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El inútil
Hola. Gracias por comprar este libro. Mi nombre es Dani, y soy un inútil.
No, en serio: podría parecer que lo digo por falsa modestia, o por quedar bien, pero durante muchísimos años de mi vida he estado absolutamente convencido de que era un inútil. Desde pequeño, hasta hace unos cinco años, estaba acomplejado. Pero empecemos por el principio.
Barcelona. Años ochenta. Colegio de los jesuitas. Hora del recreo. Cuando yo era peque, si sabías jugar a fútbol, eras Dios. Todos te querían en su equipo, eras popular. También si llevabas merienda. O si tenías cromos. O muñecos de Star Wars. La economía de la popularidad en el patio del colegio: esa cosa maravillosa que merecería una o dos tesis doctorales. Bien, ¿a ver si adivina usted quién era siempre el último en ser elegido en los equipos de fútbol? No hace falta que montemos un drama, tampoco es que sufriese bullying ni nada por el estilo. De hecho, mis recuerdos de infancia son en su inmensa mayoría buenos. Pero, vamos, que era un inútil. En todos los ámbitos que influyen en la popularidad de un chaval de diez años, yo era un cero a la izquierda.
Se me dan mal casi todos los deportes. El fútbol, el básquet. Era lento nadando en la piscina. Siempre he sido un tanto tímido. No es que me falten habilidades con la gente: es que estoy muy bien cuando estoy solo. Además, soy tirando a torpe. Llevo ocho esguinces de tobillo. Soy asmático. Es decir, que cuando Dios me fabricó, le dio las piezas buenas a otro, y a mí me montó con lo que sobraba.
Nunca fui especialmente guapo. Ni popular. Ni gracioso. Digamos que era un tipo más bien gris. Sacaba buenas notas, eso sí. Daba pocos problemas en clase, salvo por cierta tendencia a discutir con los profes cuando me echaban la bronca. Pero, como era buen estudiante, fui pasando curso tras curso sin hacer mucho ruido. Seguramente mis profes ni se acuerden de mí. Yo era el de la última fila, el que solía mirar al techo o por la ventana, el que improvisaba los deberes en el bus, el que no destacaba en nada y vivía en su mundo.
Pasaron los años y fui desarrollando un carácter más bien introspectivo. Estudié informática. En los noventa no hubo mejor lugar para tímidos que la facultad de Informática. Recuerdo que a veces, al volver a casa, le decía a mi madre: «Mamá, hoy desde que he salido de casa no he hablado con absolutamente nadie». Aquello era el paraíso, oiga. Estaba poblado por gente por lo general sesuda, que no hablaba mucho, que valoraba poco o nada todo aquello que a mí se me daba mal. Le contaré una anécdota maravillosa: recuerdo que, al acabar la carrera, algún iluminado tuvo la brillante idea de montar un viaje de fin de estudios. De esos que se organizaban en Derecho, o en facultades con alumnos «humanos», y en los que había bofetadas para conseguir plaza. Pues bien: el nuestro no se hizo. ¿Sabe por qué? Porque los alumnos de la facultad de Informática no se tomaron ni la molestia de apuntarse. Los informáticos, esa raza maravillosa.
Poco a poco digamos que fui descubriendo quién era yo realmente. Todo empezó cuando aún iba al cole. Me acostaba en la cama temprano, pero tardaba horas en dormirme (siempre he tenido problemas de sueño). Así que me quedaba tumbado y pensaba. Revisaba lo que me había pasado durante el día. Lo que había hecho, lo que había visto. A eso lo llamaba «voy a darle vueltas a las cosas».
Este entretenimiento nocturno se fue convirtiendo en mi actividad «por defecto»: pasaba horas y horas mirando, observando, pensando. En el patio. Caminando desde el cole a casa. Durante las clases. Todas las horas que otros destinaban al fútbol, a las chicas o a socializar, yo las empleaba mirando el mundo. Y me dedicaba a pensar.
A cada paso de la vida, me alejaba cada vez más del «hacer», y pivotaba hacia el «analizar». Recuerdo una historia representativa: si usted es de mi generación, sabrá que en aquella época se hacía el servicio militar. Pasábamos un año jugando a los soldaditos de forma absurda. Así que yo, como puede suponer, detestaba esa idea. Y, al ser asmático, diseñé un plan perfecto para evitar la mili. Sabía que el asma era causa de incapacitación, pero el mío era muy leve y me preocupaba que no colase. Al final decidí visitar a un médico para que me explicase cómo podía librarme. Resulta que en esos años te hacían correr durante un rato, y luego te medían la capacidad pulmonar. Si se halla familiarizado con esta enfermedad, estará al tanto de que deporte más aire frío, igual a asma. Ya tenía mi plan: fingiría un ataque durante las pruebas del ejército. Mi pequeño secreto, lo que el Ministerio de Defensa no podía saber, es que realmente era corredor de resistencia, a pesar de mi condición pulmonar. Me habían llegado a ofrecer ir a los campeonatos de Cataluña de 1.500 metros. Pero mi propósito era otro.
Llegado el día de la prueba, me planté en el Hospital Militar, que por aquella época estaba por el barrio de Horta. Efectivamente, ahí estábamos todos los asmáticos de Barcelona para oír al sargento de turno decirnos: «Cinco vueltas al campo y luego revisión médica». Yo, que llevaba preparándome semanas y había leído artículos sobre el tema, quería garantizarme un ataque de asma de manual. Hacía semanas que no me medicaba y la noche anterior había dormido con dos botes de barniz abiertos al lado de la cama. Además, al correr me puse a respirar a destiempo, sincopadamente, como un batería de jazz, para provocarme una crisis de libro.
Acabó la carrera. Yo, claro está, me encontraba a las puertas de la muerte, según el plan previsto. Pero mi capacidad analítica no contaba con la mala suerte: mi apellido (Sánchez-Crespo) era de los últimos en la lista del médico. «Mierda —pensé—. Para cuando el médico me reconozca, se me habrá pasado la crisis, y la cagaremos». Total, que ya me tiene a mí, en la cola, aguantando la respiración, al borde de la asfixia. E hiperventilando como un loco. Lo que fuese. Había que aguantar. Cuando por fin llegó el médico, mi cara era azul. Recuerdo al pobre hombre, preocupado por mí. «¿Se encuentra usted bien?». Y yo diciendo: «Sí, sí. No es nada, es que nunca había corrido en mi vida debido al asma, mi madre me lo tiene prohibido desde la primera crisis que tuve», con una carita de no haber roto un plato en mi vida.
Ese era yo. El inútil, pero también el que se había pasado meses maquinando cada segundo de ese día para escaquearme de la mili. El que había proyectado cada frase, cada gesto, hasta conseguir el resultado deseado. Evidentemente, salí de allí con mi carta de no apto. Al día siguiente me fui a correr por la Diagonal, faltaría más.
Durante los años de facultad mi cerebro se aceleró: como mis padres se acababan de divorciar, busqué un trabajo de becario de investigación para ganar algo de dinero. Eso sucedió hacia finales de los noventa. ¿Sabe lo mejor? Que, como era personal de la universidad, podía entrar y salir cuando quisiese. Tenía acceso a las bibliotecas y a los ordenadores del campus, así que me pasaba el día leyendo a Alan Turing, Edward O. Wilson, Rodney Brooks y Thomas Kuhn. Iba a presentaciones de proyectos y lecturas de tesis doctorales. Aquello era el cielo.
Tuve la suerte de conocer a la que hoy es mi mujer muy joven, a los catorce. Éramos compañeros de clase. Sinceramente, que me haya aguantado todos estos años me parece alucinante. Porque sí, yo en casa soy como parece: un pesado que se pasa el día pensando y hablando de cosas raras. Mi mujer ya sabe que cada día toca «ir a pasear»: vamos a caminar mientras le pego el rollazo sobre algún tema peregrino que me preocupa. Desde la astronomía hasta las guerras del opio o la población de pingüinos en la Antártida. Siendo pragmáticos, creo que tuve mucha suerte. Muchos amigos pasaron por mil novias, matrimonios, divorcios y demás, pero yo he gozado siempre de un ecosistema de apoyo estable como una roca. Lo cual, admitámoslo, me ha otorgado muchísimas horas para mi hobby: seguir pensando. No podría hacer lo que hago si no tuviese a mi lado a alguien que me apoya, me entiende y me escucha. Gracias a ella y a toda esa gente (amigos, familia…) que me ha aguantado el rollo.
De modo que acabé la carrera, y mi sensación de inutilidad siguió en aumento. Muchos amigos empezaron a trabajar como programadores, analistas y demás. Cosas útiles, bien remuneradas. Yo nunca he sido el mejor en eso tampoco. Digámoslo claro: mi capacidad para llevar a cabo cualquier cosa es muy inferior a la de los mejores en cada ámbito, sea deportivo, laboral o cualquiera que se le ocurra.
Sin embargo, empecé a ganarme bien la vida. No sabía hacer nada especialmente bien. Yo lo que sabía era explicar cosas. Así, desde que acabé la carrera, y hasta hoy, he sido profesor en tres universidades de Barcelona, y he dado conferencias por medio mundo, desde Japón hasta China, desde San Francisco hasta Auckland. Se me daba aún mejor otra cosa: explicar qué habría que hacer, y por qué, ante situaciones concretas. La gente me preguntaba: «Dani, ¿tú qué harías?», y parecían valorar mi opinión. Me he hartado a preparar PowerPoints, presentaciones, brainstormings, de todo. Ese era mi ecosistema.
En mi primer trabajo fui programador (lo que en esa época llamábamos un «picateclas»). Aquello duró un año. En el segundo, ya era director técnico y me dedicaba a tomar decisiones. Me enviaron por todo el mundo para organizar el despliegue internacional de una empresa de internet. En el tercero, que es mi empresa actual, Novarama, ya soy director general. ¿Sabe cuál fue mi truco durante todos estos años? No sé hacer nada bien en concreto, pero me rodeo de gente que sí sabe. Lo que yo hago es pensar qué habría que hacer. Y por qué. Todas esas miles de horas dándole al coco, todos los años leyendo y estudiando método científico e historia de la ciencia me han otorgado una cualidad infrecuente, pero valiosa.
A mí lo que realmente se me da bien es analizar sistemas. Entender qué pasa. Por qué pasa. Qué hacer para que pase. Y proyectar qué pasará a continuación. Ya sea en matemáticas, física o en la conducta de las personas. Por eso me convertí en diseñador de juegos. Sé que ahora el lector estará pensando: «¿Qué narices tendrá que ver?». Pues muchísimo. Fíese de mí, que se lo voy a contar.
Un juego, ya sea el ajedrez, el Fortnite o el coqueteo, no deja de ser un sistema con reglas. Algunas nos llevan a la victoria y otras a la derrota. Para alguien con tendencia a pensar y proyectar qué ocurrirá, los juegos son un pasatiempo laboral maravilloso. Curiosamente, también por eso me dedico a invertir en bolsa. Una vez más, el mismo patrón: analizar sistemas, predecir su conducta y tomar decisiones.
Al mismo tiempo que empecé a trabajar como diseñador, me puse a leer sobre teoría de juegos, la rama de la economía que cubre la negociación, la cooperación, la competencia. Todo era lo mismo: saber qué pasa, qué pasará y por qué. Pasaron los años, y la vida nos fue poniendo a cada uno en su sitio. En mi caso, tardó bastante, admitámoslo. Pero hubo un momento en que me di cuenta: esa era mi misión, mi ADN, mi superpoder. Siempre he creído que cada uno de nosotros es realmente bueno en algo, y que el secreto para una vida feliz es descubrirlo a tiempo. Lo cierto es que yo me di cuenta de cuál era mi superpoder más o menos cuando nacieron mis hijas.
Tendría unos cuarenta años. Desde hacía diez lideraba mi actual empresa, Novarama, y llevaba desde los veinticinco invirtiendo de forma sistemática en bolsa. Poco a poco empecé a recoger lo sembrado en cada uno de esos ámbitos, y a ser consciente de que no era un inútil. Sencillamente, era inútil en el tipo de tareas que la sociedad de los noventa priorizaba. En cambio, en otra área era extraordinario, como seguro que somos todos.
Lo que yo sabía era pensar. Y en ciertos oficios o actividades suponía una gran ventaja. A mí deme un sistema, un problema o un proyecto, y si me deja un rato, le diré qué pasará, por qué y con qué probabilidad. Además, lo sabré explicar de forma simple. Eso es lo que sé hacer. Lo único que sé hacer. Eso es lo que impide que sea un inútil. Y lo que me gustaría compartir con usted.
En resumen, que hacia los cuarenta me di cuenta de que sí servía para algo. Pero ¿sabe qué más descubrí? Que no albergaba un talento especial: tan solo tenía técnica. A base de tantos años de introspección había entrenado un músculo, igual que un violinista aprende a tocar por insistencia y repetición. Mucho de lo que hago no requiere ser un genio, sino conocer trucos y aplicarlos de manera rápida y eficiente. Para mí, pensar es un músculo. Cuando un piloto aterriza un avión, no es que tenga un talento genial, es un mecanismo refinado tras miles de horas de vuelo. Cuando usted me pregunta: «Dani, ¿qué pasará?», me ocurre algo parecido. Y cuidado: ni de broma se crea que me siento infalible. Saber trucos no es lo mismo que no equivocarse. ¿O no hay veces que al piloto del avión, que suele ser un gran profesional, el aterrizaje le sale mejor y otras peor? Yo no soy infalible. Pero sé más trucos que el común de los mortales porque me dedico a eso.
Así que empecé a dar charlas sobre este tipo de temas: pensamiento creativo, toma de decisiones, análisis de conducta del usuario, design thinking… Cuanto más hablaba, más notaba que cosas que veía como naturales realmente tenían valor para los demás. Me invadió un sentimiento de utilidad extraordinario. Lo he dicho mil veces en Twitter: el propósito de mi vida es sentirme útil para otra gente. Otras personas sueñan con coches, con grandes salarios… para ellos la gloria y la fama. Yo sueño con que, el día que me muera, alguien diga en mi funeral: «Joder, pues Dani era buena gente y ayudaba». Siempre he creído que la vida es como la navegación de un barco: hagas lo que hagas, vas a dejar una estela detrás. Lo único que decidimos con nuestros actos es si la estela es buena o mala. ¡Qué triste tener tan poco tiempo y usarlo tan mal!
Así es como, desde hace unos años, compagino mis actividades profesionales con esta idea de ser útil. Por eso doy conferencias. He hablado sobre chavales y tecnología y sobre el impacto social de esta, he mentorizado a emprendedores, he ayudado a creativos y mil otros temas. Por eso empecé a escribir hilos en Twitter: todo comenzó con uno en que resumía una anécdota. En él explicaba que había ido a Port Aventura y mi mujer se enfadó conmigo porque me pasé el tiempo analizando este famoso parque de atracciones. Desarrollé mis reflexiones y la red se volvió loca: me llamaron de la radio, de la prensa… ¡Incluso me contactó por WhatsApp el director de Port Aventura!
A partir de ahí, todo fue bajada: tras comprobar que puedo ser de provecho para muchos, me dedico a compartir trucos, técnicas y reflexiones con quienes me quieran escuchar. Por fortuna, cada vez son más. Francamente, es una sensación muy agradable saber que ayudas a la gente y que estás aportando tu granito de arena a hacer de este mundo un lugar algo mejor.
En suma, que nunca me han asustado los retos. Siempre he pensado que la vida es muy corta, que con unos ochenta años nos guardan en una caja de pino y se acabó la fiesta, y que todos, según nuestras posibilidades, tenemos el deber moral de dejar el planeta algo mejor de lo que lo hemos recibido. Por eso nace este libro. Twitter es un medio genial, pero un libro me permite explayarme mejor, estructurar con mayor claridad las ideas. Y, qué demonios: mi madre estará orgullosísima de que su nene por fin haya dejado de ser un friki y se embarque en algo memorable.
Pero le contaré un pequeño secreto: este no es mi primer libro. En otras vidas publiqué tres más. De hecho, hace veinte años escribí el que se considera uno de los primeros textos sobre programación de juegos del mundo. En inglés. Novecientas cincuenta páginas. Búsquelo por ahí. Se tradujo al chino, al japonés y a no sé cuántas lenguas más. En definitiva, que lo de escribir me gusta. Espero estar a la altura.
Y aquí estamos, usted y yo. Vamos a pasarlo bien, espero. Pensar mola. Pero para que esta aventura funcione necesito que hagamos dos pactos. Son esenciales, lea atentamente:
Primero: voy a hablarle con un tono totalmente de colega. Informal. Como si estuviésemos en un bar. Si hay tacos, o si el lenguaje es desenfadado, es porque quiero que sea así, nada es casual. Recuerde: llevo veinte años siendo profesor y conferenciante. Con el tiempo he aprendido que con un tono coloquial se llega más fácilmente al público. Podría ser supersesudo y cascarle un tomo de dos mil páginas con palabras como «transmigración» o «metempsícosis». Quedaría como un tipo muy inteligente. Pero lo comprarían cincuenta personas. Entonces ¿estaría siendo útil? No. Lo útil es ser masivo. Y eso requiere hablar el lenguaje de la calle. Verá que aun así le trataré de usted, pero eso es manía mía: siempre se me ha hecho raro hablar de tú a gente a la que no he visto. Sin embargo, pacto uno: usted y yo somos colegas de toda la vida. Asuma que haré bromas. Diré palabrotas. Y mentiré. Haré de todo, como hago en Twitter, para que el mensaje llegue.
Segundo: el ego se queda en la puerta. Existe el cliché estúpido de que si hablas sobre pensamiento o sobre inteligencia, eres un ególatra, un arrogante y un chulo. No es así. No soy, ni por asomo, el tipo más inteligente que he conocido en mi vida. Si hiciese una lista de gente brillante con que me he cruzado, ocuparía medio libro. Yo meto la pata, como usted. Si soy bueno en algo es como divulgador, no como pensador. La mayoría de ideas que explicaré no son ni siquiera mías. Vamos, que el título de Pensar más, pensar mejor no debe entenderse como Pensar como Dani ni como Dani, qué listo eres; una leche. Soy solo el mensajero. Prácticamente todo lo que explicaré en el libro son ideas de gente mucho más inteligente que yo.
En mis sueños grandilocuentes, aspiro a ser como Carl Sagan: no era el mejor científico, pero comunicaba de muerte. Intento ser como él. Entonces, cuando hablemos de temas sobre inteligencia, por favor, no se crea que me vendo como el nuevo Einstein. Ni es así ni es práctico para nuestra pequeña aventura que usted piense eso. Lo más probable es que usted y yo tengamos una inteligencia parecida. Lo que pasa es que yo he dedicado toda mi vida a prepararme este tema. Supongamos que conoce a un boxeador. Seguramente, si le pega un sopapo, él le romperá la cara. Y tanto usted como él son humanos, ¿verdad? Pues aquí pasa lo mismo: hace veinte años que trabajo en creatividad, pensamiento y análisis. Es lógico que lo que diga sobre esos asuntos sea, al menos, interesante. O sea, que cuando usted y yo estemos a solas el ego se queda fuera.
Vale, pues creo que estamos listos para empezar. El objetivo de este libro es simple: voy a intentar enseñarle a pensar mejor, a tener mejores ideas y a explicarlas bien, a discernir la verdad de la mentira. Creo, sinceramente, que todo eso no tiene ningún mérito: es una técnica, como el dibujo a lápiz o la aritmética, y si alguien nos la enseña, todos podemos aprenderla. Va a ser la bomba. Espero que disfrute. Vamos allá.
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Cuatro palabras clave
Todo libro más o menos divulgativo, y este lo es, tiene una idea central, la tesis que el autor quiere presentar, lo que da sentido a la obra. Si este fuese un tomo sesudo, habría cientos de páginas con ejemplos, argumentos, ensayos, etc. Pero esa no es mi intención: este ensayo pretende ser un texto ligero. Por tanto, solo quiero dedicar unas pocas líneas a mi idea central. El resto, ya lo verá, es mucho más digerible.
¿Cuál es mi idea central? Muy fácil: pensar es una técnica, como cocinar o nadar. Por tanto, no tiene nada de talento. Al ser una técnica, creo que es altamente entrenable, y con la práctica mejorará sus resultados. Así que, del mismo modo que usted puede hacer un curso de cocina y ser un buen cocinero, estoy convencido de que con un poco de práctica puedo ayudarle a pensar mejor. De hecho, creo sinceramente que, si lee este libro, encontrará un arsenal de técnicas que le harán más inteligente. ¿Suena arrogante? Bueno, pues habrá que demostrar lo que propongo, ¿no? Comencemos.
LAS PALABRAS
Las personas usamos palabras todo el rato. Pero a veces son tan comunes que ni nos molestamos en pensar qué significan exactamente, y andamos por la vida utilizando términos que no conocemos con precisión.
Para que se entienda mi objetivo es importante definir cuatro palabras que empleamos con frecuencia, pero en cuyo significado seguramente nunca se ha detenido usted. Esas palabras son «creencia», «ciencia», «cultura» y «técnica». Todas juntas representan buena parte del conocimiento humano. En el párrafo anterior le he dicho que pensar es una técnica. Por tanto, resulta esencial entender con exactitud qué es una técnica. Empecemos con un viaje a un tiempo lejano.
Nuestra aventura nos remonta a hace treinta y cinco mil años. En algún lugar del sur de Europa, en una cueva, un grupo de humanos se resguarda atemorizado. Fuera llueve a cántaros. ¿Su primitivo instrumental para hacer hogueras? Empapado. Se avecina una noche bajo el frío. De repente, sucede algo sobrecogedor: un estruendo descomunal. Miran al exterior y un fogonazo blanco cae del cielo, estalla contra un árbol y lo revienta con una energía que ilumina la noche y los ciega. El árbol es presa de las llamas. Nuestros ancestros salen de la cueva, se aproximan a él y, tomando una rama que aún arde, la llevan a la cueva. La rama emite luz. Juntan una pila con más madera, y hacen una hoguera. Esa noche duermen calientes, al abrigo de las llamas mágicas que caen del cielo. Posiblemente, así nació la idea de la religión: desde el cielo, algo sobrenatural nos envía el fuego, que nos calienta y mantiene vivos. Ese día, nuestros antepasados desarrollaron una de sus creencias más importantes: que existían los dioses.
Ahí va nuestra primera definición: una creencia es la aceptación de que algo existe o es cierto, especialmente en ausencia de pruebas. Por ejemplo, usted puede creer que la Tierra es plana. Nada lo demuestra, pero puede aceptarlo como verdad. O podría creer lo contrario, que la Tierra es redonda. Fíjese que lo que caracteriza a las creencias es que no han pasado por el filtro de la validación: es irrelevante si algo es cierto o falso. Usted lo cree, como nuestros habitantes de las cavernas creen que el fuego es Dios.
Evidentemente, cuando uno no tiene nada más, las creencias dan calor, como las llamas del ejemplo. Pero son una herramienta pobre para construir conocimiento, ya que no sabemos si son verdaderas o no. Por ello la humanidad ha tratado por todos los medios de convertir las creencias en conocimiento aplicable. A base de observar fenómenos repetidamente y emparejar causas y consecuencias pasamos de la creencia a la ciencia.
De esta forma, al cabo de unos milenios, y a partir de observar muchos rayos cayendo en los árboles, los hijos de esos homínidos cavernarios entendieron que las nubes eran las que portaban los rayos, y que estos eran una forma de energía. Se han encontrado tablillas con escritura cuneiforme donde los babilonios ya describían con precisión la correlación entre los truenos y la lluvia. Poco después, los griegos eran capaces de entender los fundamentos de las órbitas planetarias, y más tarde los científicos islámicos podían hacer predicciones meteorológicas precisas.
En el párrafo anterior han caído palabras importantísimas: correlación, predicción, precisión. Debido al descarte de creencias falsas y al aislamiento de otras ciertas nace la ciencia. Si quiere una definición, sería esta: la ciencia es el conocimiento estructurado de una materia, basado en la observación de fenómenos, la elaboración de hipótesis y la capacidad predictiva. Nuestro ancestro de las cavernas pensaba: «Un rayo; son los dioses». Una persona de Babilonia, sin embargo, decía: «Está nublado; mañana lloverá y se regarán los campos». Y acertaba.
La ciencia explica el mundo y predice cómo funciona. Obviamente, el científico acumula saber, lo que lo hace más competitivo en el sentido darwinista de la palabra. Gracias a que tenemos ciencia, sobrevivimos mejor.
Piense ahora en el mejor científico de la historia, por poner un ejemplo, Albert Einstein. E imagine que el pobre Einstein fuese mudo, sordo y no supiese escribir. Su cerebro seguiría siendo maravilloso, pero no tendría la capacidad de diseminar sus ideas. Einstein, en toda su grandeza, se quedaría en nada. Como un satélite de comunicaciones al que se le hubiese roto la antena, el mejor científico de la historia no es nada si no puede interactuar con el resto de la sociedad. Aquí entra en escena la tercera definición que nos ocupa, la cultura. Entendemos por cultura el conjunto de conocimientos que pasan de generación en generación en una determinada sociedad. La cultura es acumulativa. Yo soy más avanzado que un hombre del siglo XIX porque, entre otras cosas, he heredado la teoría de la relatividad de Einstein. Einstein era más avanzado que una persona del siglo XVI porque había heredado la ley de la gravitación universal de Isaac Newton. Newton era más avanzado que alguien de la antigua Babilonia porque sabía que la Tierra es redonda gracias a Eratóstenes. Y así hasta llegar a nuestros homínidos de las cavernas, que seguramente habían aprendido de sus ancestros a elaborar ropa y armas.
Cada generación humana se construye a partir de la anterior. Ya lo dijo Newton: «Si vi más lejos, es porque estaba subido a hombros de gigantes». Eso es la cultura. Es extraño pensar que todos los perros que han existido fueron, cognitivamente, más o menos igual de inteligentes. Al no poseer herramientas como el habla y la escritura, los animales no humanos transmiten poco conocimiento. Su evolución genética es notable, pero no así la cultural. Ahora, en cambio, compare a los habitantes de las cavernas de hace treinta y cinco mil años con nosotros: mientras la evolución genética es lenta pero implacable, el avance cultural trabaja en escalas de tiempo muy inferiores aunque a un ritmo vertiginoso.
Bien, llevamos tres de las cuatro definiciones. Sé que está pensando: «No sé de qué va esto». No se preocupe, le verá el sentido dentro de un par de páginas. Sigamos. Para la siguiente definición, hablaré de mí.
He comentado en muchos foros mi pasión por el buceo a pulmón libre. La sensación de estar en silencio absoluto en las profundidades es insuperable. Pero para mí es también una enseñanza sobre la vida. Fíjese: yo soy asmático desde los catorce años. Con lo cual, cualquier hazaña que implique respiración siempre me ha parecido importante. Me proporciona autoestima y confianza. Por eso durante muchos años corría resistencia, porque lo importante no era correr. Correr era una metáfora de la idea de retarme con algo aparentemente insuperable y demostrar que podía llegar más lejos. Corriendo demostraba que era capaz. Buceando, iba aún más allá.
Además, siendo medio mallorquín, claro está, me encanta el mar. Buceaba desde pequeño, y me montaba la película mientras seguía las hazañas de los grandes buzos de la historia: Umberto Pelizzari y Enzo Maiorca, entre otros. Sin embargo, hasta pasados los treinta y cinco nunca me había planteado la apnea en serio. Era capaz de sumergirme unos seis metros, como más o menos todo el mundo. Bajaba hasta que me oprimían los oídos. Como mucho, compensaba la presión una vez y volvía a la superficie.
Un día, me dije: esto no puede ser tan complicado. Y empecé a leer sobre respiración y buceo a pulmón libre. Efectivamente, entendí que no era un talento genial que se manifestaba de forma innata: como tantas otras cosas en la vida, era una técnica. Y la practiqué. Pronto, los seis metros aumentaron hasta diez. Ahí la cosa se pone interesante: como nuestros pulmones se comprimen, ocupan menos. Y al ocupar menos, perdemos flotabilidad. Si un día baja usted a diez metros más o menos, verá que el cuerpo ya no tiende a flotar hacia la superficie: a esa profundidad, somos inertes. Como los peces.
Interrumpo esta explicación para introducir la definición de técnica: se trata de una forma de llevar a cabo una tarea, aplicando conocimientos aprendidos. Leyendo sobre la ciencia de la respiración, yo estaba aprendiendo técnicas de buceo.
Seguí leyendo sobre ello, y aprendí más: que si la compensación de Valsalva o la de Frenzel, que si el reflejo de inmersión de los mamíferos y muchas otras cosas apasionantes. Mi récord de diez metros subió hasta trece. Eso ya es una altura similar a un edificio de cinco plantas, pero en profundidad. A trece metros, el aire del interior de la máscara de bucear también se comprime, y notas que esta se acerca peligrosamente a las córneas. A esa profundidad hace falta una técnica nueva: soplar algo de aire por la nariz (sí, de esos pulmones oprimidos) para «separarnos» la máscara de la cara. A los trece metros uno ya no es inerte: como se han comprimido tanto los pulmones, se «cae» hacia el fondo del mar, como un plomo. Es una sensación relajante y al mismo tiempo algo inquietante. El fondo te llama.
Bien, creo que el papel de la técnica ha quedado sobradamente demostrado. Como conclusión a este paréntesis diré que, en la actualidad, mi récord de profundidad son unos dieciocho metros. Vamos, lo que sería un edificio de siete plantas. Esa es la profundidad en la que desde la superficie se suele dejar de ver el fondo. A dieciocho metros el mar es más oscuro, de un azul intenso. A esa profundidad casi no hace falta compensar más la presión sobre los oídos: no es lo mismo pasar de una atmósfera a dos (lo cual es doblar la presión), que de dos a tres. Eso sí, para llegar a dieciocho metros la técnica debe ser superior: compenso cinco veces, compenso la máscara, llevo unas aletas específicas para buceo en profundidad y siempre bajo con un compañero, por precaución.
Desde ahí abajo, rodeado de peces, el mundo se ve de otra forma. Según asciendes, y miras al cielo, te das cuenta de hasta dónde puede llegar el ser humano con la técnica adecuada. Porque, insisto: yo no soy más que un tipo asmático con un leve sobrepeso. Y tan solo con entrenamiento y disciplina he podido multiplicar la profundidad a la que buceo por tres. ¿Qué no podríamos hacer si conociésemos la técnica adecuada?
Fíjese: los homínidos primitivos creían que un dios emitía los rayos para calentar el mundo. Yo, en cambio, sé gracias a la meteorología que no es así. Además, también sé que puedo descender dieciocho metros a pulmón libre aplicando técnicas respiratorias. Tan distintos y tan iguales: gen a gen, poro a poro, yo soy exactamente idéntico a aquellas personas. No hay nada que nos diferencie en lo fisiológico o estructural. Sin embargo, resulta obvio que estamos a años luz. Si un hombre del Paleolítico me contase su creencia de que su dios le envía fuego del cielo, yo tendría mil formas de explicarle que no es así, y si me viese bajar dieciocho metros en apnea, es muy probable que creyese que yo mismo soy un ser divino. También le explicaría por qué ese increíble descenso es pura técnica, y por qué los rayos y los truenos no los mandan los dioses. El pobre no entendería nada.
Nuestra historia como especie es la historia de unos monos que se pusieron a dos patas y, viendo el mundo, empezaron a imaginarse cómo funcionaba. Dado que aprendieron a hablar y escribir, elaboraron explicaciones y teorías a las que llamaron «ciencia». Y esa ciencia la transmitieron creando cultura, que enseñamos a cada nueva generación para hacerla más competitiva en el sentido darwinista, en forma de técnicas que pueden aplicar en su día a día.
En resumen, somos máquinas de convertir creencias en técnica.
3
Progreso, escolarización y talento
Como hemos visto, una característica propia de la especie humana es su capacidad para progresar. Si pusiésemos un perro de hace mil años al lado de uno de ahora, su conducta no presentaría demasiadas diferencias. Pero imagine las que hay entre una persona del siglo X y otra de nuestros días.
El ser humano es un animal voraz, y progresa en muchas dimensiones: produciendo arte, humanidades, creando nuevas formas de organización social, desarrollando inventos… ¡Imagine lo que supuso para la humanidad la llegada de la imprenta, la publicación de la primera enciclopedia o el sufragio universal!
Una de las manifestaciones del progreso es convertir la fe en técnicas, como he descrito en el capítulo anterior. En la prehistoria, se temía al rayo como «voluntad de los dioses». Hace tiempo que se ha abandonado esa creencia y se conocen mil maneras para usar la energía, gracias a lo cual se alimentan nuestras ciudades, coches y fábricas. Con toda claridad, pivotar de la creencia a la técnica nos ayuda a progresar porque proporciona conocimiento repetible, objetivo y aplicable.
Pero ese progreso no ha sido ni uniforme ni universal. Cuando digo «uniforme» me refiero a que hay áreas que dominamos mucho mejor que otras porque nuestra exploración de la realidad se ha desarrollado de forma progresiva. Por ejemplo, es evidente que nuestro conocimiento sobre agricultura es extenso y, en comparación, sabemos mucho menos sobre el funcionamiento del cerebro.
Cuando empleo el término «universal» me refiero a que hay grupos humanos donde el conocimiento se ha diseminado más que en otros. Sorprende descubrir cómo, en pleno siglo XXI, con miles de tratados al respecto, aún hay quien cree que la Tierra es plana: por supuesto, todavía se encuentra gente que, aunque existe un conocimiento certero al respecto, se niega a darlo por válido. Con lo cual, el conocimiento tampoco es universal: no todo el mundo sabe las mismas cosas.
Sucede que nuestra cultura no es como una gota de aceite. Es cierto que poco a poco se va esparciendo, pero no lo hace a la misma velocidad, ni en todas las direcciones.
Si se fija usted, lo primero que entendió el ser humano fue su realidad inmediata. De ahí surge la conquista de la agricultura, la manufactura de alimentos y la ropa para abrigarse. Como tecnologías de soporte a esas industrias aparecen las herramientas, la metalurgia y la física básica para regar campos y transportar bienes. Cubos, ruedas y demás.
Cubierto lo esencial, como en una especie de pirámide de Maslow antropológica, los humanos empezaron a estudiar el mundo que los rodeaba, y entendieron las estaciones, la meteorología, el clima y las cosechas. A través de las ciencias naturales se comenzó a esbozar la medicina, primero en forma de herbolarios y cirugía primitiva.
¿Sabía que los chinos eran capaces de realizar trepanaciones hace entre tres mil quinientos y cinco mil años? ¿Y que la tasa de supervivencia, curiosamente, era superior a cero? ¡Tiene mérito! Pasan los siglos, y con el desarrollo de herramientas más precisas nace la medicina moderna. Entre 1850 y 1990 prácticamente duplicamos nuestra esperanza de vida, de unos cuarenta años a los ochenta actuales. Ese es el poder de la cultura y la estructuración del conocimiento. Desarrollar teorías, técnicas e industrias tiene un impacto monumental sobre la duración y calidad de nuestra vida.
Un ejemplo sencillo consiste en comparar dos pandemias: una medieval, como la peste negra, y una moderna, la del reciente coronavirus. En un caso, la ciencia y la técnica eran muy rudimentarias. En el otro, la enfermedad se ha enfrentado a un ser humano con quinientos años más de evolución cultural a sus espaldas. Aunque es evidente que comparar dos enfermedades diferentes resulta simplista, no deja de ser curioso que la peste negra aniquilase a un europeo de cada tres, y que la COVID-19, en toda su ferocidad, haya matado únicamente a un humano de cada mil cien (se han contado alrededor de siete millones de muertos en una población de ocho mil millones de personas). Y es que, claro, en el siglo XXI sabemos qué es un virus, tenemos nociones de higiene, nos manejamos en la informática (lo que permite que exista internet y que se disemine el conocimiento para hacerle frente), hemos desarrollado aparatos específicos, como respiradores mecánicos, y, sobre todo, entre nosotros hay miles y miles de médicos y personal sanitario, depositarios de cientos de años de técnica médica. Por un instante, imagine el impacto de la COVID-19 si solo tuviésemos los medios técnicos, sanitarios, de higiene y de organización que había en la Edad Media. La mortalidad habría sido mucho más alta. Es obvio, pues, que la ciencia y la técnica ejercen un impacto evidente sobre nuestras vidas.
ESCOLARIZACIÓN Y PROGRESO
Lógicamente, una de las formas principales de transferir conocimientos es mediante la escolarización. ¿Cómo aprendió usted a sumar? ¿Y a leer? ¿Dónde aprendió que un delfín es un mamífero y un tiburón es un pez? Es muy probable que en un colegio. La escolarización sistemática de la población fue un acelerador de nuestro progreso, ya que dispersó la cultura, la ciencia y la técnica a toda la población.
Curiosamente, se trata de un fenómeno reciente. En Europa se empezó a escolarizar de forma universal y obligatoria durante los siglos XVIII y XIX. Pero fíjese cómo se ha notado el efecto en doscientos años. La evolución biológica (en el sentido darwinista) es tremendamente lenta. La cultural va mucho más rápida. Lea si no sobre el llamado efecto Flynn.
El doctor James Flynn descubrió que, con el transcurrir de los años, el cociente intelectual de la población (el famoso CI) va subiendo. Se calcula que los niños del Reino Unido han ganado catorce puntos en promedio entre 1942 y 2008. Otros países arrojan resultados similares. ¿La causa? Hay varias. Pero en 2017 se realizó un estudio con setenta y cinco expertos en el campo de la inteligencia, en el que se apuntaron cuatro motivos principales que aclaraban este incremento:
• Educación más universal y de mejor calidad.
• Mayor nivel de vida general.
• Mejor salud general.
• Alimentación más completa.
Combinados, todos estos elementos contribuyen a explicar el incremento de calificación promedio en los test de inteligencia. Sí, el aumento de los resultados tuvo que ver con otras condiciones. Pero es obvio que la escolarización fue una de ellas.
Y, claro, elegir los temarios escolares determina qué ámbitos culturales están más extendidos en detrimento de otros, que se convierten en nicho o impopulares. Por ejemplo, antiguamente se le daba mucha importancia al latín; en cambio, hoy en día estudiamos más informática. El mundo cambia, y la escolarización intenta actualizarse con los conocimientos más valiosos para cada momento.
¿Por qué le hablo de esto? Pues porque ante una educación que consta de un número finito de horas, elegir con cuidado qué se enseña y qué no moldea nuestro progreso. Al final, es un juego de suma cero: más horas dedicadas a las ciencias probablemente equivaldrá a menos dedicadas a las letras.
En la actualidad se notan diferencias sustanciales en la educación por países, dependiendo de a qué se le asigna más tiempo y a qué menos. Como detallaré más adelante, parte de mi tesis es que los temarios escolares destinan poco tiempo al pensamiento: es como si los educadores asumiesen que el cerebro es autoexplicativo, como si los chavales fueran a aprender a pensar mediante algún mecanismo oculto. Sí se imparten asignaturas como Filosofía, que nos resumen las ideas de tal o cual pensador. Pero se dedican pocas horas a lo fundamental, a enseñar a la gente a pensar, a dar pautas y técnicas estructuradas de razonamiento correcto. Este libro pretende suplir esa carencia, y dar un toque de atención sobre esa deficiencia de nuestros planes educativos. Me resulta inconcebible que, en la era en la que estamos, no nos esforcemos más como sociedad a la hora de mejorar nuestra preparación para afrontar los problemas del mundo moderno.
Creo, sinceramente, que ese es un problema irregular a nivel mundial. Como ya he dicho, soy profesor de universidad. Y parte de mis aventuras me han llevado a impartir clase en la República Checa, China, Nueva Zelanda o Estados Unidos. Y, aunque la muestra sea anecdótica, he notado marcadas diferencias en el nivel de madurez de los estudiantes, como si otros gobiernos hubiesen hecho mejor los deberes que nosotros.
TÉCNICA Y TALENTO
Pero volvamos a la idea de que esa ciencia y técnica no se ha diseminado en todas las direcciones a la misma velocidad. Por ejemplo, hoy en día casi todo el mundo sabe usar un teléfono móvil. Pero, como hemos visto en el ejemplo inicial, poca gente conoce la técnica de la apnea. Aquí sucede un fenómeno curioso: cuando uno desconoce la técnica de algo, la suele confundir con un talento innato. Si yo le digo que buceo a una profundidad de dieciocho metros, usted pensará: «Ese tío es un crack». No lo soy. Tan solo conozco una técnica que usted, con tiempo y ganas, también podría aprender. Igual que nuestros antepasados de la prehistoria cuando miraban el rayo, usted desconoce la técnica del buceo y, como necesita encontrar una explicación, lo atribuye a un talento natural. Tendemos a admirar y envidiar aquello que desconocemos.
Me encanta la magia y, como todos, siempre trato de averiguar dónde está el truco. Seguro que alguna vez usted también lo ha intentado. Ahora quiero que se transporte a ese momento: acaba de presenciar un número buenísimo. ¿Verdad que, en ese instante, mientras no se desvele la verdad, siente que lo que ha visto es algo especial, cuasi sobrenatural? Es lo que le decía en el párrafo anterior: tendemos a sobrevalorar aquello que desconocemos, y le atribuimos cualidades casi esotéricas.
Pero entonces llega el prestidigitador y desvela la jugada. Si son como yo, aficionados, saben que muchos de esos números son rematadamente simples. Tanto que cuando nos presentan la solución pensamos: «Qué tonto soy, si es un ardid trivial». ¿Cómo se teletransporta un mago? Usando un doble. ¿Cómo vuela? Con cables. ¿Cómo hace desaparecer algo? No lo hace desaparecer, lo oculta. Una vez más, son técnicas. Y desconocerlas nos hace creer que posee un talento sobrenatural.
Pongamos otro ejemplo clarísimo. Un amigo mío participaba en los campeonatos de España de cubo de Rubik. Lo resolvía en menos de un minuto. Yo, que no tenía ni idea del asunto, pensaba: «Este tío tiene que ser superinteligente. Es capaz de mirar el cubo y, como es tan brillante, no tiene dificultades para resolverlo». Una vez más, yo atribuía el fenómeno observado a un talento sobrenatural. Igual que los rayos. Hasta que un día le pregunté: «¿Cómo se hace?». Solo necesitó media hora para enseñármelo. No tenía nada de genial: había unas cuantas configuraciones que era preciso identificar y, a partir de ahí, era cosa de seguir secuencias de movimientos de memoria. El cubo de Rubik, si sabe usted resolverlo, es más una cuestión de destreza manual y memoria que de inteligencia. Al cabo de dos semanas pude resolverlo con facilidad. Nunca llegué a ser tan rápido, porque me considero torpe, pero adquirí la técnica y dejé de ver a mi amigo como un genio. Entendí que los rayos son provocados por descargas eléctricas y que haciendo ejercicios respiratorios se puede aumentar la capacidad pulmonar para bucear más rato.
RECAPACITEMOS
Bueno, recordará que he dicho que puedo enseñarle a pensar mejor. Pues le informo de que vamos por la mitad de la explicación. Este es un buen momento para descansar, no sin antes repasar las ideas centrales a modo de resumen:
La humanidad inventa creencias, y las convierte en ciencia descartando las falsas. Esa ciencia forma parte de nuestra cultura, transmitida a través de generaciones. Con el objetivo de ser aplicable, la ciencia se organiza en métodos concretos para realizar determinadas tareas, que es lo que llamamos «técnica». Todo este proceso de estructuración del conocimiento forma parte del progreso de la especie humana. Mientras el conocimiento no se ha estructurado, nos mantenemos en la fase de las creencias y, por tanto, otorgamos los atributos de «talento» o de «cualidades» a aquello que desconocemos. Pero con el tiempo el conocimiento se organiza y aquello que nos parecía mágico o talentoso se transforma en cultura transmitida de generación en generación.
Dicho esto, el título del siguiente capítulo no debería sorprenderle en absoluto.
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Pensar es una técnica
Qué afirmación más vehemente, ¿no cree? Acabo de decirle que pensar es básicamente como preparar macarrones, o como tocar el violín, o como aprender a sumar: una técnica. Que no hay nada misterioso ni talentoso en ello. Pues bien: una afirmación tan contundente requerirá, digo yo, una explicación que no deje lugar a dudas, ¿no? Vamos allá.
Empecemos revisando la definición una vez más: una técnica es una forma de llevar a cabo una tarea aplicando conocimientos aprendidos. Por tanto, cuando afirmo que pensar es una técnica debo probar que a) es una manera de realizar tareas, y b) se puede aprender.
La primera afirmación se demuestra de forma trivial: al sumar mentalmente, al ejercitar la memoria, al tratar de resolver cualquier tipo de acertijo intelectual, estoy pensando. Todo eso son tareas. De modo que sí, pensar resuelve tareas. Usted podría coger papel y boli y escribir no menos de veinte tareas que se resuelven pensando.
Demostrado este punto, pasemos a la segunda parte de la pregunta: esas formas de resolver tareas, ¿son apre
