Los ladrones buenos

Katherine Rundell

Fragmento

cap-1

1

Vita tensó la mandíbula y saludó a la ciudad con una inclinación de cabeza, como un boxeador a su oponente antes del combate.

Estaba sola en la cubierta del barco. El mar, picado y tormentoso, lanzaba rociones de agua salada a más de diez metros de altura, y todos los pasajeros del transatlántico, incluida su madre, habían tomado la sensata decisión de refugiarse en sus camarotes.

Pero no siempre es sensato ser sensato.

Vita se había escabullido y quedado sola a la intemperie, aferrada a la barandilla con las dos manos, cuando el barco coronó la cresta de una ola del tamaño de un teatro de la ópera. Así que había sido la primera en avistar la ciudad.

«¡Ahí está! —gritó un miembro de la tripulación—. ¡A lo lejos, a la izquierda!»

Nueva York surgió de entre la niebla, alta, de un azul grisáceo, bellísima; tan bella que Vita fue hasta la proa del barco para contemplarla. Mientras estaba inclinada sobre la barandilla, tanto como se atrevía, algo se abalanzó volando hacia su cabeza.

Se agachó con una exhalación. Una gaviota perseguía a un joven cuervo por el cielo, picoteándole el lomo, revoloteando y graznando sin parar. Vita frunció el ceño. No le parecía una pelea justa. Se metió la mano en el bolsillo y la cerró en torno a una canica verde esmeralda. Apuntó con rabia, calculando brevemente el ángulo y la distancia, echó hacia atrás el brazo y lanzó el proyectil.

La canica impactó justo en el centro del cráneo de la gaviota, que soltó un chillido escandalizado, como de marquesa ofendida, y el cuervo dio media vuelta en el aire y salió disparado hacia los rascacielos de Nueva York.

Tomaron un taxi en el puerto. La madre de Vita contó con cuidado un puñado de monedas y dio la dirección al conductor.

—Todo lo cerca que pueda dejarnos por esta suma, por favor —le pidió.

El hombre cogió el dinero que tanto esfuerzo les había costado reunir y asintió.

Manhattan se deslizaba velozmente al otro lado de la ventanilla, con estallidos de colores brillantes vibrando sobre la piedra y el ladrillo azotados por la tormenta. Pasaron por delante de un cine con carteles de Greta Garbo y junto a un vendedor ambulante de pinzas de langosta al vapor. Un tranvía pasó por un cruce con gran estruendo y estuvo a punto de chocar con una furgoneta de encurtidos Colonial. Vita respiró el olor de la ciudad. Intentaba memorizar el trazado de las calles para hacerse un mapa mental, e iba susurrando los nombres:

—Washington Street, Greenwich Avenue...

Cuando se terminó el dinero, siguieron a pie por la Séptima Avenida. Caminaban todo lo deprisa que podían, con el feroz viento de cara y las maletas en la mano, esquivando a hombres con traje de raya diplomática y a mujeres con tacones altos y afilados.

—¡Ahí! —exclamó la madre de Vita—. Ése es el piso del abuelo.

El bloque de apartamentos, alto, imponente y de piedra marrón, se alzaba sobre la ajetreada acera de la esquina de la Séptima Avenida con la calle 57Oeste. Delante de la entrada, un vendedor de periódicos anunciaba los titulares gritando por encima del viento.

En la acera de enfrente, había un edificio de ladrillo rojo con una ornamentada fachada de arcos. De la pared sobresalían dos mástiles con sendas banderas que aleteaban con furia. Por encima de ellas, en letras de cristal de colores, se leía CARNEGIE HALL.

—Todo parece muy... elegante —dijo Vita.

El bloque de apartamentos parecía mirar al mundo por encima del hombro.

—¿Estás segura de que es aquí?

—Estoy segura —respondió su madre—. Tu abuelo vive en la última planta, justo debajo del tejado. Antes era el piso de la portera. Estaremos un poco apretados, pero tampoco nos quedaremos mucho.

Tenían reservado el billete de vuelta para tres semanas después. Tiempo de sobra, había dicho la madre de Vita, para arreglar los papeles del abuelo, recoger sus escasas pertenencias y convencerlo para que regresara a casa con ellas.

—¡Venga! —exclamó su madre, haciendo un esfuerzo por sonar animada—. Vamos a verlo.

El ascensor estaba estropeado y Vita subió las escaleras casi corriendo, a trompicones, tan rápido como le permitían las piernas. Su maleta iba chocando contra las paredes mientras ella avanzaba por los estrechos tramos de escalera, haciendo caso omiso del creciente dolor de su pie izquierdo. Se paró a descansar, sin aliento, delante de la puerta. Luego llamó, pero no hubo respuesta.

La madre de Vita subió los últimos peldaños resollando. Se agachó para sacar la llave del apartamento de debajo del felpudo. Vaciló, mirando a su hija.

—Seguro que no está tan mal como pensamos, pero...

—¡Mamá! ¡Nos está esperando!

La mujer abrió la puerta y Vita echó a correr por el pasillo. Al llegar al final, se quedó de piedra.

Su abuelo siempre había sido muy delgado, guapo y esbelto; tenía las manos bonitas y largas, y unos sagaces ojos azul verdoso. Ahora estaba demacrado y se le veían los ojos hundidos. Los dedos se le habían enroscado hacia dentro formando un puño, como si todas las partes de su cuerpo hubieran decidido retirarse del mundo. En la pared que había junto a su butaca tenía apoyado un bastón; nunca había necesitado uno antes.

Su abuelo aún no la había visto, y Vita, durante ese segundo, alcanzó a ver un velo de insondable tristeza en su cara.

—¡Abuelo! —exclamó la niña.

Cuando se dio la vuelta, su expresión se había llenado de luz, y Vita respiró aliviada.

—¡Granujilla!

Se levantó y Vita se lanzó a sus brazos; él rompió a reír, casi sin aliento por el impacto.

—Julia —dijo al ver entrar a la madre de Vita—, recibí tu telegrama hace sólo tres días; de lo contrario, te habría impedido...

Ella negó con la cabeza.

—No habrías podido detenernos, papá.

Él se volvió hacia Vita.

—¿Me enseñas esa sonrisa otra vez, Granujilla?

Vita sonrió, al principio con naturalidad, y luego, al ver que él no dejaba de mirarla, de manera exagerada, hasta que sintió que le estaba enseñando hasta el último diente.

—Gracias, Granujilla. Aún tienes la sonrisa de tu abuela.

A Vita se le encogió el corazón cuando vio que al anciano se le llenaban los ojos de lágrimas.

—¿Abuelo?

Él tosió, sonrió y carraspeó.

—Caramba, cómo me alegro de veros. Pero no era necesario.

Julia empujó a Vita hacia la puerta.

—Ve a ver tu habitación, cielo.

—Pero...

—Por favor. —Estaba pálida y parecía agotada—. Ahora.

—Es la del final del pasillo —le dijo su abuelo—. Me temo que es más un armario que una habitación, pero las vistas son muy bonitas.

Vita recorrió despacio el pasillo con la maleta en la mano. Notó que los tablones del suelo crujían y que la pintura de la pared se estaba desconchando. Empujó la puerta; estaba atascada. Se apoyó en la pared y dio una patada con su pie más fuerte. La puerta se abrió de golpe y saltaron finos pedacitos de yeso.

El cuarto era tan pequeño que prácticamente podía tocar las cuatro paredes a la vez, pero tenía un armario de madera y una ventana que daba a la calle. Vita se sentó en la cama, se quitó el zapato izquierdo y se a

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