El día que mi hermana quiso volar

Alejandro Palomas

Fragmento

2. Lo que no sospechamos

ELIO

«Cuando hay dos mellizos y uno muere, ¿el otro sigue siendo un mellizo o se llama de otra manera?».

El señor me miró y sonrió, pero no dijo nada. En el bolsillo del pecho llevaba escrito su nombre y su apellido. Debajo, bordado en hilo azul, ponía: «Hospital Universitario San Noséqué». Lo de «Noséqué» es porque, después del «San», el nombre se había descosido y no se leía bien. La enfermera dijo: «Bueno, esto ya está», luego me quitó la jeringuilla del brazo, me frotó la piel un poco fuerte con un algodón húmedo y se marchó. Lo supe porque la oí cerrar la puerta.

—Hola, Elio —dijo el señor—. Soy el doctor Roca. ¿Cómo estás?

«¿Cómo estás?». 

Cuando los mayores se saludan y se preguntan «¿Cómo estás?», siempre parece que sepan lo que tienen que responder, en cambio cuando me lo preguntan a mí, si digo «Bien» o «Pse» o algo así, a veces les vale, pero otras te miran en plan: «¿En serio? ¿No tienes nada más que contar? Buah». Lo que pasa es que tendrían que darte un rato para pensarlo, porque eso de resumir tan rápido cómo te sientes no es muy fácil, que digamos. Yo estoy de muchas maneras casi siempre, no de una sola, y encima cambian muy deprisa, pero para saber cuáles son tengo que darle una vuelta, o unas cuantas, como dice papá; no me sale así, de primeras. Eso es lo que les contestaría a los mayores, pero cuando me toca ya no me sale, y bueno. 

«Lo preguntan así porque lo que les pasa es que no quieren saberlo —decía Eva—. Lo hacen por decir algo, como cuando te toca bajar la basura y te encuentras a la señora Marín, la del ático, en el ascensor». También decía que los mayores hablan mucho porque si están en silencio se ponen nerviosos. «No saben lo que estás pensando y se emparanoian, aunque no lo dicen». En eso mamá es distinta, y papá a veces, pero a mí me parece que ellos dos hablan mucho, aunque tampoco es que digan nada muy guay, en plan algo que tú pienses: «Pues sí, eso igual me interesa, aunque tampoco me agobies». Bueno, no sé, es que a lo mejor no me explico muy bien.

El doctor Roca era como mamá, o sea, de los mayores que preguntan porque quieren saber, eso lo pillé enseguida, y también que con él no me iba a valer un «Bueno» o un «Pse» y ya está. Es que los doctores preguntan así, y los psicólogos más. Lo sé porque la abuela Sole también lo hace. La abuela es la madre de papá y es psiquiatra. Las psiquiatras son un poco más jefas que las psicólogas, bueno, más o menos, porque te pueden recetar cosas, aunque la abuela trabaja en la uni dando clase, no en un hospital como el doctor Roca. Mamá dice que por eso le cuesta abrazar, que como es psiquiatra está en otro rollo. «Es que la abuela es muy mental», dice. Y también, pero en plan como si le diera pena o algo: «No tiene que ver con vosotros, niños, no se lo tengáis en cuenta. Ella es así con todo el mundo». 

«Con todos menos con Salmón», le contestó Eva un día que la abuela nos había castigado sin tableta porque no nos habíamos acordado de sacarlo a pasear y se había hecho pis en el parquet del estudio. Salmón es el perro de la abuela, un salchicha de pelo duro, pero duro del que pincha y todo, y que está muy viejo y duerme todo el día. Flipas viéndolos a la abuela y a él juntos. Es un poco como si hubiera dos abuelas: está la que es, y luego la que es con Salmón, que es la que a mí me gustaría que fuera todo el tiempo, pero que, cuando Salmón se va, desaparece. Eva decía que casi todos son así («casi todos» quiere decir los mayores). «Son como dos personas en una —decía—. Primero te dicen una cosa y luego te vienen con lo contrario, y encima te sueltan el rollo de que la que no te aclaras eres tú, que si qué pesada y que ya está la niñata y que bla». Y también: «A los únicos a los que eso no nos pasa es a los mellizos. No nos hace falta lo de ser dos en uno, porque ya éramos dos antes de nacer. No nos dan esas paranoias. Es que desde siempre tú eres tú y yo soy yo, aunque seamos dos. O sea, ya me entiendes». 

—Puedes llamarme Mateo, Elio —dijo el doctor—. Si quieres, claro. 

Me habría gustado responder algo. No sé, para que no pensara que era un borde o algo, pero estaba tan cansado que se me ocurrió que, si él me dejaba tumbarme un rato en la camilla, igual me despejaba un poco y se me pasaba esa cosa como de estar flotando en la pisci cuando me hago el muerto y el agua me tapa los oídos y el chupchupchup me llena la cabeza y mola porque parece que ya no peso.

—¿Sabes dónde estás? —preguntó el doctor cuando vio que yo no hablaba. Oí que papá decía algo en el pasillo y también me pareció oír llorar a mamá, aunque ahora ya no estoy seguro—. ¿Sabes lo que ha pasado?

Cuando volví a mirar al doctor, me fijé en que encima de su hombro había una ventana. Estaba cerrada y afuera llovía. Enseguida volvió el chapoteo raro y también el sueño, como si todo empezara a pesar, pero al mismo tiempo mi cabeza flotara… Entonces me di cuenta de que seguramente no le había hecho mi pregunta en voz alta, la de qué pasa cuando se muere un mellizo. O sea que igual solo la había pensado.

Los mellizos. Así nos llamaba mamá. «A ver, mellizos, ¿qué os apetece hacer hoy?», «Pero ¿se puede saber dónde se han metido los mellizos?», «No sé qué querrán comer los mellizos. Voy a preguntarles». Los mellizos. Los niños. Este par. Para mamá era como si fuéramos uno que a veces se partía en dos. Bueno, a lo mejor no tanto, pero más o menos se me entiende, ¿verdad?

Para papá no. Él nos llamaba a cada uno por su nombre. La abuela Sole decía que había que evitar lo de «los mellizos» —«mejor no pluralizar», decía— porque eso nos confundía. Bueno, ella no lo decía así, decía no sé qué de las personalidades, pero lo que quería decir era eso. La abuela opina mucho, opina de todo, por eso mamá y ella siempre chocan. Bueno, por eso y por otras cosas, en plan sobre todo por Eva.

Eva y Elio. Así nos llamaba papá. «Eva y Elio, lavaos las manos y a comer», «Eva y Elio, ¿queréis daros prisa?». Eva y Elio, así, en ese orden. Nunca Elio y Eva. Ella siempre primero. Eso dice cosas, me parece a mí, aunque no sé cuáles. Un día se lo pregunté a mamá. Ella estaba poniendo el lavavajillas. Se quedó mirándome así, con la puerta casi cerrada en la mano, y se rio, pero no coló, o sea, no es que me mintiera ni nada, pero aquella no era su risa, la de cuando nos reíamos por algo que veíamos juntos en Instagram y que a Eva no le hacía gracia porque decía que parecíamos tontos riéndonos de esas bobadas, que desde luego ya le valía a mamá.

Al final me acostumbré a lo del orden de los nombres, aunque a veces me habría gustado que papá lo hubiera dicho distinto, pero bueno.

Ahora eso ya no importa.

«No te flipes, anda —dijo Eva el día que se lo comenté—. Lo que pasa es que para papá es más fácil llamarnos así porque cuando éramos pequeños seguro que la abuela lo corregía siempre y al final tuvo que acostumbrarse. Ya sabes lo pesada que es. No quieras ver cosas donde no las hay, y menos con él. Si fuera mamá, puede. Pero papá…». 

Lo decía como lo dicen los mayores. Es que Eva hablaba así, de corrido, como ellos, y también con ese tono que no es que cayera muy bien. Al principio era como «¿en serio?». A la gente que no la conocía se le hacía raro oírla, en plan, «pero ¿esta niña de dónde sale, hablando como si lo supiera todo?». El año pasado, cuando cumplimos doce años, papá y mamá nos llevaron al teatro porque Sara, la mejor amiga de mamá, es actriz, pero de las buenas, en plan de las que salen en la tele y también en algunas series de Netflix y todo; y cuando fuimos a saludarla al camerino, entró la otra actriz que también salía en la obra, pero menos trozo, y Eva le dijo:

—Creo que he pillado un fallo en una de las frases del monólogo. El de la segunda parte, cuando estás sola en el sofá. Has dicho «convidado» y suena como raro. Yo diría mejor «invitado». Es más natural, ¿no te parece?

Sara, la amiga de mamá, se rio en plan «ya está Eva con sus movidas, dando la nota», pero de buen rollo, porque sabía que Eva tenía esa cabeza que no paraba, pero la actriz que no era Sara la miró así, como siempre la miraba todo el mundo, y dijo:

—Pero, bueno, cualquiera diría que esta niña tiene doce años, menuda pieza. Parece una vieja.

Luego me vio y le pasó como le pasaba a todo el mundo, porque Eva y yo nos parecíamos tanto que la gente no sabía si era una broma o qué, aunque un poco raro era, porque los mellizos no se parecen nunca, pero nosotros sí. Y entonces sí que se rio y miró a mamá con cara de «¿en serio?».

—Pero, bueno, ¿le sacasteis un duplicado a la niña cuando la tuvisteis, por si acaso, o qué pasa aquí? —preguntó, y todos nos reímos, hasta papá.

Eva era muy popular, popular en plan que todo el mundo la conocía, no popular de tener muchas amigas. Era popular por cosas, algunas no muy guais. Yo tampoco tengo amigos, al menos en el insti. Está solo Aarón, pero no es amigo amigo, en plan de contarle cosas y eso. Lo que pasa es que vive en la calle de arriba y como va a mi clase, pues si hay que hacer un trabajo o algo en grupo quedamos y así es más fácil. Antes, en el cole era diferente, porque nos conocíamos todos y además éramos muy pocos, pero cuando llegamos al insti todo cambió. Lo primero fue que a Eva y a mí nos pusieron en clases distintas porque dijeron que dos hermanos juntos no, y Eva se puso como se ponía ella cuando le entraba la rabia, pero como enseguida papá pidió que la cambiaran de curso, por lo de las altas capacidades, pues bueno. Aunque al principio no quisieron. Dijeron que mejor que estuviera con los de su edad, por lo del desarrollo emocional y todo esa movida, y la abuela fue a hablar con el inspector o algo y luego hubo una reunión con dirección y al final también le preguntaron a Eva y ella dijo:

—Si no puedo estar en clase con Elio, la edad me da un poco igual. En el fondo, eso es tiempo físico y, que yo sepa, todavía nadie se ha puesto de acuerdo en si existe o no. Peor es contar las horas mientras te aburres en clase.

La pusieron en segundo, pero durante la cena papá dijo que podrían haberla puesto en tercero. 

—Solo espero que no se aburra, porque si Eva se aburre, ya sabemos lo que pasa. 

Mamá no pensaba lo mismo. 

—Poco a poco —dijo—. Que vaya haciendo su camino. ¿Qué prisa hay? —Y cuando papá insistió, ella respondió—: No sé, no estoy tan segura… —que es lo que dice cuando prefiere cambiar de tema y hablar de otra cosa, y él entonces se calla y se sirve un poco de vino.

Cuando abrí los ojos, el doctor Mateo me miraba y sonreía otra vez. Tenía un vaso de agua en la mano. Me lo ofreció.

—No tenemos por qué hablar si no quieres —dijo—. Lo importante es que ya nos conocemos. Ahora volverás a casa con tus padres. Te esperan fuera. Si en breve notas una sensación como de mareo o de sueño, no te preocupes. Lo que te ha puesto Irene, la enfermera, es un tranquilizante.

Tenía tanto sueño que estuve a punto de preguntarle si me dejaba tumbarme en el sofá y él se quedaba un rato allí conmigo, mientras esperaba a que se me pasara y seguía preguntándome cosas que yo no podía responder porque mejor que no. Era como si estuvieran todas las respuestas estampadas en el suelo, o como si alguien las hubiera dibujado en las baldosas grises con ese espray que usan los punkis para pintar los vagones del metro de noche y que no los pillen. 

Cuando volví a cerrar los ojos, me pareció oír la risa de Eva. Al principio era como si viniera de muy lejos, pero enseguida la tuve sentada a mi lado y me estaba contando algo, aunque la luz que entraba por la ventana no me dejaba verla bien y me costaba entender lo que decía. Todo era tan raro… Y de repente la vi, y enseguida reconocí el sitio y también el momento. Estábamos en la terraza de los abuelos. Faltaba muy poco para el puente de mayo y ella entrenaba todas las tardes menos los martes porque a la vuelta del puente le tocaba competir. Me acuerdo porque habíamos tenido que cambiar el viaje a Lisboa que íbamos a hacer con papá y mamá, y papá se había mosqueado un montón con la agencia de viajes por no sé qué de un bono de hotel o algo. Llevábamos un buen rato viendo los vídeos de Simon Biles en el YouTube de la tableta del abuelo. Eva se los sabía todos de memoria y me iba diciendo cómo se llamaban los distintos elementos, sobre todo los de las paralelas: «Suelta con pirueta, suelta con cuerpo extendido, suelta con piernas juntas, doble mortal con doble pirueta agrupada…». Simon Biles le gustaba mucho, pero su gimnasta favorita era Nadia Comanecci. «Mírala —decía—, es que es superfuerte». Y luego, cuando terminaba el ejercicio y salía la nota, ponía el vídeo en pausa y decía: «El primer diez en una olimpiada. ¡Un diez! ¡Es que es lo más!». Entonces volvía al principio y lo veíamos otra vez y luego otra.

—Antes de que apareciera Nadia los marcadores no estaban preparados para dar un diez. En plan, nadie estaba preparado para Nadia. Nadie y Nadia suenan como «¿en serio?». Como si estuviera escrito. Miriam, la entrenadora del equipo de las mayores, dice siempre que el secreto de las paralelas es que solo puedes conseguir un diez si sabes volar. Si quieres ser muy buena, tienes que saber volar, pero si quieres un diez, tienes que soñar que vuelas. Soñarlo cuando duermes, o sea, de verdad. Como cuando la abuela dice que ella supo que sabía hablar bien inglés la primera vez que soñó en inglés. Pues lo mismo, pero en gimnasia.

—Pero ¿volar cómo? 

Se rio y puso su cara de «¿En serio, Elio? ¿De verdad tengo que explicártelo siempre todo?». 

—Pues como si vivieras encima de las dos barras. O sea, como si las barras fueran tu casa —dijo. 

No la entendí y, como siempre, ella se dio cuenta.

—Ay, Elio, pues volar como si te saliera natural, sin pensar, como lo hace el periquito azul de la señora Lourdes en la jaula. ¿O tú crees que cuando salta de una barra a la otra se para a pensar, en plan: «Ahora voy a volar hasta la barra de arriba, a ver si me concentro»?

Se me escapó la risa y ella también se rio.

—Pues eso es lo que hay que conseguir —dijo—. Si no, no vales. O sea, puedes ser buena, pero nunca te va a dar para un diez. 

—Bueno, tampoco hace falta que saques un diez en todo.

—En todo, no. En paralelas, sí. 

Delante de mí, el doctor volvió a coger el vaso de encima de la mesa y me lo acercó.

—¿Quieres un poco más? —dijo.

Pensé que se parecía un poco a tía Clara, la hermana de mamá, aunque en más viejo. También llevaba gafas y le brillaban mucho los ojos como a mamá. Volvió a decirme que se llamaba Mateo, como si yo no lo hubiera pillado o algo. Eso también lo hace papá, lo de repetirte las cosas antes de darte tiempo a contestar, como diciendo: «Ya sé que no me estás escuchando, así que te lo digo otra vez». Y luego pone cara de «Buah, ¿en serio, Elio? Pero ¿tanto te cuesta atender cuando te pregunto?».

  Le dije que no así, con la cabeza. Cuando paré de moverla, me sentí algo mareado y más cansado. El doctor se levantó, me puso la mano en el hombro y me apretó un poco con los dedos.

—¿Vamos? —dijo—. Tus padres te esperan. Ahora tienes que descansar. Volveremos a vernos mañana, ¿te parece?

No supe si era una de esas preguntas que hacen los mayores a las que no hay que responder o si era de las que hay que decir algo en plan educado. Caminamos muy despacio hasta la puerta y cuando vi que su mano se acercaba a la manilla, oí una voz que decía:

—Es que Eva quería volar, pero ya no podía. 

Noté cómo los dedos del doctor me apretaban un poco más aquí, en el hombro, y también vi que su otra mano se quedaba flotando en el aire, junto a la manilla. Entonces me di cuenta de que quien había hablado debía de ser yo, porque la voz era la mía.

Hubo un momento en el que no pasó nada y después el doctor abrió la puerta. Pensé: «A lo mejor no me ha oído», pero no pude preguntárselo porque al otro lado del pasillo, sentados en un banco, mirando al suelo, estaban papá y mamá. 

Mamá lloraba. Papá no.

MATEO

—«Eva quería volar, pero ya no podía», eso fue exactamente lo que dijo Elio, sí.

Mónica y Fernando me miraban muy atentos. Parecían muy jóvenes, aunque enseguida me di cuenta de que ambos debían de rondar los cuarenta. Estaban sentados delante de mí en el sofá negro de la consulta, juntos, aunque sin tocarse, él inclinado hacia delante, con las piernas abiertas y los codos sobre las rodillas.

—¿Solo dijo eso? —preguntó.

Asentí.

—Sí, solo eso.

—¿Volar? ¿Eva? —susurró Nando, limpiándose la nariz con la mano—. Qué raro. —Miró a su mujer, esperando una confirmación que no llegó. Se volvió hacia mí—. Eva tenía pánico a las alturas. Un vértigo brutal, desde muy pequeña. Heredado de mi madre. Bueno, al menos eso dice ella. Elio, en cambio, vértigo cero. Creo que, aparte de la gimnasia y de la obsesión de Eva por la ciencia, el miedo a las alturas es lo único que no comparten… —Enseguida se hizo un silencio muy incómodo, y rápidamente ella fijó la mirada en la ventana—. Compartían.

Tanto él como ella parecieron cerrarse sobre sí mismos, cada uno en su lado del sofá. Afuera llovía. En ese momento caí en la cuenta de que no habíamos vuelto a ver el sol desde hacía veinticuatro horas, exactamente desde el momento en que me habían avisado de lo que les había ocurrido a los mellizos. Recordé a Elio sentado en el mismo sofá que ocupaban ahora sus padres: el pelo castaño y ondulado, el jersey ancho, los pantalones de chándal grises. Debajo del jersey, el cuello ancho dejaba a la vista una clavícula de huesos marcados y una piel casi infantil. 

Y las manos. O, mejor, las uñas. Pintadas de negro algunas, otras de azul.

El recuerdo fue apenas un destello que, silenciado por la voz de Mónica, se desvaneció enseguida. En mi retina, la imagen de Elio se superpuso sobre otra, y fue como cuando encajamos dos siluetas que a simple vista son la misma, y entonces vemos que no casan. 

—Elio no ha hablado todavía —dijo Mónica—. Lleva así, sin decir nada, desde… desde lo de Eva. Sale de su cuarto para comer y poco más. 

Fernando, el padre de Elio, se pasó la mano por la cara y soltó una especie de bufido.

—No se preocupen por eso, es normal —los tranquilicé—. Ha pasado muy poco tiempo. Su hijo sigue sin entender lo que ha ocurrido. Probablemente esté tan asustado que, sin ni siquiera saberlo, cree que si habla todo empezará a ser real. Su inconsciente prefiere aguantar. Mientras no lo verbalice, no existe… No sé si me explico.

—¿Normal? —preguntó Fernando, levantando un poco demasiado la voz—. ¿Cómo que «normal»? 

Dolor. La crispación en el tono de Fernando era la de un padre que acaba de perder a una hija y que lo único que quiere es que lo que está viviendo no sea verdad. Su mirada y la de Mónica eran diametralmente opuestas. En los ojos de él había rabia, una rabia mal contenida y también ganas de dispararla contra cualquier cosa. En los de ella, la pena era opaca, muda. Por la forma en que se frotaba las manos, debía de notárselas frías. Era incapaz de encontrar calor.

—Perdone —me disculpé—. Quería decir «habitual». 

Fernando bajó la mirada.

—No quiero que sufra —dijo—. Elio.

—Por supuesto que no.

—Pero no sé… —Miró a su mujer—. No sabemos qué hacer.

Asentí.

—Ningún padre sabe qué hacer cuando pierde a un hijo. Sé que no es un consuelo, pero no deben olvidarlo —dije—. Nadie puede ni debe estar preparado para recibir un golpe así. Es algo que no debería ocurrir. No debe ser previsible. Nunca.

Siguió un silencio casi metálico que enseguida interrumpió el llanto de Mónica. Fernando buscó su mano y la apretó, pero no la miró.

—Mi hija…, nuestra hija…, está muerta —dijo sin levantar la mirada—. Y no lo entiendo. Mi cabeza no lo entiende, no puede. Por mucho que me lo repito, oigo el mensaje, pero no me traspasa. Se me queda aquí —concluyó, dándose pequeños golpes en la frente con la punta de los dedos.

Quise decir que así es. Siempre. La mente sigue funcionando como si no hubiera ninguna ausencia. Y no es negación, es algo peor, aunque no se lo dije en ese momento a los padres de Elio y Eva porque la experiencia me ha enseñado que cuando perdemos a alguien tan querido como lo es un hijo solo tenemos oídos para nuestras propias preguntas. No nos cabe nada más. La mente rechaza la noticia porque sabe que, si esa verdad llega al plexo así, así de real, lo hará estallar y el corazón dejará de funcionar. Nuestra parte animal lucha de ese modo por nuestra supervivencia, rechazando la realidad durante un tiempo hasta que el tejido emocional está a punto para enfrentarse a ella.

Repasé mentalmente los titulares que habían aparecido en la prensa y en las redes sociales sobre la tragedia durante las veinticuatro horas que habían pasado desde la muerte de Eva. «Un 18 de julio trágico», «Muere una adolescente al caer de una azotea mientras jugaba con su hermano», «Una niña cae al vacío desde lo alto de un edificio y muere ante la mirada de su mellizo», «Accidente mortal en un julio nefasto…», «Dos mellizos separados por la desgracia»…

Delante de mí, en la consulta, tenía a un padre y a una madre que no podrían empezar su duelo por su hija hasta que supieran cómo había sucedido lo que se la había llevado de su lado. Entendían, dentro de sus posibilidades, que la habían perdido para siempre, pero necesitaban también entender cómo había podido ocurrirles a ellos algo tan terrible. 

Solo Elio tenía las respuestas, porque había estado allí, en el terrado con Eva, pero había enmudecido. Su hermana había caído al vacío desde la azotea de la casa de la abuela paterna, un edificio situado en la parte alta de la ciudad. Elio estaba con ella en el momento de la desgracia, aunque eso no tenía nada de sorprendente, porque los mellizos pasaban casi todo su tiempo juntos. La prensa no había concretado más, en gran medida porque Elio era un menor y la única fuente de información testimonial de lo ocurrido. Más allá de eso, la prensa describía a los mellizos como a un par de adolescentes «normales», de familia «normal», sin conflictos «reales» aparentes y muy queridos por sus padres. Eva parecía quizá un poco más «problemática» que Elio debido a sus altas capacidades y a una personalidad un poco «desafiante» en el colegio, pero, aparte de eso, nada digno de mención.

Sin embargo, las preguntas estaban ahí, sobrevolando el silencio en el que Elio se había encapsulado, dejándonos a todos fuera.

Al parecer, el portero de la finca había declarado en una entrevista a una radio que le había extrañado mucho que la niña hubiera caído desde el terrado porque los chicos no subían casi nunca allí si no era para bañarse en la piscina, que llevaba dos meses inutilizable debido a las obras de impermeabilización y que por lo tanto estaba vacía. Allí arriba solo había material de construcción, obreros durante el horario de trabajo y poco más, había dicho. De hecho, los vecinos tenían prohibido el acceso al terrado por motivos de seguridad. 

Las manos crispadas de Mónica parecían retorcer todas esas preguntas no respondidas desde el sofá. Fernando, en cambio, no quería probabilidades. Buscaba solo que aquel dolor pasara, como fuera, pero que pasara, y para eso había construido su propia certeza.

El silencio se alargó unos segundos más. Fue Fernando quien volvió a romperlo.

—Necesitamos que Elio vuelva —dijo. Mónica lo miró y asintió—. No podemos perderlos a los dos. No quiero ni imaginar cómo debe de sentirse sin Eva. Si con un hermano tiene que ser terrible, imagínese con un mellizo. ¿Cómo va a vivir nuestro hijo después de haber perdido a su hermana en un accidente tan… espantoso? No quiero ni pensarlo.

Estuve a punto de preguntar si habían recibido alguna noticia de última hora sobre el accidente que aportara alguna información de lo ocurrido, pero decidí no hacerlo. En cualquier caso, no había mucho que saber. Todo se reducía a un solo enunciado: la mala suerte. Al parecer, Eva y Elio habían estado en el lugar equivocado en el momento erróneo, poco más. A fin de cuentas, ¿qué es, si no, un accidente? Un conjunto de fórmulas equivocadas. Lo que le había ocurrido a Eva era quizá especialmente doloroso, porque su mellizo estaba con ella en el momento de su muerte y él había sobrevivido. Si sus padres sufrían como lo hacían,

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