a aquella mujer. Mayor era el hombre que la acompañaba, que ella, sin saber por qué, había imaginado joven y apuesto. A la Americana, en cambio, la había concebido de varias maneras distintas: con el cabello ralo y algo canoso, con sobrepeso, con un caminar torpe, con el rostro arrugado y los ojos apagados… Nada que se pareciera a aquella beldad, que estaba segura de que no había cumplido aún los treinta años y que se desplazaba por el salón como si le perteneciera. Bien era cierto que su edad, demasiado avanzada para los cánones de la época, suponía un impedimento a la hora de encontrar marido, ya que una mujer, pasados los veinticinco, era considerada oficialmente una solterona. Solo que no tenía en absoluto el aspecto de alguien a quien se le han cerrado las puertas del matrimonio y, a juzgar por el modo en el que todos los caballeros la observaban, estaba muy lejos de suceder en un futuro cercano. Con fastidio, Ernestine reconoció que en los próximos meses, además de con todas las jóvenes de su edad que se habían presentado ese mismo año, las que aún quedaban solteras de temporadas anteriores y las que se unirían al mercado matrimonial el año siguiente, ahora se vería obligada a competir con esa mujer tan exquisita. Como si no existieran ya suficientes obstáculos en su carrera hacia el altar.

—Deberías dejar de mirarla así —murmuró Hester.

—¿Qué? —Ernestine volvió la cabeza hacia su amiga.

—A la Americana. Se va a dar cuenta.

—Es mucho más joven de lo que esperaba —le dijo con un mohín.

—¡Pero si debe tener al menos veintisiete o veintiocho años! Tal vez incluso más.

—Ya…

Recorrió el salón con los ojos, hasta que localizó al marqués de Wingham junto a un par de nobles de menor rango, a quienes superaba en alzada y en apostura. Su mirada apreciativa, como la de muchos de los presentes, también estaba fija en la recién llegada.

—Maldita sea —masculló.

Ni siquiera con su precioso vestido color lavanda y el lazo violeta que adornaba su cabello podía competir con una mujer así.

Iba a necesitar algo más si quería conquistar al marqués, aunque todavía no sabía qué.

Conrad Barton nunca había disfrutado mucho de los eventos multitudinarios. Desde que se había fracturado una pierna años atrás al caerse de un caballo, le suponían además un suplicio. Verse obligado a pasar tanto tiempo de pie, e incluso a bailar con su esposa, su hija o alguna de las damas presentes, acababa pasándole factura. En actos tan concurridos como aquel tenía por costumbre encontrar un buen lugar en el que poder apoyarse para aliviar con cierto disimulo la presión sobre su pierna, y lograba hacerlo con bastante éxito, a decir de su esposa. Nadie que no lo observara con más atención de lo que dictaba la cortesía habría detectado esa vulnerabilidad, y Conrad se habría cortado la pierna antes que mostrarse débil ante sus iguales.

Pese a todo, el vizconde Bainbridge aún se sentía un hombre vigoroso a sus cincuenta y cinco años, lo bastante joven para albergar ilusiones y lo suficientemente mayor como para no dejarse arrastrar por ellas sin calibrar las consecuencias. Quizá por eso le costó sobreponerse a la impresión de reencontrarse con el conde de Algernon, cuyo rostro revelaba los estragos del paso del tiempo, como el suyo propio debía mostrar, aunque fuese casi una década menor. En otro tiempo, lord Algernon había visitado su propiedad en Kent, cuando todos eran más jóvenes. Cuando la vida era más fácil, o al menos lo parecía.

—Milord, qué inesperada sorpresa —le dijo, al tiempo que estrechaba su mano con firmeza—. Demasiado tiempo privándonos de su presencia.

—Me alegro de verlo, Bainbridge. Vizcondesa, continúa usted igual de hermosa que la última vez que la vi.

—Es usted muy amable —contestó Blanche Barton con las mejillas encendidas al tiempo que lanzaba una breve mirada a su hermosa acompañante.

—No sé si recuerda a mis hijos, Harold y Harmony —continuó Conrad, y se mostró complacido cuando ambos saludaron al anciano con el debido respeto.

—Son los más jóvenes los que nos recuerdan que el tiempo no pasa en balde, ¿no le parece? —discurrió Algernon—. La última vez que los vi eran unos niños, y creo que la pequeña aún no había comenzado a caminar.

—Los años no perdonan ni arrugas ni deudas —sentenció Conrad.

—Permítanme que les presente a la señorita Temperance Whitaker, hija de una prima lejana que se instaló en América —dijo entonces el anciano.

La mujer que lo acompañaba los saludó con cortesía.

—Espero que su estancia en Londres esté siendo de su agrado —comentó la vizcondesa.

—Es una ciudad muy interesante —afirmó la señorita Whitaker, que poseía una voz grave y profunda y un ligero acento norteamericano.

—¿Tiene pensado pasar mucho tiempo aquí? —preguntó entonces Harmony.

—Disculpe la falta de modales de mi hija, señorita Whitaker —se apresuró a intervenir la dama, al tiempo que lanzaba una mirada reprobatoria a la muchacha—. Ya sabe lo curiosos que pueden llegar a ser los jóvenes.

—Oh, estoy convencida de que no es la única en este salón que se hace la misma pregunta —repuso la mujer, con media sonrisa—. Admiro la curiosidad de las mentes jóvenes y su incapacidad para ponerle freno.

—Entonces permítame decirle que su vestido es precioso —comentó Harmony de nuevo, sin poder contenerse—. Es un color inusual, que usted luce con gran elegancia.

—Harmony… —Las mejillas de su madre se colorearon de nuevo.

—Es muy amable, señorita Barton —respondió la señorita Whitaker.

—Deduzco que lo ha traído usted de América, porque el diseño me es por completo desconocido.

—Así es, en efecto. En Nueva York tenemos la suerte de contar también con excelentes modistas.

—¿Es la primera vez que visita nuestro país? —intervino Conrad, que no había dejado de observarla.

—¿Cómo dice? —La mujer clavó en él sus ojos azul oscuro y elevó un tanto las cejas.

—Me resulta usted familiar… —confesó, algo turbado.

—Es el primer evento de estas características al que asisto aquí en Londres —respondió ella—, aunque ya llevo unas semanas en la ciudad. Quizá nos hayamos cruzado en la calle.

—Es posible —convino, no del todo convencido.

Conrad Barton trató de hacer memoria, pero no le sonaba haberse cruzado con aquella mujer ni en la calle ni en ningún otro sitio. De todos modos, se dijo, nunca había sido buen fisonomista y no era inusual que confundiera a los extraños.

—Si ha viajado a Nueva York en los últimos años es posible que hayamos coincidido en alguna otra fiesta —añadió ella.

—Me temo que nuestra familia no ha abandonado Inglaterra desde que yo tengo uso de razón —dijo Harold, que intervenía en la conversación por primera vez—. En caso de haberlo hecho, le aseguro que yo sí la habría reconocido.

La señorita Whitaker aceptó el cumplido con una sonrisa que a Conrad le pareció un tanto forzada, y Algernon aprovechó para despedirse alegando que aún quería saludar a varias personas.

Mientras se alejaban, el vizconde comprobó que la extraña pareja se había convertido en la mayor atracción de la velada. La súbita reaparición de lord Algernon después de una ausencia tan prolongada iba a ser la comidilla de todas las tertulias de los siguientes días. Y la joven que lo acompañaba sin duda protagonizaría un buen número de cotilleos entre las damas de la alta sociedad.

—No sabía que Algernon tuviera una prima —murmuró su esposa Blanche—. Ni cercana ni lejana.

—Bueno, es posible que él tampoco sepa de la existencia de tu prima Gertrude —señaló su marido en tono jocoso.

—Conrad, eres un hombre imposible —replicó ella al tiempo que lo golpeaba suavemente en el antebrazo con el abanico cerrado. Luego se volvió hacia su hija—. Harmony, en cuanto a tus modales…

Pero Harmony no la escuchaba. Como muchos otros de los presentes, tenía la mirada fija en la enigmática señorita Whitaker.

Los rumores y los cuchicheos acompañaron a la insólita pareja a lo largo y ancho del salón. El brillo de las lámparas se mecía al compás de los movimientos de Temperance, cuyo vestido refulgía bajo las luces. Lord Algernon, a su vez, parecía recuperar parte de su antigua entereza a medida que iba saludando a viejos conocidos, e incluso a viejos amigos que habían llegado a pensar, quizá, que no volverían a verlo. Ella se dio cuenta de cómo comenzaba a moverse con la espalda más erguida y, a pesar de que sospechaba que no se sentía del todo cómodo, era indudable que había ganado confianza.

—¿Y conoce usted a los Briscoe? —le preguntaba a Temperance la condesa de Folkston, que se encontraba en el último grupo al que se habían aproximado.

—Por supuesto —contestó ella.

Era ya la tercera familia americana por la que se interesaba aquella señora tan incisiva, acaparando toda su atención e impidiendo que los demás pudieran hacer ningún comentario. La acompañaba su esposo, que evitaba mirarla, tal vez un tanto avergonzado por la curiosidad malsana de su mujer. Junto a él, un circunspecto Gordon Cleyburne, barón Oakford, permanecía hierático ante aquel interrogatorio.

—Oh, asistimos a una velada encantadora en su casa de la calle Catorce. Fue hace mucho… —reconoció la mujer—. Con la edad, ya sabe, se pierde el gusto por los viajes, sobre todo a lugares tan lejanos.

—Claro… —concedió ella.

—Lord Algernon —continuó la mujer, dirigiéndose ahora a su acompañante—, ha sido una suerte que mi marido insistiera en que acudiéramos hoy a la fiesta de los Swainboro, de lo contrario me habría perdido verlo de nuevo.

—Entonces debo agradecerle a su esposo este feliz reencuentro —dijo el anciano, que inclinó la cabeza en dirección al aludido.

—Pero no le perdonaré a Cordelia, la marquesa, que no me lo mencionara —comentó la mujer con un mohín—. ¡Si somos íntimas amigas!

—Probablemente quería que fuese una sorpresa, querida —señaló su esposo.

—Tengo entendido que se aloja usted en la mansión de los Maywood —aprovechó entonces Gordon Cleyburne para dirigirse a Temperance—. Es una propiedad muy hermosa, o al menos lo era la última vez que la visité.

—Sigue siéndolo —confirmó ella—. Tan bella por dentro como por fuera, como imagino que deben serlo las cosas importantes.

—Me alegro de que esté de nuevo habitada —continuó el barón—. Me parecía una auténtica lástima que algo tan hermoso se desperdiciara.

—Los Maywood la han mantenido en perfecto estado —señaló ella—, aunque que algo sea hermoso no implica que tenga que ser expuesto de forma continuada, ¿no cree?

—Desde luego, aunque la belleza solo puede ser valorada en su justa medida si es contemplada por los ojos de los demás.

Temperance no tuvo oportunidad de réplica, porque en ese momento apareció una joven a su lado. Su cabello, tan rubio que parecía casi blanco, iba recogido con un lazo violeta que la favorecía mucho. Los ojos, de un verde apagado, grandes y ligeramente saltones, la contemplaron con cierto descaro y algo de disgusto. Gordon Cleyburne la presentó como su hija Ernestine.

—Espero que no se sienta incómoda en nuestro ambiente —señaló la chica, en un tono de voz que pretendía insinuar todo lo contrario.

—¿Y por qué habría de estarlo? —preguntó Temperance en tono neutro.

—Bueno, seguro que no está acostumbrada a frecuentar fiestas como esta —recalcó con cierto retintín—. Los Swainboro son una de las familias más importantes y respetadas de Inglaterra.

—Entonces he tenido suerte de poder asistir a uno de sus bailes.

—Lord Algernon ha sido muy amable trayéndola con él —continuó la joven—, así tendrá algo emocionante que contar a su regreso a casa.

—Oh, confío en poder contar muchísimas cosas más, ya que no tengo intención de volver a cruzar el océano en breve.

Aquella información no pareció ser del agrado de la muchacha, que alzó de forma involuntaria una de las comisuras de los labios.

—Ernestine, creo que el baile va a dar comienzo —dijo entonces su padre.

Tras un breve intercambio de frases de despedida, ofreció el brazo a su hija y se alejaron del grupo. Lord Algernon aprovechó la coyuntura para hacer lo mismo, y Temperance y él se dirigieron con calma hacia una de las esquinas del salón.

—Me temo que la señorita Cleyburne no parece muy satisfecha con su presencia en esta fiesta —señaló el aristócrata con cierto pesar—, y es posible que no sea la única. Ya no recordaba lo presuntuosos que son mis conciudadanos.

—No se inquiete —comentó ella de buen humor—. No conozco un acicate más eficaz que un poco de controversia para alentar a las matronas aburridas.

—Llevo demasiado tiempo retirado de esto… —resopló el anciano.

—Podemos marcharnos cuando guste, lord Algernon —le propuso en tono amable.

—¿Cómo…? ¿Y perderme toda esta diversión? —El hombre sonrió, algo turbado—. Además, me debe al menos un baile.

—Todos los que quiera. —Inclinó la cabeza—. Le recuerdo que mi carnet está vacío.

—No por falta de peticiones.

No se trataba de eso, por supuesto. Varios de los caballeros a los que acababa de ser presentada le habían solicitado una pieza, que ella había rechazado con cortesía. Temperance adoraba bailar, pero aquella era su primera aparición en la alta sociedad londinense y necesitaba contar con todos sus sentidos alerta.

Por otro lado, tampoco deseaba dar pie a innecesarios cortejos que pudieran distraerla en el futuro, porque, como le había asegurado a Ernestine Cleyburne, todavía no iba a marcharse de Londres.

4

Alexander bajó del carruaje frente a la escalinata de entrada de la mansión de los Swainboro. La noche era fría y algunos jirones de niebla se enroscaban en los arbustos que adornaban los laterales del edificio. Más allá, apenas se podían apreciar los extensos y cuidados jardines de los marqueses, y ni siquiera la luz de las farolas lograba atravesar aquella bruma espesa y blanquecina.

Echó un rápido vistazo al elevado número de carruajes que ocupaban la explanada situada frente a la casa. Los cocheros, bien abrigados bajo sus gruesas capas, movían los pies como si bailaran, tratando de ahuyentar el frío, y algunos acariciaban a los animales, frente a cuyos hocicos se formaban pequeñas nubes de vapor. En ese momento, deseó encontrarse en su propio hogar, donde le aguardaría un fuego bien alimentado y una copa de brandi. En su lugar, se veía obligado a asistir a aquella velada en la que Cleyburne pretendía presentarle al conde de Folkston y en la que también debería socializar con las jóvenes casaderas, algo que le apetecía aún menos.

Subió la escalinata de acceso y, tras dar su nombre al lacayo que le abrió la puerta, se aventuró en el inmenso vestíbulo, casi desierto. Le sorprendió encontrarse de frente con una hermosa desconocida, y sin compañía alguna. Iba ataviada con un vestido de color bronce y llevaba el cabello castaño recogido sobre la cabeza. Algunas hebras lanzaban destellos rojizos bajo la luz de las lámparas. Aquellos ojos, azul oscuro, se detuvieron en su persona y lo evaluaron en unas décimas de segundo. Apenas le dedicó un breve vistazo al parche de cuero negro que cubría su ojo izquierdo, sujeto con una cinta del mismo material. En su fuero interno se lo agradeció. Estaba acostumbrado a que aquel detalle de su fisonomía atrajera la atención, a veces de manera desmesurada. Dedujo que, o la dama acababa de llegar y estaba esperando a que alguien acudiera en su busca para acompañarla dentro, o pretendía abandonar la fiesta antes de que esta hubiera alcanzado su punto álgido.

Un criado se acercó hasta Alexander y este se quitó el abrigo y el sombrero y se los entregó sin mucha ceremonia.

—Buenas noches, milady —la saludó al fin, con una leve inclinación de cabeza.

—Milord…

La observó de reojo, mientras se deshacía también de los guantes, y aguardó a que el criado desapareciera.

—Puedo acompañarla al interior si está esperando a alguien —se ofreció.

—En realidad ya me marchaba —contestó ella. Alexander apreció la cadencia de su voz, suave y aterciopelada—. Espero a mi acompañante, que intuyo que se habrá entretenido con algún viejo conocido.

Se preguntó qué tipo de hombre dejaría abandonada a una mujer como aquella. En ese momento apareció una criada con una gruesa capa de terciopelo negro entre las manos.

—Permítame —dijo él.

Tomó la prenda de manos de la muchacha, la desdobló y la colocó sobre los hombros de la desconocida. Hasta él llegó el aroma de su fragancia, sutil y nada empalagosa, que le resultó especialmente agradable. La mayoría de las damas que conocía parecían bañarse en perfume, lo que siempre acababa por provocarle dolor de cabeza. La mujer aceptó de buena gana su gesto, que agradeció con una sonrisa.

—¿La fiesta no ha sido de su agrado? —preguntó él.

—Los marqueses han sido unos anfitriones excelentes —contestó ella, que echó un rápido vistazo hacia las puertas que conducían al salón, del que emergía la música de un vals.

Alexander no lograba identificar aquel ligero acento y pensó que aquella dama era con toda probabilidad de alguna región del norte de Inglaterra, tal vez incluso de Escocia. Le habría gustado preguntarle al respecto, pero, dado que aún no habían sido presentados formalmente, habría sido una descortesía. De hecho, incluso aquella ligera conversación de circunstancias se habría considerado inapropiada en determinados círculos.

—Los Swainboro no lo habrán hecho demasiado bien si se marcha usted tan pronto —comentó en tono ligero—. ¿Los canapés estaban rancios? ¿La música es espantosa? Porque, por lo que puedo oír, no tengo la sensación de que lo estén haciendo tan mal.

La mujer sonrió de forma abierta y a él se le antojó incluso más hermosa.

—Los canapés estaban deliciosos, le aconsejo que no se pierda los de salmón y pepino —respondió—. El champán está un poco caliente para mi gusto, pero también es de excelente calidad. Y la música, coincido con usted, es más que aceptable.

—Entonces se aburría —continuó él.

—Oh, en absoluto. Hay demasiada gente ahí dentro como para aburrirse.

—Permítame decirle entonces que es una lástima que nos abandone tan pronto —le dijo, casi en un susurro—. Me habría encantado invitarla a un baile.

—Quizá debería haber llegado usted antes. —La mujer clavó en él sus ojos, que en ese momento parecieron aumentar su brillo, y bajó el tono de voz—. Es posible que entonces hubiera decidido quedarme un poco más.

Alexander experimentó un ligero escalofrío ante el evidente flirteo que encerraba aquel comentario, a pesar de que no le eran ajenas las insinuaciones de aquella índole, que rara vez conseguían atravesarle la piel.

—En ese caso es probable que no me hubiera separado de usted en toda la velada —le aseguró, siguiéndole el juego.

—Sin duda habría resultado una situación de lo más interesante.

—Le prometo que intentaré compensárselo en el próximo evento en el que coincidamos. —Dio un paso más hacia ella—. Y espero que eso ocurra muy pronto.

Iba a añadir algo más, pero percibió un movimiento junto a la puerta que conducía al salón y se alejó un par de pasos. Sin darse cuenta, se había aproximado a ella en exceso, demasiado para lo que dictaban las normas del decoro. Cuando vio que una pareja mayor aparecía en el vestíbulo, consideró que había llegado el momento de retirarse. Inclinó la cabeza en dirección a la desconocida, a la que dedicó una sonrisa tentadora, y se internó en el salón en busca de Cleyburne.

Mientras recorría la abarrotada estancia cayó en la cuenta de que aquella mujer, con toda probabilidad, debía ser la americana de la que todo el mundo había estado hablando.

Temperance se arrebujó en su capa. Incluso en el interior del carruaje que los conducía a ella y a lord Algernon a sus respectivos hogares hacía frío. Las bajas temperaturas, sin embargo, le permitieron despejar un poco la mente.

«Debe haber sido el champán», se dijo, mientras un ligero dolor de cabeza comenzaba a trepar por su nuca. En un intento por templar un poco los nervios y hacer honor a su nombre de pila, «Templanza», quizá se había excedido un tanto con la bebida. Solo así se explicaba que se hubiera mostrado tan osada con aquel atractivo desconocido en el vestíbulo de los Swainboro. Su aspecto varonil y misterioso, acentuado por aquel parche que le confería incluso un aura peligrosa, había resultado verdaderamente estimulante. Y su voz, grave y ligeramente ronca, como una caricia en mitad de una tormenta.

—¿Ha sido tal como esperaba? —le preguntó entonces lord Algernon.

Temperance volvió en sí y contempló las finas arrugas de su rostro y aquellos ojos claros que en ese momento no eran más que dos estanques de oscuridad.

—Más o menos —respondió—. ¿Y para usted?

—¿Para mí? —El hombre alzó una de sus delgadas cejas, casi completamente cana.

—Hacía mucho tiempo que no asistía a ningún evento.

—Las cosas no han cambiado tanto.

—¿Esperaba que lo hubieran hecho?

—El mundo no ha cesado de girar en los últimos lustros —comentó el anciano—. Creía que habría modificado aspectos más esenciales que los transportes o la industria.

—¿Decepcionado entonces?

—En realidad no —reconoció—. Tampoco tenía muchas expectativas, así que no ha supuesto ningún desengaño. ¿Qué me dice de usted?

—He descubierto que las personas tienen modos muy similares de divertirse, aunque las separe un océano. Esta velada no ha sido muy distinta de otras a las que he acudido en Nueva York, Boston o Filadelfia.

—Intuyo que ha tenido usted una vida social muy activa.

—Le sorprendería descubrir la de puertas que puede abrir el dinero, incluso a una mujer.

—Como ya le dije hace unas semanas, será para mí un placer abrirle las que su fortuna no pueda comprar.

A modo de respuesta, ella se limitó a asentir con la cabeza y sonrió, complacida.

Los caballos se detuvieron solo un par de

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