«El eco del destino», de Iria G. Parente y Selene M. Pascual: así empieza la primera parte de la serie Time Keeper

Aquí tenéis el prefacio y el primer capítulo de «El eco del destino», la primera parte de la serie Time Keeper, una de las novelas más ambiciosas de las autoras Selene M. Pascual e Iria G. Parente. Editado por Molino, el título estará disponible en librerías y plataformas digitales desde el 11 de abril de 2024.

«El eco del destino», de Iria G. Parente y Selene M. Pascual: así empieza la primera parte de la serie Time Keeper

El eco del destino (Time Keeper 1), el nuevo libro de Iria G. Parente y Selene M. Pascual, estará disponible el 11 de abril de 2024, pero puedes adquirirlo en preventa pinchando en este enlace.

PREFACIO

La primera vez que Adam Rheiz vio su propia muerte fue en el fuego.

Por aquel entonces tenía veinte años recién cumplidos y su Peregrinación lo había llevado lejos del único hogar que había conocido.

Era joven y esperaba mucho de una vida que siempre le habían dicho que sería grandiosa, pero que en los últimos tiempos había empezado a sentir como una cárcel. De aquel viaje anhelaba que los celestes le iluminaran sobre la gran misión que Destino había decidido para él y le dieran razones para continuar sirviéndole sin dudas.

En su lugar, vio su cuerpo caer.

Nunca una visión le había sido mostrada con tanta claridad. Entre las llamas que iluminaban el pequeño santuario frente al que se había arrodillado, descubrió su propio rostro sin vida y cada detalle de la espada corta que lo mataría. Le pareció sentir el dolor ardiente atravesándole el estómago y la calidez de la sangre al empaparle lentamente las ropas.

No quiso creerlo.

La segunda vez que vislumbró su final fue en el agua de una vasija: la visión llegó sin previo aviso, y en ella la imagen se expandió hasta mostrar un lugar que conocía muy bien, con sus vidrieras de colores bañando un altar ante el que había rezado muchas veces antes. Los mil ojos de las estatuas que lo rodeaban observaban, impasibles, cómo se desplomaba en el suelo.

Le pareció un sitio injusto en el que morir.

Por último, también se lo anunció el viento: una noche le trajo el sonido de un ruego con su propia voz, un grito de advertencia que llevaba el nombre de un muchacho en el que se había prometido no volver a pensar. Había sido en vano. Aquel chico, el único que sabía que estaba prohibido para él, había seguido a su lado como un pensamiento intrusivo al que volvía una y otra vez. Aunque había querido olvidarlo, aunque había querido deshacerse de aquel nudo en el pecho y todas las ideas sobre él que le parecían incorrectas, no había conseguido hacerlo.

Al principio quiso creer que había oído mal: aquella no había sido su propia voz, aquel nombre no era el que parecía. Se negó a atender hasta que los celestes, furiosos con él y con sus intentos por ignorar sus señales, lanzaron una ráfaga de aire que lo tiró al suelo e hizo retumbar las paredes de piedra entre las que se refugiaba.

El viento, fuerte e implacable, gritó con aquella voz deshecha en pánico que sonaba, sin lugar a dudas, como la suya propia:

«¡Nathan!».

Y precisamente por ese grito, Adam Rheiz aceptó su destino.

—Sabes que esta partida la ganaré yo, ¿verdad?

—El muchacho aguantará.

—No, no lo hará. Pero no puedo esperar a ver la destrucción que dejará a su paso.

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1 EL TIEMPO QUE QUEDA

NATHAN

Nathan Tabiz ha querido parar el tiempo muchas veces en su vida, pero no lo ha hecho nunca.

La primera vez que el pensamiento cruzó por su cabeza fue cuando su madre estaba a las puertas de la muerte. Por aquel entonces solo tenía ocho años, pero lo recuerda como si aún estuviera allí. Todavía puede ver el cuerpo consumido, el rostro pálido, los ojos castaños intentando por todos los medios no ceder a un cansancio que no la dejaría volver a despertar. Y, sobre todo, recuerda cómo dejó sobre su mano el objeto que había estado guardando durante más de dos años. El mismo que, a partir de aquel momento, él debería proteger.

El Amuleto del Tiempo.

Recuerda, también, la advertencia:

—No debes usarlo jamás.

Nathan es consciente de cómo temblaba en aquel momento, es consciente de cómo dudó, aunque nunca se lo ha dicho a nadie. Había oído hablar de aquella reliquia durante toda su vida, y después de que su madre se hiciera con ella había pasado a verla siempre colgada de su cuello. Sabía que aquel objeto era peligroso, que el tiempo se contenía de alguna manera dentro de él, que usarlo provocaba desastres. Desde que Tabitha Eliz se había convertido en la Portadora, él le había preguntado muchas veces cómo había llegado el Amuleto a sus manos, pero la única respuesta que había recibido al respecto era que Destino así lo había querido.

 Aquel día, mientras ella se despedía de él, Nathan volvió a preguntarse cómo había conseguido su madre aquella joya. Se dio cuenta, de pronto, de cuántas cosas no sabía de ella, y también se preguntó cuántas se convertirían en un misterio perpetuo cuando la perdiera. En silencio, al borde del llanto, el niño observó aquella carga nueva: el reloj de manijas siempre detenidas, sus engranajes de cobre, los distintos anillos de oro y plata entrelazados, todos los símbolos grabados en él.

Aquel día también fue la primera vez en que Nathan se preguntó por qué.

¿Por qué no usar el Amuleto? ¿Por qué, si era aquello, precisamente, lo que podía salvarla?

Sin embargo, su madre dijo:

—Júralo, Nathan.

Y él, con un sollozo y los ojos llenos de lágrimas, respondió:

—Lo juro.

Fueron solo tres minutos más los que Tabitha Eliz tardó en morir. Tres minutos.

Un tiempo demasiado corto y, a la vez, demasiado largo.

Nathan estuvo a punto de romper su juramento en el mismo momento en el que su madre dejó de respirar.

Pero no lo hizo. Aunque llegó a separar los labios para pedirle ayuda a la magia ancestral que contenía aquel objeto, finalmente tan solo apretó los dientes y lloró. El tiempo que pasó haciéndolo no lo contó, y tampoco recuerda casi nada de lo que vino después. Puede que las siguientes horas se las tragara el Amuleto, porque en su cabeza solo hay fragmentos inconexos: la Suma Celestial cubriendo con una sábana aquel cuerpo que tanto quería; Lilith y Darien consolándolo y abrazándolo; Adam mirándolo con lástima, pero sin atreverse a acercarse demasiado a él porque, por entonces, no se consideraban amigos.

Lo que sí recuerda es el fuego y que, antes incluso de que el cuerpo de su madre terminara de arder en la pira, la Suma Celestial clamó:

—Que Destino alumbre siempre el camino del Portador.

Recuerda como todo el mundo se inclinó ante él. Fue en aquel mismo instante, mientras todos lo convertían en algo que él no estaba preparado para ser, cuando volvió a querer parar el tiempo. No, no solo eso: en aquel momento quiso volver atrás. Quiso utilizar aquel poder que estaba prohibido, aquella magia que se suponía que debía proteger, para regresar a aquella misma mañana, a cuando su madre todavía vivía. Quiso retorcer las horas, las semanas, los meses y los años. Quiso cambiarlo todo.

Pero, una vez más, aunque sintió el Amuleto ardiendo contra su pecho, aunque le pareció que había una voz de fondo que estaba intentando alcanzarle, aunque sintió que todo a su alrededor iba más rápido y al mismo tiempo más lento, solo respiró y alzó la barbilla para observar a todas aquellas personas que acababan de convertirlo en mucho más que un niño.

A partir de ese momento sería el Portador.

Desde entonces, la idea de utilizar el Amuleto ha estado siempre ahí, en el fondo de su mente. No la comparte con nadie, porque sabe que es herejía. Jamás la lleva a cabo, porque es consciente de todo lo que significaría. Lleva toda la vida escuchándolo: cada vez que el Amuleto del Tiempo se pone en marcha, el resto del mundo sufre, por eso el tiempo debe mantenerse estable, inmutable, lineal, o el desastre asolará Evren.

Pero, sobre todo, el tiempo debe mantenerse estable, porque alterarlo significa ir contra los designios de Destino.

Los mismos designios por los que él se casará en tres días.

Tres días. Igual que tres minutos, un tiempo que puede ser demasiado largo o demasiado corto. Ni siquiera sabe cómo puede ser que falte tan poco. Le parece que fue ayer cuando le anunciaron su compromiso con la princesa de Daiva, solo un día después de la muerte de su madre. Le dijeron que era necesario, que de esa forma el Amuleto volvería a la familia real, a la que nunca debió dejar de pertenecer. En aquel momento, ni siquiera le importó, porque todavía estaba dolido y aletargado por el duelo. Si aquel era el camino que Destino quería para él, si aquello daba un poco de sentido al hecho de que la persona que más quería en el mundo lo hubiera dejado tan pronto, adelante. Tampoco le importó durante los años siguientes, mientras se hacía amigo de su prometida. Todo estuvo bien durante un tiempo.

Hasta que se enamoró de la persona equivocada.

Siente su presencia antes incluso de que diga una sola palabra. Ha aprendido a reconocer la cadencia de sus pasos, el sonido y el ritmo de su respiración. Hace ya más de un año desde que empezaron a verse en secreto cada noche en esa torre del Templo por la que nadie pasa nunca, pero ese lugar lleva siendo su refugio mucho tiempo más, desde que ambos eran solo dos iniciados que a veces querían arañar más secretos del mundo gracias a los poderes que Destino les había otorgado. Por aquel entonces, la torre, con su cúpula de cristal y el balcón que cuelga sobre la ciudad, era solo un lugar perfecto para buscar señales de los celestes entre las estrellas. En algún momento, sin embargo, los astros dejaron de ser la razón principal para subir aquellas escaleras y la compañía se convirtió en el único motivo que importaba.

Aunque hace mucho que Nathan se resignó a que las estrellas nunca fueran a decirle lo que quiere escuchar, hoy vuelve a mirarlas en busca de respuestas, en busca de alguna señal que le diga que tienen más tiempo del que creen. Por eso, antes incluso de que su amante le dé alcance, aprieta los dedos alrededor de la balaustrada del balcón y masculla:

—Están calladas. Odio cuando están tan calladas.

Los pasos se detienen; esos brazos que conoce tan bien no tardan en rodearle la cintura desde atrás. Siente sus manos, las mismas que ya le han tocado en mil ocasiones por encima y por debajo de la ropa. Siente su boca cuando le regala un beso en la curva del cuello y Nathan se obliga a contener un estremecimiento. Esos labios están tan grabados sobre su piel que a veces le parece que es imposible que el resto del mundo no sepa qué hacen cada vez que se encuentran a solas, como si siempre que se posan sobre él le dejaran un rastro imborrable que todo el mundo puede ver.

—¿Y qué problema hay? Si las estrellas están calladas es porque no hay malas noticias.

Nathan frunce el ceño y le lanza un vistazo de soslayo a su acompañante.

—El problema es que quiero malas noticias, Adam. Quiero que alguien me diga que las cosas no van a salir exactamente como tienen que salir.

Adam Rheiz suspira antes de que él se gire entre sus brazos y le permita acariciarle la cara para apartar de su frente ese mechón ondulado y rebelde que siempre le cae sobre la frente, casi sobre su ojo izquierdo. Cuando su pareja sonríe, a Nathan le parece evidente que esa no es su sonrisa habitual, honesta y divertida: ha pasado demasiado tiempo coleccionando cada uno de sus gestos como para habérselos aprendido todos a la perfección.

—Todavía queda tiempo.

Nathan resopla y cruza los brazos sobre el pecho. Esas son las palabras que ambos llevan meses repitiéndose, como un salmo o una oración que les ayudaba a estar en paz consigo mismos, pero en los últimos días han dejado de ser suficiente. Al menos, para él.

—Demasiado poco —protesta, y después esboza una de sus sonrisas ácidas, las que reserva para los momentos en los que lo último que quiere hacer es reírse—. ¿No te parece irónico? Que siendo precisamente la única persona con poder sobre el tiempo, me esté quedando sin él.

Su mirada vuelve hacia atrás, hacia la ciudad. A la capital de Daiva, donde por encima del silencio se escucha el eco de festejos lejanos que conmemoran el próximo enlace de su princesa, pero sobre todo hacia la silueta del palacio blanco y dorado más allá de los jardines del Templo. En tres días, ese será su hogar. En tres días, las noches en esa torre se acabarán para siempre. En tres días, pasará a tener que compartir cuarto y cama con Ammarah, pese a que ninguno de los dos lo desea.

Odia la idea. Odia cada instante que siente perdido.

Odia cada segundo que los deseos de otros le están arrebatando.

Adam no responde, pero Nathan puede sentir que está tan frustrado como él, pese a que ambos han sabido desde el principio que nada de lo que pudiera ocurrir entre ellos sería para siempre. Durante los primeros días, incluso durante los primeros meses, pensaron que no importaba, que agradecerían cada segundo que pudieran robarle al reloj y nada más.

Pero ahora que el tiempo se les acaba, ninguno de los dos está satisfecho.

Lo que hace que Nathan vuelva a mirar a su acompañante es sentir cómo Adam deja caer su mano desde su cara hasta su pecho. No, no hasta su pecho. Hasta el Amuleto, que cuelga por encima de su túnica blanca, justo debajo del medallón con forma de ojo que lo marca como un siervo de Destino. Mientras lo hace, Nathan no puede evitar lanzar un vistazo de reojo a esa mirada azul en la que es capaz de distinguir una tristeza parecida a la suya. Parecida, no idéntica, porque la tristeza de Adam no está recubierta de enfado, solo de resignación.

Sus dedos tocan el Amuleto con la misma delicadeza con la que suelen tocarlo a él, repasan sus grabados como si quisiera descifrarlos solo con su tacto. Adam es el único que se atreve a hacer algo así: por lo general, las personas que rodean a Nathan prefieren no tocar ese objeto, como si temieran que algo horrible fuera a suceder solo por poner sus dedos sobre él. O quizá lo que teman sea a sí mismos: no es fácil tener un poder como ese a tu alcance y resistir la tentación de usarlo. Nathan lleva el suficiente tiempo con esa joya alrededor del cuello como para saber que el problema nunca es el Amuleto en sí mismo, sino lo que cada persona que lo ha tenido a lo largo de la historia de Evren ha decidido hacer con él.

Se pregunta si Adam también se siente tentado de usarlo o si le odiaría simplemente por planteárselo, pero es difícil no pensar en ello cuando eres consciente de todo lo que puede llegar a hacer esa reliquia tan pequeña y aparentemente inofensiva. En ella pueden contenerse muchos más segundos, minutos, horas, días, meses, años… juntos. No es la primera vez que Nathan piensa que, si la usara, ambos podrían vivir en la eternidad. No es la primera vez que recuerda que otros lo han hecho antes.

Y no es la primera vez, tampoco, que se obliga a enterrar todas esas ideas en el mismo sitio en el que enterró las que tuvo mientras su madre moría.

—Ni siquiera el Portador debe olvidar el valor del tiempo, para poder apreciarlo —recita Adam entonces.

Nathan frunce el ceño, harto de escuchar lecciones como esa. Se las han repetido ya demasiadas veces, desde que era muy pequeño.

 —Soy perfectamente consciente del valor del tiempo —replica—. Por eso sé que se nos acaba, y lo odio. ¿Para qué me sirve tener poder sobre él si no puedo usarlo para tener todo el que quiera contigo? ¿Es algún tipo de prueba de Destino? Porque empiezo a estar cansado de ellas. Quizá no esté hecho para servirle, después de todo. Quizá debería rebelarme contra él.

Adam hace un mohín antes de soltar la joya y volver la vista hacia sus ojos en una amonestación silenciosa, pero Nathan alza la barbilla, sin intención de retractarse. A veces no puede evitar que la rabia que lleva conteniendo desde hace años se le escape de distintas maneras, la gran mayoría de las ocasiones en comentarios como ese, que sabe que están completamente fuera de lugar. Es una rabia que intenta mantener a raya casi siempre, pero que Adam ya conoce a la perfección. En una ocasión, le dijo que en otra vida su energía debió de formar parte del fuego: abrasador e impredecible, capaz de destruir, pero también de forjar. Por el contrario, a Nathan siempre le ha parecido que Adam está hecho de la consistencia de la piedra: estable, firme, algo sólido y seguro a lo que aferrarse. Quizá por eso es el único que puede resistir su embiste sin intentar apagarlo.

Eso es probablemente lo que más le gusta de él: que, aunque sean muy distintos, aunque a veces no piensen igual, Adam nunca le ha pedido que esconda su rabia, nunca la ha temido. Una vez, incluso le confesó que le gustaba. Por esa rabia, por esa pasión y por ese orgullo, en el pasado ambos fueron rivales, siempre intentando superarse el uno al otro de distintas maneras. Por esa rabia, Adam empezó a fijarse en Nathan más de lo que le convenía. Por su manera de responder ante ella, Nathan se enamoró de Adam.

—Quizá Destino te esté poniendo a prueba, sí, pero tienes el Amuleto porque no hay nadie más digno que tú para llevarlo, Nathan. Por mucho que te guste maldecir a Destino y bromees con rebelarte contra él, lo cierto es que has cargado con ese poder durante once años y no has pensado en usarlo ni un solo día.

—No es verdad.

—¿Qué no es verdad?

—Que no haya pensado en usarlo. Sí que lo he hecho. Muchas veces. De hecho, estoy pensando en usarlo ahora mismo.

Nathan puede reconocer una de las comisuras de Adam alzándose un poco ante la amenaza. El principio de esa sonrisa sí es de verdad.

—Ah, ¿sí? ¿Y por qué no lo estás haciendo?

—Porque estás demasiado cerca y no quiero convertirte en cenizas con mi gran poder.

A Adam se le escapa una carcajada, aunque Nathan enarca las cejas, como si no estuviera bromeando en absoluto. Pero sabe que no va a convencerlo, que no lo haría incluso si tomara el Amuleto entre sus manos y empezara a recitar palabras sin ton ni son para fingir convocar un poder que en realidad ni siquiera sabe cómo funciona. Adam lo conoce, por eso no lo teme aunque cualquier otra persona ya se habría echado a temblar. Esa es otra de las razones por las que se enamoró de él: para Adam, Nathan solo es Nathan. El resto del mundo le admira o le teme, pero Adam ni siquiera suele reparar en el Amuleto. Adam fue el único que no agachó la cabeza ante él mientras reducían el cuerpo de su madre a cenizas, sino que lo miró a los ojos y se dio cuenta de que estaba llorando. Adam es el único que lo llama «Portador» como si ese título fuera una burla y no un destino.

Aun así, Nathan abre la boca para decirle que debería tomarlo más en serio, que es capaz de utilizar el poder de Tiempo y llegar a ser tan temible como lo fue un día el Inmortal, quizá incluso peor.

Pero apenas ha separado los labios cuando la boca de su amante cae sobre ellos.

Aunque Nathan suele asociar a Adam con la piedra, sus besos siempre le parecen hechos de agua, capaces de extinguir hasta la última de sus llamas. Así que, aunque al principio protesta, sus quejas terminan convirtiéndose en un suspiro de rendición. Se alza sobre las puntas de los pies, descruza los brazos para poder aferrarse a él y sus dedos se alzan para enredarse en esos rizos rubios que tanto le gusta tocar. Reconoce la velocidad a la que empieza a latir su corazón, mientras se acercan todo lo que pueden y Adam lo arrincona entre la balaustrada y su cuerpo. En esos momentos, a Nathan le parece que el tiempo siempre empieza a correr de manera diferente, que se le enreda, que se queda sin él, que se le escapa entre las manos aunque quiere contenerlo. La primera vez que pasó, Nathan pensó que había activado el Amuleto sin querer, porque era imposible que su pulso fuera tan rápido.

Un estremecimiento familiar le baja por la espalda cuando la boca de su amante encuentra su cuello de nuevo. Parar el tiempo vuelve a parecerle una buena idea en ese momento. Si lo hiciera, dejarían de vivir en una cuenta atrás para poder disfrutar para siempre de esa sensación…

—Júrame que no lo usarás.

Nathan abre los ojos, sorprendido, cuando el susurro acaricia su oído convertido en poco más que un jadeo suplicante. Casi le ha parecido escuchar a su madre el día de su muerte, pero ante él solo está Adam, tan cerca que puede sentir su respiración sobre su cara. En su expresión, sin embargo, ya no queda ni rastro de broma.

Al principio, ni siquiera sabe cómo reaccionar, demasiado confundido.

—Sabes que no voy a hacerlo —responde al fin, un poco incrédulo—. Estaba bromeando… Quiero decir, sí, lo he pensado muchas veces, pero… nunca nos haría eso. Sería convertirnos en traidores. Sería… Nunca te pondría en ese peligro.

Adam no parece del todo satisfecho con su respuesta.

—¿Esa es la única razón?

—La corrupción de mi alma y la posible destrucción del mundo tal y como lo conocemos también están en algún punto de la lista de motivos, pero sí, fundamentalmente, es esa.

Aunque espera que Adam se ría de nuevo, como siempre ante esas bromas que al resto del mundo no le resultan nada divertidas, no lo hace. Tan solo sigue mirándolo, con sus dedos acariciando sus mejillas con tanto cuidado que parece que tema romperle.

Nathan se remueve, repentinamente incómodo.

—¿Qué ocurre? Nunca te has tomado en serio que sea el Portador: siempre te burlas de mí por ello… —Una idea. Un miedo—. ¿No confías en mí? ¿Crees…? —Intenta sonreír, intenta burlarse, pero el dolor se le escapa en medio de la ironía—. ¿Crees que puedo ser lo suficientemente egoísta como para usarlo para huir de la boda? No lo voy a hacer. No soy…

Adam siempre ha sabido ver bien en él, por eso hace un mohín y se apresura a negar con la cabeza. Su frente cae sobre la de Nathan y este toma aire en un intento de calmarse mientras observa su rostro en la penumbra: sus párpados cerrados, sus largas pestañas rubias, esa expresión que de pronto parece contener demasiadas cosas. Es una expresión que ya ha visto en otras ocasiones: la de la preocupación, la de la frustración, la del miedo. Esa expresión estuvo ahí la noche que se besaron por primera vez y ha vuelto a aparecer muchas noches después, cada vez que sentían que estaban cometiendo un pecado por el que alguien los iba a castigar, pero en el que no podían dejar de caer.

—Lo sé. Lo sé, Nathan. Confío en ti. —Nathan siente que solo vuelve a respirar con esas palabras—. Pero sé que la boda te preocupa, sé que… estás esperando que no suceda. Y quizá… Quizá yo también lo haga. Quizá lo que ocurre es que siento que, si el Amuleto estuviera en mis manos, yo no sería tan bueno como tú y quizá… Quizá lo usaría.

Por un segundo, Nathan quiere reírse. En primer lugar, porque no se considera tan bueno como él parece creer que es y, en segundo lugar, porque Adam Rheiz es probablemente la persona más leal y correcta que conoce, a excepción, quizá, de Lilith. El único pecado que Adam ha cometido alguna vez es esa relación que mantienen en secreto e, incluso así, a veces Nathan siente que ha sido él quien los ha arrastrado a los dos a esa situación: fue él quien dio el primer beso, en cuanto supo que Adam sentía algo. Él los convenció de que podían tener al menos ese tiempo robado, hasta que llegara la boda. Él pronunció el primer «te quiero». Él se atrevió primero a buscar caricias por debajo de la ropa.

Pero Adam no parece estar bromeando y, de pronto, Nathan es consciente de cuántas reglas más está dispuesto a romper ese muchacho por él. Es algo que le hace tan feliz como miserable, que alimenta tanto su paz como su rabia, porque no puede creerse que Destino los haya hecho coincidir en esa vida para después obligarlos a tomar caminos separados: el de Nathan lleva directamente al trono de Daiva, de la mano de su princesa; el de Adam lo mantendrá en ese Templo, como futuro Sumo Celestial, cuando herede el cargo de su madre. Un puesto de fe, la misma que desafían cada vez que se tocan.

Adam siempre ha sido el que mantiene la calma, pero hasta la piedra más resistente puede romperse bajo la presión suficiente, y a Nathan le parece ver las brechas en este momento. Así que respira hondo y se esfuerza en recordar que, incluso después de la boda, todavía podrán verse. Será más difícil, será más doloroso, pero al menos podrán seguir formando parte de la vida del otro. No va a renunciar por completo a él.

—Encontraremos la manera —le susurra, mientras acaricia sus mejillas—. Aunque nos quiten estas noches, este refugio… encontraremos tiempo. Te lo prometo, Adam.

Su amante sonríe, y a Nathan se le hunde el corazón en el pecho al ver esa sonrisa, porque distingue sus costuras con demasiada facilidad. Adam tiene los ojos brillantes y eso es suficiente para que él mismo sienta las lágrimas que lleva meses conteniendo, pidiendo permiso para salir, pero se las traga mientras su pareja le toma la mano y le besa la palma con una adoración que solo se espera de los fieles que se arrodillan en las capillas para rezarle a Destino, a los celestes y a sus santos.

—No quiero pensar en el futuro, Nathan. Solo… aprovechemos el tiempo que nos queda.

Antes de que logre articular una respuesta, Adam ya lo está besando de nuevo, con ese anhelo que solo se siente hacia aquello que se sabe perdido de antemano. Cuando él corresponde, lo hace intentando convencerle de que, pase lo que pase, van a seguir juntos.

Lo que Nathan Tabiz no puede saber es que no será así.

Tres días. Ese es, exactamente, el tiempo que le queda para casarse.

Ese es, también, el tiempo que le queda de vida a Adam Rheiz.

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