La mujer pintada

Teresa Arijón

Fragmento

La Reina del Soho

“Algunas modelos inspiran a los pintores por su aspecto, otras por su personalidad. Henrietta era malhablada, amoral, ladrona, alcohólica violenta y adicta a las drogas. Pero además era ingeniosa, cálida y adorable. Tenía buen corazón. Su sola presencia te decía que la vida es mucho más emocionante de lo que imaginamos los tipos aburridos como yo.”

El crítico Tim Hilton seguramente temió que el espectro de Henrietta lo persiguiera si su obituario la recordaba como una musa inocua.

El 6 de enero de 1999, en un cuarto en Chelsea, Londres, la Reina del Soho en los Booming Fifties y los Swinging Sixties se despidió de la vida riéndose de la frase que (dicen) pronunció Oscar Wilde antes de morir, ofuscado por la fealdad del empapelado de su habitación en el Hotel d’Alsace en París: Es un duelo a muerte; o se va ese papel pintado o me voy yo. Parece que me toca a mí.

Su última amante llegó justo a tiempo para escucharla.

Y la retrató.

Henrietta Moraes —nacida en India en 1931 como Audrey Wendy Abbott, abandonada primero por su padre y luego por su madre, criada en Inglaterra por una abuela de temple sádico, casada y divorciada tres veces, madre de dos hijos en tiempos turbulentos, modelo exclusiva de artistas célebres y bohemia de profesión— escribió y publicó su autobiografía en 1994. Estaba componiendo la coda, Fuck Off Darling, cuando llegó la muerte. Que no la sorprendió.

Una noche de 1953, bailando en The Gargoyle —el famoso club inaugurado en los años veinte, decorado por Henri Matisse y Augustus John—, Henrietta le dijo a un todavía desconocido Lucian Freud que lo deseaba con locura. Al mediodía siguiente, después de consumar su amistad contra la mesada de la cocina, empezó a posar para él.

Para Henrietta, cautiva de los ojos hipnóticos de Freud, era un trabajo romántico. “Me sentaba en un banco delante de la ventana, envuelta en una manta gris, mientras las hileras de patos pasaban por el canal a mis espaldas.” Lucian la pintó pocas veces y Henrietta lo abandonó por infiel, aunque proclamaba a los cuatro vientos que era el amor de su vida. Como buen semental (se le adjudican más de treinta vástagos), Freud tuvo un ataque de celos cuando, ya muerta Henrietta, un análisis de ADN reveló que él no era, como creía, el padre de uno de sus hijos.

“Yo no dibujo. Empiezo haciendo manchas. Espero el accidente: la mancha de la que saldrá el cuadro. Si uno se queda en el accidente, si cree comprenderlo, caerá una vez más en la ilustración. Porque la mancha siempre se parece a algo”, le dijo Francis Bacon a Marguerite Duras. Bacon pintó muchas veces a su amiga y compañera de copas Henrietta Moraes. Casi siempre a partir de una serie de fotos que le encargó a John Deakin. Un hombrecito horrible —así lo definió ella— que la hizo acostar con las piernas desoladoramente abiertas para registrar sus genitales desde los ángulos más bizarros. Unos días después lo encontró en un bar, rodeado de marineros que se abalanzaban para arrancarle de las manos las fotos porno a cambio de diez chelines. Henrietta no se enojó. Soltó una contagiosa carcajada —era famosa por su risa— y le exigió a Deakin que pagara una ronda de tragos para todos.

Las otras fotos que le tomó muestran a una chica de pómulos marcados y cuerpo robusto y firme, casi siempre sonriente, tan natural como puede serlo una fruta que cuelga del árbol.

Aunque actúa como modelo, Henrietta nunca posa.

Henrietta es.

Con ella Bacon hizo una excepción. La quiso desnuda, echada en la cama mientras pintaba. Necesitaba tenerla cerca para poder distorsionarla. Estaba convencido de que la distorsión era la única manera de transformar la apariencia en imagen. Henrietta, en cambio, jugaba a los dados con la suerte. Y ganaba, sencillamente porque no podía dejarse vencer. Más de una vez, Bacon prometió regalarle un cuadro; después de todo, no era una modelo cualquiera. Era un acontecimiento, una mezcla de Sejmet con virgen pintada por Murillo. Pero el artista, que supo acuñar fama de avaro, no cumplió su promesa. En 2012, ya muertos ambos, Portrait of Henrietta Moraes se vendió en Christie’s por casi 22 millones de libras.

En los años sesenta, Henrietta pasó una temporada en la cárcel de Holloway. Bajo el efecto de las anfetaminas, entraba a robar en las casas cuando todos dormían. “Lo que me fascinaba era escabullirme por una ventana abierta, subir en puntas de pie hasta el dormitorio y llevarme un par de toallas o un cenicero. La sensación de que podían despertar de pronto era adrenalina pura para mí. Adoro el peligro.”

Después del confinamiento, junto a un grupo de aristócratas hippies, tripuló una caravana de carretas tiradas por caballos bajo la guía de su amigo Sir Mark Palmer, quien luego tallaría su ataúd. El objetivo era unir Cornwall y Gales cruzando Escocia.

Después de la travesía, fue asistente y amiga de Marianne Faithfull y la acompañó en varias giras.

Después del rock, pasó una larga temporada en Irlanda cuidando una casa en vías de restauración. Con la sola compañía de su perro y su bicicleta y montañas de cartas de amantes y amigos. Como la Blanche DuBois de Tennessee Williams, Henrietta dependía de la amabilidad de los extraños.

Después de Irlanda, abandonó el alcohol y las drogas y proclamó orgullosa: Mis nietos y mi perro nunca me vieron borracha y espero que nunca me vean así.

Otra vez en Londres, volvió a la bebida. Conoció en una fiesta a la pintora Maggi Hambling y a los dos días le envió una carta solicitando 400 libras a cambio de trabajo. Maggi aceptó.

Henrietta fue por primera vez al estudio de Hambling el 30 de mayo de 1998 y posó para ella todos los lunes durante siete meses, hasta dos días antes de su muerte. Habían pasado más de treinta años desde sus encuentros con Freud y Bacon. Henrietta no se dejaba derrotar por la idea de la vejez. Tampoco por su presencia evidente. Subía a la plataforma con mayor dificultad, pero encaraba la pose con la espontaneidad de siempre. “No sé qué es el glamour, pero yo tengo de sobra. Además, solo poso para genios.”

En los dibujos de Maggi, los rasgos de Henrietta están en perpetuo movimiento: la acción constante de las olas con la marea baja. Por su capacidad de desenmascarar, John Berger comparó esos retratos con los de Rembrandt.

“Ella siempre estaba presente cuando posaba. Otras personas se meten en su mundo o se quedan dormidas. Me hacía reír. Tenía una visión muy original de las cosas. Yo quería capturar su intensidad. Sus ojos que me atravesaban, su nariz rota (dijo que alguien se la había partido de un golpe), sus labios. La mitad derecha de su cara era optimista, la izquierda trágica.”

Minutos antes de morir, Henrietta le dijo a Hambling, que insistía en llevarla al médico: No pienso ir a ninguna parte. Lo único que necesito ahora es un abrazo y un cigarrillo.

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