Salvadora

Josefina Delgado

Fragmento

Capítulo 1

CAPÍTULO 1

Salvadora. Nadie pudo decirle por qué habían elegido ese nombre para ella. ¿Una abuela? No la madre de Teresa Onrubia, que ahora agoniza en la piecita de Gualeguay. Tampoco la de Ildefonso Medina, le parece que se llamaba Rosalía. Entonces, ¿quién? Probablemente alguien ilusionó a la madre con un destino diferente cifrado en el nombre. Estrella, bailarina, militante o nada. Y si no, ¿qué hubiera sido de ella? ¿Y el padre? ¿Habrá opinado aquel hombre desconocido, apenas la huella de un retrato perdido que nunca volvió a ver?

Allí está Salvadora de todos modos, con su hermana, con sus sobrinas. Junto a Teresa, la madre enferma. Dejó atrás su casa y todo lo que en Buenos Aires amenaza con cambiar. Una tirada de cartas españolas le dijo que tenía que volver, que la esperaban. ¿Ha hecho bien en volver? ¿Ha venido a ayudarla a morir? ¿O a enfrentar aquellos recuerdos que hace tanto tiempo no se asoman a su memoria? ¿Sentimental, Salvadora? Mirá si después de tantos años de batallar descubrís que en tu cabeza impermeable al desaliento, con esa fortaleza que te envidian pero también te reprochan, hay todavía lugar para la nostalgia.

El pueblo no ha cambiado. Las calles de tierra, las casas bajas, aquel lugar al que llegaron porque la madre andaluza, viuda, pidió ayuda nada menos que al jefe de la policía, el coronel Falcón. Seguramente las cartas que se intercambiaron estarán en algún lugar de la casa. Su casa que está igual: el pequeño jardín, el balconcito del comedor donde se sentaba a leer los primeros libros del anarquismo libertario. La casa está igual, pero no su madre. La memoria le devuelve aquella imagen —¿la suya?— de la niña llevada de la mano, entrando en la escuela rural donde Teresa va a ser la maestra.

Pronto el calor se volverá insoportable. Todavía puede darse un rato para pensar, ella, que siempre está activa, que nunca pierde el tiempo, todavía puede darse un rato para recordar. En la escuela la madre la presentó a las otras maestras: mi hija saca todos los premios, es la alumna a la que siempre ponen como ejemplo. Tu madre, la maestra. ¿Nunca la quisiste, Salvadora? No la querías cuando te fuiste a Buenos Aires, eso es cierto. Pero la habías querido muchísimo, cuando eras muy chica, allá en La Plata, en la casa a la que venía Ildefonso Medina, y ella lo esperaba, linda, graciosa, vestida con telas floreadas. Y la querías cuando Ildefonso se murió y las dejó solas, pero antes se había muerto la mujer con la que vivía, que resultó ser la madre de aquellos dos muchachitos que se fueron con ustedes. Los huérfanos, les decían, y tu madre los quiso como a hijos propios. Historias complicadas que ella contaría después a sus sobrinas Botana, a las que educó mejor que si hubieran sido las hijas de su carne.

La vida no fue fácil para Teresa, una mujercita trabajadora y valiente que decían que había vivido en un circo antes de conocerlo a Ildefonso. Brasitas de fuego. Un nombre ingenuo, pensás vos. Nunca pudo comprobar si era una fantasía más de la señora. Porque de allí en adelante se convertiría en una maestra abnegada, aunque sin título —eso era así por aquellos lugares, las chacras, gracias que tenían un rancho miserable al que llamaban escuela y alguien como tu madre empeñada en desasnar a los chicos descalzos que llegaban a caballo—, y cuando supo quién era el autor de aquel beneficio no pudo creer lo que oía. El coronel Falcón, un entrerriano también, la había convencido de que le convenía vivir allí y no en La Plata.

Algunos miembros de la familia eran entrerrianos, como aquel Onrubia que había fundado en Buenos Aires un teatro con su nombre, que ahora se llamaba Victoria y años después sería el Lassalle. En la familia se contaba que había sido soldado en la guerra del Paraguay hasta que se escapó a Buenos Aires porque quería ser escritor. Pero lo agarró la política y fue hombre de Alem, el viejo revolucionario de cara de profeta que la miraba cuando era chica desde la pared del cuarto de su madre.

A Teresa también le gustaba el teatro, trabajar en un circo probablemente había sido un accidente, también una aventura. Teresa no era como Mane, la hermana, dócil y desdichada, más bien se parecía a ella. Cuando eran chicas les recitaba los parlamentos encendidos de una pieza del español Galdós, años después supo que se trataba de Electra, que se había representado mucho en Entre Ríos. Galdós era anarquista, también lo supo después, cuando lo leyó a Ghiraldo, el poeta de corbata voladora al que expulsaron en mil novecientos dos con la Ley de Residencia y que fue albacea del escritor español.

Por todo esto al que buscó, cuando llevaba su obrita primeriza bajo el brazo, fue al primo Onrubia, pero ya hacía por lo menos cinco años que se había muerto. No fue fácil llegar a Buenos Aires, y sin embargo Salvadora se las ingenió. Primero las carretas que atravesaban las chacras, y después el barco desde el puerto de Gualeguaychú. Un día entero de viaje, y aquella pensión donde lo conoció a Guibourg.

Pero volvamos a las dificultades de tu madre, no las tuyas. El puesto de maestra las salvó de la miseria. ¿Todavía la odiás por haber aceptado el favor de Falcón, el asesino de tus compañeros de lucha? ¿Por qué la ayudó? ¿Cómo pudo llegar hasta ese hombre que ordenaba reprimir sangrientamente a los obreros? El asistente de Falcón, Lartigau, decían que era de la familia. ¿O porque era entrerriano? ¿Hubo algo entre ellos, quizás? Se lo preguntó muchas veces, aunque pensaba también que en ese caso la suerte de doña Teresa Onrubia hubiera sido otra. En aquel entonces la odiaba, aunque no perdiera el tiempo en demostrárselo. Ahora más bien la comprende. No debió haber sido fácil ser una viuda con dos hijas todavía por crecer y un hijo de otra mujer, porque el mayorcito se había muerto. Qué familias tan raras.

Esa vez Dios estuvo del lado de tu odio, Salvadora, y el coronel murió destrozado por una bomba junto con el asistente. Volaron por los aires casi en pedazos. La bomba la hizo estallar enardecido un jovencito ruso, Simón Radowitzky, emigrado de los pogroms, y menos mal que no lo condenaron a muerte porque era menor de edad. Cómo no pensar que los unía una relación kármica, como decías vos, si no se conocían y sin embargo fue su mano la que vengó al hombre que protegió a Teresa quién sabe a cambio de qué. ¿Dios, Salvadora? ¿Cómo se te ocurre pensar en Dios poniendo bombas? El diablo, en todo caso.

El sol enciende su luz en las raquíticas palmeras de la calle de enfrente, unas mujeres con pañuelos en la cabeza barren la vereda polvorienta. Entonces sale a caminar. Todos duermen en la casa, apenas si son las siete de la mañana. Todos duermen menos ella. Quiere ir a la plaza, aquella plaza miserable donde una tarde los caballos escuálidos del comisario se enfrentaron con el grupo de hombres que gritaban insultos al gobierno, a la ley que expulsaba a los extranjeros comprometidos en protestas o en organizaciones obreras. Protegida por la sombra de los árbol

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