Lecturas breves: fragmento de «Las inseparables», de Simone de Beauvoir
Texto extraído de la fabulosa novela de la gran autora francesa, ganadora del Premio Goncourt e icono del feminismo.
París, 1952. Getty Images.
Por SIMONE DE BEAUVOIR
Mientras los castaños de Luxemburgo se cubrían de retoños y, luego, de hojas y flores, la vi transformarse. Con el traje de chaqueta de franela, el sombrero cloche de paja y los guantes, tenía un aspecto apocado de muchacha como Dios manda. Pascal le tomaba el pelo amablemente.
—¿Por qué lleva siempre sombreros que le tapan la cara? ¿No se quita nunca los guantes? ¿Se le puede proponer a una joven tan correcta que se siente en la terraza de un café?
A Andrée parecía gustarle que se metiera con ella. No compró otro sombrero, pero olvidó los guantes en el fondo del bolso, se sentó en las terrazas del bulevar Saint-Michel y volvió a pisar con el mismo garbo que en la época en que paseaba bajo los pinos. Hasta entonces, Andrée había tenido una belleza, como quien dice, secreta, presente en lo hondo de los ojos, que le asomaba como un relámpago al rostro, pero no del todo visible; de repente, afloró a la superficie de la piel y estalló a la luz del día. Vuelvo a verla, una mañana en que olía a frondas, en el lago de Bois de Boulogne; había agarrado los remos; sin sombrero, sin guantes, con los brazos al aire, rizaba hábilmente el agua; le brillaba el pelo, tenía los ojos vivos. Pascal dejaba la mano colgando en el agua y cantaba a media voz; tenía una voz bonita y sabía muchas canciones.
Hasta entonces, Andrée había tenido una belleza, como quien dice, secreta, presente en lo hondo de los ojos, que le asomaba como un relámpago al rostro, pero no del todo visible.
Él también estaba cambiando. Delante de su padre y, sobre todo, de su hermana, parecía un chiquillo muy pequeño; a Andrée le hablaba con una autoridad de hombre, no porque estuviera interpretando un papel: sencillamente, se ponía a la altura de la necesidad que tenía ella de él. O yo no lo había conocido bien, o estaba madurando. En cualquier caso, ya no parecía un seminarista, lo veía menos angelical que antes pero más alegre, y la alegría le sentaba bien.
La tarde del 1 de mayo nos estaba esperando en la terraza del Luxemburgo; cuando nos vio, se subió a la balaustrada y se nos acercó con pasitos de equilibrista, haciendo balancín con los brazos; llevaba un ramo de muguete en cada mano. Bajó al suelo de un salto y nos alargó los dos a un tiempo. El mío solo estaba allí por la simetría: Pascal nunca me había regalado flores. Andrée lo entendió, ya que se ruborizó: era la segunda vez en nuestra vida que la veía ruborizarse. Pensé: «Se quieren». Que Andrée lo quisiera a uno era una gran suerte, pero me alegré sobre todo por ella. No habría podido ni querido casarse con un no creyente; si se hubiera resignado a amar a un cristiano austero, parecido al señor Gallard, se habría consumido poco a poco. Junto a Pascal, podía por fin conciliar sus obligaciones y su felicidad.
Este fragmento forma parte de Las inseparables, novela íntima publicada recientemente por Lumen.
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