Verbolario

Rodrigo Cortés

Fragmento

cap

imagen

Casi todo es fruto del azar, responda a un plan o no. El resultado imprevisto de lo que, de haber recibido atención, habría podido preverse. Se cumplen dos mil quinientos días de la germinación del huerto que mancha cada día ABC, casa de plumas de Camba y Azorín acá, de Wenceslao acá, de Jardiel acá, de Cunqueiro y la Pardo Bazán acá. Dos mil quinientas mañanas. Dos mil quinientas voces. Dos mil quinientas definiciones. Ocho años —y los que Apolo disponga— de desnudar palabras, de esquivar su significado común para tratar de alcanzar el verdadero. Que es, casi siempre, el opuesto.

Todo empezó, decía, sin querer. Hace dos mil quinientos partos. Me invitaba a su casa Isabel Vigiola, que, no sé si lo sabrán, fue viuda de Mingote. Isabel recibía muy bien, que se decía antes. Antes de mí, por lo menos. No es que uno sea amigo de gente ilustre (yo soy de Salamanca), pero sí, por descosidos del destino, del sobrino de Isabel: Óscar, director de producción y compañero de algunas aventuras. Ella —por culpa de él— se había tropezado con mis libros, que le habían hecho gracia y puesto a pensar en Ramón, Neville y Chumy (a quienes he admirado mucho, por separado y en otro tiempo). Isabel, antes de hablar por teléfono de las cosas importantes para que Mingote pudiera entregarse sin distracción a sus monos (así llamaba a sus dibujos), había sido secretaria de Neville, precisamente. De Edgar, digo. Diplomático, escritor, dramaturgo, director de cine. Deudor. Un artista muy completo. Me enteré de muchas cosas en aquella comida.

Supe que Isabel vivió de niña encerrada en un portal, comiendo mondas de patata durante la guerra. Que su padre, torero, se daba colorete en las mejillas para que no se le notara el miedo. Que, hambrienta también de educación, decidió formarse a sí misma. Que, con diecisiete años, entró a trabajar para Neville, quien le dictaba las obras de un tirón, sin chuleta ni notas, mientras ella las taquigrafiaba llena de asombro. Isabel era una mujer de carácter, muy divertida, que lo anotaba todo para que no se le olvidara a nadie, y que contaba las anécdotas más delirantes del mundo. En una de ellas alguien acababa llamando al técnico porque el ordenador perdía agua. No sé si me explico.

Isabel me enseñó la casa, amable y orgullosa: el escritorio de Antonio, las mil plumas de Antonio, los dibujos de Antonio, las pinturas de Antonio —que aún olían a fresco—, la biblioteca de Antonio, nutrida, rebosante. Yo sacaba libros al azar en mitad del paseo (en esa casa se paseaba) y ojeaba las páginas como si escondieran secretos. Algunos estaban anotados con la letra dibujada del maestro, a quien Isabel llamaba Totón. Me encontré con una edición que llevaba años buscando, la que Galaxia Gutenberg dedicó a El diccionario del diablo de Ambrose Bierce en 2005, la más cuidada y completa. Si las habituales recogen novecientas noventa y ocho voces escritas entre 1881 y 1906, la de Galaxia Gutenberg reúne —después de enredar en algunos sótanos— casi el doble. Descatalogada ya, no estaba siquiera disponible en ese mercado negro que pone la mercancía a doscientos euros y luego ya veremos.

Bierce, que también escribía de soldados (y, por tanto, de fantasmas), alcanzó con Lucifer la cima de la literatura satírica, así que Isabel era dueña de una edición singular de la que podría disfrutar mucho. Leímos algunas definiciones. «Ambición: deseo de ser calumniado por los enemigos en vida y ridiculizado por los amigos después de la muerte». «Hipócrita: quien, profesando virtudes que no respeta, se asegura la ventaja de parecer lo que desprecia». Ni corta ni perezosa, me regaló el libro. En el acto. El lector podrá imaginar la escena. Que de ninguna manera. Que sí. Que de ningún modo. Que es tuyo. Que no lo es. Que sí. Que quiero que lo tengas tú. No puedo… Ganó ella, claro. (Gané yo). ¿Les he contado cómo se recibía en aquella casa? Llegué a la mía colmado de lomo al ajillo y de historias del Madrid de los cincuenta, entre la posguerra y López Rodó, con una edición singular de la obra de un escritor que había pertenecido a un artista que me había regalado, sin querer, un libro.

El resto sucedió sin gobierno. Me puse a juguetear con las palabras. Con algunas, se entiende. Por hacer ejercicio. Balbuceo. Decepción. Sueño. Imaginaba para ellas un significado nuevo: ¿qué es la tradición sino el júbilo cleptómano de abrazar la inercia y subirse a hombros de los mejores para saber qué se ve desde allí? Quizá tuviera gracia emborronar con quince o veinte voces algún cuaderno viejo, de cuando en vez. O lanzar salvas por Twitter, en los huecos improbables entre linchamiento y linchamiento. Héroe. Priapismo. Ingenio. Encontrar un puñado de lectores que quisiera dar la vuelta a la manzana o tropezar en un escalón con alguna definición curva, mordisquear algún término atrapado entre los dientes. Armario. Gaitero. Muerte. Y en eso llegó Fidel. Y mandó a parar. Juan Gómez-Jurado —exitoso escritor de éxito— le echó un ojo al juguete y se lo envió, como hace él estas cosas (sin pedir permiso), al director de ABC, donde uno había publicado ya cuatro o cinco Terceras sin que se le notara mucho. Así que, no sé muy bien cómo, llegó la sección diaria. Y con ella su bautizo. Y el logo de Jorge G. Navarro, lleno de ramas y letras. Y la ubicación, entonces, al oeste de Ruiz-Quintano, al sur de todo. Donde acababan las letras. Donde empezaba la mesa.

Verbolario arrancó hace dos mil quinientos días, el 1 de agosto de 2015, en ese mes perfecto en que nadie mira. Definiendo «alergia», porque sí: «conjunto de fenómenos de carácter respiratorio, nervioso o eruptivo, provocados por la opinión ajena». Desde entonces le ha robado dos mil quinientas palabras a la RAE y dos mil quinientas jornadas al calendario, dos mil quinientos días de darle a la tuerca. De parar un segundo el segundero. De que salga el sol por Antequera. De poner cada día un huevo.

El día en que Isabel —a quien tanto echo de menos— me invitó a su casa, llevé jamón del bueno. Y una botella de Pago de Carraovejas que me habían recomendado (de vino tampoco sé nada). Tomé un gazpacho cremosísimo de tomate y ambrosía. Y ese lomo al ajillo que alguien acababa de invocar en nuestro plano para preludiar un postre que no preludiaba nada, si nada cabía tras él, pura miel, sin llevarla. Dediqué un par de días a digerir la comida. Y otro par a digerir el resto.

Por eso, tirando, tirando, pienso que si Verbolario existe es por culpa de Mingote, a quien nunca conocí. Lo que tiene algún sentido, si se piensa. Salvo que nada lo tiene.

—Rodrigo Cortés

cap-1

imagen

Querría el autor, en su inopia, que el amable lector atravesara este libro partiendo de su cabo exacto hasta morir en el rabo, de la A a la Z, sin saltarse siquiera la Ñ, que sobra en tantas lenguas. El autor querría muc

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos