«Las luces de febrero», de Joana Marcús: así empieza la cuarta y última parte de la saga «Meses a tu lado»

Aquí tenéis íntegros los dos primeros capítulos de «Las luces de febrero», cuarta y última entrega de la serie «Meses a tu lado», el esperadísimo regreso de Joana Marcús. Editado de nuevo por Montena dentro de la colección Wattpad, el título estará disponible en librerías y plataformas digitales desde el 2 de noviembre de 2023.

19 octubre,2023
«Las luces de febrero», de Joana Marcús

Las luces de febrero (Meses a tu lado 4), de Joana Marcús: puedes adquirirlo en preventa pinchando en este enlace.

1

El baño de la discordia

Ellie

No me gusta llegar tarde. Es algo que deberías saber antes de empezar con todo esto.

Por eso, cuando me desperté y miré el móvil, experimenté el pequeño momento de pánico que sientes cuando sabes que estás a punto de cagarla a lo grande. O, mejor dicho…, cuando estás a punto de llegar tarde al único día de pruebas del equipo de baloncesto de tu ciudad.

Me levanté de golpe, presa del pánico, y busqué frenéticamente la agenda del día en el móvil. De mientras, iba corriendo hacia la puerta, donde recogí el uniforme de pruebas que había tenido que comprar al club. Era tan feo como poco útil.

Empezamos positivas, como de costumbre.

Y, justo cuando pensaba que la mañana no podía empeorar, me di de bruces contra la puerta cerrada de mi cuarto de baño.

—No me lo puedo creer —mascullé—. ¡Jay! ¡JAY!

—¿Quééé…?

—¡Que abras la puerta!

Solté la ropa para aporrear la madera, furiosa. Por lo poco que oía, mi hermano mayor estaba bajo el chorro de agua, con la música puesta.

—¡JAAAY! —insistí, cada vez más furiosa.

—Pero ¡déjame cinco minutos!

—¡Necesito ducharme ahora mismo, no dentro de cinco minutos!

—Ellie, te juro que llegar tarde no supone el fin del mundo.

—¡Que abras! ¡AHORA MISMO!

No me hizo caso y, presa del pánico, miré a mi alrededor. Necesitaba apoyo y, aunque mi primera idea fue mamá, la opción más rápida era mi padre: estaba saliendo de su habitación. Por su bostezo, deduje que acababa de despertarse. Oh, mierda. Mi padre por las mañanas no funcionaba a la misma frecuencia que el resto del mundo.

—¡Papi! —salté con mi mejor voz de niña buena—. ¡Necesito ayuda!

Pese a mis diecisiete años, el tema pucheros a veces seguía funcionando. Sin embargo, como he mencionado, mi padre no era una persona muy mañanera. Lo único que conseguí fue una ceja enarcada.

—A ver… —murmuró, todavía con la legaña colgando del ojo—, ¿qué pasa ahora?

—¡Dile a tu hijo que salga del cuarto de baño!

—¿A cuál de ambos?

—¡Al que está dentro!

—Ah, claro.

Se frotó los ojos con un puño y, con los pasitos más cortos y desesperantes que había visto en la vida, se plantó ante la puerta que yo acababa de asaltar.

—¡Dile que salga! —insistí, desesperada.

Él suspiró, como siempre que le tocaba la ardua tarea de encargarse de nuestros conflictos.

—¿Jay? —preguntó al tiempo que daba un golpecito a la puerta, a lo que dejó de oírse el agua repiqueteando contra mi plato de ducha—. ¿Estás molestando a tu hermana?

—Se molesta ella sola.

—¡Mentira! —salté.

—Es una infeliz.

—¡MENTIRA! ¡Soy muy feliz!

—¡Solo me estoy duchando!

—¡En mi baño! ¡Tiene el suyo propio, papá!

—¡Era el que me pillaba más cerca!

—A ver, en esta casa hay baños de sobra —expuso nuestro padre, impaciente. Apenas había llegado y ya estaba harto de nosotros—. Ellie, ¿por qué no te vas a otro y lo dejamos estar?

—¡Porque mis cosas están aquí! ¿Sabes cómo se me pone el pelo si no uso el…?

—¿Qué más da? Sudarás y tendrás que ducharte otra vez.

—¡Pero no es justo! ¡Él es quien…!

—Piensa en tooodo el tiempo que estás perdiendo en esta discusión. ¿No es mejor ducharte más tarde, cuando vuelvas?

Y, así de fácil, papá había zanjado la discusión. Me dio una palmadita en el hombro y se marchó felizmente a desayunar.

Lo que él no entendía era que cambiarme de cuarto de baño no entraba en el horario planeado y que, por lo tanto, era incapaz de hacerlo. Daba igual el ansia que tuviera de ducharme; solo podía hacerlo en mi baño. Nada me sacaba más de quicio que un cambio de planes.

Frustrada, golpeé la puerta y volví a mi habitación, donde no me quedó más remedio que vestirme a toda velocidad.

Ojalá Jay se resbalara y se cayera de culo.

Exclamó la dulce hermana.

El salón olía a comida recién hecha, pero ya sabía que no era obra de papá. Cuando olía bien, significaba que mamá se encontraba en casa. Estaba apoyada en la encimera con la cadera y hablaba por teléfono. Por su atuendo —que consistía en una camisa blanca y unos pantalones azul oscuro— deduje que estaba lista para marcharse a trabajar. Me pregunté si nos traería algún regalo de dondequiera que fuera esa vez.

Mamá siempre se las arreglaba para estar divina mientras hacía mil cosas, algo que yo siempre había querido hacer; sin embargo, era totalmente incapaz.

Había preparado, por cierto, desayuno para todos. En cuanto vi un plato de huevos revueltos, me hice con él y me lo llevé a un rincón de la barra, donde mi hermano pequeño ya estaba desayunando, ignorándonos a todos.

—Buenos días, enano —murmuré.

Tyler —«Ty» para los amigos, aunque lo odiara— pasó de mí y siguió mirando su tablet. El flequillo castaño le caía por debajo de las cejas, y todavía llevaba la parte de la nuca aplastada por la almohada. Su pijama tenía un patrón de cuadritos escoceses, como el de un señor mayor. Estaba tan ocupado mirando la pantalla y engullendo cucharadas de cereales que ni me miró.

Mamá sí que sonrió nada más verme, incluso lanzó un beso de buenos días. Dijo algo incomprensible al teléfono y, entonces, su sonrisa se evaporó. Más que nada, porque vio que yo comía a toda velocidad para marcharme cuanto antes.

—Un momento —le dijo al móvil sin despegar la mirada de mí—. ¿Adónde vas con tanta prisa?

—Tengo laf puebaf —expliqué con la boca medio llena.

—Ya sé adónde vas. Lo que quiero decir es que de aquí no sales sin desayunar.

—¡Ma-á! —protesté, y por fin me tragué el bocado de huevos revueltos—, ¡ya llego tarde por culpa de Jay!

—Nada es tan importante como para dejar de comer. Siéntate y desayuna algo decente.

—¡No tengo tiemp…!

Gesticuló con seriedad para que me sentara y, acto seguido, volvió al móvil. Le puse mala cara y como respuesta me metió un bollo de crema en la mano; luego, otro gesto, esta vez para que comiera. Lo hice tan rápido como pude.

Esperaba no ahogarme, porque ya era lo que me faltaba para llegar tarde.

Grandes prioridades.

Papá llegó en ese momento a la cocina y, aunque se acercó a mamá para besarla, ella le clavó un dedo en la frente para detenerlo. Estaba muy enfrascada en la conversación y parecía algo irritada con su interlocutor. Papá se limitó a encogerse de hombros y robar una tostada.

—¡Ya eftoy lita! —grité con la boca llena—. ¡Adiós!

Corrí hacia la entrada para que mamá no pudiera pensárselo mejor, pero, aun así, oí el último grito de papá:

—¡Machácalos a todos!

Sin embargo, me encontré un obstáculo justo delante de la puerta principal. Y ese obstáculo era mi hermano pequeño, Tyler. Estaba de pie frente a ella con los brazos cruzados. Pasmada, me volví hacia atrás, intentando descubrir cómo puñetas había conseguido plantarse delante de mí con tanta rapidez.

—Quieta ahí —me advirtió—. ¿No se te olvida algo?

—¿A mí?

—Pues claro, idiota.

—¡Oye, no me insul…!

—¿No se te olvida algo? —repitió con impaciencia, como siempre que pasaba de alguna de sus preguntas.

—¿Qué quieres?, ¿un besito en la frente? ¡Apártate de una vez, Ty! ¡Voy a perder el bus!

—Salió hace dos minutos.

Abrí la boca, supongo que para decir algo en mi defensa, y pronto me di cuenta de que era una pérdida de tiempo. Lo único que me salió fue indignación.

—¡¿Y no me dices nada?!

—¿Cómo voy a decírtelo si no me dejas hablar? Lo que se te olvida son mis velas aromáticas, esas que me prometiste compr… ¡Oye!

Intenté reprimir una palabrota delante de él —porque era un chivato y seguro que se lo contaría a mamá— y salí corriendo de nuevo hacia la cocina. Ella seguía al teléfono, y papá estaba sentado en la barra, zampándose un cruasán con mantequilla y mermelada. Tenía restos de las tres cosas en las comisuras de los labios, pero no parecía muy preocupado por ello.

—¡Necesito ir en coche a las pruebas! —chillé nada más entrar.

—¿Ahora? —preguntó mamá, tapando el micrófono.

—¡Sí, es urgente!

—Ellie, ya te dije que tengo un avión a las nueve y me lleva Daniel. No le da tiempo a acompañarte y volver.

Daniel era nuestro conductor, un tipo bastante simpático que había contratado papá hacía algunos años. Solía llevarnos adonde necesitáramos ir, pero el problema radicaba en que él era uno y nosotros cinco, y a veces lo necesitábamos todos a la vez.

Ahora era una de esas veces.

—¿Y tú? —le pregunté a papá—. ¿Por favor?

Él, que aún llevaba restos de comida alrededor de la boca, me contempló con confusión.

—Tengo una reunión en diez minutos, no me da tiempo.

—Entonces ¿nadie me ayudará?

Intercambiaron una mirada y, solo por sus expresiones, deduje la respuesta.

—Jay no cuenta —aclaré—. Estoy enfadada con él, así que paso de pedirle un favor.

Mamá suspiró con pesadez. Quien fuera que le hablaba por teléfono había empezado a gritar, pero ella pasaba.

—¿No puedes perdonarle por un rato? —sugirió—. Que te lleve a las pruebas como símbolo de paz y…

—¡He dicho que no! —me enfurruñé—. Gracias por nada, ¿eh? Ya me pediréis cosas, ya.

No les di tiempo a responder porque tenía una misión muy clara y me apresuré a llevarla a cabo. Salí al patio trasero de un portazo y crucé el jardín, pasando junto a la bañera de hidromasaje, el muelle y la terraza, y fui a parar a la pequeña edificación junto a nuestra casa: la casa de invitados, que nunca había albergado invitados porque en ella siempre habitaba —cito textualmente a papá— «un invasor».

Tío Mike era la última esperanza de mi vida.

Ya a todo lo llamamos esperanza.

Si bien es cierto que su casita no era muy grande, sí que era muy guay. Su patio trasero consistía en una barbacoa con tumbonas y flamencos de plástico medio corroídos por vivir en la intemperie. El delantero no tenía tanto misterio: siempre tenía su coche rojo ahí aparcado.

Como no era una persona muy organizada, ni siquiera tuve que llamar al timbre para que me abriera, porque la puerta ya estaba entreabierta. Únicamente cerraba con pestillo cuando hacía cosas que no quería que vieran los demás.

Por dentro, solo veías montones de ropa, cajas de comida, platos sin fregar… A él no parecía molestarle vivir entre aquel caos. A mí, en cambio, me entraban ataques de nervios cada vez que cruzaba el umbral de la puerta.

Lo encontré en el salón. Se había dejado el televisor encendido el día anterior. Tenía puesto un canal de esos de adivinas y se había quedado dormido. Supuse que cayó al sofá al quitarse la ropa, porque ahí seguía tumbado, boca abajo y con los pantalones a la altura de las rodillas.

Carraspeé de forma ruidosa; sin embargo, el único movimiento que noté fue el de un pequeño hurón de pelaje marroncito. Estaba dando brincos entre la ropa y no se detuvo hasta llegar a mi altura.

Sentado en la cabeza de su dueño, me contempló con lo que habría considerado una sonrisa…, si no fuera un hurón, claro.

—¿Qué tal, Benny? —pregunté—. ¿Te molestaría mucho que le lanzara un cubo de agua fría a tu padre?

Benny debió de entender que se encontraba en una posición peligrosa, porque se apresuró a dar un saltito hacia la salvación, que era el otro sofá. 

Aproveché para sacudirle el hombro a mi tío.

—Oye, ¡OYE!

Abrió un ojo muy lentamente, aunque no pareció que me estuviera mirando. Todavía estaba ocupado ubicándose en el espacio-tiempo.

—¿Mmm…? —murmuró.

—¿Estás despierto?

—Ajá.

—Tengo un problema y necesito ayuda urgente.

—¿Es un embarazo?

—¿Eh? ¡Claro que no!

—Ah, entonces será fácil.

Todavía más lentamente que en el proceso de abrir los ojos, se fue incorporando. Empezó por las manos; luego, los brazos; luego, la espalda…, poco a poco, terminó sentado en una posición medio decente. Luego se quedó mirándome con expresión adormilada.

—Estaba teniendo un sueño bonito, ¿sabes? —protestó—. No sé de qué iba, pero sé que era bonito.

—Tengo las pruebas de baloncesto y empiezan dentro de nada. ¿Crees que podrías llevarme en coche?

—¿Y tus padres?

—Han pasado de mí. Por favor, ¿puedes llevarme tú?

Él sonrió y se puso de pie. De pronto, parecía encantado con la idea. Y para nada dormido.

—¡Pues claro que sí! Para mi sobrina favorita, lo que sea.

Se le olvidaba añadir que también era la única que tenía, pero preferí no comentarlo.

Mientras yo suspiraba de alivio, él se agachó para buscar entre los montones de ropa. Recogió una camiseta arrugadísima, la olisqueó y, con una mueca de desagrado, la lanzó de nuevo al montón. Después me sonrió con inocencia y siguió buscando. Una segunda camiseta aterrizó sobre el pobre Benny, que se sacudió y huyó en dirección contraria.

Instantes más tarde, el hermano mayor de papá se había decidido por una camiseta que parecía medio limpia y, con Benny encima de un hombro, me miró con curiosidad.

—¿Dónde tienes esas pruebas? —Mientras lo decía, iba abrochándose el cinturón.

—En el polideportivo que queda aquí cerca.

—Ah, sí, sí… ¿Y no hay bus?

—Lo he perdido. Es una larga historia.

Una historia que me ahorraría si me despertara un poco antes y no me empeñara en seguir escrupulosamente con mi horario preestablecido, por otro lado.

Tío Mike no me juzgó. Se limitó a sonreír y a ponerse unos zapatos.

—No te preocupes, yo te llevo.

—¡Gracias, gracias, gracias!

Unos minutos más tarde, estábamos los dos en su coche rojo. Me había puesto el cinturón de seguridad, pero parecía que a él le resultaba un poco más complicado. Más que nada, porque ya había fallado cinco veces.

A la sexta, ya no estaba tan segura de mi plan.

—¿Estás bien? —pregunté—. Si no puedes conducir…

—¡Estoy genial! Ya verás como llegas a tiempo, no te preocupes.

Y, finalmente, consiguió encajar el cinturón.

Oh, Diosito, ampáranos.

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Las luces de febrero (Meses a tu lado 4)

Cuarto y último libro de la saga Meses a tu Lado de Joana Marcús. Llega el esperadísimo final de la saga juvenil que ha enamorado a cientos de miles de lectores.

Jay

No suelo llegar tarde. Es algo que deberías saber antes de empezar con todo esto.

Si tengo que llegar a un sitio a las nueve, me levanto a las ocho, sin prisas, y me doy una ducha tan tranquilo. Después me visto, bajo a desayunar y me voy adonde sea que me estén esperando. El tiempo de los demás es oro y no me gusta que lo pierdan por mi culpa.

El problema llega cuando tienes una hermana histérica que, si no sigue las indicaciones que ella misma se pone…, se le cruza un cable y deja de comportarse como un ser humano racional.

Supongo que por eso no me tomé muy en serio sus gritos, sino que acabé de ducharme, me sequé con calma, me vestí y bajé a desayunar con los demás. Ty ya había terminado, por lo que asumí que estaría en el patio trasero con sus rutinas de yoga. Mamá y papá, en cambio, sí que seguían en la cocina.

Era una de mis salas preferidas de la casa. No solo porque se trataba del único lugar en el que solíamos reunirnos todos, sino también porque el olor a comida recién hecha me resultaba totalmente adictivo. Me recordaba a casa, de alguna forma. Sabía que sería lo que más echaría de menos si algún día me marchaba, aunque no parecía que ese día fuera a llegar pronto; ni siquiera con la universidad —la excusa perfecta para independizarte a esa edad— me había animado a mudarme. El centro estaba tan cerca de casa que, honestamente, no valió la pena buscar una residencia. 

Mamá estaba junto a una encimera, despidiéndose de alguien por teléfono, e iba mordisqueando la manzana que había pelado y troceado. Con su camisa blanca planchada, los pantalones de línea azul, el cabello castaño recogido y su maquillaje minimalista, era la viva imagen de la elegancia. Al verme, me saludó sonriente.

Y después estaba papá, claro. Me senté a su lado y le hice un gesto para que se limpiara la boca de mermelada y mantequilla. Él resopló y decidió hacerme caso. Todavía llevaba el pijama, que consistía en unos pantalones de algodón y una camisa lisita. Su pelo castaño claro, como el de mis hermanos, estaba totalmente desordenado.

—Buenos días —le dije.

—Buenos días, roba duchas. ¿Cuándo aprenderás que es mejor no molestar a tu hermana?

—¿Nunca te has planteado que quizá lo hago a propósito?

Papá sacudió la cabeza con dramatismo.

—He criado a un pequeño kamikaze.

—No soy un niño, ¡tengo veinte años!

—Vale, señor adulto, ¿ya has pedido la jubilación? Cuidado que ahora tardan mucho en darla.

Mamá, que había estado escuchando toda la conversación, se apartó un poco el móvil de la oreja y nos contempló con el ceño fruncido. Especialmente a papá.

—No anules sus sentimientos —exigió en voz baja, como si por algún motivo yo no pudiera oírlo—. Si se siente adulto, déjalo ser.

—¿«Si se siente»? —repetí con retintín—. ¿Eso qué quiere decir?, ¿tú tampoco crees que lo sea?

—¡Ay!, la llamada —murmuró, y volvió a lo suyo.

Papá ocultó una sonrisa tras el último trozo de tostada, mientras que yo me limité a suspirar y a meterme un bollo en la boca.

Sabía que lo decían de broma, pero para mí era un tema sensible. Después de dejar la universidad el año anterior, no tenía muy claro qué hacer con mi vida. Había encontrado un trabajo durante el invierno como entrenador de fútbol, pero en verano todos los críos se habían ido de vacaciones y me habían dejado colgado. Ni siquiera mis alumnos creían en mí. Desde entonces, no tenía nada que hacer.

Sabía que a papá y mamá no les importaba que siguiera viviendo con ellos o que no llevara dinero a casa, pero habría estado bien encontrar alguna otra cosa con la que sentirme más útil.

—Bueno —dijo mamá, ya con el móvil en el bolsillo—, creo que ya va siendo hora de ser productiva. ¿Alguien ha visto a…? Oh, ahí estás.

Daniel, nuestro conductor desde hacía años, esperaba de pie en la puerta con las llaves del coche en la mano. Sonrió con educación. Tenía la habilidad secreta de aparecer sin que nadie se diera cuenta.

Es un X-Men.

—Buen provecho —nos dijo a nosotros, y luego se volvió hacia ella—. Si quiere llegar a tiempo, señora Ross, deberíamos irnos cuanto antes.

—Cada vez que me llamas «señora Ross» me sale una arruga nueva.

Daniel enrojeció un poco, pero no dijo nada. Mamá sonrió y se nos acercó. A papá le dio un toquecito en la cabeza y le señaló la boca, a lo que él frunció el ceño y empezó a limpiarse la mantequilla y la mermelada otra vez. Conmigo, en cambio, se inclinó y me dejó un beso en la coronilla.

—Llamadme si necesitáis cualquier cosa —dijo—. Y portaos bien, ¿eh? Encárgate de que tus hermanos no vuelvan loco a tu pobre padre, que tiene un guion que escribir.

El aludido asintió con energía.

—Eso, eso. No me volváis loco.

—¿Cuándo vuelves? —pregunté.

—Pasado mañana. No te dará tiempo a echarme de menos, ya verás. ¡Nos vemos pronto, chicos!

Fui incapaz de responder a su gesto. Más que nada, porque sí que tendría tiempo de echarla de menos.

Mamá era pintora. Tenía el estudio justo al lado de la entrada, y a veces organizaba visitas para que los expertos le echaran un vistazo. Mi abuela Mary la había ayudado durante muchos años, pero se había jubilado hacía un año, así que ahora otra persona gestionaba su carrera. Era algo bueno, porque la nueva estaba especializada en relaciones internacionales, de modo que mamá había expandido sus contactos más allá del país. Aun así, eso de que se marchara tantas veces…

La contemplé mientras se detenía en la entrada, estrujaba a Ty en un abrazo —aunque este intentara escabullirse— y se despedía de todos con un gesto. Forcé una sonrisa y, finalmente, se marchó con Daniel.

Me gustaría decir que, a mis veinte años, ya había superado que mi madre se ausentara por trabajo…, pero no era así. A veces desearía ser como Ellie o Ty, mucho más independientes que yo. No necesitaban a ningún familiar para tener un poquito de vida social. Yo, en cambio, siempre sentía que los únicos en el mundo que me entendían eran mis padres. Y cuando uno de ellos faltaba, me encontraba perdido. Como una gotita más en medio del mar. Ellos me hacían sentir especial. Cuando no estaban, dejaba de serlo.

Veo que estamos profundos.

—¿Qué planes tienes hoy?

La pregunta de papá me devolvió a la realidad.

—Le dije a la abuela que iría a verla, y luego he quedado con Beverly y los demás en la playa.

—Oh, suena divertido —dijo con una sonrisa—. ¿Por qué no te llevas a Ty? Así le da un poco el aire.

Contemplé a mi hermano pequeño, que estaba subido a un taburete para asomar la cabeza entre las cortinas y ver lo que hacían nuestros vecinos.

—Mmm…, creo que él se lo pasa bien en casa, papá.

—Demasiado bien. ¿Te puedes creer que el otro día le propuse charlar un poco y me dijo que, si quería hablar, hiciera yoga con él? ¿En qué momento se cree mi hijo con derecho a darme órdenes?

—Se las da a todo el mundo —aseguré con media sonrisa—. No te lo tomes como algo personal.

Terminé de desayunar con él, que pronto tuvo que ir a vestirse. Yo me quedé sentado en el sofá con el móvil en la mano un buen rato, y no me levanté hasta que oí a papá diciéndole a mi hermano pequeño que iba con él porque no quería dejarlo solo. No había nada que Ty odiara más que el cine, y detestaba acompañar a papá a estrenos o similares, ya que, según él, era una pérdida de tiempo. Aun así, nuestro padre seguía insistiendo porque, aunque no lo admitiera, le preocupaba que Ty fuera incapaz de encontrar entretenimiento en casi nada. Seguramente quería que desarrollara alguna afición más allá del yoga, pero cada vez lo veía más difícil.

Se marcharon un poco antes que yo y aproveché para disfrutar un poquito de la soledad que me brindaba la casa vacía. Observé a mi alrededor. Los cuadros de mamá, los pósters de películas de papá firmadas por sus respectivos directores, nuestras fotos de infancia… y me pregunté qué verían mis hijos de mí cuando yo fuera mayor.

Sin embargo, no era el momento de pensar en ello. Sacudí la cabeza, volví a centrarme y, tras hacerme con mis llaves, salí de casa.

2

De pruebas y entrevistas

Ellie

Los acelerones y frenazos de mi tío hicieron que me agarrara al asidero de la puerta. Me gustaría decir que fue algo disimulado, pero era un poco difícil comportarme con discreción en dos metros cuadrados. Me pregunté si eso de pedirle ayuda había sido una buena idea, y luego me di cuenta de que, buena o mala, había sido mi única opción. Por lo menos, él me estaba echando una mano.

No hubo trágicas muertes en el trayecto, tan solo insultos a otros conductores, pero al menos eso no nos ponía en peligro de muerte por atropello.

No subestimemos su poder.

En cuanto detuvo el coche delante del polideportivo, le agradecí efusivamente que me hubiera traído y me bajé a toda velocidad.

—¡Mucha mierda! —Oí que gritaba.

Hizo que todo el aparcamiento, para mi desgracia, se volviera hacia nosotros.

—¡Y si tienes que patear a alguien, apunta siempre a los huevos! —añadió.

Para cuando entré en el edificio, ya estaba más roja que el uniforme.

Gracias por tanto, tío Mike.

Mi querido conductor se había equivocado en cuatro desvíos distintos, así que llegué mucho más tarde de lo planeado. Crucé el umbral del gimnasio a la carrera, y cuál fue mi sorpresa al ver que los demás candidatos ya se habían marchado.

Espera, ¿las pruebas ya habían terminado? ¡Mierda!

Por lo menos, los miembros oficiales seguían jugando. El grupo de cinco chicos gigantes y sudorosos corriendo alrededor de su entrenador fue, cuanto menos, intimidante. Lo único que quedaba de las camisetas de las pruebas —iguales que las mías— estaba en el suelo, junto a uno de los banquillos: eran los números que los otros participantes se habían arrancado a medida que los habían rechazado.

¿Ese iba a ser mi destino?, ¿un papelito arrugado en el suelo?

Chica, qué profundos estáis hoy.

El gimnasio no era tan grande como para que una recién llegada pasara desapercibida. Al cruzar la entrada te encontrabas un pasillo con un vestuario y un despacho, y después llegabas a la puerta de los jugadores. La sala principal estaba compuesta por la cancha y varios banquillos a un lado; las gradas, en el contrario, con su propia entrada. No era de lo más espectacular, pero no estaba nada mal.

Como iba diciendo, todo el mundo se dio cuenta de que había llegado. Me aferré un poco más a mi bolsa de deporte, tensa, cuando vi que los jugadores pasaban frente a mí. Me miraban de reojo entre sonrisitas burlonas y codazos mal disimulados.

—¡Oye! —Oí que gritaba el entrenador, y di un respingo cuando me di cuenta de que me lo decía a mí—. ¡Estamos entrenando, fuera de aquí!

¿Es que no veía mi uniforme de prueba?

¿Es que no ves que las pruebas han terminado?

Ah, sí. Verdad.

Pese a que me había echado, crucé el gimnasio trotando y llegué a su altura. Era un señor de unos cincuenta años, con las patillas largas y grises, abundante papada y barriga, y un gorrito de béisbol puesto —¿por qué demonios llevaría uno de esos para entrenar a un equipo de baloncesto?—; transportaba una libreta en la mano. Por la forma en que me miró, supe que no estaría muy interesado en una conversación.

—Estoy aquí por las pruebas —dije sin aliento.

Me miró de arriba abajo. Varias veces. A cada vez, su ceño se fruncía más. Finalmente, llegó a una sólida y robusta conclusión:

—Eres una chica.

—Eso dicen mis padres, sí.

—¡Nuestro equipo es de chicos!

—Pero… ¡es el único equipo de la ciudad!

Mientras hablábamos, los chicos habían dejado de dar vueltas al gimnasio y se congregaban a nuestro alrededor. No necesité mirarlos para saber que estaban escuchando con curiosidad.

—No podemos jugar con una chica —opinó uno de ellos.

Y el que estaba a su lado no tardó en unírsele:

—Hará que nos eliminen.

—¡Mira lo baja que es! No podría bloquear a nadie.

—Además, ¿por qué no se forma su propio equipo de chicas?

—Eso, ¿por qué tiene que molestar aquí?

Vaya, qué simpáticos eran esos dos.

A mí, el método del tío Mike cada vez me parece más viable.

—Mira, chica, lo siento mucho —me dijo el entrenador, encogiéndose de hombros—, pero no pod…

—Para empezar —lo detuve, levantando un dedito—, me llamo Ellie.

Se oyó un «Uuuuuuh» general y burlón a mi alrededor, pero lo ignoré.

El entrenador, por cierto, pareció de todo menos complacido.

—Muy bien, pues, Ally.

—Ellie.

—Eso. No podemos hacer excepciones. Las normas son las normas y si las incumplimos podrían echarnos de la federación.

De nuevo, mis queridos compañeros hicieron sonidos de mono en celo para indicar que estaban de acuerdo con él.

—¿Y dónde pone que una chica no puede participar?

—En el código.

—¿Qué código?

—El de baloncesto.

—¿Dónde está?

—En… un sitio.

—¿Qué sitio?

—¡Búscalo en internet!

—Lo hice la semana pasada y no ponía nada de todo esto. De hecho, ponía que, en caso de que en una ciudad solo hubiera un equipo activo, la federación podía hacer excepciones puntuales. ¿No le parece que este es el ejemplo perfecto de una excepción puntual?

Se había quedado sin argumentos y eso le molestó mucho. Me miró con la mejor expresión de pereza que me habían dedicado en la vida y sacó su libretita, fingiendo que leía.

—Uy, no estás en la lista, así que no puedes hacer la prueba.

—¡Sí que estoy!, ¡soy la número 43!

—No estás, ¿lo ves? Nada.

—En realidad… —Un chico se asomó por encima de su hombro y señaló el papel—. Está justo ahí, entrenad…

—¡Silencio, Tad!

Tad —un chico relativamente bajo en comparación con sus compañeros, de brazos delgados y ojos alargados— dio un paso atrás y se aseguró de no volver a abrir la boca.

—Vale, estás en la lista —me concedió el hombre, muy serio—, pero no es tan fácil como llegar y ponerte a exigir cosas. Tenemos pruebas. Pruebas muy duras que deberás superar.

—¿No era solo jugar uno contra uno? —preguntó otra voz confusa.

Era la de un chico bastante alto y corpulento, con la piel de color bronce y una generosa mata de pelo oscura.

—¡Oscar, no interrumpas!

—Pero…

—¡OSCAR!

—¡Vale, vale!

—¡Tú! —El entrenador me señaló—. ¿Quieres participar en las pruebas? Pues, ya que has llegado tarde, dejaremos que vote el equipo. Si alguien te quiere dentro, te dejamos hacer las pruebas. Si no, te vas a tu casa y nos dejas en paz.

No era justo. ¡Estaba claro que, por lo menos, dos de ellos ya me odiaban! Intenté no poner mala cara, pero no me salió del todo bien.

Será puñetero.

—Muy bien, chicos —anunció con una sonrisita triunfal—. Si hay alguien que quiera que Ally haga la prueba, por favor, que levante la mano.

—O que calle para siempre —susurró el tal Oscar, y todo fueron risitas.

Miré a quienes podían ser mis compañeros. Tad rehuyó mi mirada y se frotó las manos de forma un poco ansiosa. Oscar mantenía una sonrisa por su propio chiste. Un chico de pelo castaño y mandíbula cuadrada me devolvía la mirada sin compasión alguna. Otro de pelo rubio se reía de mí disimuladamente. Y el último, un pelirrojo, tenía la cabeza ladeada y parecía que me estaba analizando.

Un momento.

Revisé mejor a ese último. Alto, esbelto, piel paliducha, pelo pelirrojo, pecas en la cara y ojos dorados. Mierda. Víctor. ¡¿Todavía jugaba en ese equipo?! Debió de ver el momento exacto en que lo reconocí, porque, muy lejos de sonreírme o darme ánimos, apartó la mirada y pasó de mí.

Ese sí que era un puñetero.

Oye, no me robes los insultos.

La última vez que había hablado con Víctor, pese a ser vecinos, había sido dos o tres años atrás. Después de una amistad de milenios con su hermana Rebeca y nuestra amiga Livvie, cada uno había tomado su propio camino por motivos que tampoco hacía falta recordar. El problema fue que yo no acepté esa separación y, por algún motivo estúpido, pensé que sería buena idea declararle mi amor en una carta llena de purpurina y corazoncitos.

Por una vez en la vida que me puse romántica… y salió como el culo.

Básicamente, creí que sería más bonito dejarle eso en la taquilla que mandarle un mensaje de texto —porque lo de decirlo en persona estaba muy descartado—. El plan era que lo leyera y me contestara; así que, imagínate mi sorpresa cuando, al día siguiente, fingió que no había visto nada. Me miraba de reojo en los pasillos y en clase, pero no me dirigía la palabra.

Y entonces, el muy puerco, se lo contó a sus amigos.

Las burlas de los demás murieron pronto, porque a los pocos días perdí la razón y a uno de ellos le metí la cabeza en la basura. No me arrepiento de esa parte. De la bronca de papá y mamá… sí que me arrepiento un poquito.

Y eso era lo último que había sabido de él. Ni siquiera estaba al corriente de que, más allá del instituto, hubiera seguido en el equipo de baloncesto. ¿Habría alguna forma de evitarlo, pasando tantas horas juntos? Bueno, si él era el polo norte y yo el sur, el equipo sería el continente que solo pisaríamos para darnos guerra. Él sería el Joker y yo Batman. Él, Darth Vader, y yo, Luke Skywalker. Él, Alien, y yo, la comandante Ripley. Él, Voldemort, y yo, Ha… 

Vale, lo pillamos.

Lo siento, muchas horas viendo películas.

—¿Y bien? —insistió el entrenador, devolviéndome a la realidad—. ¿Alguien quiere que Ally haga las pruebas?

Nadie levantó la mano. Miré de soslayo a Víctor. El rubio se había acercado a él y le dijo algo al oído. Soltó algo parecido a una risita malvada, pero Víctor no reaccionó.

—¿Nadie? —El entrenador usó el tono de sorpresa más exagerado que encontró, provocando más risitas—. ¡Qué lástima, tendremos que…!

Todo el mundo se quedó parado. Tad acababa de alzar la mano. Su cara se volvió roja de golpe, pero no bajó la mano que tan tímidamente había subido para ayudarme. Estaba tan sorprendida que ni siquiera yo reaccioné de inmediato.

—A mí me parece simpática —dijo, como si les debiera una explicación—. Además, les hemos hecho la prueba a todos… Es lo más justo, ¿no?

—Bueno, eso es verdad —opinó Oscar, que por fin había vuelto a nuestro planeta—. Todos deberían tener la misma oportunidad.

—Pues a mí no me parece justo —opinó el guaperas de pelo castaño—. ¿Qué es esto?, ¿un club de integración? ¡Es una chica! ¿Cómo nos van a tomar en serio si se pone a corretear entre nosotros?

—Yo no correteo —protesté, pero nadie me hizo mucho caso.

—¡Estoy de acuerdo con Marco! —exclamó el rubio enseguida.

—Pero ¿tú alguna vez has tenido opinión propia, Eddie? —quiso saber Oscar.

El rubito se puso furioso en cuestión de segundos.

—¡Yo tengo mucha opinión propia!

—No me digas.

—No estamos aquí para discutir vuestra opinión propia —les recordó el entrenador, perdiendo la paciencia—, ¡sino para que la chica haga la prueba! A ver, ¿quién será el listo que quiera hacerla con ella?

En esa ocasión, no hubo ni un solo momento de titubeo. Una mano se alzó al instante. Supe quién era antes incluso de darme la vuelta, resignada.

—Yo me encargo de la novata —sentenció Víctor sin mirarme.

Cinco minutos más tarde, ambos nos encontrábamos cara a cara en medio de la cancha. Todo el equipo nos observaba desde unos metros de distancia. Tragué saliva. Había jugado con él cientos de veces y sabía que era bueno. Y más alto. Y más fuerte. Mi único punto fuerte era la rapidez, pero Víctor lo sabía, así que no estaba muy segura de poder usarlo a mi favor. Vaya mierda.

Intenté buscar la mirada de mi examigo, que seguía sin devolvérmela. Me pregunté por qué se comportaba como si no me conociera, y me dio mucha rabia sentirme como si hubiera sido yo quien la hubiese cagado en su momento.

—El juego es sencillo —declaró el entrenador, a nuestro lado.

Y volví a centrarme en él.

—Ally tiene que encestar y Víctor tiene que pararla —añadió—. Hay cinco intentos, así que el ganador será quien consiga su objetivo tres veces.

—Oh, venga, entrenador. —Por la forma en que Marco lo dijo, ya supe que no iba a ser nada bueno—. ¿La has visto? Vas a tener que dejárselo más fácil. ¿Y si la pones con Tad, que está más en su nivel?

Tad agachó la cabeza, mientras que Marco y Eddie —el rubio larguirucho y pálido— empezaban a reírse. Estuve tentada a protestar. De hecho, abrí la boca para hacerlo. Entonces, la voz de Víctor me interrumpió:

—No te quejes.

Me volví hacia él. Por fin me estaba mirando y no supe cómo sentirme al respecto. Jugué con la pelota entre los dedos, un poco más nerviosa de lo que querría admitir, y luego fruncí el ceño.

—Me quejo de lo que me da la gana.

—¿Y no prefieres un reto más fácil?

Mi parte miedosa dijo que sí, pero mi parte orgullosa, que era mucho más grande, se ofendió profundamente.

—No necesito que me lo pongan más fácil, ¿te enteras? Puedo contigo y con diez como tú.

Víctor me contempló unos instantes. Pensé que intentaría cambiar mi manera de verlo, como había hecho tantos años cuando yo me ponía cabezona sobre un tema en el que no tenía la razón. Pero no. Tan solo se encogió de hombros.

—Cada uno se complica la vida como quiere.

El pitido del entrenador hizo que me irguiera un poco más, asustada. Me estaba señalando con una sonrisa perezosa.

—Marco tiene razón, Ally. Para facilitarte las cosas, basta con que encestes una vez. Tienes tres intentos. ¿Qué te parece?

—Me parece que sigo llamándome «Ellie».

—¿Aceptas el reto o no? También podemos ponerte con Tad. 

No miré a Víctor. Me negaba. Y más me negaba todavía a que el equipo entero me viera agachando la cabeza y aceptando un reto más fácil.

—Lo haré con Víctor —sentencié, tozuda.

—Tú verás lo que te conviene. —El entrenador aplaudió una vez—. ¿Estáis listos? ¿No? Me da igual. ¡Adelante!

Hizo sonar otra vez el estridente silbato, y Eddie, que estaba sentado justo a su lado, se lanzó hacia un costado como si acabara de explotarle algo junto a la cabeza.

Mientras tanto, yo miraba fijamente al oponente, que esperaba mi primer movimiento. Él me devolvió la mirada y, pese a que yo esperaba cierta burla en sus ojos, la expresión permaneció impasible.

Bueno, ¿cuál es el plan?

Buena pregunta. No se me ocurría otra cosa que evadirlo lo máximo posible y aprovechar cualquier momento de distracción. Probé un poco, moviéndome hacia un lado y otro, y enseguida me di cuenta de que estaba mucho más centrado que cuando éramos pequeños.

Mmm… Resultaría más difícil de lo esperado. ¿Quizá debería haber aceptado jugar con Tad y…? ¡No! Me negaba. Si quería entrar en el equipo, jugaría con compañeros mucho peores que Víctor. Habría que acostumbrarse.

Tanteé un poco en posición defensiva, a lo que sus compañeros empezaron a gritar que nos dejáramos de tonterías e hiciéramos algo.

No me manejaba bien en la presión, así que cedí a los gritos de mis compañeros y, tras intentar eludir a Víctor, pasé por su lado botando la pelota. Él no me detuvo y traté de lanzar a canasta con la mayor velocidad posible.

Antes incluso de que la pelota se alzara por encima de mi cabeza, Víctor apareció de la nada y la atrapó con una mano. El ruido sordo que hizo contra su palma me hundió un poco en la miseria.

Vale. No iba a ser nada fácil.

Suspiré y me coloqué de nuevo delante de Víctor, que me devolvió la pelota con un rebote. La recogí sin romper el contacto visual. De nuevo, no había un solo rastro de burla en su mirada, solo concentración.

Doblé un poco las rodillas, apoyé el peso en la planta de los pies y me incliné hacia delante. Él hizo lo propio, pero con los brazos un poco abiertos para prepararse contra mi ataque. Lo miré de arriba abajo, analizando su posición y cualquier punto débil que pudiera encontrar en ella. No vi ninguno.

El contraste entre nosotros era espectacular. Melena larga y castaña contra cabello pelirrojo y cortito; ojos marrones y entrecerrados con furia contra ojos grandes, dorados y calmados; cuerpo grueso y con curvas bastante pronunciadas contra cuerpo esbelto y fibroso; estatura media contra altura preocupante; piel bronceada contra piel pálida; marcas de antiguo acné contra pecas…

No nos parecíamos mucho, no. Ni siquiera en nuestro modo de encajar las derrotas. Para Víctor siempre había sido fácil, mientras que yo me desesperaba. Me encantaba ganar. A él le daba igual.

Y, sin embargo, ahí estaba, intentando impedírmelo.

Hice ademán de lanzarme hacia la derecha, pero me bloqueó al instante. Lo mismo pasó con la izquierda. Nuestros zapatos rechinaron contra el suelo del gimnasio, interrumpiendo el denso silencio que se había formado a nuestro alrededor. Él seguía cada uno de mis movimientos con la mirada, controlándome y procurando no dejarme ni un solo respiro. Y lo peor es que lo estaba consiguiendo a la perfección. No podía moverme sin sentir su presencia pegada a mí.

En cierto momento vi seguro un lanzamiento, pero su brazo se interpuso en el camino. Intenté detenerme antes de tocarlo, pero fue inútil y choqué contra él. Tuve la intención de, al menos, lanzarlo al suelo, pero Víctor me sujetó la cintura con la mano y me devolvió a mi lugar sin siquiera parpadear.

De nuevo en mi posición, ya estaba roja y alterada. Aún podía sentir sus dedos en mi cintura, y eso me distraía mucho. En cambio, su expresión era casi divertida. ¡¿Se estaba riendo de mí?!

—Eso ha sido falta —recalqué, haciendo botar el balón.

—Díselo al árbitro. Ah, no…, que no hay ninguno.

—¿Y el entrenador qué?

—No se lo ve muy centrado, la verdad.

Lo miré de reojo. Estaba sacándose un moco con cara de concentración, completamente ajeno a nosotros.

Y Víctor, claro, aprovechó el instante para golpear el balón y arrebatármelo de las manos.

Cuando empezó a botarlo con media sonrisita, todos sus compañeros se pusieron a aplaudirlo entre risas y vítores. Yo solo quería darle la patada que me había recomendado mi tío Mike. Lástima que entonces me echarían incluso antes de entrar en el equipo.

—Dos fallos —me recordó Víctor—, solo te queda uno.

—Dame la dichosa pelotita.

Me la lanzó y, por suerte, la atrapé y no hice el ridículo. Mientras volvía a botarla, ambos nos colocamos otra vez en posición defensiva. Él seguía con la media sonrisita en los labios y me estaba dando mucha rabia. Solo quería quitársela.

Quítasela con un beso.

Mejor con un balonazo.

Es la otra opción.

—Estás jugando muy sucio —le dije sin perderlo de vista. No iba a cometer dos veces el mismo error.

—Si quieres entrar en el equipo, tendrás que acostumbrarte a que se burlen de ti.

—Quiero entrar para jugar, no para estar con vosotros.

—Me rompes el corazón.

Hice ademán de pasar por su lado y volvió a bloquearme.

—Si en esas estamos —le dije—, podría darte una patada y pasar por tu lado.

—Podrías probarlo, sí.

No parecía muy preocupado.

Otro intento de pasar. Otro bloqueo.

—Por estas cosas siempre me has parecido insoportable —mascullé.

La reacción fue inmediata. Víctor enarcó una ceja.

—¿Insoportable?

—Sí.

—No parecías pensar lo mismo en la cart…

—¡Cállate!

—Eso me parecía.

—No la escribí yo. Fue una broma. Y te la creíste.

—Lo que tú digas, Ally.

—¡Sabes perfectamente que mi nombre es Ellie! —espeté, irritada.

—Y tú sabes perfectamente que esa carta no era ninguna broma. Pensaba que se trataba de decir mentiras.

No quería seguir con la conversación. Me lancé hacia un lado sin pensarlo y, por su cara de sorpresa, supe que lo había pillado con la guardia baja.

Y conseguí cruzar.

¡Toma esa, zanahorio!

Sin embargo, volvió a bloquearme apenas dos segundos después. Los vítores del grupo eran cada vez más ruidosos; enseguida advertí que se debía a que el partido se había puesto interesante. Incansable, intentaba pasar a Víctor, moviéndome de un lado a otro mientras él me bloqueaba —ahora con expresión de concentración—. Lo miré a los ojos unas cuantas veces y, pese a que me devolvió la mirada, me convencí de que solo quería distraerme y lo ignoré por completo.

Entonces me coloqué para lanzar a canasta. Él ya había aparecido para detener el lanzamiento. Suerte que, en el último momento, aproveché que Víctor ya estaba en posición y pasé por su lado, apunté y lancé de verdad.

La pelota pasó por el aro a la perfección.

¡Eeesooo!

Durante unos instantes, lo único que se oyó en el gimnasio fue el sonido de la pelota rebotando contra el suelo, cada vez más seguido, hasta que rodó hacia las gradas, donde todos mis compañeros me miraban con la boca abierta. Incluso el entrenador se había sacado el dedo de la nariz.

Llegó un punto en que el silencio se hizo tan incómodo que quise decir algo, solo para romperlo, pero entonces alguien me interrumpió. Miré a Víctor, sorprendida, cuando me di cuenta de que se había puesto a aplaudir lentamente. De forma un poco incómoda, los demás se le unieron y me aplaudieron unos segundos. Parecían más confusos que contentos. Y mientras dejaban de hacerlo, Marco se me acercó y me ofreció una mano.

—Bienvenida, supongo.

Miré su mano con desconfianza y luego lo miré a él. No parecía que llevara malas intenciones, pero era mejor no fiarse del todo. Sin embargo, al final acepté su mano. Cuando apretó los dedos en torno a la mía, tragué saliva y traté de mantener la expresión.

Justo cuando pensaba que me soltaría, me dio un tirón tan fuerte que me dejó plantada justo delante de él.

—Si te crees que a partir de ahora será más fácil, es que no tienes ni idea.

Tras eso, me soltó, me dedicó media sonrisa encantadora y volvió junto al resto.


Jay

Hubo una época en la que mi abuela Mary vivió en la casa donde crio a mi padre y al tío Mike. Yo conservaba muchos recuerdos bonitos de ella, pero, a medida que se hacía mayor y nosotros fuimos creciendo, se dio cuenta de que era demasiado grande para ella sola. Terminó vendiéndola y mudándose al piso que en su momento había sido de su suegra, quien falleció poco después de que yo cumpliera los diez años. Le gustaba decir que se había ido con una botella de whisky en la mano y los altavoces a todo volumen; la verdad, no estaba muy seguro de que fuera una broma.

Con el dinero que había conseguido, vivía tranquila y hacía sus propios planes para distraerse. Le gustaba tejer, por ejemplo. Lo hacía fatal y la ropa siempre nos quedaba mal; aun así, todos nos la poníamos. También tenía un grupo de amigas con el que jugaba al mus todas las semanas. Alguna vez las había pillado apostando dinero y pastillas, pero ¿quién era yo para juzgar?

La abuela necesitaba ahora un poco más de ayuda, porque la chica que solía encargarse de su casa había encontrado otro trabajo, relacionado con su propia carrera. Se había quedado sola, así que yo solía visitarla por las mañanas para echarle una mano con todo lo que necesitara. Total, tampoco tenía nada mejor que hacer.

Dijo el nieto del año.

Subí las escaleras, me planté frente a la puerta y llamé al timbre. Oí unos pasitos acercándose y, unos segundos más tarde, abrió la puerta para recibirme con una gran sonrisa.

—¡Jay! —exclamó, como cada mañana, como si le sorprendiera verme ahí—. Qué alegría, mi niño. Entra, entra.

—He comprado dulces —dije al pasar por su lado—. Son de esos de chocolate, de los que te gustan.

—No sé si darte las gracias u odiarte.

Sonreí y dejé la bolsa sobre la encimera. Luego volví a la puerta para cerrarla.

Era una mujer pequeñita, de pelo canoso y corto, de manos nervudas y expresión un poco decaída por el cansancio. Papá decía a veces que estaba mucho más agotada de lo que correspondería a alguien de setenta años, pero que se había ganado un descanso. Nunca quería entrar en detalles sobre ello, así que me ahorraba las preguntas.

Tenía puesto un programa de cocina y una libreta abierta junto al sofá. Había estado tomando notas sobre un pastel de chocolate.

—¿Por qué no ves una serie? —pregunté, y me dejé caer a su lado.

—Porque ahora no echan ninguna, ¿no lo ves?

—Abuela, te puse todas las plataformas en el proyector, ¿por qué no buscas una serie por ahí?

—Es como si hablaras en otro idioma.

Me pasé las manos por la cara, sin saber si reírme o llorar. Daba igual la cantidad de veces que se lo explicara, era imposible.

—No importa —aseguré—. ¿Cómo estás?

—Bien, bien.

Por lo menos, su tono fue más liviano. Especialmente cuando levantó el mando de la Xbox que había heredado de mi bisabuela.

—Me he comprado un juego nuevo —señaló—. Tengo un lanzacohetes y voy explotando ciudades.

—Abuela, cuidado con los micropagos.

—¿Con qué?

—Da igual. —Dejé estar el tema otra vez. Después de todo, era mayorcita para saber lo que le convenía hacer y lo que no—. ¿Necesitas ayuda con la colada?

—Ah, ¿no te lo dije? ¡Encontré a alguien para ayudarme! Empieza hoy.

—¿Tan pronto?

—Me dijo que necesitaba el dinero, y parecía de fiar.

—Pero ¿ya lo has contratado? —pregunté, pasmado—. ¿Le has hecho entrevista, por lo menos?

—Le pregunté si sabía cocinar y me dijo que sí.

Prioridades.

Volví a pasarme las manos por la cara, aunque esta vez de una manera mucho menos disimulada. Ella me miró con una sonrisa.

—Te estresas muy rápido, querido. ¿Qué puede salir mal?

—¿Y si es un ladrón?, ¿o un secuestrador?, ¿o ambas cosas?

—Si es un ladrón, lo único que puede llevarse es la consola. 

Y si fuera un secuestrador, tengo un bastón con el que defenderme.

—Sí, me dejas muy tranquilo…

—¡Oh, vamos, Jay! Confía en el buen juicio de tu abuela. Llevo en este mundo bastantes más años que tú.

Esbocé una sonrisa irónica, pero se me borró en cuanto oí el timbre. Ella aplaudió con entusiasmo; en cuanto quiso ponerse de pie, le indiqué con un gesto que se quedara sentada y fui a la puerta.

Bueno, hora de conocer al nuevo cuidador.

Abrí la puerta con un poco más de fuerza de lo que había planeado y la persona del otro lado retrocedió un pasito, sorprendida por mi agresividad. Y me quedé mirándolo con el ceño fruncido para dejarle saber quién mandaba. O lo intenté, por lo menos. Enseguida se me cruzó la expresión.

Mi primera conclusión fue que el chico que tenía delante era más joven de lo que esperaba. La anterior persona tenía unos cuarenta años y este parecía de mi edad o quizá un poco mayor. Dudaba que superara los veinticinco. La segunda conclusión fue que vestía una camisa blanca con cisnes azules que llevaban un cigarrillo en el pico. No entendía nada.

—¡Hola! —saludó con una sonrisa simpática—. Busco a Mary. No eres tú, ¿no?

Desde ese momento, decidí que me caería mal.

Dame cuatro capítulos más y ya veremos.

—¡ES AQUÍ! —chilló la abuela desde el salón—. ¡PASA, PASA!

El chico no se movió. Seguía mirándome con expresión divertida y no lo entendí hasta que me percaté de que estaba en medio de su camino. Me aparté, sobresaltado, y él avanzó hacia el salón con una sonrisa.

No supe muy bien por qué me había apartado. Se suponía que ahí mandaba yo y que era quien llevaba la voz cantante. Y que iba a intimidarlo. Lo único que había conseguido sacarle había sido una sonrisa. Vaya desastre.

Lo seguí al salón, donde ya estaba junto a la abuela, se estrechaban la mano. Ella parecía encantada y él mostraba una expresión amable y amistosa. Fruncí el ceño con desagrado.

—Tengo entendido que no has hecho ninguna entrevista —comenté en el tono que Ellie solía calificar como «insoportable».

La abuela contuvo una sonrisa a la vez que él volvía a centrarse en mí.

—Pues no, la verdad —admitió con despreocupación—. El currículum que suelo enseñar es esta sonrisita tan bonita.

—¿Y te funciona?

—Más de lo que podrías pensar.

La abuela se rio —para mi mayor rabia— y el chico se metió las manos en los bolsillos de los vaqueros.

—Lo dudo mucho —mascullé.

—Puedo asegurártelo.

—Entonces ¿qué haces aquí? Vete a trabajar a la NASA o algo.

—Jay —me advirtió la abuela.

—Está bien, señora —aseguró él—. Dispara preguntas, si quieres. ¡Pium, pium!

Eso último lo había dicho con los dedos flexionados como pistolitas. Oh, sí, me iba a caer fatal.

Gesticulé indicándole el otro sillón, donde se sentó con toda la tranquilidad del mundo. Yo fui directo al sofá de florecillas de la abuela, quien observaba la situación como si fuera un reality del que disfrutar tranquilamente. Incluso se comía los dulces que le había traído.

Ahora que tenía al chico nuevo un poco más situado, me permití a mí mismo mirarlo mejor y, sobre todo, analizar cada uno de los datos que con ello estaba bridándome. Parecía relajado. Mucho más que yo, al menos. Tenía un tobillo sobre la rodilla y los codos apoyados en los reposabrazos. La actitud de alguien que sabe que ya ha ganado, antes incluso de empezar la partida. Me puso un poco nervioso, pero lo disimulé apretando los labios.

—Antes que nada, ¿cómo te llamas?

—Nolan.

—¿Y tienes algún tipo de experiencia cuidando a personas mayores, Nolan?

—Sí. Empecé a los dieciséis años.

—¿No tenías clases o qué?

—Mi abuelo se puso bastante enfermo y mis padres no tenían a nadie que los ayudara. Pasaba las tardes con él, hacía las tareas del hogar… Después de que falleciera, seguí trabajando con otra persona mayor. Y ahora estoy aquí.

Vaya, no me esperaba una respuesta tan estructurada. Fruncí los labios, tratando de centrarme.

Su aspecto era agradable. No era el chico más guapo que había visto en la vida, pero estaba seguro de que mi hermana, por lo menos, se quedaría prendada nada más verlo. Tenía la piel bronceada, el pelo rubio y largo hasta los hombros —ahora, atado en un moño mal hecho—, los ojos del color de las avellanas y la mandíbula cubierta por una fina capa de barba que tenía pinta de picar un poco. Como si quisiera confirmar mis sospechas, se la rascó en ese momento. La gente que no se afeitaba bien me ponía de los nervios.

¿Y su ropa? Dios, eso sí que me ponía frenético. Vestía unos vaqueros con más agujeros que tela, la camisa apenas le cubría el ombligo y sus pulseras eran de mil colorines distintos. Nolan era una extraña mezcla entre un hippie, un vikingo y un señor extraño con el que no querrías cruzarte en un callejón oscuro.

Un cóctel interesante.

Como no sabía qué más mirar sin ser indiscreto, me centré en mi abuela. Ella asintió con aprobación y yo me obligué a volverme hacia Nolan otra vez.

—¿Sabes cocinar?

—Sí.

—¿Fregar, barrer…?

—Sí.

—¿Planchar ropa?

—Sí.

—¿Poner una lavadora?

—Sí.

—¿Entiendes de plantas?

—Un poco.

—¿Solo un poco? Vaya, vaya.

—No tengo plantas —comentó la abuela con confusión.

—Pero ¿y si un día decides tenerlas? ¡Habrá que estar preparado!

—Oye, tío —intervino Nolan entonces, divertido—, ¿por qué no me dejas trabajar toda la mañana y te quedas por aquí? Así podrás ver cómo funciono y si encajo con tu abuela. Y ella podrá decirme si le ha gustado o prefiere que la ayude otra persona. Será más fácil para todos, ¿no?

Que fuera una propuesta tan razonable me tocó un poco la moral. Más que nada, porque estaba acostumbrado a tener yo ese papel y no me gustaba que me estuviera sustituyendo. Por una cosa que veía clara en la vida, y tenía que aparecer un completo desconocido a trastocarla.

Mi intención era decirle que no con un argumento que lo dejara sin palabras, pero lamentablemente estaba de acuerdo con él, así que solo puede asentir con la cabeza.

—Bueno… —murmuré—, vale.


Ellie

Y pensar que la prueba que hice con Víctor fue lo más fácil de ese día…

El entrenador decidió que la mejor forma de determinar si estaba preparada o no era pasar un día de prácticas con los demás, ya que así verían si era capaz de trabajar con ellos. Y resultó que la balanza estaba un poco inclinada hacia la parte negativa. No porque no supiera jugar —que sabía hacerlo, joder, eso lo tenía clarísimo—, sino porque no entendía su modo de entrenar y, desde luego, nadie se molestó en explicármelo.

Cuando tocaba jugar en parejas, nadie quería ponerse conmigo; si había actividades en las que tuviéramos que formar dos equipos, era la última en salir elegida; si el balón se escapaba rebotando, era yo quien tenía que ir a recogerlo. Y los dos chicos que no dejaban de reírse de mí, Marco y Eddie, solo intervenían para complicármelo todavía más.

¿Lo peor? Cuando terminé, toda sudada y roja, no había vestuario en el que cambiarme de ropa.

A ver, sí, estaba el de los chicos…, pero no me apetecía verles las colitas, y mucho menos que me vieran las amiguitas. Lo que me faltaba ya para completar el día. Como única alternativa, quedaba el despacho del entrenador. Sospechaba que él estaría lo suficientemente centrado en explorarse las fosas nasales como para no darse cuenta de que yo estaba ahí; aun así, no me parecía un escenario demasiado prometedor.

Así que ahí me encontraba, de pie junto a la parada del bus que había frente al gimnasio, con el uniforme todavía puesto y una chaqueta encima. Intenté ignorar el pelo sudado y pegado a la frente. Ya me ducharía en casa. Daba un poco de asco, sí, pero ¿qué remedio?

Por lo menos, había pasado la prueba. Debería estar contenta, ¿no? Ya tenía un equipo. Sin embargo, solo me sentía cansada. Y con ganas de echarme una siesta.

El bus todavía no había llegado cuando mis nuevos compañeros de equipo empezaron a salir del gimnasio. Era imposible que no pasaran por delante de mí, así que —supuse— no me quedaría otra que aceptar unas cuantas burlas más.

—¿Has pensado en ir andando a casa, Ally? —comentó Marco con retintín, y Eddie empezó a reírse—. Así entrenas las piernas y corres más rápido.

Siguieron echándose unas risas, a lo que les dediqué la sonrisa más irónica que había tenido la desgracia de esbozar.

—¿Has pensado en hacer un sudoku, Marco? Así entrenas el cerebro y quizá te vuelves gracioso.

Eddie se llevó una mano al pecho, escandalizado.

—¡Qué falta de respeto!

Quise decirles que lo suyo estaba al mismo nivel, pero ya se estaban alejando y parloteaban entre ellos. 

Oscar sí que me dedicó un asentimiento a modo de despedida. Fue a por su bicicleta —la tenía aparcada al otro lado de la calle— y se marchó silbando una melodía que yo desconocía. Tras él estaba Tad, que también había llegado en bici, aunque se veía mucho más vieja y desgastada. La recogió y se detuvo a mi lado mientras se ponía el casco.

—¿Qué tal tu primer día? —quiso saber; el tono de su voz indicaba que ya se lo imaginaba.

—Maravilloso…

—Bueno, piensa que las cosas siempre pueden mejorar. Conmigo también fueron muy duros al principio. Especialmente, Marco.

Considerando que parecía tener una fijación absurda por él, no entendí por qué hablaba en pasado.

—¿Y ya no lo son?

—Se burlan todos de todos —dijo a modo de consuelo—. No te lo tomes como algo personal.

Tad continuaba ajustándose el casco, pero mi mirada se desvió de forma inconsciente. Víctor acababa de salir del gimnasio. No lo inspeccioné tanto como a los otros; con él me daba un poco de vergüenza. Más que nada, porque no habíamos vuelto a intercambiar palabra desde el momento en que había encestado.

Si me miró, nunca lo supe, ya que siguió andando como si nada. Tenía el coche aparcado cerca de nosotros y se subió sin mediar palabra. Me pregunté si algún día podría ir con él. Después de todo, su familia vivía justo al lado de mi casa. Supuse que no, porque la conversación resultaría bastante incómoda.

Además, no me rebajaría tanto como para pedírselo.

Orgullo, ante todo.

—Seguro que para la semana que viene ya te tratan como a una más —me aseguró Tad, que ya se había subido a la bicicleta roja, totalmente ajeno al momento incómodo que acabábamos de vivir—. Impones mucho más que yo… Aprenderán a respetarte, ya verás.

Para evitar decirle que no estaba del todo de acuerdo con su afirmación, me limité a asentir.

Víctor pasó frente a nosotros en ese momento y me sorprendió que detuviera el coche justo entonces. Con la ventanilla bajada, se asomó y nos miró a ambos.

—¿Necesitáis transporte? —preguntó.

Abrí la boca para responderle, pero enseguida siguió hablando, esta vez con una gran sonrisa:

—El bus es más barato que un taxi.

Indignada, le saqué el dedo corazón. Él empezó a reírse y, sin más preámbulos, se marchó carretera abajo.

—Se cree muy gracioso —comenté con retintín.

Tad sí que sonreía.

—Tiene ese tipo de humor, sí…

—Bueno, gracias por levantar la mano. He entrado al equipo gracias a ti. Te debo una.

—Oh, no. No me debes nada.

Por un momento pensé que era la típica frase hecha. Luego me percaté de que se refería a algo más y de que su expresión había cambiado.

—¿Qué? —pregunté.

—Que…, mmm…, no he sido exactamente yo.

—Claro que has sido tú, nadie más ha levantado la mano.

—Ya, pero es que no ha sido por voluntad propia.

—¿Eh?

—Víctor me ha dado cinco dólares para que lo hiciera.

Me quedé sin palabras mientras él, tan tranquilo, se subía a la bicicleta. 

—Pero me alegra que lo haya hecho, porque así estás en el equipo —dijo con alegría—. ¡Eres mucho más simpática que todos ellos juntos! En fin, nos vemos mañana, ¿eh? ¡Descansa!

Gritó lo último mientras empezaba a rodar calle abajo y solo fui capaz de contemplar su espalda mientras se alejaba. 


Jay

Bueno, el tal Nolan era odiosamente perfecto.

No debería molestarme tan profundamente, pero es que había estado inspeccionándolo desde el inicio con la maligna esperanza de corregirlo. No fue el caso. No había nada que corregir. Era tan despreocupado como perfecto. Y la abuela no dejaba de remarcarlo, cosa que me ponía de muy mal humor.

Para cuando terminó la supuesta jornada laboral, solo podía pensar en lo mucho que odiaba que alguien fuera tan feliz. Era imposible. Nolan terminó de guardar los utensilios de limpieza que había usado, se quitó los guantes de goma y se plantó en el marco de la puerta del salón con una sonrisa de satisfacción.

—Pues… yo diría que eso es todo —comentó con los brazos en jarras—. ¿O me he dejado algo, inspector?

La abuela, que se estaba tomando el té helado que le había preparado Mary Poppins, se volvió hacia mí para observarme con diversión.

—No sé. ¿Se ha dejado algo, Jay? —Su sorbito fue muy ruidoso.

Sabía que me ardería decirlo en voz alta, y por eso me encerraba en esa encrucijada. Me encogí de hombros.

—Que yo sepa, no.

—¡Qué bien! Pues, todos contentos.

—No he dicho que estuviera contratado.

—Pero lo está —aseguró la abuela, guiñándole un ojo a Nolan.

Este sonrió.

—Listo, querido —continuó la abuela—. Ya tienes otro trabajo que añadir al currículum.

—Se lo agradezco mucho, señora Ross.

—Si me haces un té de estos cada vez que vengas, puedes llamarme «Mary».

Nolan se rio a carcajadas y yo me crucé de brazos. Me daba rabia que incluso su risa sonara perfecta. ¿Cómo podía parecer tan desastre y, a la vez, ser tan organizado?

—Pues yo me iré a casa —comentó él, tan tranquilo—. Ha sido un placer conoceros.

La abuela se mostró de acuerdo, mientras que yo me limité a soltar un sonidito de desaprobación. Nolan simuló que no lo había oído y fue directo a la puerta.

En cuanto cerró, ella volvió a dedicarme una ojeada por encima de la taza. Solo por su expresión, ya supe exactamente lo que estaba pensando.

—No me gusta ese chico —murmuré.

—Bueno…, algo me dice que terminará gustándote, no te preocupes.

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