Abejas grises

Andréi Kurkov

Fragmento

libro-1

1

El frío despertó a Serguéi Sergueich sobre las tres de la madrugada. La estufa, tipo salamandra, que él mismo se había fabricado fijándose en una fotografía de la revista Mi bella dacha, con su puertecita de cristal y sus dos hornillas, había dejado de dar calor. En los dos cubos de hojalata que estaban al lado no quedaba ya nada. Serguéi bajó la mano hacia el que tenía más cerca y los dedos solo palparon polvo de carbón.

«Magnífico», protestó somnoliento. Se puso los pantalones, metió los pies en las zapatillas de casa que se había confeccionado a partir de un par de botas viejas de fieltro, se echó por encima el abrigo de piel de oveja, agarró los cubos y salió al patio.

Se detuvo detrás del cobertizo, ante una pila de carbón, y los ojos se le fueron a la pala: brillaba mucho más ahí fuera que dentro de la casa. Los terrones de carbón empezaron a caer y a golpear en el fondo de los cubos. Al poco, ese fondo quedó cubierto, el eco de los golpes se desvaneció y el resto de los terrones siguió cayendo en silencio.

En algún sitio, lejos, sonó un cañón. Medio minuto después hubo otro estallido, que parecía venir de la dirección contraria.

«Los tontos estos no se van ni a dormir… Estarán calentándose las manos», gruñó Sergueich.

A continuación, regresó a la oscuridad de la casa y encendió una vela. El aroma cálido, agradable y meloso de la cera le dio en la nariz y los oídos se le calmaron con el leve y reconocible tictac del reloj despertador que había sobre el estrecho alféizar de madera.

En las entrañas de la salamandra aún quedaba un poco de calor, aunque no el suficiente para que el carbón helado prendiese sin ayuda de astillas y papeles. Cuando al fin las largas y azuladas lenguas de fuego comenzaron a lamer el cristal manchado de humo, el dueño de la casa volvió a salir al patio. El ruido del bombardeo lejano, casi inaudible en el interior de la vivienda, llegaba entonces hasta los oídos de Sergueich procedente del este. Sin embargo, al poco, otro sonido más próximo llamó su atención. Se paró a escuchar bien y oyó un coche que pasaba por una calle cercana. El vehículo recorrió cierta distancia antes de detenerse. En el pueblo solo había dos calles —una con el nombre de Lenin y la otra con el de Tarás Shevchenko—, aparte de la travesía Iván Michurin. Sergueich vivía en la calle Lenin, en un aislamiento que no le generaba ningún orgullo. Eso significaba que el coche había transitado la calle Shevchenko. También allí quedaba solo una persona: Pashka Jmelenko, que se había jubilado anticipadamente, como Sergueich. Los dos hombres tenían más o menos la misma edad y habían sido enemigos desde los primeros días de escuela. El jardín de Pashka daba a Górlovka, por lo que estaba una calle más cerca de Donetsk que el de Sergueich. El jardín de Sergueich miraba en la dirección contraria, a Sláviansk, y descendía hasta un campo de cultivo, que primero se hundía para luego subir hacia Zhdánivka. En realidad, desde el jardín no se veía Zhdánivka, que quedaba oculta tras un montículo de tierra, pero sí se oía a veces al ejército ucraniano, que había cavado refugios y trincheras en ese montículo; e, incluso sin oírlo, Sergueich era consciente en todo momento de su presencia: estaban allí, en sus refugios y trincheras, a la izquierda de la plantación forestal y del camino de tierra por el que antiguamente pasaban tractores y camiones.

El ejército llevaba allí ya tres años, mientras que los muchachos de la zona, junto con las fuerzas militares rusas internacionales, bebían té y vodka en sus refugios más allá de la calle de Pashka y de sus jardines, más allá de los restos del viejo campo de albaricoques plantado en época soviética, y más allá de otro campo de siembra que la guerra les había arrebatado a sus trabajadores, como el que quedaba entre el jardín de Sergueich y Zhdánivka.

El pueblo llevaba dos semanas enteras en silencio. Ni un solo disparo. ¿Se habrían cansado? ¿Estarían guardando los proyectiles y las balas para más adelante? A lo mejor no querían molestar a los dos últimos residentes de Malaia Starogradovka, que se aferraban a sus casas con más tenacidad que la de un perro a su hueso favorito. El resto de la gente del pueblo quiso marcharse en cuanto empezaron los combates; y lo hicieron, porque temían por su vida más que por sus propiedades, y el miedo más fuerte se impuso. Sin embargo, la guerra no había hecho que Sergueich temiese por su vida, solo le había creado confusión y una indiferencia repentina ante todo lo que lo rodeaba. Era como si hubiese perdido todos sus sentimientos, todos sus sentidos, salvo uno: el sentido de la responsabilidad. Y ese sentido, capaz de generarle una preocupación horrible en cualquier momento del día, se centraba únicamente en una cosa: sus abejas. En todo caso, las abejas aún estaban hibernando. Las colmenas tenían un revestimiento interior de fieltro y unas láminas de metal que las cubrían por fuera. Pese a que se encontraban dentro del cobertizo, podía colarse algún estúpido proyectil perdido por alguno de los flancos. La metralla atravesaría el metal, aunque quizá después no tuviese fuerza suficiente para perforar las paredes de madera y resultar mortal para las abejas, ¿no?

2

Pashka se presentó en la puerta de Sergueich a mediodía. El dueño de la casa acababa de vaciar el segundo cubo de carbón en la estufa y había puesto la tetera a calentar. Tenía planeado tomarse un té a solas.

Antes de dejar pasar a la inesperada visita, Sergueich colocó una escoba delante del hacha «de seguridad» que tenía junto a la puerta. Nunca se sabía. Quizá Pashka tuviese una pistola o un Kaláshnikov para defenderse y, si veía el hacha, esbozaría esa típica sonrisilla suya, como insinuando que Sergueich era tonto. Pero el apicultor no disponía de nada más con lo que protegerse. Nada. Todas las noches colocaba el hacha debajo de la cama, y por eso a veces conseguía dormir con tanta calma, tan profundamente. Aunque no siempre, claro.

Sergueich le abrió la puerta a Pashka y dejó escapar un resoplido no muy amistoso, espoleado por unos pensamientos en los que había acumulado una montaña entera de rencores hacia su vecino de la calle Shevchenko. Según parecía, esos resentimientos no iban a prescribir nunca. Tan solo ver a Pashka despertaba en Sergueich el recuerdo de los mezquinos trucos que tan a menudo utilizaba ese hombre, lo sucio que era peleando y cómo se chivaba a los profesores, cómo nunca había dejado que Sergueich se copiara de él en los exámenes. Cualquiera pensaría que después de cuarenta años Sergueich habría perdonado y olvidado. ¿Perdonar? Quizá. Pero ¿cómo iba a olvidar? Había siete niñas en la clase y solo dos niños, Pashka y él, así que eso significaba que Sergueich nunca había tenido un amigo en la escuela, solo un enemigo. «Enemigo» era una palabra muy fuerte, claro. En ucraniano se puede hablar de vrazheniatko, es decir, de una «amistosa enemistad». Eso se acercaba más a la idea. Pashka era un enemigo nimio, inofensivo, de esos a los que nadie tiene miedo.

—¿Cómo va la cosa, Grich? —saludó Pashka a Sergueich, un poco tenso—. Sabrás que anoche conectaron la corriente…

Mientras hablaba, echó un vistazo a la escoba para ver si podía usarla para quitarse la nieve de las botas. L

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