Un chut fallado
Final del Mundial de fútbol femenino de 1999 entre Estados Unidos y China. La jugadora Liu Ying tiene que lanzar el tercer penalti de la tanda decisiva. Gay Talese lo ve por televisión y tiene una idea.
Por Gay Talese
Un penalti fallado, un relato de Talese. Crédito: Getty.
Puesto que los chinos ganaron el lanzamiento de la moneda, fueron los primeros en chutar los penaltis. La encargada fue una morena con coleta de cara redondeada que llevaba el número 5 y parecía un poco más alta y recia que sus compañeras de equipo, típicamente menudas.
Sin embargo, no era de apariencia tan imponente como la fornida portera estadounidense, negra, de 70 kilos, que ahora tenía delante y la miraba fijamente. De todos modos, la muchacha china le prestó poca atención mientras con las dos manos dejaba despacio la pelota sobre el redondel de hierba blanco que marcaba los 11 metros. Decían que era la lanzadora de penaltis más fiable del equipo chino, y que por eso el entrenador le había asignado lanzar antes que las demás, con la esperanza de que su equipo tuviera un buen comienzo. También estaba llena de energía, pues en el partido celebrado en aquel caluroso día había salido al campo ya bien entrada la segunda parte. Tras escuchar el silbato del árbitro, se lanzó hacia la pelota y chutó con tanta velocidad y seguridad que la portera estadounidense sólo pudo contemplar el balón mientras pasaba por encima de su hombro derecho hacia la esquina izquierda de la red.
Mientras las compañeras de equipo y los entrenadores de la lanzadora aplaudían en la banda, China adquiría una ventaja de 1-0. La primera estadounidense en lanzar un penalti fue la capitana del equipo, que llevaba el número 4: una mujer desgarbada y de pelo castaño con unos rasgos faciales delicadamente refinados y reputación de ser una defensora infatigable y sin remilgos. Pero en esta ocasión también demostraría ser una lanzadora segura, atacando sin vacilar la pelota y lanzando raso y fuerte fuera del alcance de la portera china, al lado opuesto de la portería donde había chutado la primera lanzadora china. Exultante tras ver cómo la pelota acababa en la red, la jugadora americana lanzó el puño al aire y a continuación regresó tranquilamente a la banda, donde casi todo el público del estadio se puso en pie para vitorearla mientras sus compañeras se acercaban a abrazarla. El marcador iba ahora 1-1.
Había jugadoras que prácticamente suplicaban al entrenador que no las escogiera para lanzar el penalti, algo que podía someterlas a una tremenda humillación en caso de que la pelota fuera detenida por la portera, o, peor aún, si no conseguían dirigirla a la red.
La segunda lanzadora china era una morena esbelta que llevaba el número 15. También había salido anteriormente de suplente, y no era una jugadora clave del equipo, excepto en momentos como ése. Era una excelente lanzadora de penaltis. Algunas de sus compañeras de equipo la consideraban igual de buena que la primera que había lanzado, la infalible número 5. Yo había leído que había buenas jugadoras entre las chinas —y también entre las estadounidenses y en otros equipos— que sentían pánico escénico cuando se enfrentaban al momento de lanzar un penalti. Se sentían más cómodas corriendo y pasando el balón en medio de un caos de adversarias que cuando estaban solas delante de una pelota inmóvil colocada sobre la hierba que tenían que lanzar hacia una amplia red, a una distancia de 11 metros, protegida por una solitaria defensora en un enfrentamiento cara a cara presenciado por todos los hinchas del estadio y quizá por millones de televidentes. Había jugadoras que prácticamente suplicaban al entrenador que no las escogiera para lanzar el penalti, algo que podía someterlas a una tremenda humillación en caso de que la pelota fuera detenida por la portera, o, peor aún, si no conseguían dirigirla a la red. Pero la segunda lanzadora de China, la supuestamente infalible número 15, era conocida en el equipo por ser una joven bastante narcisista a la que le gustaba recibir toda la atención posible, y que no perdía la concentración cuando todas las miradas estaban fijas en ella; así, después de haber tomado carrerilla y haber lanzado la pelota limpiamente hacia su izquierda, se detuvo a contemplar con aparente satisfacción cómo el balón superaba la punta de los dedos de la portera y acababa en el interior de la malla, haciendo sonreír a sus entrenadores y a sus compañeras de equipo, aunque no al público abrumadoramente proestadounidense que había en las gradas. A continuación se dio media vuelta y regresó trotando a la línea de banda, con una reposada zancada que me sugirió que no sólo tenía una gran seguridad en sí misma, sino también un persistente interés en que la miraran. China volvía a tomar la delantera por 2 a 1. La segunda lanzadora de los Estados Unidos también era conocida por su aplomo bajo presión, y, aunque no era famosa por su egocentrismo, sabía desenvolverse bien cuando era el centro de atención. Se trataba de una californiana de treinta y un años que llevaba el número 14, y había sido la líder del equipo durante casi una década, habiendo dejado el deporte sólo de manera intermitente para dar a luz dos hijos y recuperarse de la rotura de la pierna derecha, sufrida mientras competía en 1995. Aunque su punto fuerte era la defensa —había sido en concreto ella la que había impedido que China marcara durante la primera mitad, lanzándose dentro de la portería para desviar un tiro que había pasado por encima de la cabeza de su portera—, también era una formidable atacante, pues había marcado el tercer gol de su equipo en el triunfo por 3-2 contra Alemania en los cuartos de final de la Copa del Mundo. En aquel momento, dispuesta para lanzar el penalti, se acercó a la pelota lentamente, pero con ensayada parsimonia y engaño, dejando clavada a la portera china en medio de la portería mientras la bola se elevaba hacia la red a un par de metros de la mano izquierda levantada de la guardameta. Con lo que volvían a estar empatados a 2.
La tercera en lanzar un penalti para China fue una nativa de Pekín de veinticinco años que llevaba el pelo negro cortado a cepillo y cuya figura componía una línea recta. Llevaba el número 13. Era miembro del equipo nacional desde hacía seis años, y titular durante los dos últimos, donde se había convertido en una permanente amenaza al ataque y en una defensa difícil de superar. Su versatilidad y diligencia significaban que, excepto cuando estaba lesionada, no era reemplazada por ninguna suplente si el marcador era ajustado, y aquella tarde, en el Rose Bowl, había estado activa durante cada uno de los minutos de esa larga y extenuante prueba de voluntad y tenacidad.
Mientras se preparaba para lanzar la pena máxima —el locutor la presentó como Liu Ying, uno de los pocos nombres chinos que soy capaz de pronunciar—, fue observada por la recia y robusta guardameta americana, Briana Scurry, que esperaba el lanzamiento 11 metros delante de ella en una posición agazapada y desafiante. Briana Scurry había jugado al fútbol americano en la liga juvenil de su ciudad natal de Minneapolis, y en la secundaria había practicado el atletismo y el baloncesto, sobre saliendo además en el fútbol europeo, gracias al cual obtendría una beca para la Universidad de Massachusetts.
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Comenzó en 1994 y alcanzó la distinción de ser la única futbolista negra del equipo titular de los Estados Unidos, por lo demás completamente blanco. En una ocasión se describió a sí misma a un reportero como «la mosca de la leche». En un artículo del New York Times que fue publicado unas semanas después de ese partido, recordó que cuando la tercera lanzadora china, la ya mencionada Liu Ying, se colocó detrás de la pelota, «su lenguaje corporal no parecía muy positivo. No daba la impresión de que quisiera chutar el penalti. Levanté la mirada hacia ella y me dije: “Éste lo paro”».
Pero la tercera lanzadora de China, Liu Ying, tuvo menos suerte. No impactó bien a la pelota. Parecía acercarse al balón de manera vacilante. Quizá la distrajo el movimiento de Scurry, si es que ésta se movió demasiado pronto. El árbitro no pitó nada. Sin embargo, Scurry instintivamente intuyó o adivinó con acierto que la pelota iría a su izquierda, y en cuanto salió del pie derecho de Liu Ying, Scurry ya se estaba lanzando hacia ese lado, y su cuerpo extendido surcaba el aire en paralelo al suelo, con los brazos completamente estirados y los dedos de las manos alargados y rígidos dentro de sus guantes, hasta que se doblaron por la fuerza de la pelota, a la que, sin embargo, consiguieron desviar y mandar rebotando hacia la línea de fondo.
Cuando Scurry cayó pesadamente sobre el césped, al instante revivió gracias al aplauso que la rodeaba y el entusiasmo de sus compañeras de equipo que saltaban y se abrazaban en el banquillo. Se puso en pie de un salto y levantó los brazos varias veces mientras la capitana del equipo de los Estados Unidos levantaba el dedo índice por encima de su frente intelectual, señalando quizá que los estadounidenses estaban ahora solos en lo alto. Si ésa fue la intención de la capitana, fue un gesto prematuro. El partido no había terminado.
Cuando Scurry cayó pesadamente sobre el césped —luego afirmó que mientras estaba en el suelo, dolorida, temió haberse roto una cadera y destrozado músculos del estómago—, al instante revivió gracias al aplauso que la rodeaba, y al ver el confeti a lo lejos, y el entusiasmo de sus compañeras de equipo que saltaban y se abrazaban en el banquillo. Scurry se puso en pie de un salto y levantó los brazos varias veces mientras la capitana del equipo de los Estados Unidos levantaba el dedo índice por encima de su frente intelectual, señalando quizá que los estadounidenses estaban ahora solos en lo alto.
Si ésa fue la intención de la capitana, fue un gesto prematuro. El partido no había terminado. Era cierto, sin embargo, que si todas las lanzadoras que quedaban (las tres americanas y las dos chinas) marcaban sus penaltis, el resultado final favorecería a los Estados Unidos por 5-4, y la Copa del Mundo sería propiedad estadounidense.
En definitiva, esto es lo que ocurrió. Las dos últimas lanzadoras de China —la número 7 y la número 9—lanzaron la pelota con precisión fuera del alcance de Scurry; la primera lanzó a la derecha, la segunda a la izquierda. Pero el trío estadounidense —entre ellas Mia Hamm, que lanzó el cuarto penalti— tampoco falló. La estadounidense que lanzó el quinto y decisivo penalti fue la número 6, Brandi Chastain, una rubia californiana con una cola de caballo, buen bronceado y una figura musculosa grácilmente delineada que la revista Gear había fotografiado desnuda («Eh, no sabéis lo que corro para tener este cuerpo —fue su respuesta a los medios de comunicación—; estoy orgullosa de él»). Después de haber chutado su tiro ganador a la izquierda de la portero china, que se lanzó infructuosamente, Chastain se quitó la camiseta y cayó de rodillas delante de la portería, cubierta sólo por un sujetador deportivo negro mientras apretaba el puño en una pose triunfal que sería la portada del siguiente número de Newsweek bajo el titular ¡REINAN LAS CHICAS!
Me quedé delante del televisor sin la menor euforia mientras el victorioso equipo norteamericano seguía celebrando el triunfo sobre el césped, y seguí mirando mientras el errante ojo de la cámara hacía varios zooms hacia la multitud de estadounidenses que festejaban la victoria con una cara sonriente y patrióticamente pintada, con sus festivos sombreros y bocinas, abrazándose y besándose. Era un preludio veraniego a la Nochevieja, y dominando la escena había un gran globo, el zepelín de Goodyear. Pero mis pensamientos se centraban en una persona que había desaparecido de la escena, la joven jugadora china, Liu Ying, que había fallado el penalti.
Imaginé que en ese momento estaba sentada en el vestuario, llorando. Nada en la vida de esta joven de veinticinco años la había preparado para lo que debía de estar sintiendo en ese momento, pues jamás en la historia de China una persona concreta se había visto de repente tan abochornada delante de tanta gente, incluyendo los 100 millones de televidentes de su país. ¿La rodeaban ahora en el vestuario sus compañeras de equipo para consolarla? ¿Estaba sentada en soledad después de haber sido reprendida por el entrenador? ¿Tenía la culpa el entrenador por haber elegido para lanzar el penalti a una jugadora que, debía saber, estaba físicamente exhausta y poco concentrada para estar a la altura del reto? Y los burócratas que dirigían el aparato deportivo del partido, ¿sustituirían enseguida al entrenador? Y si conservaba su empleo, y si Liu no quedaba relegada del equipo nacional, ¿la elegiría en el futuro para lanzar un penalti en un partido importante?
Me formulaba esas preguntas como si fuera de nuevo un periodista deportivo con acceso al vestuario, y de ser así, ella habría sido la protagonista de mi historia, ella, que probablemente no dormiría en toda la noche y que quizá se vería perseguida en adelante por el recuerdo de ese lamentable momento público, mientras una gran parte del mundo estaba mirando. ¿O lo estaba dramatizando en exceso, exagerando la sensibilidad de esa joven deportista? Entre las supuestas virtudes de un deportista de éxito está la capacidad para superar los propios defectos y errores no pensando demasiado en ellos, no obsesionándose con ellos, sino olvidándolos, y —utilizando la ya tediosa expresión de los noventa— pasando página. Y sin embargo, me parecía que el penalti fallado por Liu Ying era una situación mucho más trascendente y conmovedora que cuando Mariano Rivera, de los Yankees, permitió que el otro equipo les empatara, e incluso que la humillación que Muhammad Ali le infligió a Floyd Patterson, de la que fui testigo hace décadas.
¿Por qué me importaba? ¿Por qué me pasé toda la cena en el restaurante pensando en ella mientras escuchaba indiferente a mi mujer y a unos amigos que se nos habían unido en nuestra mesa en Elaine’s? ¿Por qué a la mañana siguiente, tras hojear los artículos de varios periódicos que hablaban del partido y no enterarme de nada de lo que quería saber de Liu Ying, estaba tan decepcionado y contrariado?
Perder la Copa del Mundo de fútbol de 1999 contra los Estados Unidos en un momento en el que China hervía de tensión política, rivalidad y resentimiento contra los Estados Unidos le otorgaba a esa final una relevancia que de otro modo habría sido inmerecida, y había provocado expectativas quizá infundadas y pasiones nacionalistas que no se habían visto satisfechas por la conclusión del encuentro. No me imaginaba un vuelo más largo e incómodo que el que iba a trasladar a esa jugadora y a sus compañeras de equipo de Los Ángeles a Pekín. En China, donde se sabe que muy pocos padres sienten entusiasmo por el nacimiento de una hija, ¿con qué entusiasmo recibirían a esa fémina en concreto cuando regresara a su país? ¿Qué le diría su familia? ¿Qué le diría yo si fuera mi hija? ¿Cuál sería la respuesta de sus vecinos, y de los hombres que encabezaban la comisión deportiva del régimen?
Las cámaras se centraron en los americanos que recibían sus medallas. Eran casi las siete menos cuarto de la tarde. Yo llevaba cinco horas y media viendo la televisión. Estaba inquieto. Mi mujer se encontraba arriba leyendo. Tenía la puerta cerrada. Antes me había gritado desde arriba que bajara el volumen del televisor. También me había sugerido que saliéramos a cenar a un restaurante, pero no antes de las ocho y media. Yo estaba a punto de apagar el televisor, pero vacilé. Generalmente, tras una importante retransmisión deportiva —un partido de la Serie Mundial, un combate de boxeo por el campeonato, un partido de tenis de Wimbledon, la Super Bowl— el equipo perdedor era invitado a hablar por el micrófono para ofrecer sus opiniones y explicaciones del resultado. Esperaba que los chinos dijeran algo, sobre todo Liu Ying. Pero el canal finalizó su retransmisión de la Copa del Mundo poco después de las siete menos cuarto sin decir ni una palabra de ella y sin la menor información de cómo sobrellevaba la situación.
¿Por qué me importaba? ¿Por qué me pasé toda la cena en el restaurante pensando en ella mientras escuchaba indiferente a mi mujer y a unos amigos que se nos habían unido en nuestra mesa en Elaine’s? ¿Por qué a la mañana siguiente, tras hojear los artículos de varios periódicos que hablaban del partido y no enterarme de nada de lo que quería saber de Liu Ying, estaba tan decepcionado y contrariado? Esa misma semana, cuando los artículos de portada de las revistas que incluían la Copa del Mundo tampoco incluyeron ni una breve entrevista con ella, ni la menor información que satisficiera la curiosidad que me despertaba esa jugadora, telefoneé a un importante editor que conocía, Norman Pearlstine, que supervisaba la publicación de muchas revistas de Time Warner —entre ellas Sports Illustrated, Time y People—, y le pregunté si consideraría encargar un artículo para una de sus revistas en el que se relatara cómo los chinos habían reaccionado al regreso de Liu Ying a su país, y cómo ella había reaccionado y estaba reaccionando a su experiencia en el Rose Bowl, y, finalmente, qué nos decía todo eso —si es que nos decía algo— de las actitudes y expectativas contemporáneas en relación a las jóvenes en una China en plena transformación.
Si el hecho de arrogarme el papel de editor delante de uno de los editores más sensatos y prósperos de Nueva York sonó algo pedante, es algo que no me importó gran cosa. Yo tenía sesenta y siete años. Él quizá cincuenta. A mi avanzada edad, me había acostumbrado a que los más jóvenes me consintieran mis caprichos, muchos de ellos alentados sin duda por el hecho de que no tendrían que con sentirme mucho más tiempo. Y Norman Pearlstine me escuchó sin interrumpirme. Peroré y divagué, y aunque en ningún momento se comprometió ni opinó sobre mi idea, tampoco puso ninguna objeción cuando me presenté voluntario para mandarle un memorándum que expresara lo que yo pensaba sobre el asunto.
Enseguida se lo mandé por fax.
Querido Norman:
Como te estaba diciendo por teléfono, creo que el penalti parado la semana pasada a la jugadora del equipo chino de la Copa del Mundo, Liu Ying, podría proporcionarnos una buena perspectiva con que medir a China y los Estados Unidos de una manera que vaya más allá del ámbito de la competición deportiva. En el New York Times de hoy aparece una foto del presidente Clinton recibiendo a las triunfales mujeres estadounidenses en la Casa Blanca. ¿Cómo recibieron los dirigentes chinos a las mujeres tras su regreso a su patria? ¿Quién había en el aeropuerto? (...) El relato debería contarse a través de esta mujer, Liu Ying, un relato paso a paso de cómo ha sido su vida desde que falló el penalti en el Rose Bowl. En los años cincuenta comencé mi carrera en el New York Times como periodista deportivo, y siempre he pensado que los vestuarios de los perdedores son una experiencia que enseña mucho; y creo que la derrota de las mujeres chinas la pasada semana en California podría decirnos mucho a la hora de comparar nuestras respectivas sociedades. Me encantaría ayudar si tú y tus colegas creéis que puedo. Me gustaría ayudar a nuestros corresponsales en China con una entrevista, o con un artículo, o lo que sea. Sin duda me interesaría visitar el país, si crees que puede ser de ayuda (...) así pues, cuando hayas tenido tiempo de pensarlo, házmelo saber (...)
Después de enviar por fax el memorándum, me dije que ojalá hubiera eliminado los dos últimos párrafos. Mi llamada telefónica había obedecido completamente (o eso me había hecho creer) al deseo de que mi idea fuera aceptada por Pearlstine, en el supuesto de que posteriormente sería desarrollada y escrita por miembros de su organización. En cierto sentido, le estaba haciendo un favor. Le había planteado un enfoque poco corriente para una historia que el resto de la prensa aparentemente había pasado por alto, y se lo estaba dando gratis.
Aun cuando no pensaban utilizarla, me aseguró que eran sinceros en su deseo de que siguiera mandándoles ideas en el futuro. Les prometí que lo haría.
Pero al final del fax me había postulado con muy poca elegancia para el encargo, proponiendo que a Pearlstine a lo mejor le apetecía mandarme al otro extremo del mundo (corriendo él con los gastos) para que yo pudiera «ayudar» a sus corresponsales en China con mi idea para el artículo. ¡Qué estupidez tan grande proponerle eso! Si sus corresponsales en China necesitaban ayuda, no estaban capacitados para su trabajo y deberían ser despedidos. También releí consternado el tono de falsa modestia de mi último párrafo y la obviedad de mi oportunismo al pretender aprovecharme profesionalmente de mi relación personal con el zar de las revistas en Time Warner. Una cosa es hacer una sugerencia y otra muy distinta intentar, en el último momento, hacerse con un encargo o volver a apropiarse de una idea después de haber renunciado a su propiedad.
A lo mejor le estaba dando demasiado importancia, razoné, y, que yo supiera, quizá a Pearlstine le había gustado mi memorándum, y ya lo había remitido con su aprobación a alguna de sus revistas, y pronto el departamento de viajes de la corporación me consultaría para preguntarme cuándo podía poner rumbo a China.
Pocos días más tarde recibí una llamada de un ejecutivo de alto rango de Time Warner que me explicó que Norman Pearlstine estaba de viaje, pero que los editores habían encontrado mi idea muy interesante y me daban las gracias por haber contactado con ellos. Aun cuando no pensaban utilizarla, me aseguró que eran sinceros en su deseo de que siguiera mandándoles ideas en el futuro. Les prometí que lo haría.
Cuando colgué me sentí bastante decepcionado, pero también aliviado. China estaba muy lejos. Estaba escribiendo un libro que ya debería haber entregado. La Copa del Mundo era noticia pasada. Liu Ying había ocupado mis pensamientos durante más de una semana, y ahora podía dar gracias a la gente de Time Warner por devolverme a la sensatez. ¿Quién iba a querer leer un artículo centrado en una jugadora de fútbol china que no había podido chutar bien? El siglo xxi se nos echaba encima, yo tenía otras cosas en que pensar.
Y si ése era el caso, ¿por qué al poco me encontraba en un reactor rumbo a China (pagando yo los gastos, sin que nadie me hubiera encargado ningún artículo, y sin saber dónde podría encontrar a Liu Ying en ese inmenso país), impaciente por encontrarme con ella?