La casa vacía

Rosamunde Pilcher

Fragmento

La casa vacía

1

Eran las tres de la tarde de un cálido y soleado lunes de julio en el que una norteña brisa marina había enfriado el aire perfumado por el heno. Desde lo alto de la colina se veía la carretera rodear la ladera del Carn Edvor y la campiña se extendía hasta el distante acantilado; eran unas tierras de cultivo bordeadas de amarillos tojos, quebradas por formaciones de granito y subdivididas en docenas de pequeñas parcelas. «Igual que una colcha», pensó Virginia, imaginando los pastos como retales de terciopelo verde, el amarillo dorado del heno recién segado como brillante raso y el oro rosado del trigo como un tejido suave y delicado que invita a tocarlo y acariciarlo.

Todo estaba en silencio. Sin embargo, cuando cerró los ojos, percibió los sonidos de la tarde estival destacándose uno a uno como si quisieran llamar su atención. El suave susurro de la brisa agitó los helechos mientras un automóvil que subía por la colina desde Porthkerris cambiaba de marcha al acentuarse la cuesta de la carretera. A lo lejos se oía el sonido de las máquinas segadoras, semejante al zumbido de las abejas. Abrió los ojos y contó en la distancia tres segadoras tan minúsculas como los modelos de juguete que Nicholas empujaba de acá para allá sobre la alfombra del cuarto de los niños.

El vehículo coronó muy despacio la cima de la colina y sus ocupantes, incluido el conductor, contemplaron el maravilloso panorama a través de las ventanillas abiertas. En el interior del automóvil se veían rostros enrojecidos por el sol, gafas reflectantes, brazos morenos y blusas sin mangas. Al pasar junto al área de descanso donde Virginia había dejado aparcado su coche, una de las mujeres del asiento trasero levantó la vista y la vio observándolos desde la ladera de la colina. Durante un sorprendente segundo se cruzaron sus miradas, antes de que el automóvil siguiera adelante y tomara una curva, perdiéndose de vista en dirección a Land’s End.

Virginia consultó su reloj. Eran las tres y cuarto. Lanzó un suspiro, se levantó, se sacudió la briznas de hierba y las hojas de helecho de los fondillos de los vaqueros blancos y bajó por la ladera hacia su automóvil. El sol había calentado el asiento de cuero y ardía como si fuera una parrilla. Dio la vuelta para regresar a Porthkerris con la mente llena de imágenes dispersas. De Nicholas y Cara, encarcelados en un desconocido cuarto infantil de Londres y llevados cada semana por la niñera a Kensington Gardens; y por su abuela al zoo y al Museo de la Indumentaria y a películas aptas para menores. Se preguntó si le habrían cortado el cabello a Nicholas y si convendría que le comprara al niño una segadora de juguete y se la enviara junto con una breve y maternal carta: «Hoy he visto tres iguales funcionando en los campos de Lanyon y he pensado que te gustaría tener un modelo para ver cómo son.»

Una carta que lady Keile, rebosante de satisfacción, leería en voz alta porque Nicholas, que era un machista en ciernes, no veía ninguna razón para molestarse en descifrar la escritura de su madre, teniendo a su lado a una abuela dispuesta a leérsela. Virginia pensó en otra carta, la que guardaba en su corazón: «Mi querido niño, lejos de ti y de Cara vago sin rumbo por la vida. Circulo por ahí en mi automóvil porque no se me ocurre ninguna otra cosa que hacer y el automóvil me conduce a lugares conocidos, donde me pregunto quién será el conductor de la gigantesca segadora que hace compactas y cuadradas balas de heno semejantes a paquetes perfectamente atados.»

A lo largo de los ocho kilómetros de costa, las viejas alquerías con sus enormes graneros y edificios anexos semejaban las piedras preciosas de un tosco collar cuya sucesión no permitía distinguir dónde terminaban los campos de Penfolda y dónde empezaban los de la finca colindante. Las segadoras estaban tan lejos que no se podía adivinar la identidad de sus conductores ni las de las minúsculas figuras que las seguían, ensartando con sus horcas las balas y juntándolas en fajinas para que se secaran al sol de la canícula.

Ni siquiera estaba segura de que él viviera todavía en Penfolda y, sin embargo, no se lo podía imaginar viviendo en ningún otro lugar del mundo. Dejó que su ojo mental, al igual que la lente de una potente cámara, enfocara la animada escena. Las figuras se perfilaron con toda claridad y lo vio, sentado al volante de la enorme segadora con las mangas de la camisa remangadas dejando al descubierto sus bronceados antebrazos mientras el viento le alborotaba el cabello. Para evitar el peligro de la proximidad, Virginia se imaginó de inmediato a una esposa vestida con una bata de color rosa y un delantal azul, cruzando los campos con sus largas y bronceadas piernas y llevando un cesto lleno de termos de té y tal vez de pasteles de fruta. La esposa del señor Eustace Philips de Penfolda.

Llegó en coche a la cima de la colina y ante sus ojos aparecieron la bahía, las blancas playas y los lejanos promontorios y, abajo, rodeando el puerto, las casas arracimadas y la torre normanda de la iglesia de Porthkerris.

Wheal House, donde vivían sus anfitriones los Lingard, se levantaba en el otro extremo de Porthkerris. De haber sido una desconocida visitante de aquel lugar, hubiera seguido la carretera principal que conducía al centro de la ciudad y llegaba hasta el otro lado y se habría visto irremediablemente atrapada en los embotellamientos de tráfico y las hordas de visitantes que recorrían al azar las angostas aceras de las callejuelas o permanecían de pie en las esquinas estratégicas, tomando cucuruchos de helados, eligiendo postales o contemplando los escaparates llenos de recipientes de cobre, sirenas de barro cocido y otros recuerdos análogamente espantosos.

Pero, como no era una desconocida, Virginia salió de la carretera mucho antes de llegar a las casas y enfiló la angosta callejuela bordeada de altos setos que serpenteaba por la colina del otro lado. No era un atajo sino el camino más largo para regresar a casa, pero, un poco más allá, volvió a adentrarse en la carretera a través de un silvestre túnel de rododendros que discurría a menos de cincuenta metros de la entrada principal de Wheal House.

A la entrada había una verja blanca y más allá un camino particular bordeado de setos de flores de color rosa. La casa, de agradables proporciones, era de estilo neogeorgiano con un porche provisto de frontón delante de la puerta principal. El camino atravesaba cuidados y verdes céspedes y perfumados parterres de alelíes. Cuando Virginia aparcó el coche a la sombra de la casa, se oyó una aguda cacofonía de ladridos y de la puerta abierta salió Dora, la vieja perra spaniel de Alice Lingard que solía tenderse a tomar el fresco en el reluciente suelo del vestíbulo.

Virginia se agachó para acariciarla y decirle unas palabras antes de entrar en la casa y quitarse las gafas de sol porque, en compara

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