Hija de inmigrantes

Safia El Aaddam

Fragmento

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Prólogo

—Siento que mi vida se ha paralizado. Me he dado cuenta de que yo soy incapaz de llevar a cabo cosas que son fáciles y sencillas para otras personas.

—¿Qué sientes? —me pregunta ella con una voz suave y calmada. Su mirada y movimientos, junto con la voz, me indican que es una persona bastante tranquila.

—Siento una barrera invisible, una fuerza superior a mí que me impide hacer cosas que sé que me van a beneficiar, como llamar por teléfono para un trámite o dirigirme a una institución. Siento que me van a rechazar, siento que se me forma una barrera en la garganta que le impide el paso a mi saliva. Reúno una gran cantidad de saliva y la trago para romper la barrera.

—¿Te pasa solo cuando tienes que hacer algo para ti o también cuando tienes que hacerlo para otras personas?

Tardo en responder. Nunca me había parado a hacerme esta pregunta. Paseo la mirada por toda la sala hasta que sin querer vuelvo a clavarla en la suya. Por sus ojos y la forma en que frunce las cejas entiendo que está esperando una respuesta.

—Creo que me pasa solo conmigo. He logrado movilizar a miles de personas por los demás, ya te lo he contado. Me gusta hacerlo y quiero hacerlo. No entiendo la vida de otra manera. Pero sí, es cierto, cuando se trata de mí, es cuando se forma esa barrera.

—¿Ves? —Hace un gesto con la cabeza indicando que ya lo había deducido desde la anterior pregunta—. Siempre has cuidado de los demás. Incluso cuando no te tocaba, Lunja. Por eso te descuidas a ti misma. Y si tú caes, no vas a poder hacer lo que más te gusta, no vas a poder ayudar a los demás.

Después de una larga conversación en la que escalamos todo mi árbol genealógico y hacemos un resumen —si es que se puede llamar resumen a algo tan largo—, me pide que cierre los ojos. Miro el reloj y le advierto que ya es casi la hora de finalizar. «Tranquila, tengo la siguiente hora libre», me dice mientras me da un toquecito en la pierna. «Pues sí que le he dado pena», pienso.

—Cierra los ojos e intenta viajar al recuerdo más antiguo que te haya hecho sentir así. La primera vez que te sentiste rechazada, Lunja, no importa qué edad tenías —me dice con un tono de voz más tranquilo todavía.

Con lo controladora que soy, que necesito estar observándolo todo, no sé si voy a poder. Es que me conozco: nada más cerrarlos me viene a la cabeza el trabajo, el ruido, el sonido de la calle. Ella se levanta, pulsa una tecla en el ordenador que hay encima de la mesa y se oye música. Conozco esa melodía, pues la aplicación de salud de mi móvil, donde apunto las fechas de mi menstruación, el ejercicio diario y mi situación emocional, me la recomienda cada vez que pongo que me siento estresada. Empecé a usar esa aplicación más que nada para controlar la menstruación y el deporte, pero me hace gracia anotar también otros aspectos de mi día a día.

Su voz calmada, que define mis sentimientos y hace hincapié en el rechazo, acompaña la música. Me centro en ello y noto que cada vez estoy más lejos del presente.

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1

La tía Damya me llevaba de la mano, pero sus pasos eran gigantes y rápidos, por lo que más que llevarme parecía arrastrarme. Me esforzaba por alcanzarla y, para ello, corría. Le llegaba un poco más arriba de la cintura. Era muy alta, la más alta de la familia, y caminaba inclinada hacia delante. Cada vez que la veía caminar así, mi abuela la golpeaba en la espalda al grito de «Camina recta, que si te jorobas nadie va a querer casarse contigo», y ella, que era una contestona, le decía:

—Yo tampoco me quiero casar con nadie, así que me hacen un favor enorme.

Entramos en el locutorio, que estaba a cien metros de casa; el chico, moreno y con el pelo negro y liso, largo hasta las orejas, le guiñó el ojo a mi tía. Ella le sonrió con los labios pegados, pues no le gustaba mostrar los dientes porque tenía los incisivos muy separados. El chico me cogió en brazos y me puso en la silla que había tras la cortina. Me dio un chupachups de chicle y cerró la cortina. Los oía hablar bajito. El espacio estaba muy iluminado y pintado de blanco. Yo movía los pies descoordinadamente y, como la silla era bastante alta, no tocaban el suelo. Después de un rato, él entró con una cámara en la mano.

—Ya estoy aquí, no he tardado nada; no vayas a decirle nada a nadie, ¿eh?, de esto que tu tía y yo hablamos. A cambio, te daré más chupachups y caramelos —me dijo, colocándose el pelo detrás de la oreja derecha.

Miré a mi tía y ella asintió con la cabeza.

—Sonríe —dijo él mientras sostenía la cámara a un palmo de mi cara.

«No puedo sonreír», pensé. Tenía que hacerlo como la tía Damya porque mis dientes delanteros eran negros y también estaban separados. Alargué los labios lo máximo que pude. Aquella sonrisa me hacía una marca única en la barbilla. Dos puntitos, uno a cada lado. No me salían en las mejillas como a las demás personas, sino en la barbilla. Llevaba el pelo mojado y recogido con una docena de clips, aproximadamente, para que los cabellos de delante no se me subieran y crearan un efecto estropajo. Sabía que tenía el pelo de estropajo porque así lo llamaba la tía Tameqrant cada vez que me peinaba o se peinaba a sí misma. El chico le enseñó las fotografías a la tía Damya, que soltó una carcajada porque el pelo sobresalía de los clips.

—Toda una leona —me dijo él.

Así me llamaban en casa (tairat en amazigh, la lengua que hablábamos) por mi pelo y mi carácter. En cuanto nací, supieron que tenía el mismo carácter que mi abuelo Irat, cuyo nombre significa «león» en amazigh.

—Tammeeent, ah, Tammeeent —gritaba la tía Damya desde la calle, con la cabeza alzada mirando hacia nuestro enorme balcón y sin soltarme de la mano. Con ese movimiento de la cabeza la trenza se le hacía todavía más larga.

Esa llamada desde la calle era habitual —todos los familiares lo hacían—, principalmente para no subir la escalera, y eso que era un primer piso. Pero también porque no teníamos timbre. En la puerta de hierro de abajo no había, y el de la puerta de arriba no funcionaba. Nadie se había molestado nunca en arreglarlo; además, si lo arreglábamos y lo usábamos, pagaríamos mucha más luz.

—Que llamen desde abajo, como hemos hecho siempre nosotros —decía mi padre cuando salía el tema del timbre.

Parece ser que en su país de origen era la forma más habitual de llamar a alguien que estaba dentro de casa.

—Los irumiyyen —dijo la tía Damya, usando el término con el que se referían a los españoles— nos miran mal.

—Pues les contestas con un «baaa’» —decía mi padre. El sonido final salía del fondo de la garganta—. Cuando les haces eso, apartan la mirada; si piensan que soy un monstruo, pues se lo confirmo —decía riendo.

Yo había sido testigo de ello en más de una ocasión; quizá les llamaba la atención

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