El fixer

Miguel Ángel Vega

Fragmento

Título

1
VIVIR PARA CONTARLA

LA PERSECUCIÓN

¿Nos estaban siguiendo?

Había visto por lo menos a un par de punteros moverse en moto a pocas calles de nosotros, deteniéndose de vez en cuando bajo la sombra de algún sauce llorón mientras llamaban por radios y teléfonos para reportar cuántos éramos, el tipo de vehículo que conducíamos, las calles por donde circulábamos.

Los dos periodistas rusos con quienes trabajaba no parecían notar aquel movimiento, e indiferentes grababan todo lo que miraban, eso incluía a gente del pueblo, aun cuando les había dicho en varias ocasiones que no lo hicieran, porque en las comunidades de Sinaloa la gente es arisca y se molesta —con justificada razón— cuando un desconocido llega y sin pedir permiso empieza a grabar a medio mundo con atolondrada precipitación, como si se tratara de animales jurásicos.

—Nos van a pegar un buen susto —les advertí.

Pero los periodistas se hacían de oídos sordos ante mis señalamientos y seguían grabando todo lo que miraban; a mí empezaba a molestarme aquella negligencia, pues sabía que sus acciones podrían meternos en problemas.

Varias veces estuve a punto de ponerles un ultimátum, espetarles que si seguían con la misma actitud renunciaría al proyecto aunque tuviera que regresar en camión a Culiacán; pero al cabo de varios minutos ni ellos dejaban de grabar ni yo terminaba de mandarlos al diablo.

No supe cuándo las calles empezaron a sumergirse en un profundo silencio y en una angustiosa soledad. En lo alto de los cables de electricidad una parvada de pájaros levantó el vuelo repentinamente y entonces vi pasar dos camionetas a gran velocidad por una calle paralela a nosotros, mientras la poca gente que aún seguía en la calle se metía apresurada a sus domicilios, cerrando puertas con cerrojos y seguro, como si presintieran que algo muy malo estaba a punto de ocurrir.

En ese momento supe que nos iban a levantar. Los dos periodistas rusos, tal vez agobiados por el mismo presentimiento, dejaron de grabar y miraron todo alrededor con desconfianza. Yo, en cambio, enfilé hacia la salida del pueblo, atento a cualquier situación que pudiera presentarse, pero sobre todo temeroso de lo que creía nos podría ocurrir.

De pronto quedamos maniatados y con una incertidumbre brutal que nos sofocó con la duda. Por instinto tomé mi teléfono para ver si tenía señal. Pero era inútil, en aquel pueblo ubicado en medio de la sierra de Sinaloa no llegaba la señal. Estábamos solos.

Lo que sucedió después ocurrió en segundos; justo al dar la vuelta en uno de los callejones del pueblo, un grupo de al menos 20 sicarios nos salió al paso y encañonándonos con rifles y pistolas nos hicieron detener el auto; un pistolero corrió hacia mí y, apuntándome con una .38 súper, abrió la puerta con violencia mientras me gritaba que bajara del auto. Despacio y callado, descendí del vehículo con las manos en alto, pero el sicario me jaló con rabia al exterior, lanzándome a mi izquierda, mientras preguntaba a qué cártel pertenecíamos.

—Somos periodistas —dije con la cabeza ligeramente inclinada hacia el suelo y los brazos doblados hacia arriba, como formando un rombo.

—¡Identifícate! Demuestra que son periodistas, porque si no lo son, aquí mismo se mueren.

Mirando intermitente el cañón del arma y luego el rostro del pistolero, bajé despacio mi mano derecha y la metí por debajo de la camisa, a la altura del pecho, para extraer el gafete de prensa que colgaba de mi cuello; se lo extendí al agresor, quien, sin dejar de apuntarme, lo tomó y empezó a leer la información.

Era mayo de 2016. El sol, como una gran bola de hielo naranja, caía suave en la distancia. Y si el sicario jalaba el gatillo, todo terminaría en menos de un segundo. Caería en un sueño profundo y a partir de ese momento ignoraría todo acontecimiento posterior: los sicarios huirían a gran velocidad, se alertaría a la policía sobre el asesinato de un periodista, llegaría el ejército y los servicios periciales, se llevarían mi cuerpo, me sepultarían y todos mis colegas exigirían justicia por mi homicidio. Pero yo ya no me daría cuenta de eso, pues estaría sumergido en el sueño eterno de la muerte. Ya no sería director de cine, ni tendría hijos, ni un hogar, ni un balcón desde donde admirar la luna y las estrellas. Nunca nadie leería los guiones de cine que escribí, ni la novela inconclusa que por años había trabajado ni los cuentos que por ahí tenía guardados, pues mi computadora seguro sería vendida y tal vez formateada, y todo se perdería por siempre, para siempre.

Justo entonces y acaso por inercia me pregunté ¿cómo demonios había terminado ahí?

Cuatro meses antes mi padre había fallecido; dos semanas atrás me había terminado mi novia, seis meses antes un desalmado secuestró mi película de vampiros que entonces tenía inacabada. Siendo realista, yo era lo más parecido a un muerto, pero aún con planes y futuro. Por eso no podía morir y dejar tantos cabos sueltos. Podía estar muerto en vida, pero no morirme definitivamente. Me dolía la vida por cada una de mis pérdidas, pero más me dolería la muerte. Por eso no podía, ni debía, morir.

Irónicamente había esquivado la muerte tantas veces en sus más improbables emboscadas y de pronto caía en ese extraño embudo de mala suerte que me conducía a la tragedia. Más adelante sabrán cómo terminó esa pesadilla, cuánta angustia nos costó y, si aún tenemos corazón, poco faltó para que nos lo arrancaran.

Por eso entonces me preguntaba una y otra vez: ¿Cómo había terminado ahí?

ÉRASE UNA VEZ

Empecé a trabajar como Fixer por necesidad. Había gastado todo el dinero en mi segunda película, Cáliz, que yo mismo escribí, dirigí y hasta distribuí, a finales de 2008, pero con tan mala fortuna que resultó un fracaso en taquillas.

Derrotado y sin un solo centavo, me encontré de pronto deambulando por las calles de Culiacán sin rumbo fijo y sin un plan inmediato, pues aposté y perdí. Por difícil que fuera esa realidad, debía aceptarla. Tal vez volvería a reportear y a cubrir de nuevo nota roja. Tal vez acabaría siendo reportero el resto de mi vida. Nada malo en ser periodista, pero mis demás sueños y mi corazón no estaban en el periodismo, sino en dirigir cine.

Y sin embargo, terminaría siendo el periodista quien rescataría al realizador de la pobreza absoluta.

Con esta idea regresé a mi departamento ya entrada la noche. Harto de deambular por laberintos que no conducían a ninguna parte, me encerré en las penumbras de mi habitación en espera de un alivio, o acaso una señal, que me arrancara de tajo de aquella pena. Una estancada humedad, como arena movediza, me envolvió en medio del ejército de minutos que indiferentes pasaban frente a mí como pompa fúnebre.

Ya casi amanecía pero no tenía ganas de dormir, aunque tampoco quería estar despie

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