Título original: The Taming
Traducción: Edith Zilli
1.ª edición: febrero 2014
© Ediciones B, S. A., 2013
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
www.edicionesb.com
Depósito Legal: B. 2.868-2014
ISBN DIGITAL: 978-84-9019-725-7
Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.
1
Inglaterra, 1445
—Se marcha tu hija o me voy yo —dijo hoscamente Helen Neville, los brazos en jarras, la mirada clavada en su esposo Gilbert. Él estaba cómodamente instalado en el acolchado asiento de la ventana, el sol atravesando las persianas de madera pintadas de azul de la vieja ventana de piedra. Estaba rascando las orejas de su sabueso favorito, y saboreaba apetitosos trocitos de carne picada.
Como de costumbre, Gilbert no respondió a su reclamo y ella cerró los puños, irritada. Gilbert tenía doce años más y era el hombre más perezoso que Helen había conocido. Pese a que dedicaba todo su tiempo a la equitación, siguiendo la pista de un halcón, su vientre era voluminoso y aumentaba día tras día. Por supuesto, ella lo desposó por su dinero, por su vajilla de oro, sus miles de hectáreas de tierra, sus ocho castillos (dos de los cuales él jamás había visto), sus caballos y su ejército de hombres, los hermosos vestidos que él podía ofrecerle a ella y sus dos hijas. Helen había leído una lista de las propiedades de Gilbert Neville y contestado afirmativamente a la propuesta de matrimonio sin pedir siquiera una entrevista con el candidato.
Y ahora, un año después del casamiento, Helen se preguntaba: si hubiese conocido a Gilbert y advertido su haraganería, ¿se habría preguntado quién administraba sus propiedades? ¿Contaba con los servicios de un mayordomo de jerarquía superior? Sabía que él tenía solo una hija legítima, una joven pálida, de actitud tímida, que no le había dicho una palabra a Helen antes del matrimonio; pero quizá Gilbert tenía un vástago ilegítimo que administraba sus posesiones.
Después de que se casaron, Helen supo que tenía un marido tan perezoso en la cama como fuera de ella y descubrió quién administraba las propiedades de los Neville.
¡Liana! Helen deseaba no haber oído jamás ese nombre. Esa hija de Gilbert, de aspecto tierno y actitud tímida, era el demonio disfrazado. Liana, como su madre antes que ella, lo dirigía todo. Ocupaba un lugar frente a la mesa del mayordomo, mientras los campesinos pagaban sus rentas anuales. Recorría a caballo la campiña, vigilaba los campos y ordenaba la reparación de los techos rotos. Liana determinaba cuándo un castillo se había convertido en un lugar excesivamente sucio y las cosechas eran muy escasas, de modo que los arrendatarios recibían la orden de desalojarlo. Durante el último año Helen se había enterado tres veces de situaciones semejantes, al ver que una criada preparaba su equipaje.
De nada había servido explicar a Gilbert o a Liana que ella era ahora la señora de la propiedad, y que la joven debía renunciar a su poder en favor de su madrastra. Ambos se limitaron a mirar con curiosidad a Helen, como si una de las gárgolas de piedra de la fuente hubiera comenzado a hablar; después, Liana había retornado a sus tareas como administradora y Gilbert a su eterna pereza.
Helen intentó hacerse cargo por propia iniciativa y durante un tiempo creyó que tenía éxito, hasta que descubrió que todos los criados pedían la confirmación de Liana antes de ejecutar una orden.
Al principio, las quejas de Helen a Gilbert fueron moderadas y, generalmente, después de que ella lo había complacido en el lecho.
Gilbert le prestó escasa atención.
—Deja que Liana haga lo que le plazca, no puedes impedirlo. Sería imposible detenerla, como tampoco a su madre, como no se podría impedir la caída de un peñasco. Era y es mejor apartarse de su camino.
Después, continuó durmiendo, pero Helen permaneció despierta la noche entera, su cuerpo ardiendo de cólera.
Por la mañana había decidido que también ella sería un peñasco. Tenía más años que Liana, y si era necesario podía demostrar mucha más astucia. Después del fallecimiento de su primer esposo, y de que su hermano menor heredara la propiedad, Helen y sus dos hijitas habían sido apartadas por su cuñada. Helen tuvo que soportar que las tareas que otrora estuvieron bajo su responsabilidad quedaran a cargo de una mujer más joven y mucho menos competente. Cuando llegó la propuesta de Gilbert Neville, Helen se arrojó sin vacilar sobre la oportunidad de volver a tener su propio hogar, su propia casa. Pero ahora lo usurpaba una joven menuda y pálida, que hubiera debido casarse y abandonar el hogar de su padre varios años antes.
Helen trató de hablar con Liana, explicarle los placeres que podía hallar en la compañía de su propio esposo, sus hijos y su casa.
Liana la había mirado con esos grandes ojos azules y parpadeantes, parecía tan sumisa como un ángel de los que adornaban el techo de la capilla.
—Pero ¿quién atenderá las propiedades de mi padre? —se limitó a preguntar.
Helen rechinó los dientes.
—Yo soy la esposa de tu padre. Haré lo que sea necesario.
Liana entrecerró los ojos y contempló el suntuoso vestido de Helen, con su larga cola y el profundo escote que exhibía por delante y detrás de él y que dejaba al descubierto una parte considerable de sus hermosos hombros, así como el tocado con sus acolchados y sus profusos bordados, y sonrió.
—El sol te quemaría si usaras eso.
Helen trató de defenderse.
—Me vestiría apropiadamente. Estoy segura de que puedo montar tan bien como tú. Liana, no está nada bien que continúes en la casa de tu padre, tienes casi veinte años. Deberías tener tu propio hogar, tu propio...
—Sí, sí —dijo Liana—. Sin duda tenéis razón, pero ahora tengo que irme. Anoche hubo un incendio en la aldea y debo examinar los daños.
Y Helen permaneció allí, el rostro enrojecido, el humor sombrío. ¿De qué le servía ser la esposa de uno de los hombres más ricos de Inglaterra, vivir en diferentes castillos donde las riquezas sobrepasaban todo lo que jamás ella había creído posible? De todas las paredes colgaban gruesos y coloridos tapices, y todos los techos estaban pintados con escenas bíblicas; y cada cama, cada mesa y cada silla estaba revestida con lienzos bordados. Liana había organizado un cuarto para las mujeres que se dedicaban exclusivamente a tejer los tapices. La comida era excelente, pues atraía a los buenos cocineros con excelentes sueldos, regalando a sus esposas vestidos ribeteados de piel. Las letrinas, el foso, los establos, el patio siempre estaban limpios, porque a Liana le agradaba la pulcritud.
Helen pensó: Liana, Liana, y se llevó los puños a las sienes. Para los criados se trataba siempre de lo que lady Liana deseaba, de lo que lady Liana había ordenado, o incluso de lo que estableció la primera esposa de Gilbert. A juzgar por el poder que ejercía en la administración de las propiedades de Neville, se hubiera dicho que Helen no existía.
Pero cuando sus dos hijitas comenzaron a citar las palabras de Liana, la cólera de la madre alcanzó el máximo nivel. La pequeña Elizabeth había pedido su propio pony, Helen sonrió y contestó que lo tendría. La niña se limitó a mirarla y dijo:
—Se lo pediré a Liana. —Y salió corriendo.
Este incidente determinó que Helen presentase ahora un ultimátum a su esposo.
—Soy menos que nada en esta casa —dijo a Gilbert. No se molestó en bajar la voz, pese a que sabía bien que los criados que estaban alrededor la escuchaban. Eran los sirvientes de Liana, hombres y mujeres bien entrenados y obedientes, que conocían la generosidad tanto como la cólera de su joven ama y que si era necesario estaban dispuestos a dar la vida por ella.
»O se marcha tu hija o me voy yo —repitió Helen.
Gilbert examinó la bandeja de alimentos que tenían la forma de los doce apóstoles. Eligió a san Pablo y se lo metió en la boca.
—¿Y qué debo hacer con ella? —preguntó perezosamente. No había muchas cosas en el mundo que pudiesen excitar el interés de Gilbert Neville. La comodidad, un eficaz halcón, un ágil sabueso, la buena comida y la paz eran todo lo que le pedía a la vida. No tenía ni idea de lo que su primera esposa hizo para acrecentar la riqueza que su padre le había dejado ni de la enorme dote que ella aportó al matrimonio; tampoco sabía lo que su hija hacía. Según él veía las cosas, las propiedades se administraban solas. Los campesinos trabajaban la tierra; la nobleza cazaba; el rey dictaba las leyes. Y al parecer, las mujeres reñían.
Había visto a la bella y joven viuda Helen Peverill cuando ella atravesaba a caballo las tierras de su fallecido esposo. Los cabellos negros le caían sobre la espalda, el busto generoso casi desbordaba el vestido y el viento pegaba las faldas a los muslos fuertes y sanos. Gilbert sintió un desusado acceso de sensualidad y comentó a su cuñado que le habría agradado desposar a Helen. Después, Gilbert no hizo mucho, hasta que Liana le dijo que había llegado el momento de las nupcias. Luego de una lasciva noche de bodas, Gilbert se sintió satisfecho con Helen y esperó que ella fuese a hacer lo que las mujeres hacían a lo largo del día, pero no fue así. Ella había comenzado a renegar y regañar, y nada menos que a propósito de Liana, que era una niña tan tierna y bonita, siempre ocupándose de que los músicos ejecutasen las canciones que agradaban a Gilbert y ordenando a las criadas que le trajesen comida, y durante las largas noches invernales relatando cuentos para entretenerlo. No podía comprender por qué Helen deseaba que Liana se marchase. Era tan discreta, que uno apenas advertía que la joven estaba cerca.
—Imagino que Liana puede tener un marido si lo desea —dijo Gilbert, bostezando. Creía que la gente hacía lo que deseaba. Suponía que los hombres trabajaban en los campos de sol a sol porque eso era lo que preferían.
Helen trató de serenarse.
—Por supuesto, Liana no quiere tener un esposo. ¿Por qué habría de desear que un hombre le dijera lo que debe hacer, cuando aquí goza de libertad absoluta y ejerce un poder único? Si yo hubiese tenido ese ascendiente en el hogar de mi finado esposo, jamás me habría marchado. —Elevó las manos en un gesto de cólera impotente.¡Ejercer poder y que no haya que atender a un hombre! La vida de Liana es el cielo en la tierra. Jamás saldrá de aquí.
Aunque Gilbert no comprendía las quejas de Helen, sus gritos comenzaron a molestarlo.
—Hablaré con Liana y veré si le interesa alguien como marido.
—Tendrás que ordenarle que se case —dijo Helen—. Tienes que elegirle un candidato y decirle que lo despose.
Gilbert miró a su sabueso y sonrió al recordar.
—Una vez contrarié a la madre de Liana... una sola vez. No quiero cometer el mismo error y molestar a su hija.
—Si no consigues que salga de mi casa, lamentarás haber provocado mi contrariedad —dijo Helen, antes de volverse y salir de la habitación.
Gilbert rascó las orejas de su sabueso. Esta nueva esposa era lo que un cachorro con un león comparada con la primera. A decir verdad, no podía entender por qué Helen estaba enojada. Jamás se le había pasado por la mente que una persona podía desear realmente responsabilidades. Eligió una figura de san Marcos y se la comió con gesto pensativo. Recordó con imprecisión que alguien le había advertido que no era bueno tener dos mujeres bajo el mismo techo. Quizá convendría hablar con Liana y ver qué opinaba de esa idea del casamiento. Si Helen cumplía su amenaza y se trasladaba a otra propiedad, la extrañaría en el lecho. Pero si su hija en efecto se casaba, tal vez lo hiciera con alguien que era dueño de buenos halcones de cría.
—Bien —dijo en voz baja Liana—, mi estimada madrastra quiere expulsarme de mi propio hogar, de la casa ampliada y enriquecida gracias a mi madre, de la propiedad que yo he administrado durante tres años.
Gilbert pensó que la cabeza comenzaba a dolerle. Helen lo había regañado la víspera horas y horas. Al parecer, Liana ordenó que se construyesen nuevos cottages en el pueblo amurallado que estaba al pie del castillo y Helen se horrorizó porque la joven proyectaba emplear el dinero de los Neville para pagar estos cottages, en lugar de dejar a los campesinos la tarea de solventar los gastos. Helen se había enojado tanto y había pegado alaridos tan estridentes que los seis halcones de Gilbert salieron volando de sus perchas en dirección a las vigas. Estaban encapuchados para mantenerlos tranquilos y el vuelo a ciegas, por impulso del pánico, causó que un ave se quebrase el cuello. Gilbert comprendió que era necesario hacer algo; no soportaba la idea de perder otro de sus amados halcones.
Su primera idea fue revestir de armaduras a las dos mujeres y que combatiesen para determinar quién continuaba en la casa y quién se marchaba; pero ambas tenían armas más duras que el acero: las palabras.
—Me parece que Helen cree que serás... bien... que te sentirás más feliz en tu propia casa, con tu marido y unos niños.
Gilbert no imaginaba la posibilidad de ser más feliz que en la propiedad de los Neville, pero ¿quién sabía cómo reaccionaban las mujeres?
Liana se acercó a la ventana y miró más allá del patio interior, de los espesos paredones del castillo, allá abajo, hacia el pueblo rodeado de murallas. Era nada más que una de las propiedades de su familia, solo una de las muchas que ella administraba. Su madre había dedicado largos años a enseñar a Liana el modo de tratar a la gente, verificar las anotaciones del mayordomo y obtener anualmente una ganancia que podía usarse para comprar más tierra.
Liana se había encolerizado cuando su padre dijo que proyectaba desposar a una viuda joven y bonita porque no le agradaba la idea de que otra mujer intentase ocupar el lugar de su madre, y tuvo el presentimiento de que habría dificultades; pero Gilbert Neville poseía su propia veta de obstinación y sinceramente creía que debía permitírsele hacer su voluntad cuándo y dónde se le antojara. En general, Liana se sentía complacida porque él no era uno de esos hombres que pensaban únicamente en la guerra y las armas. Se dedicaba a sus sabuesos y sus halcones, y dejó los asuntos más importantes en manos primero de su esposa y después de su hija.
Hasta ahora, pues estaba casado con la vanidosa Helen, cuya preocupación principal era conocer las ganancias para gastarlas en comprar más y más lujosas ropas y en mantener a las cinco mujeres que dedicaban largas jornadas a coser sus vestidos, y una de ellas se limitaba exclusivamente a pegar las perlas naturales que adornaban los atuendos. Solo el último mes, Helen había adquirido veinticuatro pieles, y unas semanas antes compró pieles de armiño sin prestar al asunto más atención que si se hubiese tratado de una canasta de trigo. Liana sabía que si traspasaba a Helen la administración de las propiedades, su madrastra explotaría a los campesinos aunque fuera solo para tener otro cinturón de oro con diamantes.
—¿Bien? —preguntó Gilbert, que estaba detrás de Liana.
Pensó: ¡Las mujeres! Si no conseguía una respuesta de su hija no podría salir a cazar ese día. Según estaba comportándose Helen, quizá montase un caballo y lo siguiera, nada más que para continuar regañándole.
Liana se volvió hacia su padre.
—Di a mi madre que me casaré si encuentro un hombre conveniente.
Gilbert pareció aliviado.
—Eso parece bastante justo. Se lo diré, y se sentirá feliz.
Comenzó a caminar hacia la puerta, pero de pronto se detuvo, puso la mano sobre el hombro de su hija en una desusada muestra de afecto. Gilbert no era un hombre que prestase atención al p