Iosi: el espía que nos unió
Un hombre torturado por el remordimiento se contacta con dos periodistas de investigación. Es un ex agente secreto de la Policía Federal argentina y quiere confesarles que ha estado infiltrado en la colectividad judía durante veinte años para monitorear y evitar la concreción del Plan Andinia: la presunta creación de un Estado judío en la Patagonia. Pero su misión se torció cuando terminó protegiendo a quienes espiaba. De ahí su culpa: está seguro de que su tarea proveyó de información para concretar los ataques contra la embajada de Israel y la mutual AMIA, dos de los atentados más sangrientos de la historia argentina. Convertido en un paria, sin posibilidad de recuperar ninguno de sus mundos, se vuelve protagonista de «Iosi, el espía arrepentido» (Sudamericana), una investigación real e increíble de Miriam Lewin y Horacio Lutzky que ahora llegó a Amazon Prime. A continuación, la misma Lewin explica cómo y por qué dos periodistas de origen judío decidieron ayudarlo.
Por Miriam Lewin

Fotograma de «Iosi». Cortesía de Amazon Prime Video.
Ni Horacio ni yo: ninguno de los dos estaba preparado para hundirse en un film de nazis y de espías a los inicios del siglo XXI.
Nos vimos de repente entrampados en una historia de amores y odios, de complicidades y traiciones, de cientos de muertos en dos golpes terroristas, de jueces y policías corruptos, de mentiras y negocios ilegales. Una historia en la que hubo manipulación de pruebas, sobornos y encubrimiento. Existió una trama de testigos desprotegidos y como broche de oro, un fiscal —en quien no confiábamos demasiado— tendido en un charco de sangre en el baño de su lujoso departamento porteño con un tiro en la sien.
Aunque bien mirado, cada uno de nosotros ya estaba dentro de la película desde mucho antes de conocer a Iosi. Porque vivimos en la Argentina, donde todo es más increíble que una ficción.
Somos judíos y tenemos casi la misma edad. Ambos somos periodistas. Horacio, además, es abogado. Y sin embargo, no nos conocíamos hasta que un agente encubierto de la Policía nos presentó. La colectividad argentina es numerosa, y el gremio de los periodistas, disperso y variopinto. Nos unió una tarde de 2002 ese personaje misterioso, acosado por el remordimiento. Un hombre menudo y abatido, un agente de Inteligencia que en nada se parecía a los estereotipos de los agentes secretos hollywoodenses. Parecía el hombre más triste de la Tierra. Un espía arrepentido, torturado por sus demonios.
¿El porqué de su conversión? Los espectros de las ochenta y cinco víctimas del ataque con explosivos a la Asociación Mutual Israelita Argentina. Iosi, que así decía llamarse, sospechaba que como integrante del Servicio de Inteligencia de la Policía Federal infiltrado en la colectividad judía había contribuido inadvertidamente con sus informes a la concreción del plan terrorista.
Como reportera de televisión, yo había llegado esa mañana invernal de julio de 1994 ante la inmensa y humeante montaña de cemento, mármol, metal y vidrio en la que se había reducido el edificio de la AMIA de la calle Pasteur. Apenas dos años antes habían volado la Embajada de Israel. Hubo entonces veintidós muertos identificados, tanto en la sede diplomática como en los edificios cercanos. Con el micrófono y la cámara, como novata cronista de calle, montando guardia al lado de una valla, vi pasar camillas con cuerpos destrozados. Desde ese día, yo, hija de un inmigrante polaco, totalmente asimilada y con poca educación judaica dentro de la comunidad, empecé a sentirme un poco más judía, más unida a los míos. Era tal vez producto del peligro, de la amenaza. Nunca me había pasado antes, ni siquiera cuando me habían secuestrado militares filonazis durante la dictadura.
En la Argentina existe un antisemitismo de baja intensidad. El odio y la desconfianza se disimulan hasta que estallan con violencia dispar. Puede ser a través de una pintada, un afiche callejero anónimo, un ataque a un cementerio, una paliza, el apedreo a los hoteles donde se alojan las mochileras y los mochileros israelíes que después del servicio militar viajan por el sur del país.
La comunidad judía argentina es la más numerosa de América Latina y la cuarta en el mundo fuera de Israel. Nuestra integración social y cultural con el resto de la sociedad se fue solidificando con las nuevas generaciones. La inmigración de Europa del Este y de otras zonas donde los judíos éramos perseguidos o estábamos sumidos en la pobreza fue previa a la Segunda Guerra Mundial en su mayor parte. Horacio y yo, por ejemplo, nos definimos primero como argentinos y luego como judíos.
El revés de la trama
En el país se practica el culto con libertad y ya no es requisito ser católico para acceder a la presidencia. Hay judíos gobernadores, ministros, legisladores y jueces, y tienen una fuerte presencia en ámbitos académicos y empresarios. Incluso en la diplomacia, donde hasta tiempos recientes se mantenían acendrados prejuicios, un conocido periodista judío fue embajador en Estados Unidos y canciller.
Pero en las Fuerzas Armadas y de Seguridad, en cambio, persiste un núcleo antisemita y es casi imposible detectar judíos entre sus filas. Hay quien atribuye esto a una germanofilia presente en el ADN de los militares, aunque es una explicación discutida. Y si bien en el nacionalismo católico preconciliar sin dudas fue la ideología predominante en todas las fuerzas, la Marina, por ejemplo, tiene una tradición anglófila.
También es una cuestión sumamente controversial la simpatía nazi del Movimiento Justicialista, nacido a mitad de la década del cuarenta. Que yo, como judía de izquierda, haya militado en las filas del movimiento peronista puede parecer contradictorio con el ingreso de jerarcas nazis a la Argentina durante el gobierno del mismísimo general Juan Domingo Perón. Pero no lo es.
El peronismo es un movimiento amplio que abarca alas de muy distintas orientaciones ideológicas, a veces contrapuestas. Miembros del Movimiento Nacionalista Tacuara, de derecha católica, acusados de atentados antisemitas, por ejemplo, se unieron al peronismo, pero también lo hicieron militantes de la izquierda judía marxista.
Y hay evidencia de que no fue únicamente la Argentina la que albergó refugiados nazis, muchos de ellos criminales de guerra. También los Estados Unidos, entre otros países aliados, abrieron sus puertas a cientos de científicos alemanes que habían cooperado con el régimen de Hitler.
Somos judíos y tenemos casi la misma edad. Ambos somos periodistas. Horacio, además, es abogado. Y sin embargo, no nos conocíamos hasta que un agente encubierto de la Policía nos presentó.
Los nazis que vivieron una buena parte de su existencia en la Argentina fueron notorios: Adolf Eichmann y Joseph Mengele, para comenzar. Ambos fueron residentes al mismo tiempo de Vicente López, una localidad con cómodos chalets lindera a la capital, donde se afincaron numerosos alemanes. Eichmann, después de mudar su vivienda a otra zona, fue capturado por la inteligencia israelí sin conocimiento del gobierno argentino y trasladado a Israel, donde fue juzgado y condenado a muerte. Mengele tuvo una carpintería, vendió maquinaria agrícola que fabricaba su familia, estuvo detenido unas horas por practicar abortos clandestinos, fue socio de un laboratorio de especialidades medicinales y finalmente huyó a Paraguay y luego a Brasil.
Hay que admitir que fueron muchos los jerarcas nazis que buscaron refugio en la Argentina: Erich Priebke, Josef Schwammberger, Eduard Roschmann, Friedrich Rauch, Milan Stojadinovich, Erich Schroeder, Fridolin Guth, Gerhard Bohne (a cargo del programa de eutanasia de Hitler), Pierre Daye, Jacques de Mahieu, Wilfred von Owen (secretario privado del ministro de propaganda nazi, Joseph Goebbels) y el criminal de guerra Walter Kutschmann (muerto en un hospital de Buenos Aires mientras se tramitaba un pedido de extradición de Alemania). La viuda de Kutschmann luego presidió en el suburbano bonaerense una asociación que siniestramente promocionaba el uso de cámaras de gas para matar perros: fue puesta en evidencia por Horacio junto a Marcos Doño en Nueva Sión, en el canal de televisión y en el expediente judicial abierto por las denuncias.
En 1998, el mismo año en que por primera vez un tío me contó llorando que varios integrantes de mi familia que habían quedado en Bialystok fueron asesinados en Treblinka, viajé a la ciudad balnearia de Santa Teresita para entrevistar a Nadia Sakic, nacida Luburic, la esposa de Dinko Sakic. Dinko era un ustacha, un nazi croata al servicio de Hitler, último jefe del atroz campo de exterminio de Jasenovac que había sido identificado por el equipo del programa donde yo trabajaba, Telenoche Investiga.
En un chalet de la calle 9, una mujercita enjuta con aspecto inofensivo entreabrió la puerta. Parecía inocente, pero había acompañado a las prisioneras al lugar de su ejecución cuando el campo fue desmantelado, según un testigo.
En el país se practica el culto con libertad y ya no es requisito ser católico para acceder a la presidencia. En las Fuerzas Armadas y de Seguridad, en cambio, persiste un núcleo antisemita y es casi imposible detectar judíos entre sus filas.
La plana mayor de los ustachas se había refugiado en la Argentina, comenzando por el dictador genocida de Croacia ante Pavelic; el ex embajador croata ante Hitler, Branko Benzon; el comandante de Dubrovnik Ivo Rojnica, y el propio Sakic y su esposa. Sakic tuvo participación en los años noventa en el operativo encubierto de contrabando de armas a Croacia para la guerra de los Balcanes orquestado por el gobierno del presidente Carlos Menem. Dinko y Esperanza, nombre que adoptó en el país, fueron extraditados a Croacia. Él fue condenado y murió en la cárcel, ella fue liberada tres meses después.
Horacio y yo somos descendientes de inmigrantes, como buena parte del país. Provengo de una familia polaca de izquierda vinculada al Bund: mi padre me explicó que se trataba de un movimiento político de origen socialista que nació a finales del siglo XIX en el imperio ruso. Los judíos que emigraron a la Argentina y militaban en ese espacio, entre ellos varios de mis parientes, formaron el ICUF, Idisher Cultur Farband, una red de instituciones culturales judías de izquierda no sionista cercanas al Partido Comunista que languidecieron después de la caída de la Unión Soviética.
Parte de la juventud idealista formada en el ICUF, en sus clubes y escuelas, se incorporó en los años setenta a las organizaciones guerrilleras argentinas que tuvieron un rol protagónico en la resistencia contra la dictadura cívicomilitar que tomó el poder en marzo de 1976. Como miembro de una de esas organizaciones, de izquierda peronista, fui perseguida y tuve que pasar a la clandestinidad. Mis amigos y compañeros estaban cayendo como moscas. Los secuestraban comandos parapoliciales y paramilitares y nunca reaparecían. Circulaban relatos de torturas tremendas. Dejé mi casa, la universidad y mi trabajo. Fui finalmente detenida ilegalmente en la calle, a los diecinueve años, por uno de los grupos de tareas, brazo oculto de la represión estatal.
En cautiverio tomé conciencia de que esos hombres que me encapucharon y no me dejaban ver sus caras tenían una vocación antisemita enraizada en un catolicismo conservador. En manos de la Inteligencia de la Fuerza Aérea, en un centro clandestino de detención que funcionaba en una casa antigua en el centro de Buenos Aires, fui interrogada con shocks eléctricos, asfixia, ruleta rusa y golpes, y recluida en una celda diminuta que tenía grabada una esvástica en la cabecera del camastro. Allí estuve aislada más de diez meses. Un joven carcelero me trajo el Nuevo Testamento e intentó que me convirtiera al catolicismo. Uno de los jefes del escuadrón de torturadores me preguntó en qué época de la historia me habría gustado vivir y cuando le contesté que en Francia, en la Segunda Guerra Mundial, para luchar junto a los maquis, me respondió: «En cualquier época habríamos estado en diferentes bandos». En las fechas patrias, yo escuchaba a los represores jurar lealtad a Dios y a la Patria. En el nombre de Jesús asesinaban, violaban y robaban las casas que atacaban, vestidos de civil y al amparo de la noche, convirtiéndose en terroristas comandados desde el Estado autoritario.
En el grupo, además de militares, había hombres de la Policía Federal, la fuerza que le ordenó a Iosi Pérez, el espía, protagonista de la historia narrada en este libro, infiltrarse en la comunidad que juzgaba una amenaza.
En la facultad de Derecho daban clases algunos profesores abiertamente antisemitas. Uno de ellos, Walter Beveraggi Allende, difundía el «plan Andinia», una supuesta confabulación judía para apoderarse de la Patagonia argentina y chilena, que se reproducía también como verdad indiscutida en los institutos de formación de las fuerzas de seguridad.
Los bisabuelos de Horacio Lutzky emigraron a la Argentina a fines del siglo XIX y principios del XX, de Kishinev y de algunos shtetls o pequeños poblados judíos en el imperio ruso, escapando de privaciones y pogromos. La rama materna se afincó en la provincia de Mendoza, la paterna en una colonia agrícola en la zona de Carlos Casares, provincia de Buenos Aires. Una entre tantas colonias fundadas por la Jewish Colonization Association (JCA), entidad filantrópica creada por el barón Hirsch para ayudar a la reubicación de miles de familias judías perseguidas.
Horacio nació en Buenos Aires y creció en un pequeño departamento donde su bobe Magdalena, directora de escuela, le hablaba de Émile Zola y de ese oficial judío francés, el capitán Dreyfus, acusado de traición, por el que había escrito el «Yo acuso».
Horacio estudió Derecho como su padre. En la facultad daban clases algunos profesores abiertamente antisemitas. Uno de ellos, Walter Beveraggi Allende, difundía el «plan Andinia», una supuesta confabulación judía para apoderarse de la Patagonia argentina y chilena, que se reproducía también como verdad indiscutida en los institutos de formación de las fuerzas de seguridad. El joven estudiante judío que tenía ansias de justicia sintió el impulso de hacerle una zancadilla que le provocara la muerte cuando se lo cruzó en una empinada escalinata de la facultad, escoltado por dos mozalbetes que parecían salidos de una publicidad del Tercer Reich. No pudo, y se reprendió su cobardía. Sintió que habría sido el ejecutor de un estricto acto de reparación por tantos judíos exterminados en la Segunda Guerra, negados por el propagandista del nazismo.
Horacio llegó a ser director de Nueva Sión, un periódico sionista socialista. Entre los excluidos, iconoclastas e inconformistas que circulaban ocasionalmente por la redacción, no despertaba sospechas el novio de la joven asistente de Horacio. Se trataba de Iosi.
Cuando el periodista y empresario Jacobo Timerman publicó su libro Preso sin nombre, celda sin número en los Estados Unidos relató que «a los judíos querían borrarlos. El interrogatorio a los enemigos era un trabajo; a los judíos, un placer o una maldición. La tortura a un prisionero judío traía siempre un momento de divertimento a las fuerzas de seguridad argentinas, un cierto momento de ocio gozoso [...]. Y en los momentos de odio, cuando hay que odiar al enemigo para doblegarlo, el odio al judío era visceral, un estallido, un grito sobrenatural, una conmoción intestina, el ser entero se entregaba al odio».
La conducción política de la comunidad, la Delegación de Asociaciones Israelitas Argentinas, la DAIA, tenía sin embargo una actitud de prudencia rayana en la complicidad, que ni siquiera cedió en la defensa de Timerman, de los empresarios de la comunidad raptados para apropiarse de sus bienes, ni de los soldados judíos hostigados por sus superiores en la guerra de Malvinas en 1982, o ante la evidencia de que un alto porcentaje de los desaparecidos fueran judíos. Horacio vivía esto con indignación. Los familiares de las víctimas no eran escuchados, y ante denuncias procedentes del exterior, la dirigencia judía procuraba no enfadar a los militares, y minimizaba la gravedad de la situación. El Movimiento Judío por los Derechos Humanos, el periódico Nueva Presencia y el rabino Marshall Meyer se alzaban como voces aisladas de denuncia comunitaria.
Décadas atrás, la DAIA había enfrentado en cambio firmemente a las agrupaciones filonazis. Alejandro Lutzky, tío de Horacio, era secretario general de la entidad en 1962 cuando puso en evidencia al jefe de la Policía Federal, capitán Horacio Green, defensor de la organización Tacuara y de la Guardia Restauradora Nacionalista, que protagonizaban constantes amenazas y violentos atentados contra centros culturales, religiosos y educativos judíos.
Cuando a la estudiante Graciela Sirota le grabaron una esvástica en su pecho, el jefe de la Policía negó la veracidad de los hechos y culpó a las instituciones judías y a los comunistas de provocar alteraciones del orden público. La DAIA entonces convocó a un cese total de actividades de la colectividad. Centenares de comercios e instituciones mostraron un cartel con la leyenda «CERRADO en protesta por las agresiones nazis en Argentina». La movilización general culminó con la renuncia del policía cuestionado.
Ya después de las elecciones, tras la dictadura de 1976-1983, el presidente de centroizquierda Raúl Alfonsín designó judíos en su gabinete. Esto generó renovadas campañas de sectores ultranacionalistas. Fue en esa época cuando Horacio empezó a reunir febrilmente información y a juntar revistas, panfletos, folletos y todo tipo de documento sobre el quehacer de organizaciones neonazis y sus ramificaciones. Le interesaba poder sumar esa perspectiva a la defensa de los derechos humanos, en una frágil y amenazada democracia. Proyectó y dirigió un canal de televisión comunitario. Llegó a ser director de Nueva Sión, un periódico sionista socialista que era frecuentado por activistas, políticos e intelectuales inspirados por el espíritu socialista de los kibutzim y la crítica a los gobiernos de derecha de Israel y la defensa de los derechos humanos. Entre los excluidos, iconoclastas e inconformistas que circulaban ocasionalmente por la redacción, no despertaba sospechas el novio de la joven asistente de Horacio. Se trataba de Iosi.
La llegada de Iosi a nuestras vidas fue desestabilizante. Para Horacio, significó la aparición de nuevos miedos. Para mí, la resurrección de los que había enterrado hacía mucho tiempo. Obsesionados con el secreto, la vida y la seguridad de Iosi, sobrellevamos la inquietante certeza de que cualquiera podía ser un agente.
Horacio y yo nos comprometimos por distintas vías con la denuncia y la investigación del antisemitismo vernáculo. Él, desde la tribuna de Nueva Sión, y también como abogado comprometido con la obtención de justicia para las víctimas de los dos atentados.
Iosi, el agente secreto atormentado por el arrepentimiento, nos eligió para acompañarlo en un largo proceso de revelación de la verdad que aún está inconcluso y del que este libro forma parte.
Una noche de enero de 2015, el cuerpo del fiscal que investigaba el atentado terrorista contra la mutual judía apareció sin vida en un lujoso departamento de Buenos Aires. La conmocionante muerte de Alberto Nisman, ante quien Iosi debió prestar declaración en julio de 2014, antes de ingresar en el programa de protección de testigos es solo uno de los hitos de su dramática odisea. Incluso Horacio y yo sufrimos ataques, acusaciones injustas e intentos de silenciamiento. La verdad puede ser molesta, sobre todo en situaciones en las que las víctimas supuestamente interesadas en esta y en la justicia se convierten en encubridoras, conscientemente, por sus pactos políticos o intereses económicos, o inconscientemente, por ingenuidad o sumisión.
La llegada de Iosi a nuestras vidas fue desestabilizante. Para Horacio, significó la aparición de nuevos miedos. Para mí, la resurrección de los que había enterrado hacía mucho tiempo. Obsesionados con el secreto, la vida y la seguridad de Iosi, sobrellevamos la inquietante certeza de que cualquiera podía ser un agente. Eso generó que Horacio y yo desarrolláramos una confianza ciega el uno en el otro, un sentimiento que todavía persiste. Tenemos la misma reacción ante cuestiones éticas y de conciencia, incluso en situaciones límites y de peligro.
Chocamos juntos con el poder, con la indiferencia o la vileza de aquellos a quienes nos acercamos, para que nos facilitaran una vía para que Iosi testificara. Confirmamos que la dirigencia comunitaria estaba decidida a que no se supiera quiénes eran los responsables del derramamiento de sangre. No alcanzó como consuelo que en el juicio por el encubrimiento contra funcionarios del gobierno de la época de los atentados se probara el desvío intencional de la investigación.
Iosi quedó preso en los acuerdos anudados por funcionarios argentinos, que contaron con el apoyo de las embajadas estadounidense e israelí para dejar a Irán como único responsable del ataque terrorista, sin investigar la conexión local. Nadie que pretenda remover el avispero es bienvenido.
El abyecto e inexplicable pacto de impunidad y silencio resultó ser mucho más fuerte que la voluntad de exponer la verdad de un espía atormentado y que el esfuerzo de nosotros, los dos periodistas judíos que le creímos y decidimos ayudarlo.
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