El mejor amigo del perro

Simon Garfield

Fragmento

libro-4

INTRODUCCIÓN
LA «PERRITUD» DE LOS PERROS

¿Quién es este?

¿Por qué está acurrucado a mis pies, con esa postura que recuerda a un cruasán, mientras escribo? ¿Cómo he llegado a cogerle cariño a este olor suyo, a su cálida —aunque un tanto ofensiva— acritud? ¿Y cómo ha llegado su aliento —que apesta a pescado— a convertirse en motivo de chistes cuando mis amigos vienen a casa a cenar? ¿Por qué pago más de mil libras al año por su seguro médico? Y, sobre todo, ¿por qué lo quiero tanto?

Ludo no es nada del otro mundo. Solo uno más de los quinientos mil perros labradores que hay en el Reino Unido (si viviera en Estados Unidos, sería uno entre un millón. Los labradores son los perros más populares en los dos países). Es como todos sus hermanos de raza. Le encanta jugar a la pelota y, como su propio nombre indica, es un retriever consumado.[1] Podría comerse, además, toda la comida del universo y no dejarle ni una migaja a sus congéneres. Es propenso a la displasia de cadera y luce especialmente bien sobre un lecho de felpa, en una casa con calefacción central, muy lejos de la gélida Terranova, de donde procedían sus antepasados.

Pero, por supuesto, Ludo es, para mí y para el resto de su familia humana, un animal único: un señor mayor de doce años y medio, por cuyo bienestar estaríamos dispuestos a hacer casi cualquier cosa. No nos importa acabar empapados mientras intenta husmear en cada rincón de Hampstead Heath. Nos gastamos una verdadera fortuna en él y jamás nos manda una nota de agradecimiento.[2] Programamos nuestro día a día en función de sus necesidades: sus comidas, sus paseos, la recogida de su medicación (tiene epilepsia, el pobre). Cuando no está con nosotros (cuando nuestros hijos se lo llevan el fin de semana, por ejemplo), deja en la casa un enorme vacío. Me siento muy afortunado de compartir mi vida con él. Solo Dios sabe cómo nos las arreglaremos cuando muera.

Este fin de semana visitaré Discover Dogs, en un recinto ferial del este de Londres, para ver a los perros participar en pruebas de agilidad y obediencia sobre un ring, y tendré la oportunidad de encontrarme con más de doscientas razas diferentes, algunas de las cuales cabrían en mi bolso y otras a duras penas en mi coche. Tendré ocasión también de comprar una enorme cantidad de parafernalia, de chorradas, la mayor parte de lo cual no se ha concebido, claro está, para los perros, sino para los humanos; cosas como pinturas al óleo, ropa y artículos para el hogar relacionados con los perros y que se anuncian con eslóganes del tipo «Si él no es bienvenido, yo tampoco», «Los perros dan felicidad; los humanos no tanto» y «Preferiría estar paseando a mi schnauzer». Para compensar el hecho de que las mascotas de la familia no están permitidas en este evento, el viernes siguiente Ludo asistirá a una proyección de Rocketman en el cine Exhibit, de Balham, en el sur de Londres. Aunque no es especialmente fan de Elton John (en realidad le gusta escuchar cualquier cosa, siempre que no suene como un aspirador), seguro que disfrutará, sentado en su propio asiento, junto al mío, con su manta y sus golosinas pupcorn, esas palomitas para perros. Todos los canes que asistan a la proyección tendrán entrada gratuita «a cambio de dejarse querer por el personal», y las luces de la sala no se apagarán del todo para no angustiarlos.

¿Cómo hemos llegado hasta aquí, cómo es que el perro se ha convertido en el amo del cotarro? ¿Cómo hemos llegado hasta el punto de que los perros vayan al cine? ¿Cómo y cuándo nos dimos cuenta de que nos serían de gran ayuda no solo en la caza, sino también en la desactivación de bombas y la detección del cáncer? ¿Cómo hemos llegado los humanos a consentir tan tranquilamente que nuestra vida doméstica —nuestros horarios de trabajo, la limpieza de nuestras alfombras, nuestros planes para las vacaciones— estén determinadas por las exigencias de un animal que solía vivir fuera y valerse por sí mismo? ¿Cuándo —y por qué— el comodón que se recuesta en el sofá reemplazó al buscavidas y al carroñero?

Este libro estudia el desarrollo y la manifestación, a lo largo de los siglos, de este formidable vínculo de interdependencia, y las transformaciones que ha originado en tantos millones de vidas, humanas y caninas. Si es verdad, al menos en parte, la afirmación de Nietzsche de que «el mundo existe gracias a la comprensión de los perros», entonces quizá también sea cierto en parte que un estudio de los perros puede proporcionarnos un conocimiento más valioso de nosotros mismos.

¿Qué hace aquí?

¿Por qué este hombre da palmaditas en la mesa mientras mira fijamente la pantalla y, de vez en cuando, suelta un suspiro tan sentido? ¿Cuántas veces se va a levantar para prepararse una infusión y distraerse? ¿Por qué calcula tan mal el tiempo cuando se trata de mi almuerzo? ¿Por qué este colchón de espuma viscoelástica que me compró no conserva la forma en que me acurruqué tan plácidamente anoche? ¿Por qué me siento tan afortunado de conocerlo?

El antropomorfismo de los perros no es algo nuevo. Tengo en mi escritorio una foto de un labrador negro del siglo XIX vestido como un lord, con traje y sombrero de copa (y fumando en pipa). Los perros parlantes han sido fundamentales en las películas casi desde el nacimiento del cine sonoro. Sin embargo, la confabulación entre el perro y el ser humano nunca ha estado tan extendida, ni ha sido tan imaginativa y desconcertante, como hoy en día. La naturaleza de nuestro vínculo —nuestro compromiso mutuo— parece haberse reforzado notablemente en los últimos cincuenta años —entre otras cosas, gracias a los avances en las investigaciones genéticas, que han facilitado nuestra comprensión de los perros desde el punto de vista científico—, y la interpretación sociológica del comportamiento canino ha enriquecido con nuevas posibilidades nuestro pacto mutuo. Como si nos lanzáramos a bailar, llenos de empeño y desinhibidos por la bebida, nos abrazamos a nuestros mejores amigos en un rapto de éxtasis y felicidad.

No obstante, tal pasión es a veces un tanto insana, por desgracia. Junto a mi lord victoriano, tengo también una foto de un perro ataviado con una gorra plana y gafas que se parece a Samuel L. Jackson. En mi ordenador guardo, asimismo, fotos de perros que leen, navegan y montan en bici. Y soy consciente de que hay algo que no está bien, desde el punto de vista moral, en estas imágenes, pero me resulta difícil no añadir más a la carpeta, por lo absolutamente adorables que me parecen cuando los veo así, intentando dar lo mejor de sí mismos.

Todas las semanas recibo un correo electrónico de la revista estadounidense Bark[3] con el asunto «Smiling Dogs». Cada mensaje contiene al menos dos fotos de hermosos sabuesos sonrientes; las últimas corresponden a Baxter («Baxter tiene una personalidad chispeante, le encantan la comida, tomar el sol, salir de excursión al aire libre y los arrumacos») y a Chad («Este chico tan apuesto puede parecer un poco distante al principio, pero eso es lo que lo hace tan misterioso y encantador»). Por muy atractivos que resulten, no están realmente sonriendo. Pe

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