Ricardo Piglia y Hemingway: el último (re)lector
Durante sus últimos años, Ricardo Piglia trabajó incansablemente en dejar listas versiones finales de sus diarios, novelas y cuentos inéditos. Pero además preparó y prologó, junto con una de las asistentes que colaboraban con él durante ese tiempo, la primera edición en castellano de «En nuestro tiempo», el primer libro de cuentos de Ernest Hemingway. Este es el conmovedor recuerdo de esos meses de trabajo juntos, que permite asomarse al corazón del amor por la literatura que vivió en Piglia hasta el último día.
Por Daniela Portas
¡Siempre Piglia! Crédito: Getty Images.
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La primera vez que vi a Ricardo Piglia fue en abril de 2015. Luisa Fernández, su asistente y editora de sus diarios, me había citado a las cinco de la tarde en la casa de la calle Malabia para hablar de la posibilidad de que yo empezara a trabajar para él junto con ella y tres chicas más que se iban turnando durante la semana. La enfermedad que Ricardo padecía, ELA, ya había avanzado bastante y le impedía trabajar por sus propios medios.
Llegué tratando de domar un nerviosismo joven e incrédulo. Cuando entré en la habitación, lo encontré sentado en la silla de ruedas, acompañado por uno de los enfermeros y por Luisa. Me miró con ojos vivaces y me sonrió. Le devolví la sonrisa, dije «hola» con un hilo de voz y me quedé paralizada durante unos segundos un poco incómodos. Con el tiempo, fui testigo de muchas visitas en las que las personas se acercaban a Ricardo, le agarraban la mano, le decían «maestro», le besaban la mejilla, le expresaban su admiración con las palabras adecuadas. Yo me quedé muda, me achiqué al tamaño de una pulga.
Pero lo que quiero contar es lo que pasó después. Luisa me dijo que saliéramos afuera a hablar (de las características del trabajo, de los días y los horarios) y le preguntó a Ricardo si quería quedarse leyendo. Él dijo que sí. «¿Borges?» Sí. Luisa apoyó un libro pesado y gordo en un atril sobre el escritorio y acercó la silla de ruedas. Ricardo ya no tenía fuerzas para pasar la página o manipular el libro, y entendí que durante el tiempo que tomara mi conversación con ella, él iba a poder leer solamente una página, esa página, de Borges. ¿Cuánta literatura hay en una página de Borges? ¿Cuántas veces habría leído Ricardo esa página en su vida? ¿Cientos? ¿Cuántas veces se puede leer una página de Borges y seguir encontrando cosas nuevas? ¿Y una de Hemingway?
«El primer libro de cuentos de Hemingway nunca se publicó en español; si lo publican, yo escribo el prólogo», me dijo una tarde, poco más de un año después de ese primer encuentro. Yo había empezado a trabajar en Penguin como editora y le comenté que tenía ganas de pensar algún proyecto para presentar. Eso fue lo que me contestó. No demoró ni dos segundos. Como conté tantas veces, hubo algo en la inmediatez de su respuesta que me hizo sentir que esta idea ya estaba ahí, esperando para concretarse, hacía décadas. ¿Cuánto tiempo hacía que Ricardo sabía que ese libro no se había publicado en español? ¿Cuántas veces había buscado alguna edición en nuestro idioma para volver a constatar que no existía?
En nuestro tiempo es el primer libro de cuentos que Hemingway publicó, pero para mí, y es posible que sea un poco incorrecto decir esto, siempre será un libro de Piglia. Él creó ese libro en mi mundo y yo lo edité para él. Todavía me duele no haber podido avanzar más rápido que su enfermedad y que no haya podido verlo terminado.
Durante un tiempo olvidé cómo había sido el proceso de escritura del prólogo. Me había quedado el recuerdo de que un día el texto había aparecido ya listo. Y fue un poco así. Pero repasando mi diario de esa época, leo que Ricardo lo escribió conmigo, esto es, que eligió los días en los que yo iba a trabajar con él para escribirlo. Y entonces entiendo por qué sé, sin ninguna duda, que el texto salió como si hubiera estado escrito en su mente durante toda la vida.
Piglia sabía que los cuentos que componen En nuestro tiempo ya habían sido publicados en distintos volúmenes, ya los habíamos leído. Y sin embargo, como dice al final del texto, esta publicación «es una deuda saldada». Su prólogo es, entre otras cosas, una invitación a releer a Hemingway, a volver a estos cuentos como la única forma de leerlos realmente.
Universo pigliano
¿Es muy arriesgado decir que pertenezco a una generación que no relee, o que relee muy poco? Una brevísima anécdota: cuando estaba en tercer año del colegio secundario, la profesora de Literatura, una señora de unos sesenta años, nos dijo, muy apasionada en medio de una clase, que para entender mejor lo que fuera que ella estaba tratando de explicarnos era importante que releyéramos Hamlet. Incluso los más lectores del curso nos quedamos perplejos y un poco avergonzados. Nadie había leído Hamlet siquiera una vez. Y la sola idea de releer algo, con todo lo que había para leer por primera vez (y más aún a esa edad), nos parecía extrañísima. Me animo a sospechar que la relectura es un hábito cada vez más escaso. El día no nos alcanza, tenemos muchos mails para responder, muchas fotos para likear, mucho trabajo que hacer para pagar muchas cuentas. Y cada vez hay más personas que escriben y publican. La culpa por no estar leyendo lo suficiente es un rasgo de esta época. La culpa por todo lo que no leímos, por todo lo que no vamos a leer. Entonces ¿releer? ¿Cuándo?
En nuestro tiempo es el primer libro de cuentos que Hemingway publicó, pero para mí siempre será un libro de Piglia. Él creó ese libro en mi mundo y yo lo edité para él. Todavía me duele no haber podido avanzar más rápido que su enfermedad y que no haya podido verlo terminado.
En algún momento del 2016 le conté a Ricardo que había leído el último libro de Salinger que me faltaba: Levantad, carpinteros, la viga del tejado y Seymour: una introducción. Compartí con él lo que me había provocado esa lectura. Estaba fascinada y un poco triste por ya haberlo leído, como si algo extraordinario hubiese quedado atrás para siempre. «Podés releerlo», me contestó. Y no era un premio de consolación. Era una invitación y era una enseñanza. Hay autores que sencillamente no se pueden abarcar de una sola vez, que exigen ese retorno, que es como un amansamiento, un rodaje después del golpe inicial. Con esa respuesta, Ricardo me estaba diciendo de algún modo que con esa sola lectura yo en realidad no había hecho casi nada y que más que estar apenada por ya haberlo leído, tenía que estar contenta por ahora sí poder releerlo.
Piglia cuenta en el final del prólogo cómo fue su primera lectura de En nuestro tiempo, en inglés, una edición que encontró cuando tenía dieciocho años en una mesa de saldos en Mar del Plata. La escena es inolvidable. La tarde cayendo, el lector adolescente hechizado por esa prosa y la frase letal: «Cuando por fin me levanté y prendí la luz ya era otro». ¿Cómo no vamos a volver a los textos que nos producen eso?
Una tarde, me pidió que releyéramos Río de dos corazones. Leíamos poca ficción, salvo que él la necesitara para algo o fuera de algún amigo que le mandaba un libro nuevo. El enfermero lo ayudó a recostarse en la cama y yo me senté en una silla frente a él, como siempre, con el libro en la mano. No sé cómo hice para leer ese cuento. Aunque me gusta mucho leer en voz alta, y me encantaba leer para Ricardo, en el caso de Hemingway esa saturación de sentido en los espacios vacíos me pesa en la garganta como una bomba en las manos, me hace temblar la voz, me pone nerviosa. Ricardo debió de haberlo notado. Seguramente sonrió al verme trastabillar o hacer una pausa para tomar aire y recomponerme. Quizá, al terminar, me hizo algún chiste o me preguntó qué me había parecido. Sería hermoso recordar todo tal cual ocurrió, poder releerlo como se relee un libro impreso, pero el tiempo fue limando un poco la nitidez de algunos momentos para dejarme con lo esencial: el afecto, la gratitud, el aprendizaje y esa emoción inefable que late en las experiencias que nos cambian la vida.
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